UNO

Tres días después encontraron el avión estrellado.

Jake fue el primero en señalarlo hacia media mañana; un destello de luz a unos quince kilómetros de distancia, como si hubiera un espejo entre la hierba. Cuando estuvieron más cerca, vieron algo grande y oscuro al lado del Gran Camino.

—Parece un gran pájaro muerto —dijo Roland.

—Eso no es ningún pájaro —afirmó Eddie—. Es un avión. Estoy casi seguro de que ese reflejo es el sol que da en la cabina.

Una hora más tarde se detuvieron en silencio al borde de la carretera para contemplar los restos antiguos. Tres rollizas cornejas posadas en la maltrecha piel del fuselaje observaron con insolencia a los recién llegados. Jake recogió un guijarro de la cuneta e hizo ademán de tirárselo. Las cornejas se echaron a volar pesadamente, graznando de indignación.

Una de las alas se había desprendido al chocar contra el suelo y yacía a unos treinta metros de allí, una sombra como un trampolín de piscina entre la hierba alta.

El resto del aparato estaba casi intacto. El vidrio de la cabina se había resquebrajado en una telaraña de grietas que tenía su centro en el punto donde había chocado la cabeza del piloto. Aún quedaba una gran mancha de color óxido.

Acho trotó hacia las tres oxidadas palas de hélice que se alzaban entre la hierba, las olisqueó y volvió apresuradamente con Jake.

El hombre de la cabina era una momia seca y polvorienta vestida con un chaquetón de cuero acolchado y un casco con una púa en lo alto. Le faltaban los labios, y los dientes quedaban al descubierto en una última mueca desesperada. Unos dedos que habían sido gruesos como salchichas pero que ya solo eran huesos recubiertos de piel aferraban el volante. Tenía una depresión en el cráneo debida al golpe contra el parabrisas, y Roland conjeturó que las escamas verde grisáceas que le cubrían el lado izquierdo de la cara eran todo lo que restaba de su cerebro. La cabeza del cadáver estaba echada hacia atrás, como si el piloto hubiera tenido la certeza, incluso en el instante de la muerte, de que podía volver a remontarse. El ala que le quedaba al avión aún sobresalía entre las hierbas que amenazaban cubrirla. Ostentaba una insignia descolorida que representaba un puño aferrando un rayo.

—Parece que Tía Talitha se equivocaba y que el anciano albino estaba en la verdad del asunto —comentó Susannah con voz maravillada—. Este debe de ser David Quick, el príncipe rebelde. ¡Mira qué tamaño, Roland! ¡Supongo que tuvieron que engrasarlo para meterlo en la cabina!

Roland asintió. El calor y los años habían reducido al hombre del pájaro mecánico a un mero esqueleto envuelto en cuero seco, pero aún se podía apreciar la anchura de los hombros, y la cabeza, aplastada, era enorme.

—«Así cayó lord Perth —recitó—, y la tierra tembló con ese trueno».

Jake le dirigió una mirada inquisitiva.

—Es de un viejo poema. Lord Perth era un gigante que se iba a guerrear con un millar de soldados, pero aún estaba en su país cuando un chiquillo le tiró una piedra y le dio en la rodilla. El gigante trastabilló, el peso de la armadura le venció y se rompió el cuello en la caída.

—Como nuestra historia de David y Goliat —apuntó Jake.

—No hubo fuego —observó Eddie—. Me jugaría algo a que se quedó sin gasolina e intentó aterrizar planeando sobre la carretera. Puede que fuera un rebelde y un bárbaro, pero tenía un par de cojones.

Roland asintió y miró a Jake.

—¿Te causa impresión?

—No. Bueno, si el tipo aún estuviera chorreante, puede que sí. —Jake apartó la mirada del cadáver y la dirigió a la ciudad. Lud estaba mucho más cerca y más nítida, y aunque se veían muchas ventanas rotas en las torres, ni él ni Eddie habían renunciado por completo a encontrar alguna ayuda—. Apuesto a que las cosas empezaron a descomponerse en la ciudad cuando él faltó.

—Creo que ganarías la apuesta —dijo Roland.

—¿Sabes una cosa? —Jake estaba examinando de nuevo el avión—. Quizá la gente que hizo esa ciudad construía también aviones, pero estoy casi seguro de que este es de los nuestros. En la escuela hice un trabajo sobre combate aéreo, cuando estaba en quinto curso, y creo que lo reconozco. ¿Puedo mirar más de cerca, Roland?

