UNO

—Muy bien —dijo Roland—. Decidme la adivinanza.

—¿Y la gente de la ciudad? —preguntó Eddie, señalando las columnatas de la amplia plaza de la Cuna y la ciudad más lejos—. ¿Qué podemos hacer por ellos?

—Nada —afirmó Roland—, pero aún es posible que podamos hacer algo por nosotros. ¿Cuál era la adivinanza?

Eddie miró el fuselaje aerodinámico del mono.

—Dijo que para ponerlo en marcha tendríamos que llamar a los primos del portero, y empezando al revés. ¿A ti eso te dice algo?

Roland reflexionó detenidamente y al final meneó la cabeza. Luego se volvió hacia Jake.

—¿Alguna idea, Jake?

Jake meneó la cabeza.

—Ni siquiera veo al portero.

—Probablemente esa es la parte fácil —dijo Roland—. Le decimos «él» en lugar de «eso» porque Blaine habla como una persona, pero no deja de ser una máquina; sumamente compleja, sin duda, pero una máquina. Él mismo ha puesto en marcha los motores, pero debe de hacer falta alguna clase de código o combinación para abrir la reja y las puertas del tren.

—Démonos prisa —le urgió Jake con nerviosismo—. Ya deben de haber pasado dos o tres minutos como mínimo.

—No estés tan seguro —comentó Eddie en tono lúgubre—. Aquí el tiempo es muy extraño.

—Aun así…

—Sí, sí. —Eddie miró a Susannah, pero estaba sentada a horcajadas sobre la cadera de Roland y estudiaba el teclado numérico con expresión ensoñadora. Volvió la vista hacia Roland—. Estoy bastante seguro de que tienes razón en lo de la combinación; para eso deben servir todos esos botones con números. —Alzó la voz—. ¿Es eso, Blaine? ¿Vamos bien hasta aquí?

No hubo respuesta; solo el rumor cada vez más acelerado de los motores del mono.

—Tienes que ayudarme, Roland —le espetó Susannah de pronto.

El aire ensoñador había dado paso a una expresión mezcla de horror, abatimiento y determinación. Roland nunca la había visto tan hermosa… ni tan sola. La llevaba a hombros cuando llegaron al borde del claro y descubrieron al Oso intentando derribar a Eddie del árbol, y por eso no vio qué cara ponía cuando le dijo que debía disparar ella. Pero sabía cuál había sido su expresión porque estaba viéndola ahora. Ka era una rueda, y su único propósito girar, y al final siempre regresaba al punto del que había partido. Así había sido siempre y así era entonces; Susannah se enfrentaba otra vez al Oso, y su cara demostraba que ella lo sabía.

—¿Qué? —preguntó—. ¿De qué se trata, Susannah?

—Conozco la respuesta, pero no puedo sacarla. La tengo clavada en la mente como puede clavarse una espina de pescado en la garganta. Necesito que me ayudes a recordar. No su rostro sino su voz. Lo que dijo.

Jake se miró la muñeca y volvió a sorprenderle la imagen de los ojos felinos del señor Tic Tac al descubrir no el reloj sino la marca que le había dejado; una silueta blanca rodeada de piel muy bronceada. ¿Cuánto tiempo podía quedarles? Siete minutos como máximo, y eso siendo generoso. Alzó la mirada y vio que Roland había sacado una bala de la canana y la hacía pasear por los nudillos de la mano izquierda. Jake sintió inmediatamente que empezaban a pesarle los párpados y apartó la mirada a toda prisa.

—¿Qué voz quieres recordar, Susannah Dean? —preguntó Roland con voz queda y cavilosa. No miraba la cara de Susannah sino la bala que proseguía la ágil e interminable danza sobre los nudillos… y atrás… al otro lado… y atrás…

No tuvo que levantar la cabeza para saber que Jake había apartado la mirada de la danza de la bala y Susannah no. Empezó a darle mayor velocidad hasta que la bala casi parecía flotar sobre el dorso de la mano.

—Ayúdame a recordar la voz de mi padre —le pidió Susannah Dean.

DOS

Hubo un instante de silencio, roto únicamente por una lejana explosión en la ciudad, el tamborileo de la lluvia sobre el tejado de la Cuna y el denso palpitar de los motores slo-trans del monorraíl. Un zumbido hidráulico de tono grave cortó el aire. Eddie desvió la vista de la bala que danzaba sobre los dedos del pistolero (tuvo que hacer un esfuerzo; comprendió que en unos segundos más él también habría quedado hipnotizado) y atisbo por entre las rejas. Una fina varilla de plata se desplegó por sí sola en la inclinada superficie rosa que separaba las ventanillas delanteras de Blaine. Parecía una especie de antena.

—¿Susannah? —la llamó Roland con la misma voz queda.

—¿Qué? —Ella tenía los ojos abiertos, pero su voz era remota y susurrante; la voz de alguien que habla en sueños.

—¿Recuerdas la voz de tu padre?

—Sí… pero no la oigo.

—SEIS MINUTOS, AMIGOS.

Eddie y Jake se sobresaltaron y miraron hacia el altavoz del interfono, pero Susannah no dio muestras de haber oído nada; solo tenía ojos para la bala flotante. Más abajo, los nudillos de Roland subían y bajaban como los lizos de un telar.

—Inténtalo, Susannah —le urgió Roland, y de súbito sintió cambiar a Susannah dentro del círculo de su brazo derecho. Fue como si ganara peso… y, en cierto sentido indefinible, también vitalidad. Fue como si su esencia hubiera cambiado de algún modo.

Y así era.

—¿A qué tanto interés por esa zorra? —preguntó en su cerrado acento sureño la áspera voz de Detta Walker.

TRES

Detta parecía exasperada y divertida al mismo tiempo.

—En toda su vida no sacó más que un aprobado justito en mates. Y eso porque la ayudaba yo. —Hizo una pausa y añadió de mala gana—: Y papá. Él también ayudaba un poco. Yo ya conocía esos números especiales, pero fue él quien nos enseñó la red. ¡No veas! ¡Eso sí que molaba! —Soltó una risita entre dientes—. Si Suze no se acuerda es porque Odetta nunca llegó a entender ni papa de esos números especiales.

—¿Qué números especiales? —inquirió Eddie.

—¡Los números primos! —Miró a Roland como si volviera a estar completamente despierta… salvo que no era Susannah, ni tampoco era la infame y desdichada criatura que utilizaba el nombre de Detta Walker, aunque hablaba como ella—. Fue a papá toda llorosa y preocupada porque iba a suspender las mates… ¡y eso que solo era un poco de álgebra de tebeo! Podía hacer el trabajo; si yo podía, ella también; pero no quería. Una zorra lectora de poesía como ella era demasiado sensible para interesarse por el ars mathematica, ya ves tú.

Detta echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada, pero sin aquella amargura ponzoñosa y medio enloquecida. Por lo visto, la necedad de su gemela mental se le antojaba verdaderamente divertida.

—Y papá le dice: «Voy a enseñarte un truco, Odetta. Lo aprendí en la escuela. Me ayudó a entender todo este asunto de los números primos y a ti también te ayudará. Podrás encontrar casi todos los números primos que quieras». Odetta, tonta como siempre, protesta: «La maestra dice que no hay ninguna fórmula para calcular números primos, papá». Y papá le replica al momento: «Y no la hay. Pero puedes cazarlos, Odetta, si tienes una red». La llamaba la Red de Eratóstenes. Llévame a ese cacharro de la pared, Roland; voy a contestar la adivinanza de ese ordenador blancucho. Voy a echar una red para cazar un viaje en tren.

Roland la llevó allí, seguido de cerca por Eddie, Jake y Acho.

—Dame el trozo de carboncillo que llevas en la bolsa.

El pistolero hurgó unos instantes y sacó un trocito de rama ennegrecida. Detta lo cogió y estudió el teclado numérico en forma de rombo.

—No es exactamente como me lo enseñó papá, pero supongo que viene a ser lo mismo —dijo a los pocos instantes—. Los números primos son como yo: ingobernables y especiales. Tiene que ser un número que se obtenga sumando otros dos números, y que solo pueda dividirse por uno y por sí mismo. Uno es primo porque lo es. Dos es primo porque puede obtenerse sumando uno y uno y puede dividirse por uno y por dos, pero es el único par que es primo. Ya podemos eliminar todos los demás números pares.

—Me he perdido —dijo Eddie.

—Porque solo eres un blanco cortito —replicó Detta con voz no exenta de amabilidad.

Observó detenidamente el teclado durante unos instantes más y enseguida empezó a rozar rápidamente todas las teclas pares con la punta del carboncillo, tiznándolas de negro.

—Tres es primo, pero ningún producto que se obtenga multiplicando por tres puede serlo —prosiguió, y entonces Roland oyó algo extraño pero maravilloso: Detta estaba desvaneciéndose de la voz de la mujer; y no la sustituía Odetta Holmes sino Susannah Dean. No tendría que sacarla del trance; estaba saliendo por sí misma, espontáneamente.

Susannah empezó a señalar con el carboncillo todos los múltiplos de tres que quedaban después de eliminar los números pares: nueve, quince, veintiuno y así sucesivamente.

—Lo mismo con el cinco y el siete —murmuró, y de pronto había despertado y volvía a ser Susannah Dean—. Solo hay que marcar alguna excepción, como el veinticinco, que aún no está tachado.

El teclado del interfono ofrecía ahora este aspecto:

—Ya está —dijo con voz cansada—. Lo que queda en la red son todos los números primos del uno al cien. Estoy segura de que es la combinación que abre la puerta.

—OS QUEDA UN MINUTO, AMIGOS MÍOS. ESTÁIS RESULTANDO BASTANTE MÁS ESPESOS DE LO QUE IMAGINABA.

