Había sido un flechazo. Ninguna de las chicas que anteriormente le habían interesado le había arrebatado el corazón con tanta intensidad. «Está hecha para mí», se dijo Christophe en lo más profundo de su ser, allí donde se forjaba su destino a golpe de emociones. Era el primer día de clase en el Liceo de Orsay, una población a las afueras de París donde la chica acababa de llegar con su familia, procedente del este de Francia. Su padre era experto en informatizar agencias de viaje y su madre, enfermera. Entre rubia y pelirroja, Mathilde tenía expresivos ojos azules, tez pálida y una piel que se adivinaba suave como la seda. Era alta y tenía las mejores piernas que jamás se habían visto en ese colegio. Su nariz aguileña le confería una marcada personalidad. Su sonrisa, entre pícara y maternal, constituía el broche de oro de un físico explosivo. Tenía diecisiete años. Christophe acababa de cumplir los dieciocho. No le había atraído tanto su belleza como el mohín que hacía al sonreír. Era embriagador. A partir de ese día sólo tuvo ojos para ella. Sólo pensaba en ella. Y al poco tiempo empezó a soñar con ella.
Christophe Roux era alto, rubio, ligeramente bizco y parecía más joven de la edad que tenía. De tórax ancho, brazos musculosos y piernas firmes, compensaba su falta de interés por los estudios con su afición por la música y por el deporte: le gustaba correr. Desde que su padre, piloto de aviación, le había llevado a ver el maratón de Nueva York, Christophe se entrenaba con regularidad con la idea de participar algún día en esa prueba épica. «Debo de tener el corazón más grande de lo normal», explicaba a los que se sorprendían por su resistencia. Algunos pensaban que hablaba de su generosidad. Christophe era tierno, afable, sonriente, pero sobre todo noble y espléndido. Siempre pensaba en los demás antes que en sí mismo. En sus años de estudiante rara vez probaba el bocadillo que traía de casa para matar el hambre de media mañana. Le ofrecía bocados a tantos compañeros que no quedaba nada para él. Ésa era su debilidad, decían unos. Otros, los que le conocían más a fondo, pensaban que ésa era precisamente su fuerza.
Christophe tardó un año en seducir a Mathilde. Ocurrió durante una excursión al campo organizada por los alumnos de su clase. Después de la cena y de haber contado los chistes de siempre alrededor del fuego, cuando la noche se hizo más íntima, se acercó a ella y empezó a balbucear. Intentaba decirle las frases románticas que tantas veces había ensayado de memoria, pero no le salía nada. Temía que ella ni siquiera le escuchase, como había ocurrido otras veces. Mathilde permaneció callada, a la espera. «Me gustas un huevo», acabó profiriendo Christophe. Ella soltó una carcajada y se quedó mirándolo. Entonces él decidió jugársela. Le puso el brazo alrededor del hombro y con la otra mano, casi imperceptiblemente, le acarició el rostro. A pesar de su torpeza no encontró resistencia. Entonces aproximó su boca a los labios carnosos de Mathilde y la besó. Para su sorpresa, ella no lo rechazó. Christophe temblaba como una hoja, pero siguió besándola al calor de las brasas de la hoguera, acariciándole el cuello, terso y delicado. Fue el beso más largo de su vida porque le daba vergüenza acabar y encontrarse mirándose cara a cara. Fue sobre todo el principio de una historia de amor que la Providencia no tardaría en poner a prueba.
Vivieron un año juntos en París, en el apartamento que los padres de Christophe habían alquilado para sus hijos y que se encontraba en el barrio oriental, donde los inmigrantes del norte asiático se instalaban, cerca de las universidades. Christophe y sus hermanas urdían complicadas operaciones de camuflaje para albergar a novios, novias y amigos. A veces, después de una fiesta, dormían trece en las dos minúsculas habitaciones del apartamento. Los padres nunca se enteraban.
A Christophe le gustaba el periodismo pero sus progenitores, un matrimonio convencional y estricto, habían insistido en que hiciese una carrera «seria». El muchacho había elegido Derecho, pero se hubiera inscrito en lo que fuese con tal de vivir en París, a treinta kilómetros de la casa paterna. La única carrera que le interesaba era Mathilde y ella también iba a vivir en la capital, para estudiar montaje de cine.
Christophe descubrió enseguida que el Derecho no le interesaba nada. Lo que más le gustaba era irse de acampada con Mathilde. Durante el año que estuvieron juntos vivieron fines de semana inolvidables: abrían el mapa de Francia, dibujaban un círculo con el compás alrededor de París, con los ojos cerrados dejaban caer un lápiz y allí iban a pasar unos días, con el macuto al hombro. Descubrían la independencia, y se descubrían como pareja. «Nadie se quiere tanto como nosotros», se decían. En sus vagos proyectos daban por hecho que un día se casarían y tendrían hijos. Pero no pensaban en algo más concreto: eran demasiado jóvenes.