Roland asintió.

—Voy contigo.

Se aproximaron juntos al avión, abriéndose paso entre la hierba.

—Mira —dijo Jake—. ¿Ves la ametralladora que lleva bajo el ala? Es un modelo alemán refrigerado por aire, y el avión es un Focke-Wulf de poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Estoy seguro. ¿Cómo habrá podido llegar hasta aquí?

—Muchos aviones desaparecen —apuntó Eddie—. Está el triángulo de las Bermudas, por ejemplo. Es una zona que hay en uno de nuestros océanos, Roland. Se supone que hay algo misterioso. Quizá sea una gran puerta entre nuestros mundos, una puerta que casi siempre está abierta. —Eddie encorvó los hombros y ensayó una mala imitación de Rod Serling—. Abróchense los cinturones y prepárense para turbulencias: están ustedes llegando a… ¡la Dimensión de Roland!

Jake y Roland, que ahora estaban bajo el ala que le quedaba al avión, no le hicieron ningún caso.

—Súbeme, Roland.

Roland meneó la cabeza.

—El ala parece sólida, pero no lo es. Esta cosa lleva aquí mucho tiempo, Jake. Te caerías.

—Entonces hazme un estribo con las manos.

—Ya lo hago yo, Roland —se ofreció Eddie.

Roland se miró unos instantes la mano mutilada, se encogió de hombros y la entrelazó con la otra.

—Esto servirá. No pesa mucho.

Jake se quitó el mocasín y se encaramó ágilmente al estribo que Roland le ofrecía. Acho se puso a ladrar en tono agudo, aunque Roland no sabía si de excitación o de alarma.

El pecho de Jake se apoyaba contra uno de los flaps oxidados del aeroplano, justo enfrente del emblema del puño y el rayo. La pintura de la superficie del ala se había desprendido un poco a lo largo del borde. El chico cogió el flap y tiró. Cedió tan fácilmente que Jake habría caído de espaldas de no ser porque Eddie, situado justo detrás de él, lo sostuvo con una mano en el trasero.

—Lo sabía —dijo Jake. Había otro símbolo pintado bajo el puño y el rayo, y ahora estaba casi completamente al descubierto. Era una esvástica—. Solo quería verlo. Ya puedes bajarme.

Reanudaron la marcha, pero cada vez que volvían la cabeza divisaban la cola del avión enhiesta entre la alta hierba como un monumento funerario a lord Perth.

DOS

Aquella noche le tocaba a Jake preparar el fuego. Cuando la leña estuvo dispuesta a satisfacción del pistolero, este tendió el pedernal y el eslabón al chico.

—A ver cómo lo haces.

Eddie y Susannah estaban sentados a un lado, afectuosamente cogidos de la cintura. Hacia el final de la jornada, Eddie había encontrado una bonita flor amarilla al borde del camino y la había cogido para ella. Esa noche Susannah la llevaba en el pelo, y cada vez que miraba a Eddie se le curvaban los labios en una sonrisita y se le llenaban los ojos de luz. Roland había advertido estos detalles y le complacían. Su amor se hacía cada vez más fuerte, más profundo. Eso era bueno. Realmente tendría que ser fuerte y profundo si había de sobrevivir a los meses y años venideros.

Jack hizo saltar una chispa, pero cayó a varios centímetros de la yesca.

—Acerca más el pedernal —le indicó Roland— y sujétalo bien. Y no lo golpees con el eslabón, Jake; ráspalo.

Jake lo intentó de nuevo, y esta vez la chispa cayó justo en la yesca. Brotó un leve zarcillo de humo, pero sin llama.

—Creo que no se me da muy bien.

—Ya aprenderás. Entretanto, piensa en esto: ¿qué se viste cuando cae la noche y se desviste cuando llega el día?

—¿Eh?

Roland le cogió las manos y se las acercó aún más al montoncito de yesca.

—Supongo que este no viene en tu libro.

—¡Ah, es un acertijo! —Jake hizo saltar otra chispa. Esta vez apareció una llamita que no tardó en apagarse—. ¿Tú también conoces alguno?

Roland asintió.

—No solo alguno sino muchos. De pequeño debía de conocer un millar. Formaban parte de los estudios.

—¿En serio? ¿Y por qué había que estudiar adivinanzas?

