Lo primero que vio Christophe al salir del coma fue el rostro de su madre. Entonces él sonrió. «Al reconocerme entendí que su cabeza no había sido afectada. Me puse muy contenta. Era la primera gran noticia en esa tragedia». Christophe no podía hablar, pero no fue necesario. Él y su madre se entendieron con la mirada. Sólo se oían los ruidos del respirador artificial y los bip-bip de los diversos monitores, los centinelas de su vida. Pensó que no estaba muerto, pero no sabía muy bien si estaba vivo. «Le notaba tan perdido… —diría su madre—. Él no sabía si era de día o de noche ni qué estaba haciendo allí… Pensé en contarle cualquier cosa, en mentirle. Temía que la verdad fuese demasiado dura para él. Pero luego pensé que era necesario que la supiera, ya que al peso de su inmovilidad se sumaba su incapacidad de hablar».
«Has sufrido un accidente», susurró por fin. Christophe esbozó una mueca de angustia. Su madre adivinó que estaba pensando en los niños del campamento y le tranquilizó diciéndole que estaban bien, que el accidente lo había tenido él al lanzarse desde un trampolín. «Luego le dije que se había roto la columna vertebral, que podía quedar paralítico. Se lo dije muy rápidamente». Creyó que él lloraría, pero no fue así.
Como había predicho su madre, Christophe no se hundió. Sus problemas físicos eran tan inmediatos, el dolor y el shock tan recientes y el miedo a la muerte tan atroz, que apenas reaccionó a lo que acababa de oír. No asimiló la magnitud de la catástrofe. El hecho de poder comunicarse fue en ese momento más importante que la información recibida. En realidad, al hablar (o entenderse) sin palabras, Christophe salió por primera vez de la prisión a la que su condición física le había condenado.
Marie Claire Roux era aparentemente una persona normal, pero se le notaba una ligera cojera al caminar. Toda su vida había padecido una salud frágil. A los doce años, en el París de posguerra, se había contagiado de poliomielitis, resultando gravemente afectada su pierna derecha. Pasó cinco años en un hospital de niños. Vivió su adolescencia en una silla de ruedas, sometida a intensos períodos de rehabilitación. De esa experiencia había sacado un profundo conocimiento del dolor tanto físico como moral, y más tarde de la discapacidad, lo que la hacía especialmente apta para comprender el drama de su hijo. No hacía mucho tiempo, y porque ya casi no podía caminar, se había sometido a dos importantes operaciones ortopédicas. La última había consistido en serrarle la pierna para colocarla de nuevo sobre su eje. Se acordaba de Christophe empujando su silla de ruedas por los pasillos del centro de rehabilitación. «Te voy a enseñar a andar en un todoterreno», bromeaba.
¡Qué difícil resultaba ahora pensar que los papeles se habían invertido! Y sobre todo ¡qué sensación de injusticia! ¿Por qué él?, se preguntaba, consciente de que los daños neurológicos eran irreversibles. Hubo gente que intentó encontrar una explicación al accidente, entre ellos su hija Isabel. «Una desgracia predestinada», tuvo que escuchar. «En el fondo, inconscientemente, lo buscaba», le dijo otro familiar. «Estaba escrito», sentenció otro. Pero ella nunca creyó nada de eso: un accidente es un accidente e intentar buscarle explicaciones es un ejercicio de masoquismo, y sobre todo inútil.
Nacida en el seno de una familia de rancio abolengo, hija de un corredor de seguros, licenciada en historia, Marie Claire se casó con el joven piloto de aviación François Roux pocos meses después de haber sido presentados a la salida de misa. Él era alto, de pelo castaño y ojos negros pequeños y brillantes. Era introvertido y poco hablador. Ambos eran hijos de la burguesía conservadora católica de las provincias francesas. Sólidos principios religiosos habían cimentado ese matrimonio, y, ahora que la desgracia se abatía sobre la familia, Marie Claire Roux buscaba consuelo y ayuda en su fe. «No esperaba milagros —diría—, la religión no está hecha para eso, pero una frase de la Biblia volvía sin cesar a mi mente: “Y no salvó a su hijo único”. Yo creía en un Dios que sufría, humillado, y que sabía por lo que estábamos pasando, y eso me reconfortaba».
