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En Bretaña, extensas playas de arena blanca bordean la costa entre acantilado y acantilado. El paisaje es verde, vivificante el aire y majestuoso el océano: huele a yodo y sal. Ciertos días las mareas corren tan veloces como un caballo al galope. El mar se aleja y en su lecho de arena deja al descubierto manojos de algas y frutos de mar. A esa hora, Christophe dirigía su pequeño grupo de niños que corrían frenéticos en busca de cangrejos. Su amigo Sergio le ayudaba en la tarea. Se habían comprometido a trabajar de monitores en un campamento de verano durante el mes de agosto. Era una manera de ganar un poco de dinero pasándolo bien. Tenían bajo su responsabilidad unos veinte niños, la mayoría huérfanos o conflictivos, y se alojaban todos a unos treinta kilómetros de la ciudad de Saint-Malo. Una de las distracciones favoritas era acampar en el club de vela, a quince kilómetros del centro de alojamiento. Allí, cuando bajaba la marea, empezaba la pesca. Por la noche se asaba en el fuego lo pescado durante el día.

Sergio era quien le había propuesto ese trabajo a Christophe. Eran amigos de la infancia. Sergio era moreno, delgado, divertido y un estudiante tan mediocre como Christophe. Habían crecido juntos en la urbanización de Orsay, a las afueras de París, donde sus respectivas familias, de clase media acomodada, se habían instalado a principios de los años setenta. Juntos habían pasado la época del patín y de la mobylette. Juntos habían explorado el campo alrededor de la urbanización, no siempre con fines bucólicos: les gustaba explosionar sus artefactos de pólvora lejos de la presencia familiar. Juntos se emborracharon la primera vez «para probar» y juntos hicieron bromas típicas de su edad, por ejemplo colocar un pescado muerto en el buzón de un vecino amargado y misántropo.

No llevaban más de cinco días en Bretaña cuando sucedió. Iban a examinar a los chavales en natación y, a la espera de que estuvieran listos, Sergio propuso a su amigo ir a darse un baño. Cogieron sus bicicletas y fueron hacia la playa. Mientras se bañaban les llamó la atención un trampolín plantado en la arena. Había gente alrededor. Ambos se acercaron, como atraídos por un imán. «¿Quién se tira primero?», preguntó Sergio. Hubo un instante de vacilación. Christophe, amable, le cedió el puesto: «Venga, tú primero». «No, tírate tú —replicó Sergio—, yo te sigo».

Christophe insistió en cederle el puesto pero como Sergio no aceptó y había gente esperando para lanzarse, subió los escasos peldaños, cogió carrerilla, saltó dando una voltereta en el aire y penetró en el agua de cabeza. Sintió un chasquido que le retumbó en el cráneo como un trueno. Y luego el vacío. Sergio esperó a que su amigo emergiese pero, al comprender lo ocurrido, se lanzó al agua. Agarró el cuerpo de su amigo por las axilas y lo arrastró hacia fuera. El cuerpo estaba fláccido; su rostro, azulado.

«¡Muévete, muévete!», le ordenaba Sergio mientras le abría la boca para quitarle la arena y las algas. Christophe estaba inconsciente. Su corazón cesó de latir justo cuando llegaron los socorristas del extremo de la playa. Éstos se afanaron en practicarle la respiración artificial, uno de ellos presionándole el pecho y otro estirándole los brazos. Al cabo de un momento —que a Sergio le pareció eterno— el corazón de su amigo empezó a latir de nuevo. «¿Cuánto tiempo ha estado muerto? ¿Habrá sufrido lesiones en el cerebro?», se preguntó angustiado. De pronto, Christophe sufrió unas terribles convulsiones que le hicieron vomitar la arena y el barro de los pulmones. Su piel azulada y sus facciones desencajadas le hacían parecer más cerca de la muerte que de la vida. Sus párpados se movían ligeramente dejando entrever el blanco de los ojos. Al cabo de otra eternidad llegaron los bomberos. Inflaron una camilla neumática que colocaron cuidadosamente bajo su espalda y le metieron en una ambulancia. Christophe recuperó la conciencia por un breve instante. Buscó el rostro de su amigo con mirada acuosa y sólo tuvo tiempo de decir «Ya verás cómo salgo de ésta», antes de volver a desvanecerse. En ese momento no podía imaginar que un día acabaría por cumplir sus palabras.