—Vannay, mi tutor, decía que un chico capaz de acertar adivinanzas era un chico capaz de encontrarle las vueltas al pensamiento. Todos los viernes a mediodía había competiciones de adivinanzas, y quien ganaba podía irse de la escuela antes de la hora.

—¿Salías temprano muchas veces, Roland? —inquirió Susannah.

Él negó con la cabeza y esbozó una leve sonrisa.

—Me gustaban las adivinanzas, pero nunca se me dieron muy bien. Vannay decía que era porque yo pensaba demasiado. Mi padre decía que era porque me faltaba imaginación. Creo que los dos tenían razón, aunque pienso que mi padre se acercaba más a la verdad. Siempre fui capaz de sacar un revólver más deprisa que mis compañeros y de tirar Con más puntería, pero encontrarle las vueltas al pensamiento nunca se me ha dado bien.

Susannah, que había observado con atención cómo trataba Roland con los ancianos de Paso del Río, pensó que el pistolero se subestimaba, pero no dijo nada.

—A veces, en las noches de invierno, había concursos de adivinanzas en el gran salón. Cuando eran solo para chicos, siempre ganaba Alain. Cuando participaban también los adultos, siempre ganaba Cort. Este había olvidado más adivinanzas de las que los demás habíamos llegado a conocer en la vida, y el Día de las Adivinanzas siempre era él quien se llevaba el ganso a casa. Las adivinanzas tienen mucho éxito, y todo el mundo conoce una o dos.

—Incluso yo —dijo Eddie—. Por ejemplo, ¿por qué el bebé muerto cruzó la carretera?

—No tiene gracia, Eddie —protestó Susannah, aunque con una sonrisa en los labios.

—¡Porque estaba grapado al pollo que cruzó la carretera! —aulló Eddie, y sonrió al ver que Jake se echaba a reír y esparcía sin querer el montoncito de yesca—. ¡Jua, jua, jua! ¡Y me sé un millón como esta, amigos!

Roland, en cambio, permaneció serio. De hecho incluso parecía algo ofendido.

—Perdona que lo diga, Eddie, pero la verdad es que es muy malo.

—Lo siento, Roland —replicó Eddie. Seguía sonriendo, pero se le notaba un poco amoscado—. Siempre olvido que se cargaron tu sentido del humor en la Cruzada de los Niños o cuando fuese.

—Lo único que sucede es que me tomo las adivinanzas en serio. Me enseñaron que la capacidad de resolverlas denota una mente cuerda y racional.

—Así será, pero no creo que reemplacen nunca a las obras de Shakespeare o la ecuación cuadrática —objetó Eddie—. Tampoco hay que pasarse…

Jake contempló a Roland con aire pensativo.

—El libro dice que las adivinanzas son el juego más antiguo que aún se practica en nuestros días. Me refiero a nuestro mundo. Y el hombre que encontré en la librería me dijo que antes eran una cosa muy seria, no una simple broma. Había gente que moría por ellas.

Roland miraba hacia la creciente oscuridad.

—Sí, vi cómo ocurría. —Recordaba un Día de Adivinanzas que no había terminado con la entrega del ganso al vencedor sino con el cadáver de un bizco con gorra de cascabeles tendido en el suelo con un puñal en el pecho. El puñal de Cort. El bizco era un cantante y acróbata errante que había intentado vencer a Cort robándole al juez la libreta donde guardaba las respuestas en pequeños fragmentos de corteza.

—Bueno, mil perdooones —se disculpó Eddie.

Susannah se volvió hacia Jake.

—Había olvidado por completo el libro de enigmas que trajiste contigo. ¿Me lo dejas ver?

—Sí. Está en la mochila. Pero faltan las soluciones. Supongo que por eso el señor Torre me lo rega…

Una mano le apretó bruscamente el hombro con fuerza dolorosa.

—¿Cómo dices que se llamaba? —le preguntó Roland.

—El señor Torre —respondió Jake—. Calvin Torre. ¿No te lo había dicho?

—No. —Roland aflojó poco a poco la mano que aferraba el hombro de Jake—. Pero ahora que lo oigo, supongo que no me sorprende.

Eddie abrió la mochila de Jake y encontró ¡Adivina, adivinanza! Le arrojó el libro a Susannah.

—¿Sabéis una cosa? —preguntó—. Siempre había pensado que el acertijo del bebé era bastante bueno. De mal gusto, seguramente, pero bastante bueno.