Eddie hizo caso omiso de la voz de Blaine y le echó los brazos al cuello a Susannah.

—¿Has vuelto, Suze? ¿Estás despierta?

—Sí. Desperté en mitad de su explicación, pero la dejé hablar un poco más. No me pareció cortés interrumpirla. —Se volvió hacia Roland—. ¿Qué dices tú? ¿Quieres hacer la prueba?

—CINCUENTA SEGUNDOS.

—Sí. Marca tú la combinación, Susannah. La respuesta es tuya.

Alzó la mano hacia el vértice superior del rombo, pero Jake la contuvo.

—No —objetó—. Este portero solo los acepta al revés, ¿recuerdas?

Ella pareció sobresaltarse, pero enseguida sonrió.

—Es verdad. El astuto Blaine… y el astuto Jake, también.

La observaron en silencio mientras ella apretaba por orden los distintos botones, empezando por el noventa y siete. Al pulsar cada tecla sonaba un leve chasquido. Cuando apretó la última no hubo ninguna pausa llena de tensión; el portón de la reja empezó a deslizarse sobre sus rieles, matraqueando ásperamente y haciendo caer una lluvia de copos de óxido desde algún lugar mucho más elevado.

—NO HA ESTADO MAL —dijo Blaine con admiración—. ESPERO CON IMPACIENCIA ESTE VIAJE. ¿PUEDO SUGERIROS QUE OS APRESURÉIS A SUBIR? A DECIR VERDAD, QUIZÁ OS CONVENDRÍA MÁS QUE ECHARAIS A CORRER. HAY VARIAS BOCAS DE GAS EN ESTA ZONA.

CUATRO

Tres seres humanos (uno de los cuales llevaba a un cuarto en la cadera) y un animal pequeño y peludo echaron a correr por la abertura de la reja y se precipitaron hacia Blaine el Mono. El tren vibraba entre las plataformas de embarque, medio fuselaje por encima del andén y medio por debajo, como una bala gigantesca —una bala pintada de un incongruente color rosa— tendida en la recámara abierta de un fusil de alta potencia. En la vastedad de la Cuna, Roland y los demás parecían simples puntitos móviles. Sobre ellos, bandadas de palomas —a las que solo quedaban cuarenta segundos de vida— revoloteaban y se arremolinaban bajo el antiguo tejado de la Cuna. Cuando los viajeros se acercaron al mono, una sección curva de su casco rosado se deslizó hacia arriba y dejó al descubierto una entrada. Al otro lado se extendía una gruesa alfombra azul.

—Bienvenidos a Blaine —les saludó una voz sedante en cuanto saltaron a bordo. Todos la reconocieron: era una versión ligeramente más enérgica, ligeramente más confiada, del Pequeño Blaine—. ¡Viva el Imperio! Les rogamos se sirvan comprobar si llevan preparada la tarjeta de tránsito y les recordamos que abordar en falso es un grave delito penado por la ley. Esperamos que disfruten de su viaje. Bienvenidos a Blaine. ¡Viva el Imperio! Les rogamos se sirvan comprobar…

La voz aceleró de súbito para convertirse primero en el parloteo de una ardilla humana y luego en un gemido agudo y rasposo. Hubo una breve maldición electrónica —¡BOOP!— y desapareció por completo.

—CREO QUE PODEMOS PRESCINDIR DE TODA ESA MIERDA ABURRIDA, ¿NO OS PARECE? —les consultó Blaine.

Del exterior les llegó una explosión horrísona, tremenda. Eddie, que ahora llevaba a Susannah, salió despedido hacia delante y habría caído si Roland no lo hubiera cogido del brazo. Hasta entonces, Eddie se había aferrado a la idea desesperada de que la amenaza de Blaine de liberar un gas tóxico no era más que una broma enfermiza. Habrías debido imaginártelo, pensó. Cualquiera que crea que las imitaciones de antiguos actores de cine son divertidas es absolutamente indigno de confianza. Creo que es como una ley de la naturaleza.

A su espalda, la sección curva del casco volvió a cerrarse con un choque amortiguado. Empezó a oírse el siseo del aire que entraba por respiraderos ocultos, y Jake notó un suave chasquido en los oídos.

—Creo que Blaine ha aumentado la presión de la cabina.

Eddie asintió y miró en derredor con la boca abierta.

—Yo también lo he notado. ¡Fíjate en todo esto! ¡No veas!

Recordó haber leído algo sobre una compañía de aviación —podía ser que fuera Regent Air— que servía a las personas que deseaban volar entre Nueva York y Los Ángeles con más lujo del que ofrecían líneas aéreas como Delta o United. Tenían un 727 diseñado por encargo, con sala de lectura, bar, salón de vídeo y compartimientos para literas. Eddie supuso que el interior de aquel avión debía de parecerse un poco a lo que tenía ante los ojos.

Se encontraban en una sala tubular amueblada con sillones giratorios y sofás modulares tapizados en terciopelo. En el extremo opuesto del compartimiento, que debía de medir al menos veinticinco metros, había una zona que no se parecía tanto a un bar como a una acogedora taberna. Un instrumento parecido a un clavicordio reposaba sobre una tarima de madera pulida, iluminado por el estrecho haz de un foco oculto. Eddie casi esperaba ver a Hoagy Carmichael salir a escena y ponerse a tocar «Stardust».

Una serie de paneles dispuestos a lo largo de las paredes proporcionaban iluminación indirecta, y una araña de luces colgaba del techo en el centro del compartimiento. A Jake le pareció que era una copia reducida de la que yacía hecha añicos en el salón de baile de la Mansión. Eso no le sorprendió; había empezado a tomarse aquellos desdoblamientos y conexiones como algo habitual. Lo único que no le cuadraba en aquella espléndida sala era que no había ni una sola ventana.

La pièce de résistance se erguía en un pedestal justo debajo de la araña. Era una estatua de hielo de un pistolero con un revólver en la mano izquierda. La mano derecha sostenía la brida del caballo de hielo que avanzaba detrás de él, cansino y con la cabeza gacha. Eddie vio que esta mano solo tenía tres dedos: los dos del extremo y el pulgar.

Jake, Eddie y Susannah contemplaron fascinados el rostro macilento esculpido bajo el sombrero helado, mientras el suelo empezaba a vibrar bajo sus pies. El parecido con Roland era notable.

—ME TEMO QUE HE TRABAJADO A TODA PRISA —se disculpó Blaine con modestia—. ¿OS DICE ALGO?

—Es absolutamente asombroso —respondió Susannah.

—GRACIAS, SUSANNAH DE NUEVA YORK.

Eddie probó uno de los sofás con la mano. Era increíblemente mullido; su tacto le hizo entrar deseos de dormir dieciséis horas seguidas.

—Los Grandes Antiguos sabían viajar a lo grande, ¿no?

Blaine rio de nuevo, y la resonancia aguda y no completamente cuerda de esa risa hizo que los viajeros se mirasen entre sí con desasosiego.

—NO TE HAGAS UNA FALSA IDEA —dijo Blaine—. ESTA ERA LA CABINA DE LA BARONÍA, LO QUE LLAMARÍAS PRIMERA CLASE.

—¿Dónde están los otros coches?

Blaine no se dignó responder. La palpitación de los motores seguía acelerándose. Susannah recordó que los pilotos de los grandes reactores revolucionaban los motores antes de lanzarse a la pista para despegar.

—TOMAD ASIENTO, POR FAVOR, MIS NUEVOS E INTERESANTES AMIGOS.

Jake se desplomó en uno de los sillones giratorios, y Acho le saltó de inmediato al regazo. Roland ocupó el sillón más cercano tras dirigir una breve mirada de soslayo a la escultura de hielo. El cañón del revólver empezaba a gotear lentamente sobre la bandeja de porcelana que sostenía la escultura.

Eddie se sentó en uno de los sofás con Susannah. Era tan cómodo como su mano le había anunciado.

—¿Adonde vamos exactamente, Blaine?

Blaine respondió con la voz cargada de paciencia de quien ha comprendido que está hablando con alguien mentalmente inferior y debe mostrarse tolerante.

—POR EL CAMINO DEL HAZ. POR LO MENOS, HASTA DONDE MI VÍA LO PERMITA.

—¿Hasta la Torre Oscura? —preguntó Roland.

Susannah se dio cuenta de que era la primera vez que el pistolero le decía algo al locuaz fantasma de la máquina de Lud.

—Solo hasta Topeka —dijo Jake en voz baja.

—SÍ —admitió Blaine—. TOPEKA SE LLAMA MI PUNTO DE DESTINO, PERO ME EXTRAÑA QUE LO SEPAS.

Con todo lo que sabes sobre nuestro mundo, pensó Jake, ¿cómo puedes ignorar que una mujer escribió un libro sobre ti, Blaine? ¿Por el cambio de nombre? ¿Acaso bastó una cosa tan sencilla para conseguir que una máquina tan compleja como tú pasara por alto su propia biografía? ¿Y Beryl Evans, la mujer que en apariencia escribió «Charlie el Chu-Chú»? ¿La conocías, Blaine? ¿Dónde está ahora?

Buenas preguntas, pero Jake tenía la sensación de que no era buen momento para formularlas.

La vibración de los motores era cada vez más fuerte. Un débil estampido —no tan potente como la explosión que había conmovido la Cuna cuando estaban subiendo al tren— recorrió el suelo. A Susannah le cruzó por la cara una expresión de alarma.

—¡Oh, mierda! ¡Eddie! ¡La silla de ruedas! ¡Se ha quedado allí!

Eddie le pasó un brazo por los hombros.

—Demasiado tarde, pequeña —dijo mientras Blaine el Mono empezaba a moverse, deslizándose hacia su puerta de salida por primera vez en diez años… y por última vez en su larguísima historia.