Incapaz de pensar en el futuro, la mente de Christophe se aferraba a los recuerdos de su infancia más temprana como eran los juegos con sus hermanos, los paseos con sus abuelos o los viajes con sus padres. Adquirían una intensidad tal que le permitían olvidar el techo blanco del hospital, su único paisaje. Era como si inconscientemente buscase fuerzas para aceptar su vida de muerto viviente. En su pasado remoto buscaba razones para seguir luchando, para superar las complicaciones cada vez más difíciles a las que se enfrentaba. Día y noche un fisioterapeuta hacía presión sobre su abdomen para hacerle escupir y enseñarle a respirar con la ayuda de un pulmón artificial. «Al principio la máquina lo hacía todo sola —recuerda Christophe—, luego la desconectaban para ver si respiraba por mí mismo y, al ver que me ahogaba, la conectaban de nuevo». Era el comienzo del proceso para devolverle la autonomía hasta donde las limitaciones físicas lo permitieran. «Había que hacerle nacer de nuevo», diría su madre.
Para evitar que se ahogase, los médicos le practicaron una traqueotomía, lo que le hizo sentirse mejor. Luego le pusieron una cánula para hablar. «¡Sentí un gran alivio al poder comunicarme! Empecé a comprender lo que pasaba alrededor de mí, aunque no podía moverme. No podía rascarme; hasta para enjugar una lágrima tenía que esperar a la enfermera. Estaba muy aturdido… Me despertaba, me dormía, me volvía a despertar. Pasaba el día esperando la visita de mis padres». Mathilde se obstinaba en verle. El que la entrada a la unidad de cuidados intensivos estuviese vedada a los que no fueran familiares cercanos no la desanimaba. Había amenazado con hacerse pasar por su hermana. La señora Roux decidió preguntarle a su hijo si deseaba esa visita. Al oír el nombre de Mathilde los ojos de Christophe se anegaron de lágrimas. «No quiero verla», dijo. Era como si le hubieran tocado una llaga abierta. La idea de que la chica a la que había querido le viese en ese estado le resultaba insoportable. Mathilde no comprendía que él no quisiese verla. Obligada a esperar, siguió escribiéndole hasta que un día la madre de Christophe le telefoneó para decirle que su hijo no estaba en condiciones de leer cartas y que eran demasiado íntimas para que ella se las leyese, así que por favor mandase cintas grabadas. Entonces ella le envió cintas dos veces por semana, en las que contaba su vida con todo lujo de detalles. «En realidad no contaba nada —admitiría Mathilde—, porque no pasaba nada».
Los médicos habían acabado por considerar a la señora Roux un miembro más del equipo, quizá porque así compartían el peso de su responsabilidad. La hacían participar en sus decisiones, críticas en esos primeros momentos. Ahora se le había declarado una neumopatía, es decir, una importante infección bacteriana debida al uso de tantas sondas. Para inyectar los medicamentos necesarios decidieron colocarle un catéter en una vena próxima al corazón. Las demás venas estaban tan gastadas que no podían pincharle. Pero durante esa delicada intervención, el médico le atravesó el pulmón, que se llenó de sangre. «¡En este hospital estamos para curar accidentes, no para provocarlos!», se escuchó entre ruidos metálicos, gente que se afanaba y una voz que exclamó: «¡Hay que operar!». Christophe sólo vio moverse el techo antes de que todo se fundiese en negro. Los médicos le quitaron los coágulos y extirparon la parte de pulmón dañada. Pero entonces su tensión arterial bajó y se temió lo peor.