—No se trata de gustos —dijo Roland—. No tiene sentido ni posibilidad de solución, y por eso es tonto. Un buen acertijo ha de tener ambas cosas.

—Os lo tomáis muy en serio, ¿no?

—Sí.

Jake estaba apilando de nuevo la yesca y cavilando sobre la adivinanza que había dado lugar a la discusión. De pronto exhibió una sonrisa.

—Un fuego. Esa es la respuesta, ¿no? Lo vistes por la noche, lo desvistes por la mañana. Si cambias «vestir» por «montar» o algo así, es fácil.

—Eso es. —Roland le devolvió la sonrisa a Jake, pero tenía la vista en Susannah; observaba cómo hojeaba el manoseado librito. Al contemplar su ceño aplicado y el aire ausente con que se arreglaba la flor amarilla del cabello cada vez que intentaba desprenderse, pensó que quizá era la única en percibir que el libro de adivinanzas podía ser tan importante como Charlie el Chu-Chú… o tal vez más aún. Luego desvió la mirada hacia Eddie y sintió renacer la irritación que le había provocado su absurda adivinanza. El joven se parecía a Cuthbert en otro aspecto, este más bien lamentable: a veces a Roland le entraban ganas de zarandearlo hasta que le sangrara la nariz y se le cayeran los dientes.

«¡Suave, pistolero… suave!». La voz de Cort, no del todo risueña, le habló en la cabeza, y Roland apartó resueltamente a un lado sus emociones. Le resultaba más fácil hacerlo cuando recordaba que Eddie no podía evitar sus incursiones ocasionales en la insensatez; también el carácter venía en parte moldeado por el ka, y Roland sabía bien que en Eddie no solo había insensatez. Cada vez que empezara a cometer el error de creer otra cosa haría bien en recordar la conversación que habían mantenido junto a la carretera tres noches antes, en la que Eddie le había acusado de utilizarlos como piezas de su tablero particular. La acusación le había enfurecido…, pero también se acercaba lo suficiente a la verdad para hacer que se avergonzara.

Dichosamente ajeno a estos morosos pensamientos, Eddie preguntó:

—¿Qué es verde, pesa cien toneladas y vive en el fondo del océano?

—Ya lo sé —dijo Jake—. Moco Dick, la Gran Ballena Verde.

—Necedad —masculló Roland.

—Sí, pero precisamente por eso tiene gracia —adujo Eddie—. También los chistes te ayudan a encontrarle las vueltas al pensamiento. Mira… —Contempló la expresión de Roland, se echó a reír y alzó las manos al cielo—. Da igual. Me rindo. No lo entenderías. Ni en un millón de años. Vamos a mirar el maldito libro. Incluso intentaré tomármelo en serio… bueno, siempre que antes cenemos un poco.

—Mírame —dijo el pistolero con cierta sonrisa.

—¿Eh?

—Quiere decir que trato hecho.

Jake raspó el pedernal con el acero. Saltó una chispa, y esta vez la yesca prendió. El chico se sentó un poco más atrás, complacido, y se quedó mirando cómo las llamas se extendían, con un brazo apoyado en el cuello de Acho. Se sentía satisfecho de sí mismo. Había encendido la fogata de la noche… y había encontrado la respuesta al acertijo de Roland.

TRES

—Tengo una —anunció Jake mientras consumían los burritos de la cena.

—¿Es de las necias? —quiso saber Roland.

—No. Es de las buenas.

—Entonces ponme a prueba.

—Muy bien. ¿Qué puede correr pero nunca anda, tiene boca pero nunca habla, tiene lecho pero nunca duerme, tiene cabecera pero no cabeza?

—Es buena —dijo Roland en tono amable—, pero antigua. Un río.

Jake quedó un poco alicaído.

—La verdad, contigo no hay quien pueda.

Roland tiró los restos de su burrito a Acho, que los aceptó con avidez.

—No lo creas. Yo soy lo que Eddie llama un sobrino. Habrías tenido que ver a Alain: coleccionaba adivinanzas como una dama colecciona abanicos.

—Se dice un primo, Roland, mi buen amigo —le corrigió Eddie.

—Gracias. Probad con esta: Yace en la cama y crece en la cama, primero es blanca y luego roja, cuanto más gorda se pone, más le gusta a la vieja.

Eddie soltó una carcajada.

—¡Una polla! —gritó—. Muy basta, Roland. Pero me gusta. ¡Me guuusta!

Roland meneó la cabeza.