Se querían tanto que vivían el uno para el otro. Quizá porque ambos se sentían desorientados. Mathilde había abandonado la escuela de cine al comprobar que no encajaba en el ambiente. Había encontrado un trabajo de vendedora mientras acariciaba la idea de ingresar al año siguiente en una escuela de marketing. Christophe había dejado de asistir a unas clases que le resultaban tediosas en una facultad donde no conseguía hacer amigos. Los alumnos de Derecho se tomaban la vida demasiado en serio para su gusto, y lo demostraban vistiendo de manera muy formal. Un día, Christophe se topó con una banda de extrema derecha que le propinó una paliza nada más verle entrar con sus patines al hombro, los pantalones raídos y el jersey peruano. Volvió al apartamento con un ojo a la funerala, deprimido y desconcertado. Aquel incidente le hizo ver que la vida no era tan lógica como le habían inculcado. Había imponderables, imprevistos y situaciones que escapaban al control de cada uno. Por primera vez pensó que la vida podía ser peligrosa. A partir de ese momento, a Christophe ya no le importó lo que dijeran sus padres. Abandonó Derecho y decidió ingresar en una escuela de periodismo al año siguiente.
«Todo lo ajeno a nosotros nos parecía fatuo», diría Mathilde, que vivía su primer gran amor. Lo que había comenzado como una aventura más se había convertido en una pasión que la devoraba, que regía su vida como una brújula que el destino le hubiera puesto en las manos. Sentía la necesidad de recobrar la lucidez para seguir siendo ella misma en medio de un volcán de sentimientos que nunca había experimentado con tanta intensidad. Como desde pequeña había soñado con hacer grandes viajes, ahora que disponía de algo de dinero y ante la perspectiva de otro largo verano de inactividad, decidió aprovechar la oportunidad. Pensaba que si se comprometía a fondo con Christophe y no viajaba en ese momento, siempre se arrepentiría. Decidió ir a pasar el verano a Estados Unidos, trabajando de au pair en una familia. Christophe, resignado, no intentó que cambiase de parecer.
Pero a medida que se acercaba la fecha de la partida, ella fue dándose cuenta de la insensatez de su propósito. De pronto, dos meses le parecían una eternidad y su corazón se rebelaba. «Acabas de cumplir diecinueve años y tienes la vida por delante —le decían sus padres para tranquilizarla—. Te vas pero volverás, eso es lo importante». Tenían razón, pero nada conseguía aliviar su melancolía, con la sensación de estar viendo una película, como si en el fondo la partida no tuviera nada que ver con ella. Era su manera de escapar al dolor de la separación.
El 26 de junio de 1982 el cielo de París estaba de un gris plomizo. Las nubes se deshilachaban alrededor de la torre Montparnasse. Las calles habían soportado unos intensos días de lluvia y ahora la calzada estaba brillante y resbaladiza. Pero a Mathilde le traía sin cuidado. Ejercía un dominio completo sobre su Honda XLS 125. Nunca había sufrido accidente o tropiezo alguno y no iba a ser hoy, pensó. Iba a recoger a Christophe. Al día siguiente marchaba a América.
Era una experta motorista, aunque de vez de cuando tenía que dar un brusco frenazo para no arrollar la puerta abierta de algún conductor imprudente. No sabía definir si era prisa o angustia lo que ese día la propulsaba entre la marea de coches. Sobre todo tenía ganas de verle, ganas de abrazarle. Todavía no se había marchado cuando ya pensaba en el regreso. «Pero, entonces… ¿por qué te vas? —se preguntaba sin cesar mientras cruzaba el Sena y se dejaba arrastrar por el bulevar Saint-Germain—. ¿Por qué te vas ahora, si estás tan bien con él?».
Christophe estaba esperándola en la esquina del drugstore. Con su aire despistado y chorreando agua, escrutaba con ansia los rostros de los transeúntes. Pensaba que su chica no vendría en moto con aquella lluvia, por eso ni siquiera miró hacia la corriente de coches donde el casco rojo de Mathilde destacaba como el caparazón de un insecto. Ella le sorprendió al subirse a la acera. Se abrazaron, ella hundiendo su rostro en la gabardina de él; le ardía la garganta de contener el llanto. Entraron en el drugstore y él insistió en comprarle una estilográfica: «Para que me escribas», le dijo. Luego atravesaron París en la moto, esquivando a los gendarmes porque él no llevaba casco, y llegaron al apartamento cuando se ponía el sol.
Christophe hubiera querido detener el tiempo durante esa noche de amor. Se esforzó por grabar en su memoria la lisura de la piel de Mathilde al acariciar sus largas piernas, su mirada húmeda de tristeza y de placer, sus senos blancos, los pliegues del cuello que olían como debía de oler el paraíso, la calidez de su abrazo, sus tímidos gemidos y la voluptuosidad de sus gestos. Conocía de memoria cada rincón de ese cuerpo por el que sentía auténtica veneración. París podía desaparecer bajo un manto de niebla gris, el mundo podía hundirse, pero mientras existiera un ser como Mathilde la felicidad no tendría fin. Al menos eso pensó durante aquella noche.
A la mañana siguiente se despidieron en el portal. Ella no quiso que él la acompañase a dejar la moto a casa de sus padres, y luego al aeropuerto. Bastante difícil era decirse adiós como para encima prolongar la agonía. Se fundieron en un abrazo, rodeados de una multitud sin rostro que se dirigía al trabajo. Tan ensimismados estaban que sólo oían sus propios sollozos. Se separaron lentamente. Ella se colocó el casco, puso en marcha la moto y agitó la mano antes de perderse, engullida por el tráfico. Christophe se quedó solo, y de regreso al apartamento empezó a contar los días que faltaban para volver a verla.