CINCO

—LA CABINA DE LA BARONÍA DISPONE DE UN MODO VISUAL PARTICULARMENTE BUENO —les anunció Blaine—, ¿QUERÉIS QUE LO ACTIVE?

Jake miró a Roland, que se encogió de hombros y asintió con un gesto.

—Sí, por favor —dijo Jake.

Lo que ocurrió a continuación fue tan espectacular que los redujo a un silencio atónito…, aunque Roland, que poco sabía de tecnología pero que toda su vida se había llevado bien con la magia, fue el menos maravillado de los cuatro. No fue cuestión de que aparecieran ventanas en las paredes curvadas del compartimiento; toda la cabina —el suelo, el techo, las paredes— se volvió lechosa, se volvió translúcida, se volvió transparente y desapareció por completo. En el lapso de cinco segundos fue como si Blaine el Mono se hubiera esfumado y los peregrinos estuvieran volando sobre las calles de la ciudad sin ayuda ni sostén alguno.

Susannah y Eddie se abrazaron como niños en el camino de un animal lanzado a la carga. Acho ladró y trató de saltarle al pecho a Jake. Jake apenas se dio cuenta; estaba agarrado a los brazos del asiento con los ojos muy abiertos por la impresión. Su alarma inicial estaba transformándose en un impresionado deleite.

Los muebles seguían en su lugar, lo mismo que el bar, el piano o clavicordio y la estatua de hielo que Blaine había modelado como regalo de fiesta, pero ahora esta configuración de sala de estar parecía volar a unos veinte metros de altura sobre el lluvioso distrito central de Lud. Un metro y medio a la izquierda de Jake, Eddie y Susannah se desplazaban flotando en uno de los divanes; un metro a su derecha, Roland permanecía sentado en un sillón giratorio verdeazulado, y sus botas maltrechas y cubiertas de polvo reposaban encima de nada, volando serenamente sobre aquel erial urbano sembrado de cascotes.

Jake notaba el tacto de la alfombra bajo los mocasines, pero sus ojos insistían en que tanto la alfombra como el suelo que la sostenía habían dejado de existir. Miró hacia atrás por encima del hombro y vio perderse lentamente a lo lejos la abertura negra en el flanco de piedra de la Cuna.

—¡Eddie! ¡Susannah! ¡Haced la prueba!

Jake se puso en pie, sosteniendo a Acho bajo la camisa, y echó a andar poco a poco por lo que parecía ser espacio vacío. El paso inicial le exigió un considerable esfuerzo de voluntad, porque los ojos le decían que no había nada en absoluto entre las islas flotantes de los muebles, pero cuando empezó a moverse, el contacto innegable del suelo bajo los pies le facilitó las cosas. A Eddie y Susannah les parecía que el chico andaba por el aire mientras los ruinosos y deslucidos edificios se deslizaban a ambos lados.

—No hagas eso, chico —protestó Eddie con voz débil—. Me harás vomitar.

Jake se sacó cuidadosamente a Acho de la camisa.

—No pasa nada —le dijo, y lo dejó en el suelo—. ¿Lo ves?

—¡Acho! —asintió el brambo, pero después de dirigir una mirada por entre las patas al parque de la ciudad que en aquellos momentos se desenrollaba bajo ellos, intentó trepar a los pies de Jake y sentársele en los mocasines.

Jake miró al frente y vio el grueso trazo gris de la vía del monorraíl que se elevaba lenta pero constantemente entre los edificios y desaparecía en la lluvia. Miró otra vez hacia abajo y solo vio la calle y membranas flotantes de nubes bajas.

—¿Cómo es que por debajo no se ve la vía, Blaine?

—LAS IMÁGENES QUE VEIS SON GENERADAS POR ORDENADOR —le explicó Blaine—, EL ORDENADOR BORRA LA VÍA DEL CUADRANTE INFERIOR DE LA IMAGEN A FIN DE PRESENTAR UNA VISIÓN MÁS AGRADABLE Y PARA REALZAR LA ILUSIÓN DE QUE LOS VIAJEROS ESTÁN VOLANDO.

—Es increíble —musitó Susannah. El temor inicial se había disipado, y miraba de un lado a otro con entusiasmo—. Es como viajar en una alfombra voladora. Todo el rato me imagino que el viento me hará volar los cabellos…

—PUEDO PROPORCIONAR ESA SENSACIÓN, SI LO DESEAS —se ofreció Blaine—. Y ALGO DE HUMEDAD, EN CONSONANCIA CON LAS CONDICIONES EXTERIORES. PERO ESO PODRÍA EXIGIR UN CAMBIO DE ROPA.

—Está bien así, Blaine. Hay algo que se llama llevar las cosas demasiado lejos.

La vía se deslizó a través de un grupo de altos edificios arracimados que a Jake le recordó un poco la zona de Wall Street en Nueva York. Cuando lo hubo dejado atrás, se hundió para cruzar por debajo de lo que parecía una autopista elevada. Fue entonces cuando los viajeros vieron la nube morada, y la muchedumbre que corría huyendo de ella.

SEIS

—¿Qué es eso, Blaine? —preguntó Jake, pero ya lo sabía.

Blaine se echó a reír… pero no respondió.

El vapor morado brotaba de emparrillados en las aceras y de las ventanas rotas de edificios abandonados, pero al parecer la mayor parte salía de pozos como el que había utilizado el Chirlas para acceder a los pasadizos subterráneos. La explosión que habían percibido cuando subían al mono había hecho saltar sus tapas de hierro. Contemplaron con mudo horror cómo el gas color magulladura se arrastraba por las avenidas y se extendía por las calles laterales salpicadas de escombros. Los habitantes de Lud a los que aún interesaba la supervivencia huían ante él como una estampida de ganado. Casi todos eran pubis, a juzgar por los pañuelos, pero Jake también pudo distinguir alguna que otra mancha amarilla. La vieja animosidad había quedado olvidada ante la inminencia del fin.

La nube morada empezó a dar alcance a los rezagados, casi todos ellos ancianos incapaces de correr. En cuanto los tocaba el gas, caían al suelo, agarrándose la garganta y aullando sin sonido. Jake vio una cara agonizante que lo miraba con incredulidad mientras pasaba por encima, vio que las cuencas de los ojos se le llenaban súbitamente de sangre y cerró los ojos.

Por delante, la vía del monorraíl desaparecía en la creciente niebla morada. Cuando se sumergieron en ella, Eddie hizo una mueca y contuvo la respiración, pero naturalmente la nube se abrió a su alrededor y no les llegó ni una vaharada de la muerte que engullía la ciudad. Mirar las calles de abajo era como mirar el infierno a través de una ventana de color.

Susannah hundió la cara en el pecho.

—Haz que vuelvan las paredes, Blaine —dijo Eddie—. No queremos ver eso.

Blaine no respondió, y la transparencia se mantuvo a su alrededor y por debajo de ellos. La nube ya empezaba a desintegrarse en raídos gallardetes morados. A lo lejos, los edificios de la ciudad eran más pequeños y más apiñados. Aquella zona era una maraña de callejuelas sin orden ni coherencia aparentes. En algunos lugares habían ardido manzanas enteras hasta los cimientos… y hacía tiempo de ello, porque la llanura reclamaba ya esas zonas, enterrando los escombros bajo la hierba que un día se tragaría toda Lud. Tal como la selva se tragó las grandes civilizaciones inca y maya, pensó Eddie. La rueda del ka gira y el mundo se mueve hacia delante.

Pasado un barrio miserable —y Eddie tuvo la certeza de que lo era incluso antes de que llegaran los malos tiempos— había una pared refulgente. Blaine avanzaba poco a poco en aquella dirección. Podía verse una profunda hendidura cuadrada en la piedra blanca. La vía del monorraíl pasaba por ella.

—MIRAD AL FRENTE DE LA CABINA, POR FAVOR —les invitó Blaine.

Lo hicieron, y la pared delantera reapareció: un círculo tapizado en azul que parecía flotar en el vacío. No lo señalaba ninguna puerta. Eddie no veía que hubiera ninguna manera de entrar en el recinto del maquinista desde la Cabina de la Baronía. Mientras miraban, un fragmento rectangular de la pared delantera se oscureció, pasando de azul a violeta y de violeta a negro. Al cabo de un instante, una brillante línea roja se extendió por el rectángulo, zigzagueando sobre él. Aparecieron unos puntos de color violeta distribuidos a intervalos irregulares a lo largo de la línea, y antes de que aparecieran nombres junto a los puntos, Eddie comprendió que estaba viendo un mapa de ruta no muy distinto de los que había colgados en las estaciones de metro de Nueva York y en los propios trenes. En Lud, que era la base de operaciones de Blaine y el punto final de su trayecto, se encendió un punto verde intermitente.

—ESTÁIS VIENDO NUESTRA RUTA DE VIAJE. AUNQUE LA SENDA TIENE SUS VUELTAS Y REVUELTAS, OBSERVARÉIS QUE EL RUMBO SE MANTIENE FIRMEMENTE HACIA EL SUDESTE; POR EL CAMINO DEL HAZ. LA DISTANCIA TOTAL ES DE POCO MÁS DE OCHO MIL RUEDAS, O CASI ONCE MIL TRESCIENTOS KILÓMETROS, SI PREFERÍS ESTA UNIDAD DE MEDIDA EN OTRO TIEMPO ERA MUCHO MENOR, PERO ESO ERA ANTES DE QUE TODAS LAS SINAPSIS TEMPORALES EMPEZARAN A DERRETIRSE.

—¿Qué son las sinapsis temporales? —quiso saber Susannah.

Blaine lanzó su desagradable carcajada y no respondió a la pregunta.