—No es esa la respuesta. A veces una buena adivinanza es un enigma de palabras, como la de Jake sobre el río, pero a veces se parece más a un truco de magia, que te hace mirar en una dirección mientras se va por otra.

—Es doble —dijo Jake, y les contó lo que le había explicado Aaron Deepneau sobre el acertijo de Sansón. Roland asintió.

—¿Es una fresa? —preguntó Susannah, y de inmediato se respondió ella misma—: Pues claro. Es como la adivinanza del fuego, que lleva una metáfora oculta. Cuando entiendes la metáfora, puedes resolver la adivinanza.[7] —Parecía muy complacida consigo misma—. Primero es blanca y luego roja. Cuanto más gorda se pone, más le gusta a la vieja.

Roland asintió.

—La respuesta que había oído siempre era una baya de bárdago, pero estoy seguro de que ambas cosas significan lo mismo.

Eddie cogió ¡Adivina, adivinanza! y empezó a hojearlo.

—A ver qué te parece esta, Roland: ¿Cuándo una puerta no es una puerta?

Roland lo miró ceñudo.

—¿Es otra de tus insensateces? Mi paciencia…

—No. Te prometí que me lo tomaría en serio y en serio me lo tomo, o al menos lo intento. Está en el libro, y sucede que conozco la respuesta. La oí cuando era pequeño.

Jake, que también sabía la respuesta, le guiñó un ojo. Eddie le devolvió el guiño y sonrió divertido al ver que Acho quería hacer lo mismo. El brambo lo intentó varias veces, pero siempre cerraba los dos ojos a la vez y al final se rindió. Roland y Susannah, mientras tanto, daban vueltas a la pregunta.

—Debe de tener algo que ver con el amor —conjeturó Roland—. Una puerta, adorar.[8] ¿Cuándo adorar no es adorar…? Mmmm…

—Mmmm —dijo Acho. Su imitación de Roland fue perfecta.

Eddie le hizo otro guiño a Jake. Jake se tapó la boca para ocultar una sonrisa.

—¿Es falso amor la respuesta? —preguntó Roland al fin.

—Frío.

—Una ventana —dijo Susannah de pronto, con absoluta convicción—. ¿Cuándo una puerta no es una puerta? Cuando es una ventana.

—Frío. —Eddie sonreía de oreja a oreja, pero a Jake le chocó lo mucho que se habían alejado los dos de la auténtica respuesta. Pensó que allí había magia en acción. Nada del otro mundo para lo que es la magia, nada de alfombras voladoras ni elefantes que desaparecen, pero magia al fin y al cabo. De repente vio lo que estaban haciendo —un simple juego de adivinanzas en torno a un fuego de campamento— bajo una luz completamente nueva. Era como jugar a la gallina ciega, solo que aquí la venda para los ojos estaba hecha de palabras.

—Me rindo —dijo Susannah.

—Sí —se sumó Roland—. Dilo si lo sabes.

—La respuesta es una jarra. Una puerta no es una puerta cuando está entonada.[9] ¿Lo entendéis? —Eddie vio amanecer la comprensión en el rostro de Roland, y con voz algo aprensiva le preguntó—: ¿Es mala? De verdad que esta vez no pretendía bromear, Roland.

—No es nada mala. Al contrario, es bastante buena. Cort la habría resuelto, estoy seguro, y probablemente Alain también, pero no deja de ser muy aguda. Yo he hecho lo que hacía siempre en el aula: pasar la respuesta de largo y buscar más complicación de la que había.

—El asunto tiene su miga, ¿no? —comentó Eddie en tono especulativo. Roland asintió con la cabeza, pero Eddie no lo vio; estaba mirando el corazón del fuego, donde docenas de rosas florecían y se difuminaban.

—Otra más y nos acostamos —dijo Roland—. Pero a partir de esta noche montaremos guardia. Eddie, tú harás el primer turno, y luego Susannah. Yo haré el último.

—¿Y yo? —preguntó Jake.

—Quizá más adelante tengas que hacer algún turno. De momento, es más importante que no pierdas horas de sueño.

—¿Realmente crees que es necesario que haya un centinela? —preguntó Susannah.

—No lo sé, y esta es la mejor razón para hacerlo. Jake, elige una adivinanza de tu libro.

Eddie le pasó ¡Adivina, adivinanza! y Jake empezó a hojearlo hasta que finalmente se detuvo en las últimas páginas.