Eran las once de la noche del 5 de agosto cuando el timbre del teléfono interrumpió la alegría de la familia Roux. Estaban celebrando el inicio de las vacaciones en la casa de campo de los abuelos. Marie Claire Roux, la madre de Christophe, una señora rubia de unos cincuenta años, ojos azules cristalinos y dulce sonrisa, sintió un pellizco en el corazón al descolgar el aparato. Primero escuchó la voz del director del campamento, luego la de un médico del hospital de Rennes. Le dijeron que su hijo estaba en coma, paralizado de sus cuatro miembros para el resto de su vida. Que era un muerto viviente y que ella y su marido debían acudir al hospital lo antes posible. Luego el médico añadió una frase que hizo temblar a la señora Roux como una hoja: «No sabemos nada de su estado mental».

Tomó asiento durante unos instantes para recuperarse. Se hizo el silencio, que su marido acabó por interrumpir:

—¿Qué ha pasado? —le preguntó.

Ella alzó la mirada y, balbuceando, contestó:

—Algo terrible.

El señor Roux se quedó inmóvil, petrificado, incapaz de concebir la magnitud de lo que su mujer empezó a contarle.

Poco después llamó Sergio. Tenía un nudo en la garganta al contar los pormenores del accidente. «¿Por qué se tiró, si habíais alcanzado el trampolín con el agua por las piernas?», preguntó la madre de Christophe, que enseguida había recuperado la serenidad. Sabía que eran irresponsables como se puede ser a los veinte años, pero no como para ignorar un riesgo así. «Francamente no sé qué ocurrió —respondió Sergio—. Yo iba a tirarme justo después. No entiendo cómo no reparamos en nada cuando decidimos saltar». Años más tarde seguiría perplejo ante el misterio de que sus mentes se hubiesen quedado en blanco en un momento tan crucial.

Los Roux pasaron la noche en vilo, aturdidos, preparándose para el viaje de cien kilómetros que les separaba del hospital de Rennes. Antes de entrar en aquel templo de la alta tecnología médica, la unidad de vigilancia intensiva, tuvieron que ponerse un traje blanco, guantes, mascarillas y fundas para los zapatos. Vieron a Christophe dentro de una burbuja estéril. «Tumbado y lleno de tubos me pareció inmenso, muy largo —recordaría su madre—. Los médicos eran jóvenes y simpáticos y parecieron extrañados por nuestra reacción, porque no lloramos ni gritamos ni suplicamos. Estábamos destrozados, pero muy lúcidos». Christophe se había seccionado la médula espinal a la altura de la sexta vértebra cervical. El examen había confirmado que carecía de motricidad, sensibilidad y reflejos. Paralizado del cuello a los pies, se había convertido en un tetrapléjico. Le habían operado para colocar en su columna, a la altura de las cervicales, una placa metálica para fijar la fractura. Esa primera medida se consideraba indispensable para mover al paciente. No mucho tiempo atrás, este tipo de lesionados morían a los pocos días por complicaciones respiratorias; los músculos torácicos estaban paralizados y lo prioritario era enseñar al paciente a respirar. Los que sobrevivían a esa fase aguda solían morir a los pocos meses por complicaciones del aparato urinario o por una simple infección provocada por las sondas que las enfermeras metían y sacaban del cuerpo como cables de una máquina estropeada. Eso les tocó escuchar a los señores Roux aquel día fatídico: en el mejor de los casos su hijo acabaría inválido. En el peor, también discapacitado mental. La muerte, en aquel momento nadie sabía si era la mejor o la peor solución.