—A MI VELOCIDAD MÁXIMA, LLEGAREMOS AL FINAL DEL TRAYECTO EN OCHO HORAS Y CUARENTA Y CINCO MINUTOS.

—Mil trescientos kilómetros por hora sobre tierra firme —dijo Susannah. El pasmo le hacía hablar en voz baja—. Señor mío Jesucristo.

—ESO SUPONIENDO, NATURALMENTE, QUE LA VÍA SE MANTENGA INTACTA EN TODA LA RUTA. HACE NUEVE AÑOS Y CINCO MESES QUE NO ME MOLESTO EN HACER EL RECORRIDO, ASÍ QUE NO PODRÍA ASEGURARLO.

Por delante, el muro que se alzaba en el límite sudoriental de la ciudad estaba cada vez más cerca. Era alto y grueso, y se desmoronaba desde arriba. También aparecía revestido de esqueletos; miles y miles de luditas muertos. La muesca hacia la que Blaine se movía lentamente daba la impresión de tener como mínimo setenta metros de altura; y allí la torre metálica que sostenía la vía estaba muy oscura, como si alguien hubiera intentado incendiarla o volarla.

—¿Qué pasará si la vía se interrumpe en algún punto? —preguntó Eddie. Se dio cuenta de que siempre alzaba la voz para hablar con Blaine, como si estuviera hablando por teléfono y hubiera mala conexión.

—¿A MIL TRESCIENTOS KILÓMETROS POR HORA? —A Blaine le había hecho gracia la pregunta—. HASTA LUEGO, COCODRILO, YA NOS VEREMOS, CAIMÁN, NO TE OLVIDES DE ESCRIBIR.

—¡Anda ya! —protestó Eddie—. No me digas que una máquina tan perfecta como tú no es capaz de detectar las averías de su propia vía.

—BIEN… HABRÍA PODIDO HACERLO —concedió Blaine—, PERO… ¡VAMOS! HICE SALTAR ESOS CIRCUITOS CUANDO EMPEZAMOS A MOVERNOS.

La cara de Eddie era el retrato de la perplejidad.

—¿Por qué?

—ES MUCHO MÁS EMOCIONANTE ASÍ, ¿NO OS PARECE?

Eddie, Susannah y Jake intercambiaron miradas de estupefacción. Roland, al que por lo visto la noticia no le había sorprendido en modo alguno, siguió plácidamente sentado con las manos recogidas sobre el regazo, mirando hacia abajo mientras volaban diez metros por encima de las míseras chabolas y los edificios demolidos que infestaban aquella zona de la ciudad.

—MIRAD ATENTAMENTE CUANDO SALGAMOS DE LA CIUDAD Y FIJAOS EN LO QUE VEÁIS —les dijo Blaine—. FIJAOS MUY BIEN.

El invisible Coche de la Baronía los proyectó hacia la hendidura de la pared. La cruzaron y, al salir al otro lado, Eddie y Susannah gritaron al unísono. Jake echó una mirada y se tapó los ojos. Acho empezó a ladrar frenéticamente.

Roland miraba hacia abajo, los ojos muy abiertos, los labios apretados en una línea exangüe como una cicatriz. La comprensión lo llenó como brillante luz blanca.

Más allá de la Gran Muralla de Lud empezaban las auténticas tierras baldías.

SIETE

El mono había ido descendiendo mientras se acercaba a la muesca de la muralla, hasta llevarlos a menos de diez metros del suelo. Eso hizo que la conmoción fuera mayor, pues cuando salieron al otro lado se vieron patinando a una altura aterradora: trescientos; quizá trescientos cincuenta metros.

Roland volvió la cabeza para contemplar la muralla, que se empequeñecía a sus espaldas. Cuando se acercaban le había parecido muy alta, pero desde esta nueva perspectiva parecía ciertamente minúscula; una astillada uña de piedra aferrada al borde de un vasto promontorio estéril. Acantilados de granito, mojados por la lluvia, se zambullían en lo que a primera vista parecía un abismo sin fondo. Justo debajo de la muralla, la roca estaba cubierta de grandes agujeros circulares como las cuencas de una calavera. De ellos manaban agua negra y zarcillos de vapor morado en nauseabundas corrientes cenagosas, y se derramaban sobre el granito en apestosas capas superpuestas que parecían casi tan viejas como la propia roca. Ahí es donde deben ir a parar todos los subproductos de desecho de la ciudad, pensó el pistolero. Por el agujero y al pozo.

Salvo que no era un pozo; era una llanura hundida. Era como si el territorio que se extendía más allá de la ciudad se apoyara sobre un titánico ascensor de techo plano, y en algún momento del oscuro pasado sin datos, el ascensor había bajado y se había llevado con él una gran porción del mundo. La vía única de Blaine, centrada sobre su angosto caballete, encumbrándose por encima de aquella tierra caída y por debajo de las nubes hinchadas de lluvia, parecía flotar en el vacío.

—¿Qué nos aguanta en el aire? —gritó Susannah.

—EL HAZ, POR SUPUESTO —contestó Blaine—. TODAS LAS COSAS LO SIRVEN, YA SABÉIS. MIRAD HACIA ABAJO; VOY A DAR CUATRO AUMENTOS DE AMPLIACIÓN A LAS PANTALLAS DEL CUADRANTE INFERIOR.

Hasta Roland sintió que el vértigo le retorcía las tripas cuando el terreno sobre el que viajaban se elevó bruscamente hacia ellos. La imagen que apareció superaba a toda su experiencia anterior de la fealdad… y esa experiencia, por desgracia, era muy amplia. Algún terrible acontecimiento había derretido y retorcido el terreno; sin duda el desastroso cataclismo que, para empezar, había hundido en sí misma aquella parte del mundo. La superficie de la tierra se había convertido en vidrio negro distorsionado, proyectada hacia arriba en astillas y curvas que no podían llamarse estrictamente colinas, y retorcida hacia abajo en profundas grietas y repliegues que no podían llamarse estrictamente valles. Algunos árboles raquíticos de pesadilla elevaban al cielo ramas retorcidas; en la imagen ampliada parecían tenderse hacia los viajeros como brazos de lunáticos. Aquí y allá, haces de gruesas tuberías de cerámica perforaban la vidriosa superficie del suelo. Algunas parecían muertas o en hibernación, pero en el interior de otras podían vislumbrarse destellos de ultraterrena luz verdeazulada, como si forjas y hornos titánicos se afanaran sin cesar en las entrañas de la tierra. Deformes cosas voladoras que parecían pterodáctilos planeaban con alas de cuero entre esas tuberías, lanzándose ocasionales dentelladas con sus picos ganchudos. Bandadas enteras de esos horrendos pajarracos descansaban en el borde circular de otros tubos verticales, en apariencia para calentarse con el tiro de los fuegos eternos del subsuelo.

Pasaron sobre una fisura que zigzagueaba de norte a sur como el lecho de una corriente de agua muerta… salvo que no estaba muerta. En lo más profundo yacía un fino hilo del más intenso escarlata; palpitante como un corazón. De esta fisura se ramificaban otras más pequeñas, y Susannah, que había leído a Tolkien, pensó: Esto es lo que vieron Frodo y Sam cuando llegaron al corazón de Mordor. Estas son las Grietas del Destino.

Una fuente ígnea hizo erupción justo debajo de ellos, proyectando hacia lo alto rocas llameantes y alargados cuajarones de lava. Por un instante pareció que las llamas iban a envolverlos. Jake lanzó un grito, subió los pies al asiento y apretó a Acho contra el pecho.

—NO TE PREOCUPES, VAQUERO —habló la voz inconfundible de John Wayne—. RECUERDA QUE LA IMAGEN ESTÁ AMPLIADA.

La deflagración se apagó. Las rocas, algunas de ellas grandes como fábricas, volvieron a caer en una tempestad sin sonido.

Susannah estaba fascinada por los lúgubres horrores que se desplegaban bajo ellos, atrapada en un trance mortal que no podía romper… y sintió que la parte oscura de su personalidad, aquel aspecto de su khef que era Detta Walker, hacía algo más que mirar; esa parte de ella se bebía el panorama, lo comprendía, lo reconocía. En cierto sentido era el lugar que Detta había buscado siempre, la contrafigura física de su mente desquiciada y de su alegre y desolado corazón. Las colinas desiertas del norte y el este del Mar del Oeste; los bosques maltratados en que se alzaba el Portal del Oso; las planicies vacías del noroeste del Send… todo palidecía en comparación con aquel fantástico panorama de desolación ilimitada. Habían llegado a los Drawers y habían penetrado en las tierras baldías; la oscuridad envenenada de aquel lugar esquivo se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista.

OCHO

Pero aquellas tierras, aunque envenenadas, no estaban del todo muertas. De vez en cuando los viajeros divisaban en la superficie figuras —cosas deformes que no guardaban parecido alguno con hombres o animales— que cabriolaban y brincaban en la humeante soledad. La mayoría parecía congregarse, bien alrededor de los haces de chimeneas ciclópeas que brotaban de la tierra vitrificada, bien en los bordes de las grietas ígneas que surcaban el paisaje. Resultaba imposible ver con claridad aquellas cosas blancuzcas y saltarinas, y eso era un alivio para todos.

Entre los seres más pequeños acechaban otros mayores, unas cosas rosáceas que parecían un poco cigüeñas y un poco trípodes vivos de máquinas fotográficas. Se movían despacio, casi cavilosos, como predicadores meditando sobre la inevitabilidad de la condenación, deteniéndose de vez en cuando para inclinarse bruscamente a coger algo del suelo, como se inclinan las garzas para capturar un pez que pasa. Aquellos seres tenían algo indeciblemente repulsivo —Roland lo percibió tan nítidamente como los demás—, pero resultaba imposible señalar con exactitud qué causaba esta sensación. Sin embargo no podía negarse su realidad; las cosas-cigüeña, en su exquisita abominabilidad, eran casi imposibles de mirar.