—¡No veas! Esta es brutal.

—Oigámosla —dijo Eddie—. Si yo no la resuelvo, lo hará Suze. En las competiciones de todo el país se nos conoce como Eddie y su Reina de las Adivinanzas.

—Estamos ingeniosos hoy, ¿eh? —replicó Susannah—. Ya veremos lo ingenioso que estarás después de montar guardia junto a la carretera hasta medianoche o así, cielo.

Jake leyó:

—Hay una cosa que nada es, pero tiene nombre. A veces es larga y a veces breve, está presente en nuestras conversaciones y en nuestras diversiones, y participa en todos los juegos.

Comentaron este acertijo durante casi quince minutos, pero ninguno llegó a aventurar siquiera una respuesta.

—A lo mejor se nos ocurre mientras dormimos —apuntó Jake—. Así se me ocurrió la del río.

—Vaya libro barato, con todas las respuestas arrancadas —comentó Eddie. Se puso en pie y se echó una manta de piel sobre los hombros como si fuera una capa.

—Bueno, la verdad es que me salió barato. El señor Torre me lo dio gratis.

—¿A qué tengo que estar atento, Roland? —inquirió Eddie.

Roland se encogió de hombros mientras se disponía a acostarse.

—No lo sé, pero creo que ya te darás cuenta si lo ves o lo oyes.

—Despiértame cuando empieces a tener sueño —le recomendó Susannah.

—Puedes estar segura.

CUATRO

Una cuneta herbosa bordeaba la carretera, y Eddie se sentó al otro lado de ella envuelto en la manta. Aquella noche, una fina capa de nubes velaba el cielo y oscurecía el espectáculo de las estrellas. Soplaba un fuerte viento del oeste. Cuando Eddie volvía el rostro en esa dirección, podía percibir claramente el olor de los búfalos que ahora eran dueños de las llanuras; un olor mezcla de pieles calientes y excrementos frescos. La claridad que habían recobrado sus sentidos en los últimos meses era asombrosa… y, en ocasiones como esta, incluso le asustaba un poco.

Muy levemente oyó berrear a lo lejos un becerro de búfalo.

Se volvió hacia la ciudad y al cabo de un rato empezó a parecerle que veía lejanas chispas de luz —los candiles eléctricos de los albinos—, pero era muy consciente de que quizá solo veía lo que estaba deseando ver.

Estás muy lejos de la calle Cuarenta y dos, muchacho. La esperanza es algo grande, digan lo que digan, pero no dejes que te haga perder de vista este pensamiento: estás muy lejos de la calle Cuarenta y dos. Esa ciudad de ahí delante no es Nueva York, por más que te gustaría que lo fuese. Es Lud, y será como sea. Y si lo tienes bien presente, quizá puedas salir bien parado.

Pasó el turno de guardia intentando dar con la solución de la última adivinanza de la noche. La regañina de Roland por el chiste del bebé muerto lo había dejado algo descontento, y le habría gustado empezar la mañana dándoles la respuesta correcta. Claro que no les sería posible contrastar ninguna respuesta acudiendo a las soluciones del libro, pero Eddie se había hecho la idea de que, en las buenas adivinanzas, la buena respuesta solía ser evidente por sí misma.

«A veces es larga y a veces breve». Pensó que esta era la clave y que todo lo demás probablemente solo servía para despistar. ¿Qué era a veces largo y a veces breve? ¿Unos pantalones? No. Los pantalones podían ser largos o cortos, pero nunca había oído hablar de unos pantalones breves. ¿Un relato? Como los pantalones, solo les cuadraba una parte de la frase. Algo que pudiera ser largo y breve a la vez… y que además está presente en nuestras conversaciones y participa en todos los juegos.

Sintió un arrebato de frustración y tuvo que sonreír al verse tan excitado por un inocente juego de palabras sacado de un libro infantil. Con todo, le resultaba un poco más fácil creer que la gente pudiera llegar a matarse por una adivinanza… si la apuesta era lo bastante alta y había trampas de por medio.

Déjalo estar. Estás haciendo exactamente lo que decía Roland, pasar la respuesta de largo.

Sin embargo, ¿en qué otra cosa podía pensar, si no?