«Por momentos me daba la impresión de que estaba muriendo —recordaría Christophe—. Por eso acepté cuando mi madre me pidió que recibiera los santos sacramentos: “Nunca se sabe lo que puede pasar…”, me dijo. No practico porque soy un holgazán pero en el fondo soy creyente, así que pensé: “más vale estar preparado”. Si me iba a perder lo de este lado, no estaba dispuesto a perderme lo del otro». El capellán acudió al día siguiente. La ceremonia que tuvo lugar en aquella sala de ciencia ficción fue sencilla y emotiva, sobre todo porque Christophe se encontraba muy lúcido: «El capellán hablaba y yo decía que sí a todo, que de acuerdo, que estaba preparado para el más allá… Pero en mi fuero interno no era así. Yo quería vivir».
Pocas horas después de la visita del capellán, Christophe entró en una fase de delirio. «Ante la posibilidad de perder a mi hijo, una parte de mí tenía tendencia a rebelarse —diría su madre—. Pero… ¿de qué hubiera servido? Preferí pensar que lo había disfrutado veinte años, que había sido un magnífico regalo de la vida».
Aquella noche la mente de Marie Claire Roux se vio asediada por imágenes y recuerdos del hijo que ahora agonizaba pero que no hacía mucho había sido un niño alegre y juguetón. Le recordaba de pequeño, agitado y disperso. Cuando le metía por una puerta, salía por una ventana. Le ponía en su mesa a hacer los deberes y media hora después decía que lo sabía todo y se largaba. Le recordaba mediando en las peleas entre hermanos, gracias a su don de gentes. De su paso por los hospitales, la señora Roux había mantenido la costumbre de visitar periódicamente a los enfermos desvalidos. Su hijo había seguido su ejemplo: visitaba a las ancianas del barrio los días de Navidad y les llevaba botellas de vino y champán, repartía cajas de alimentos a los vecinos más humildes, y se ocupaba de los chavales más duros y recalcitrantes que le mandaba el párroco. También se acordó de las gamberradas. Le vino a la memoria el día en que Christophe y su amigo Sergio se metieron en una casa cerrada, calentaron un cuscús y cuando empezaron a comer apareció la policía, pues creía que eran atracadores. Después de la tunda que le propinó su padre, Christophe les había mostrado su trasero enrojecido diciendo: «Mi padre es el más fuerte del mundo». Los hermanos se habían echado a reír y ella no había podido contener la carcajada.
Ahora la señora Roux temía no sólo por la vida de su hijo, sino por la estabilidad de toda su familia. Notaba que su marido, un hombre tímido y reservado, había llegado al límite: «Yo estaba acostumbrada a ese ambiente de hospital, de miseria, de sufrimiento, de pobreza, pero mi marido no. Siendo piloto, siempre vivió entre gente guapa, sana y deportista, y le era imposible admitir que su hijo, si sobrevivía, no volvería a caminar. Me hubiera gustado que estuviese más tiempo conmigo, pero temía que tanta presión dañase nuestra relación. Pienso que los hombres y las mujeres sufrimos de manera distinta y hay que aprender a respetar los momentos de dolor del otro… Ambos hicimos un largo camino, pero su recorrido y el mío no coincidieron, sobre todo al principio». Contaba con la ayuda de Odile, la pequeña, y de personas desconocidas que de pronto le brindaban un apoyo extraordinario e inesperado, como la supervisora de enfermeras o el director del campamento, que llamaba todos los días: «Aquel hombre se sentía responsable y estaba destrozado. Me dijo que los niños del campamento habían escrito el nombre de mi hijo en las baldosas, a la entrada del centro de alojamiento. Un día me mandó un montón de cartas escritas por esos niños, en su mayoría huérfanos o hijos de familias con problemas. Eran desgarradoras pero me reconfortaron porque de ellas emanaba un sentimiento de profunda solidaridad humana. Esos niños sabían lo que era sufrir».