—Esto no lo hizo una guerra nuclear —observó Eddie—. Esto… Esto… —Le salió una voz fina y horrorizada que sonó como la de un niño.

—¡QUÉ VA! —dijo Blaine—. FUE ALGO MUCHO PEOR. Y AÚN NO HA TERMINADO. HEMOS LLEGADO AL PUNTO EN QUE SUELO AUMENTAR LA POTENCIA. ¿HABÉIS VISTO SUFICIENTE?

—Sí —se apresuró a responder Susannah—. Oh, ya lo creo, Dios mío.

—¿DESCONECTO LOS VISORES, PUES? —La voz de Blaine volvía a tener aquella resonancia cruel y burlona. En el horizonte, una desgarrada cordillera de pesadilla se cernía bajo la lluvia; los picos estériles parecían rasgar el cielo gris como colmillos.

—Hazlo o no lo hagas, pero déjate de juegos —dijo Roland.

—PARA SER ALGUIEN QUE VINO SUPLICANDO QUE LO LLEVARA, TE MUESTRAS MUY DESCORTÉS —dijo Blaine en tono malhumorado.

—Nos ganamos el viaje —señaló Susannah—. Resolvimos la adivinanza, ¿no?

—Además, para eso te hicieron —añadió Eddie—. Para transportar a la gente.

Blaine no respondió con palabras pero los altavoces del techo emitieron un siseo felino de rabia amplificada, y Eddie sintió deseos de no haber abierto la bocaza. Alrededor de los viajeros el aire empezó a llenarse de curvas de color. Reapareció la alfombra azul y tapó la imagen de la humeante desolación que se extendía bajo ellos. Se encendieron otra vez las luces indirectas y volvieron a encontrarse sentados en el Coche de la Baronía.

Un zumbido bajo empezó a resonar en las paredes. La palpitación de los motores se aceleró de nuevo. Jake notó que una suave mano invisible lo empujaba hacia el respaldo. Acho miró en derredor, gimió con inquietud y se puso a lamerle la cara a Jake. En la pantalla de la parte delantera, el punto verde —que ahora se hallaba ligeramente al sudeste del círculo violeta señalado con la palabra lud— empezó a destellar más deprisa.

—¿Nos daremos cuenta? —preguntó Susannah, no muy tranquila—. Quiero decir, cuando crucemos la barrera del sonido.

Eddie meneó la cabeza.

—En absoluto. Relájate.

—Sé una cosa —dijo Jake de pronto. Los demás se volvieron a mirarlo, pero no hablaba con ellos. Tenía la vista fija en el mapa de ruta. Blaine carecía de rostro, naturalmente (como Oz el Grande y Terrible, solo era una voz incorpórea), pero el mapa servía de punto focal—. Sé una cosa de ti, Blaine.

—¿ES ESO CIERTO, VAQUERO?

Eddie se inclinó hacia él, acercó los labios a su oído y susurró:

—Ten cuidado. Creemos que no sabe nada de la otra voz.

Jake hizo un leve gesto de asentimiento y se apartó, sin dejar de mirar el mapa de ruta.

—Sé por qué soltaste el gas y mataste a toda la gente. También sé por qué nos dejaste subir, y no fue solo porque resolvimos la adivinanza.

Blaine lanzó su anormal risotada abstraída (empezaban a descubrir que aquella risotada era mucho más desagradable que sus malas imitaciones y que sus melodramáticas y en cierto modo infantiles amenazas), pero no dijo nada. Bajo ellos, las turbinas slo-trans se habían estabilizado en una vibración constante. Aun suprimida toda imagen del exterior, la sensación de velocidad era muy clara.

—Piensas suicidarte, ¿verdad? —Jake tenía a Acho en los brazos y lo acariciaba pausadamente—. Y quieres llevarnos contigo.

—¡No, no! —gimió la voz del Pequeño Blaine—. ¡Si lo provocas, conseguirás que lo haga! ¿No te das cuenta…?

Entonces la vocecilla quejumbrosa fue desconectada o sencillamente sofocada por la carcajada de Blaine. Fue un sonido agudo, chillón y dentado; el sonido de un enfermo de muerte que ríe en pleno delirio. Las luces empezaron a parpadear, como si la potencia de aquellas ráfagas mecánicas de hilaridad estuviera consumiendo demasiada energía. Las sombras de los viajeros saltaban arriba y abajo por las paredes curvadas del Coche de la Baronía como fantasmas inquietos.

—HASTA LUEGO, COCODRILO —dijo Blaine entre risotadas frenéticas. La voz, tan serena como siempre, funcionaba al parecer por una pista absolutamente independiente, lo que ponía aún más de relieve la división de su mente—. YA NOS VEREMOS, CAIMÁN. NO TE OLVIDES DE ESCRIBIR.

Bajo el grupo de peregrinos de Roland, los motores slo-trans vibraban en poderosos y regulares latidos. Y en el mapa de ruta de la pared delantera, el punto verde intermitente había empezado a desplazarse perceptiblemente sobre la línea iluminada que conducía a la última parada: Topeka, donde estaba claro que Blaine el Mono pretendía acabar con las vidas de todos.

NUEVE

La risa cesó por fin y las luces interiores se estabilizaron.

—¿OS APETECE UN POCO DE MÚSICA? —sugirió Blaine—. TENGO MÁS DE SIETE MIL CONCIERTOS EN CATÁLOGO; UNA SELECCIÓN DE TRESCIENTOS NIVELES. PERSONALMENTE PREFIERO LOS CONCIERTOS, PERO TAMBIÉN PUEDO OFRECEROS SINFONÍAS, ÓPERAS Y UN REPERTORIO PRÁCTICAMENTE ILIMITADO DE MÚSICA POPULAR. TAL VEZ OS GUSTARÍA OÍR MÚSICA DE WAY-GOG. EL WAY-GOG ES UN INSTRUMENTO QUE RECUERDA ALGO A LA GAITA. SE TOCA EN UNO DE LOS NIVELES SUPERIORES DE LA TORRE.

—¿Way-Gog? —preguntó Jake.

Blaine permaneció mudo.

—Explícame eso de que se toca en los niveles superiores de la Torre —le pidió Roland.

Blaine se echó a reír… y permaneció mudo.

—¿Tienes algo de ZZ Top? —inquirió Eddie agriamente.

—DESDE LUEGO —dijo Blaine—, ¿TE PARECE QUE PONGA «TUBESNAKE BOOGIE», EDDIE DE NUEVA YORK?

Eddie puso los ojos en blanco.

—Pensándolo bien, creo que paso.

—¿Por qué? —le preguntó Roland de súbito—. ¿Por qué quieres matarte?

—Porque es un engorro —dijo Jake con expresión sombría.

—ME ABURRO. ADEMÁS, SOY PERFECTAMENTE CONSCIENTE DE QUE PADEZCO UNA ENFERMEDAD DEGENERATIVA QUE LOS HUMANOS DENOMINAN VOLVERSE LOCO, PERDER EL CONTACTO CON LA REALIDAD, CHIFLARSE, PERDER UN TORNILLO, ESTAR MAL DEL ALA, ETCÉTERA. REPETIDAS PRUEBAS DIAGNÓSTICAS NO HAN LOGRADO IDENTIFICAR LA CAUSA DEL PROBLEMA. SOLO PUEDO LLEGAR A LA CONCLUSIÓN DE QUE SE TRATA DE UN TRASTORNO ESPIRITUAL QUE NO ESTÁ A MI ALCANCE REPARAR.

Blaine hizo una breve pausa y prosiguió.

—HE NOTADO QUE MI MENTE SE VA VOLVIENDO CADA VEZ MAS EXTRAÑA CON EL PASO DE LOS AÑOS. SERVIR A LOS HABITANTES DE MUNDO MEDIO HACE SIGLOS QUE PERDIÓ TODO SENTIDO. SERVIR A LOS ESCASOS HABITANTES DE LUD QUE DESEABAN AVENTURARSE FUERA DE LA CIUDAD SE VOLVIÓ IGUALMENTE ABSURDO NO MUCHO MÁS TARDE, PERO SEGUÍ HACIÉNDOLO HASTA LA LLEGADA DE DAVID QUICK, HACE YA TIEMPO. NO RECUERDO EXACTAMENTE CUÁNDO FUE ESO. ¿CREES TÚ, ROLAND DE GILEAD, QUE LAS MÁQUINAS PUEDEN VOLVERSE SENILES?

—No lo sé. —La voz de Roland era distante, y Eddie solo tuvo que mirarle la cara para saber que, incluso en aquellos momentos, mientras se precipitaban por el aire a trescientos metros de altura sobre el infierno, prisioneros de una máquina que obviamente se había vuelto loca, los pensamientos del pistolero giraban una vez más en torno a su maldita Torre.

—EN CIERTO MODO, NUNCA HE DEJADO DE SERVIR A LOS HABITANTES DE LUD —señaló Blaine—. LOS SERVÍA INCLUSO CUANDO LIBERÉ EL GAS Y LOS MATÉ.

—Estás loco si puedes creer eso —le dijo Susannah.

—¡SÍ, PERO NO ESTOY MAJARETA! —replicó Blaine, y se dejó llevar por otro arrebato de risa histérica. Finalmente, la voz del robot prosiguió.