Tres días más tarde Christophe empezó a moverse, señal de que saldría del coma. Su madre se opuso a que el médico le suministrase fuertes antidepresivos al despertar. Temiendo un desenlace fatal, no quería que le robasen su muerte. «Conozco a mi hijo mejor que nadie —le dijo al médico—. Si se hunde ya le avisaré». El matrimonio hizo venir a sus otros hijos. El hermano mayor, serio y formal, obtuvo un permiso (estaba cumpliendo el servicio militar) y se mareó cuando vio a su hermano en ese estado. Isabel, la hermana mayor, se desmayó. Odile, la pequeña, reaccionó con entereza. «Demostró ser muy valiente, muy lúcida y muy fuerte —diría la señora Roux—. Tres hijos, tres reacciones distintas».

A seis mil kilómetros de distancia, en el pueblecito de East Marian, en el norte de Long Island, Mathilde esperaba ansiosa la llegada del cartero. Pero ese día no trajo la carta habitual. «Qué extraño», pensó. Le había tocado convivir con una encantadora familia americana que tenía dos niñas pequeñas. Había pasado el mes de julio en Manhattan y ahora estaban en ese bellísimo lugar un poco salvaje, entre pinos a escasos metros de la playa. Nueva York la había deslumbrado. Soñaba con volver, pero con Christophe. Todos los días durante más de un mes se habían escrito. Por eso la ausencia de carta aquel día la inquietó.

No llegaron más misivas. Mathilde solía pasar el día con un grupo de amigos de su edad que disponían de un velero. Organizaban comidas en la playa, paseos por el bosque y salidas al cine en East Hampton. De noche salían en bote a pescar anguilas con arpón. Pensaba que Christophe no tenía papel ni lápiz, o que estaba muy ocupado con los niños del campamento. Al principio todas las razones eran válidas… Después pensó que él la había olvidado. Aun así, mandó una última carta: «Por favor, dime algo, mándame una nota, algo, lo que sea…». Al cabo de diez días telefoneó a casa de los padres de Christophe, pero nadie contestó. Tampoco sus propios padres supieron informarla. «Empecé a preocuparme en serio —recordaría Mathilde—. Aunque tenía momentos de duda, siempre pensaba que no escribía porque no podía… no porque no me quisiese».

Hasta que un día recibió una carta. Parecía la letra de Christophe pero al abrirla comprobó que estaba escrita por su madre: «Sé que va a ser difícil para ti —empezaba—, pero tengo que anunciarte una muy mala noticia. Christophe ha sufrido un accidente; ahora está en coma y no sabemos cuándo se recuperará, si es que se recupera…». Mathilde se encerró en su habitación y rompió en sollozos, sin comprender, sin asimilar la magnitud de lo que había leído. Llamó a París y tuvo suerte porque dio con su padre, que acababa de regresar de sus vacaciones. «No sirve de nada que vuelvas porque sigue en coma. Es mejor que permanezcas lejos», le dijo. Pero ella ya no podía quedarse. Hizo la maleta en contra de los consejos de todo el mundo. En el aeropuerto suplicó a la chica de Air France que la dejara embarcar y al final accedió. Su padre fue a buscarla a Roissy. «En su cara vi lo desgraciado que se sentía —diría Mathilde—. Me llevó a comer con un grupo de amigos míos y aquello me relajó un poco. Yo quería ver a Christophe como fuese, pero mi padre dijo que sólo podía visitarle su familia. A partir de entonces me llegaban noticias con regularidad, pero fue un período horrible. Nadie sabía nada y yo aún menos. Al principio se hablaba de que en el mejor de los casos sobreviviría como un vegetal. Yo no lo aceptaba; no era posible, pensaba entonces, que Christophe no volviese a ser el de siempre. He conservado siempre ese sentimiento de injusticia. No concebía no volver a reunirme con él. Por eso creía a pies juntillas que Christophe saldría adelante. Mis padres se esforzaban en que asumiera la verdad. Procuraban que no me dejase llevar por sentimientos demasiado esperanzadores».