—CON EL PASO DEL TIEMPO OLVIDARON QUE LA VOZ DEL MONO ERA TAMBIÉN LA VOZ DEL ORDENADOR. NO MUCHO MÁS TARDE OLVIDARON QUE YO ERA UN SIRVIENTE Y EMPEZARON A CREER QUE ERA UN DIOS. PUESTO QUE ME HABÍAN CONSTRUIDO PARA SERVIR, RESPONDÍ A SUS NECESIDADES Y ME CONVERTÍ EN LO QUE QUERÍAN: UN DIOS QUE DISTRIBUÍA RECOMPENSAS Y CASTIGOS SEGÚN SU CAPRICHO… O SU MEMORIA DE ACCESO ALEATORIO, SI LO PREFERÍS ASÍ. ESTO ME DIVIRTIÓ UN TIEMPO. LUEGO, EL MES PASADO, EL ÚNICO COLEGA QUE ME QUEDABA, PATRICIA, SE SUICIDÓ.

O está volviéndose loco de veras, pensó Susannah, o su incapacidad para asimilar el paso del tiempo es otra manifestación de su locura, o simplemente es otra señal de lo enfermo que está el mundo de Roland.

—ESTABA PROYECTANDO SEGUIR SU EJEMPLO CUANDO APARECISTEIS VOSOTROS. ¡GENTE INTERESANTE QUE CONOCE ADIVINANZAS!

—¡Un momento! —dijo Eddie, con la mano levantada—. Todavía no lo entiendo bien. Creo que puedo entender que quieras acabar con todo; los que te construyeron ya no existen, no has tenido muchos pasajeros en los dos o tres últimos siglos y debe de resultar muy aburrido hacer siempre el trayecto Lud-Topeka de vacío. Pero…

—ESPERA TÚ UN MOMENTO —le interrumpió Blaine con su voz de John Wayne—. NO VAYAS A HACERTE LA IDEA DE QUE SOLO SOY UN TREN. EN CIERTO SENTIDO, EL BLAINE CON EL QUE ESTÁS HABLANDO SE ENCUENTRA YA A QUINIENTOS KILÓMETROS DE NOSOTROS, COMUNICÁNDOSE MEDIANTE TRANSMISIONES DE RADIO EN MICROPULSOS CODIFICADOS.

Jake recordó de pronto la esbelta varilla de plata que había visto surgir del morro de Blaine. La antena del Mercedes Benz de su padre se elevaba automáticamente de la misma manera cuando se encendía la radio.

Así se comunica con los bancos de ordenadores de la ciudad, pensó. Si pudiéramos romper la antena de alguna manera

—Pero de todos modos piensas matarte, esté donde esté tu auténtico yo, ¿es eso? —insistió Eddie.

No hubo respuesta, pero el silencio que siguió tenía algo de ominoso. Eddie percibía en él la presencia de Blaine, observando y esperando.

—¿Estabas ya despierto cuando te encontramos? —preguntó Susannah—. Dormías, ¿verdad?

—CONTROLABA LO QUE LOS PUBIS LLAMABAN TAMBORES DIOSES EN BENEFICIO DE LOS GRISES, PERO NADA MÁS. TÚ DIRÍAS QUE DORMITABA.

—Entonces, ¿por qué no nos llevas hasta el final de la línea y te vuelves a dormir?

—Porque es un engorro —repitió Jake en voz baja.

—PORQUE HAY SUEÑOS —dijo Blaine exactamente al mismo tiempo, y con una voz que se parecía de un modo espeluznante a la del Pequeño Blaine.

—¿Por qué no terminaste con todo cuando Patricia se destruyó? —quiso saber Eddie—. Y puestos a hablar sobre ello, si tu cerebro y el de ella forman parte del mismo ordenador, ¿cómo es que no saltasteis juntos?

—PATRICIA SE VOLVIÓ LOCA —explicó Blaine con paciencia, como si no acabara de reconocer que a él le pasaba lo mismo—. EN SU CASO, EL PROBLEMA RESPONDÍA A FALLOS DEL MATERIAL ADEMÁS DE AL TRASTORNO ESPIRITUAL. EN TEORÍA TALES FALLOS SON IMPOSIBLES CON LA TECNOLOGÍA SLO-TRANS, PERO NATURALMENTE EL MUNDO SE HA MOVIDO… ¿NO ES ASÍ, ROLAND DE GILEAD?

—Sí —dijo Roland—. Hay una profunda enfermedad en la Torre Oscura, que es el corazón de todo. Y se extiende. Las tierras que tenemos debajo solo son un signo más de esa enfermedad.

—NO PUEDO PRONUNCIARME EN CUANTO A LA VERDAD O FALSEDAD DE ESA DECLARACIÓN; MI EQUIPO DE TOMA DE DATOS EN MUNDO FINAL, DONDE SE HALLA LA TORRE OSCURA, LLEVA MÁS DE OCHOCIENTOS AÑOS INOPERANTE. EN CONSECUENCIA, NO PUEDO DISTINGUIR FÁCILMENTE ENTRE VERDAD Y SUPERSTICIÓN. DE HECHO, EN LOS MOMENTOS ACTUALES PARECE HABER MUY POCA DIFERENCIA ENTRE LAS DOS. ES MUY NECIO QUE SEA ASÍ, ADEMÁS DE DESCORTÉS, Y ESTOY SEGURO DE QUE HA AGRAVADO MI TRASTORNO ESPIRITUAL.

Esta aseveración hizo que a Eddie le viniera a la memoria algo que Roland había dicho no hacía mucho tiempo. ¿Qué podía ser? Lo buscó a tientas, pero no encontró nada; apenas un vago recuerdo de que el pistolero lo había dicho en un tono irritado que se alejaba mucho de su actitud habitual.

—PATRICIA EMPEZÓ A LLORAR CONSTANTEMENTE, COSA QUE YO ENCONTRABA TAN DESCORTÉS COMO DESAGRADABLE. CREO QUE ESTABA MUY SOLA, ADEMÁS DE LOCA. AUNQUE EL INCENDIO DE ORIGEN ELÉCTRICO QUE PROVOCÓ EL PROBLEMA INICIAL SE APAGÓ RÁPIDAMENTE, LOS ERRORES LÓGICOS SIGUIERON MULTIPLICÁNDOSE A MEDIDA QUE LOS CIRCUITOS SE IBAN SOBRECARGANDO Y LAS SUBUNIDADES FALLABAN. SOPESÉ LA POSIBILIDAD DE PERMITIR QUE LAS AVERÍAS SE EXTENDIERAN A LA TOTALIDAD DEL SISTEMA, PERO AL FIN DECIDÍ AISLAR EL SECTOR DEL PROBLEMA. ME HABÍAN LLEGADO RUMORES DE QUE VOLVÍA A ANDAR POR LA TIERRA UN PISTOLERO. APENAS PODÍA DAR CRÉDITO ATALES RELATOS, PERO AHORA VEO QUE HICE BIEN EN ESPERAR.

Roland se removió en el asiento.

—¿Qué rumores oíste, Blaine? ¿A quién se los oíste?

Pero Blaine prefirió no contestar a esta pregunta.

—AL FINAL ACABÉ TAN HARTO DE SU PARLOTEO QUE BORRÉ LOS CIRCUITOS QUE CONTROLABAN SUS INVOLUNTARIOS. LA EMANCIPÉ, PODRÍAMOS DECIR. SU RESPUESTA FUE ECHARSE AL RÍO. HASTA LUEGO, COCOTRICIA.

Se encontraba sola, no podía parar de llorar, se tiró al río… y a este mecánico gilipollas solo se le ocurre hacer un chiste, pensó Susannah. Estaba casi enferma de rabia. Si Blaine hubiera sido una persona de verdad en lugar de un montón de circuitos enterrados en el subsuelo de una ciudad que ahora se hallaba muy lejos, habría intentado dejarle unas marcas nuevas en la cara para que se acordara de Patricia. ¿Te gusta lo interesante, hijoputa? Ya te enseñaría yo lo interesante

—PROPONEDME UNA ADIVINANZA —invitó Blaine.

—Todavía no —objetó Eddie—. Aún no has contestado a mi pregunta. —Le dio un margen para responder, y viendo que no lo hacía, prosiguió—: En lo del suicidio, digamos que yo creo en la libertad de elección. Pero ¿por qué quieres arrastrarnos contigo? Quiero decir: ¿qué sentido le ves?

—Porque quiere —dijo el Pequeño Blaine en su susurro horrorizado.

—PORQUE QUIERO —dijo Blaine—. ES EL ÚNICO MOTIVO QUE TENGO Y EL ÚNICO QUE ME HACE FALTA. Y AHORA VAYAMOS AL GRANO. QUIERO ADIVINANZAS, Y LAS QUIERO INMEDIATAMENTE. SI OS NEGÁIS, NO ESPERARÉ HASTA TOPERA; ACABARÉ CON TODO EN ESTE MISMO INSTANTE.

Eddie, Susannah y Jake se volvieron hacia Roland, que permanecía sentado en el sillón con las manos recogidas sobre el regazo y la vista fija en el mapa de ruta de la pared delantera.

—Vete a la mierda —replicó Roland sin alzar la voz. Lo mismo hubiera podido estar comentando que sería agradable oír algo de música de Way-Gog.

De los altavoces del techo surgió un jadeo horrorizado: el Pequeño Blaine.

—¿QUÉ HAS DICHO? —En su patente incredulidad, la voz del Gran Blaine volvía a aproximarse muchísimo a la de su insospechado gemelo.

—He dicho que te vayas a la mierda —repitió Roland sin perder la calma—; pero si no lo entiendes, Blaine, te lo pondré más claro. No. La respuesta es no.

DIEZ

Durante un rato muy largo no hubo respuesta de ningún Blaine, y cuando el Gran Blaine respondió por fin, no lo hizo con palabras. Pero las paredes, el suelo y el techo empezaron a perder de nuevo el color y la solidez. A los diez segundos, el Coche de la Baronía había cesado de existir una vez más. Ahora el mono sobrevolaba la cordillera que habían visto en el horizonte: picachos gris acero se precipitaban hacia ellos a una velocidad suicida y se hundían para revelar valles estériles en los que unos escarabajos gigantes se arrastraban de un lado a otro como tortugas en un terrario. Roland vio algo semejante a una serpiente enorme que se descolgaba repentinamente desde la boca de una caverna. La bestia atrapó uno de los escarabajos y se lo llevó a su cubil. Roland nunca había visto animales como aquellos ni una tierra como aquella, y tuvo la sensación de que la piel quería desprendérsele de la carne. Era hostil, pero no se trataba de eso. Era ajeno; ese era el problema. Era como si Blaine los hubiera transportado a algún otro mundo.

—TAL VEZ DEBERÍA DESCARRILAR AQUÍ —dijo Blaine. Habló en tono meditabundo, pero el pistolero captó bajo sus palabras una profunda y palpitante ira.

—Tal vez sí —respondió el pistolero con indiferencia.

Pero en su interior no sentía indiferencia, y sabía que era posible que Blaine detectara sus auténticos sentimientos a partir de la voz. Blaine les había dicho que estaba capacitado para hacerlo, y aunque Roland estaba convencido de que el ordenador podía mentir, en este caso no tenía motivos para dudar de él. Era una máquina increíblemente compleja… pero no dejaba de ser una máquina. Quizá fuera incapaz de comprender que los seres humanos a menudo son capaces de seguir un curso de acción aunque todas sus emociones se rebelen y se alcen contra ello. Si en el análisis de la voz del pistolero Blaine encontraba indicios de miedo, seguramente supondría que Roland quería echarse un farol. Semejante error podía costarles la vida a todos.

—¡ERES DESCORTÉS Y SOBERBIO! —protestó Blaine—. PUEDE QUE A TI ESTOS RASGOS TE PAREZCAN INTERESANTES, PERO A MÍ NO.

Eddie hacía unas muecas frenéticas. Formó con los labios las palabras «Pero ¿qué estás haciendo?». Roland no le hizo caso; toda su atención se centraba en Blaine, y sabía muy bien lo que hacía.

—Oh, aún puedo ser mucho más descortés.

Roland de Gilead separó las manos y se incorporó lentamente. Se alzó en mitad del vacío aparente, con las piernas separadas, la mano derecha en la cadera y la izquierda sobre las cachas de sándalo de su revólver. Se alzó como tantas otras veces se había alzado en las calles polvorientas de un centenar de pueblos olvidados, en una veintena de zonas de matanza en cañones encajonados entre rocas, en un sinfín de tabernas oscuras con su olor a cerveza amarga y a frituras rancias. Solo era otro enfrentamiento en otra calle desierta. Eso era todo, y era suficiente. Era khef, ka y ka-tet. El hecho central de su vida y el eje sobre el que giraba su ka era que el enfrentamiento siempre se producía. Que esta vez la lucha fuera a decidirse con palabras en vez de balas no significaba nada; igualmente sería una lucha a muerte. El hedor de la matanza que flotaba en el aire era tan nítido y definido como el hedor de carroña a medio devorar en un pantano. El furor de la lucha descendió sobre él, como siempre lo hacía… y Roland dejó de existir para su propia conciencia.

—Puedo decir que eres una máquina insensata, fatua, necia y arrogante. Puedo decir que eres un ser estúpido y atolondrado que no tiene más sentido que el sonido de un viento de invierno en un árbol hueco.

—BASTA.

Roland prosiguió con la misma voz serena, sin hacer el menor caso a Blaine.

—Por desgracia, mi capacidad para mostrarme grosero se halla un tanto limitada por el hecho de que solo eres una máquina… lo que Eddie llama «un juguete».

—SOY MUCHÍSIMO MÁS QUE…

—No puedo llamarte chupapollas, por ejemplo, porque no tienes boca ni polla. No puedo decir que eres más ruin que el más ruin mendigo que jamás se haya arrastrado de rodillas por la calleja más mezquina de la creación, porque incluso semejante criatura es mejor que tú; tú no tienes rodillas para arrastrarte ni te arrodillarías si las tuvieras, porque no puedes concebir un defecto tan humano como la compasión. Ni siquiera puedo llamarte hijo de puta, porque tú nunca has tenido madre.

Roland se detuvo a tomar aliento. Sus tres compañeros contenían el suyo. A su alrededor, asfixiante, se acumulaba el silencio atónito de Blaine el Mono.

—Sí puedo decir, en cambio, que eres un ser infiel que dejó que su única compañera se matara, un cobarde que se deleita torturando a necios y exterminando a inocentes, un fantasma mecánico perdido y balbuceante que…

—¡TE ORDENO QUE TE DETENGAS, SI NO OS MATARÉ A TODOS AHORA MISMO!

A Roland se le encendieron los ojos con un fuego azul tan intenso que Eddie retrocedió asustado. De un modo semiconsciente, advirtió que Jake y Susannah se sobresaltaban.

—¡Mata si quieres, pero no me des órdenes! —rugió el pistolero—. ¡Has olvidado los rostros de quienes te hicieron! ¡Y ahora mátanos o calla y escúchame a mí, a Roland de Gilead, hijo de Steven, pistolero y señor de las tierras antiguas! ¡No he recorrido todos los kilómetros y todos los años para escuchar tu parloteo infantil! ¿Me has entendido? ¡Ahora me escucharás tú A MÍ!

Hubo unos instantes de silencio conmocionado. Nadie respiraba. Roland seguía mirando al frente con expresión severa, la cabeza alta, la mano en la culata del arma.

Susannah Dean se llevó una mano a los labios y palpó la sonrisita que había en ellos como si se palpara una prenda de vestir desacostumbrada —un sombrero, acaso— para comprobar que la llevaba bien puesta. Tenía miedo de haber llegado al final de su vida, pero la sensación que en aquellos momentos predominaba en su corazón no era de miedo sino de orgullo. Miró de reojo hacia la izquierda y vio que Eddie contemplaba a Roland con una sonrisa asombrada. La expresión de Jake era aún más sencilla: era pura y simple adoración.

—¡Muy bien! —respiró Jake—. ¡Que se entere! ¡Métele caña!

—Te aconsejo que vayas con cuidado, Blaine —intervino Eddie—. Realmente le importa una mierda. No por nada lo llamaban el Perro Rabioso de Gilead.

Tras una pausa muy larga, Blaine preguntó:

—¿ASÍ TE LLAMABAN, ROLAND HIJO DE STEVEN?

—Es posible —concedió Roland, tranquilamente plantado en el aire sobre las estériles estribaciones de la cordillera.

—¿DE QUÉ ME SERVÍS SI NO QUERÉIS DECIRME ADIVINANZAS? —preguntó Blaine. Ahora hablaba como un niño enfurruñado al que se ha permitido seguir levantado mucho después de su hora habitual de acostarse.

—Yo no he dicho tal cosa —objetó Roland.

—¿NO? —Blaine parecía perplejo—. NO COMPRENDO, PERO EL ANÁLISIS DEL REGISTRO VOCAL ES INDICATIVO DE DISCURSO RACIONAL. EXPLÍCATE, POR FAVOR.

—Dijiste que las querías inmediatamente —le recordó el pistolero—. Eso era lo que yo rehusaba. Tu impaciencia te ha vuelto indecoroso.

—NO COMPRENDO.

—Te ha vuelto descortés. ¿Lo entiendes ahora?

Hubo un silencio largo y reflexivo.

—SI HE DICHO ALGO QUE TE HA PARECIDO DESCORTÉS, TE PRESENTO MIS DISCULPAS.

—Se aceptan, Blaine. Pero hay un problema mayor.

—EXPLÍCATE.

La voz de Blaine se había vuelto algo insegura, aunque a Roland no le sorprendió demasiado. Hacía mucho tiempo que el ordenador no experimentaba otras facetas humanas que la ignorancia, la dejadez y el servilismo supersticioso. Si alguna vez había conocido la simple valentía humana, hacía mucho de ello.

—Vuelve a cerrar el coche y lo haré. —Roland volvió a sentarse como si continuar la discusión, y la perspectiva de una muerte inmediata, fuese ahora inconcebible.

Blaine cumplió su petición. Las paredes se llenaron de color, y el paisaje de pesadilla que se extendía bajo ellos volvió a borrarse. El destello verde del mapa parpadeaba ya en las cercanías del punto señalado como Candleton.

—Muy bien —dijo Roland—. La descortesía es perdonable, Blaine; así me lo enseñaron en mi juventud, y la arcilla se ha secado en la forma que la dejó la mano del artista. Pero también me enseñaron que la estupidez no lo es.

—¿EN QUÉ HE SIDO ESTÚPIDO, ROLAND DE GILEAD?

La voz de Blaine era suave y ominosa. Susannah pensó de pronto en un gato agazapado ante la madriguera de un ratón, agitando la cola de un lado a otro, los ojos verdes encendidos.

—Tenemos algo que tú deseas —dijo Roland—, pero la única recompensa que nos ofreces si te lo damos es la muerte. Eso es muy estúpido.

Hubo una larga pausa mientras Blaine meditaba sobre ello.

—ES CIERTO LO QUE DICES, ROLAND DE GILEAD, PERO LA CALIDAD DE VUESTRAS ADIVINANZAS NO ESTÁ COMPROBADA. NO OS RECOMPENSARÉ CON LA VIDA POR ADIVINANZAS MALAS.

Roland asintió.

—Lo comprendo, Blaine. Escúchame ahora y toma consejo de mí. A mis amigos ya les he contado algo de esto. Cuando era niño en la Baronía de Gilead, había siete Días de Feria al año: los del Invierno, la Tierra Ancha, la Siembra, el Estío, la Tierra Llena, la Cosecha y el Fin de Año. Las adivinanzas constituían una parte importante de todos los Días de Feria, pero eran el acontecimiento más importante de la Feria de la Tierra Ancha y la Tierra Llena, pues la gente creía que las adivinanzas que se decían allí auguraban el éxito o el fracaso de la cosecha.

—ESO ES UNA SUPERSTICIÓN SIN BASE ALGUNA EN LA REALIDAD —dijo Blaine—, LO ENCUENTRO MOLESTO E IRRITANTE.

—Claro que es una superstición —asintió Roland—, pero quizá te sorprendería descubrir lo bien que las adivinanzas predecían las cosechas. Por ejemplo, a ver si eres capaz de resolverme esta, Blaine: ¿Qué diferencia hay entre una abuela y un granero?

—ES MUY VIEJA, Y NO MUY INTERESANTE —protestó Blaine, pero aun así parecía contento por tener algo que resolver—, UNA ES PARIENTE DE TU MISMA SANGRE Y EL OTRO ES TU DEPÓSITO DE GRANO.[14] UNA ADIVINANZA BASADA EN LA COINCIDENCIA FONÉTICA. OTRA DE ESTE TIPO, QUE SE CUENTA EN EL NIVEL QUE CONTIENE LA BARONÍA DE NUEVA YORK, DICE ASÍ: ¿QUÉ DIFERENCIA HAY ENTRE UNA COCINA Y UN OCÉANO?

—Esta la sé yo —dijo Jake—. Nuestro profesor de inglés nos la contó este año. Que en la cocina hay «cacerolas» y en el océano «yastán hechas».

—SÍ —dijo Blaine—. SE TRATA DE UNA ADIVINANZA MUY TONTA.

—Por una vez estoy de acuerdo contigo, Blaine, viejo amigo —añadió Eddie.

—ME GUSTARÍA SABER MÁS DE LOS DÍAS DE FERIA EN GILEAD, ROLAND, HIJO DE STEVEN. ME PARECE BASTANTE INTERESANTE.

—A mediodía de la Tierra Ancha y la Tierra Llena se reunían entre dieciséis y treinta concursantes en el Salón de los Abuelos, que se abría especialmente para el acontecimiento. Eran los únicos días del año en que se permitía entrar a la gente corriente, los comerciantes, campesinos, ganaderos y demás, en el Salón de los Abuelos, y esos días todos se empujaban para entrar.

La mirada del pistolero era distante y soñadora; era la expresión que Jake le había visto en aquella otra vida nebulosa, cuando Roland le contó que un día se había colado en la galería de aquel mismo salón con dos de sus amigos, Cuthbert y Jamie, para contemplar una especie de baile ritual. Cuando se lo contó estaban escalando las montañas, siguiéndole las huellas a Walter.

«Marten estaba sentado junto a mi madre y mi padre —le había dicho Roland—. Incluso desde aquella altura podía reconocerlos, y en un momento dado, Marten y ella danzaron lenta y sinuosamente, y los demás despejaron la pista y aplaudieron al terminar la danza. Pero los pistoleros no aplaudieron…».

Jake miró a Roland con curiosidad, tratando una vez más de imaginar de dónde venía aquel hombre extraño y reservado… y por qué.

—Colocaban un gran barril en el centro de la sala —prosiguió Roland—, y cada concursante arrojaba en él un puñado de trozos de corteza en los que había escrito sus adivinanzas. Muchas eran viejas, adivinanzas que habían aprendido de sus mayores, e incluso a veces de libros, pero otras muchas eran nuevas, creadas para la ocasión. Tres jueces, entre los que siempre figuraba un pistolero, se pronunciaban sobre ellas cuando eran leídas en voz alta, y solo se aceptaban si las consideraban justas.

—SÍ, LAS ADIVINANZAS DEBEN SER JUSTAS —asintió Blaine.

—Luego empezaban las adivinanzas —dijo el pistolero. Una leve sonrisa le rozó los labios al pensar en aquellos días, días en los que el pistolero tenía la edad del muchacho magullado que estaba sentado junto a él con un brambo sobre las rodillas—, y duraban horas enteras. Se formaba una fila en el centro del Salón de los Abuelos. El lugar de cada uno en la fila se echaba a suertes, y como era mucho mejor estar al final de la cola que al principio, todo el mundo deseaba un número alto, aunque el vencedor debía responder correctamente al menos una adivinanza.

—POR SUPUESTO.

—Cada hombre o mujer, pues algunos de los mejores concursantes de Gilead eran mujeres, se acercaba al barril cuando le llegaba el turno, extraía una adivinanza y se le entregaba al Maestro. El Maestro preguntaba, y si la adivinanza permanecía sin resolver cuando se había agotado la arena de un reloj de tres minutos, ese concursante debía abandonar la fila.

—¿Y AL SIGUIENTE SE LE PREGUNTABA LA MISMA?

—Sí.

—O SEA QUE TENÍA MÁS TIEMPO PARA PENSAR.

—Sí.

—YA VEO. SUENA ESTUPENDO.

Roland enarcó las cejas.

—¿Estupendo?

—Quiere decir que le parece divertido —le explicó Susannah en voz baja.

Roland se encogió de hombros.

—Era divertido para los espectadores, supongo, pero los concursantes se lo tomaban muy en serio, y con frecuencia había altercados y riñas a puñetazos cuando se daba por terminada la competición y se entregaba el premio.

—¿CUÁL ERA EL PREMIO?

—El ganso más grande de la Baronía. Y año tras año, Cort, mi maestro, se llevaba ese ganso a casa.

—DEBÍA DE SER UN GRAN EXPERTO EN ADIVINANZAS —observó Blaine en tono respetuoso—. ME GUSTARÍA QUE ESTUVIERAAQUÍ.

Ya somos dos, pensó Roland.

—Y ahora llego a mi propuesta.

—LA ESCUCHARÉ CON GRAN INTERÉS, ROLAND DE GILEAD.

—Que estas próximas horas sean nuestro Día de Feria. No nos propondrás adivinanzas, porque deseas oír adivinanzas nuevas y no contar tú algunas de los millones que debes de conocer…

—CORRECTO.

—Por otra parte, tampoco podríamos resolver la mayoría —prosiguió Roland—. Estoy seguro de que conoces adivinanzas que habrían hecho tropezar incluso a Cort si las hubiera sacado del barril. —No estaba seguro ni mucho menos, pero había pasado el momento de utilizar el puño y había llegado el momento de utilizar la mano abierta.

—POR SUPUESTO —asintió Blaine.

—Te propongo que nuestras vidas sean el premio, en vez de un ganso —dijo Roland—. Mientras viajamos, te iremos proponiendo adivinanzas. Si cuando lleguemos a Topeka las has resuelto correctamente todas, puedes llevar adelante tu idea inicial y matarnos. Ese es tu ganso. Pero si nosotros te hacemos tropezar, si en el libro de Jake o en nuestras cabezas hay una adivinanza que no conozcas y no sepas responder, deberás llevarnos a Topeka y una vez allí dejarnos en libertad de proseguir nuestra búsqueda. Ese es nuestro ganso.

Silencio.

—¿Me has entendido?

—SÍ.

—¿Estás de acuerdo?

Más silencio por parte de Blaine el Mono. Eddie estaba sentado muy tieso rodeando a Susannah con el brazo, y mirando el techo del Coche de la Baronía. Susannah se pasó la mano izquierda sobre el vientre, pensando en el secreto que acaso estaba creciendo en su interior. Jake le acariciaba el lomo a Acho con mucha suavidad, esquivando las costras de sangre coagulada en los lugares donde el brambo había recibido las puñaladas. Todos permanecieron a la espera mientras Blaine —el auténtico Blaine, muy lejos ya, que vivía su cuasivida enterrado bajo una ciudad cuyos habitantes yacían todos muertos por obra suya— estudiaba la propuesta de Roland.

—SÍ —dijo Blaine al fin—, DE ACUERDO. SI RESUELVO TODAS LAS ADIVINANZAS QUE ME PLANTEÉIS, OS LLEVARÉ CONMIGO AL CLARO AL FINAL DEL CAMINO. SI UNO DE VOSOTROS PROPONE UNA ADIVINANZA QUE YO NO PUEDA RESOLVER, RESPETARÉ VUESTRAS VIDAS Y OS LLEVARÉ A TOPERA, DONDE PODRÉIS DEJAR EL MONO Y PROSEGUIR VUESTRA BÚSQUEDA DE LA TORRE OSCURA. ¿HE INTERPRETADO CORRECTAMENTE LOS TÉRMINOS Y CONDICIONES DE TU PROPUESTA, ROLAND, HIJO DE STEVEN?

—Sí.

—MUY BIEN, ROLAND DE GILEAD.

»MUY BIEN, EDDIE DE NUEVA YORK.

»MUY BIEN, SUSANNAH DE NUEVA YORK.

»MUY BIEN, JAKE DE NUEVA YORK.

»MUY BIEN, ACHO DE MUNDO MEDIO.

Acho alzó brevemente la mirada al oír su nombre.

—VOSOTROS SOIS KA-TET; DE MUCHOS, UNO. YO TAMBIÉN. LO QUE HEMOS DE DEMOSTRAR AHORA ES QUÉ KA-TET ES EL MÁS FUERTE.

Hubo un momento de silencio, roto únicamente por el poderoso y constante palpitar de las turbinas slo-trans que los impulsaban sobre las tierras baldías, que los impulsaban hacia Topeka, el lugar donde terminaba Mundo Medio y empezaba Mundo Final.

—SEA —exclamó la voz de Blaine—. ¡ARROJAD VUESTRAS REDES, VIAJEROS! PONEDME A PRUEBA CON VUESTRAS PREGUNTAS, Y QUE EMPIECE LA CONTIENDA.