Entonces empezó de nuevo el redoble de tambores en la ciudad, y Eddie tuvo algo más en que pensar. No hubo ningún crescendo; de pronto había silencio y un instante después sonaban los tambores a toda potencia, como si alguien hubiera accionado un interruptor. Eddie se dirigió al borde de la carretera y escuchó. Al cabo de unos segundos se volvió para ver si el ruido había despertado a los demás, pero seguía solo. Miró de nuevo hacia la ciudad y se puso las palmas de las manos tras las orejas para oír mejor.

Bump… ba bump… ba bump bumpbump bump.

Bump… ba bump… ba bump bumpbump bump.

Eddie se sentía cada vez más seguro de que había estado en lo cierto respecto a aquel redoble, de que al menos había resuelto esa adivinanza.

Bump… ba bump… ba bump bumpbump bump.

La idea de encontrarse junto a una carretera abandonada en un mundo casi vacío, a unos doscientos setenta kilómetros de una ciudad edificada por una fabulosa civilización perdida, escuchando una batería de rock and roll… Eso era un desvarío, pero ¿era más desvarío que un semáforo que sonaba como una campana y sacaba una oxidada bandera verde con la palabra PASE? ¿Más desvarío que encontrar los restos de un avión alemán de los años treinta?

Eddie cantó en un susurro la letra de la canción de ZZ Top:

You need just enough of that sticky stuff

To hold the seam on your fine blue jeans

I say yeah, yeah…[10]

Se amoldaban perfectamente al ritmo. Era la base de percusión de «Velcro Fly», estaba seguro.

Al poco rato el sonido cesó tan bruscamente como había empezado, y a Eddie solo le quedó para oír el rumor del viento y, más apagado, el del río Send, que tenía lecho pero no dormía.

CINCO

Durante los cuatro días que siguieron no hubo acontecimientos. Andaban, veían el puente y la ciudad volverse más grandes y más claramente definidos, acampaban, comían, proponían adivinanzas, montaban guardia por turnos (Jake había atosigado a Roland hasta conseguir que le encomendara un breve turno de guardia en las dos horas anteriores al alba), dormían. El único incidente digno de mención tuvo que ver con unas abejas.

Bien entrada la mañana del tercer día tras el hallazgo del avión estrellado, les llegó un zumbido que fue creciendo hasta dominar el día. Por fin Roland se detuvo.

—Allí —anunció, y señaló un bosquecillo de eucaliptos.

—Parecen abejas —opinó Susannah.

A Roland le brillaron los ojos azul descolorido.

—Puede que esta noche tengamos algo de postre.

—Bueno, no sé cómo decírtelo, Roland —intervino Eddie—, pero siento una especie de aversión a las picaduras.

—Como todos —asintió Roland—. Pero no hay viento. Creo que podríamos dormirlas con humo y robarles el panal sin acabar incendiando medio mundo. Vamos a echar un vistazo.

Alzó a Susannah, tan interesada por la aventura como el propio pistolero, y cargó con ella hacia el bosquecillo. Eddie y Jake los siguieron a cierta distancia, y Acho, que al parecer había decidido que la discreción era la mejor parte del valor, permaneció sentado al borde del Gran Camino, jadeando como un perro y observándolos atentamente.

Roland se detuvo en el límite de los árboles.

—Quedaos donde estáis —les dijo a Eddie y Jake, hablando con voz queda—. Vamos a echar un vistazo. Si todo va bien, os haré una señal. —Se internó con Susannah en las sombras moteadas del bosquecillo mientras Eddie y Jake esperaban al sol siguiéndolos con la mirada.

Se estaba más fresco a la sombra. El zumbido de las abejas era un rumor constante e hipnótico.

—Hay demasiadas —musitó Roland—. Estamos a finales del verano; tendrían que estar por ahí, trabajando. No…

Divisó la colmena, una masa tumoral en el hueco de un árbol situado en el centro del claro, y dejó la frase sin terminar.

—¿Qué les pasa? —preguntó Susannah con voz suave y atemorizada—. ¿Qué les pasa, Roland?

Una abeja, lenta y rolliza como un tábano en octubre, pasó zumbando junto a su cabeza. Susannah se apartó bruscamente.

Roland llamó a los otros con un ademán. Cuando llegaron a su lado se quedaron mirando la colmena sin decir nada. Las cámaras no eran pulcros hexágonos sino agujeros de todos los tamaños y formas repartidos al azar; la colmena en sí parecía extrañamente derretida, como si alguien le hubiera aplicado un soplete. Las abejas que se arrastraban perezosamente sobre ella eran tan blancas como la nieve.

—No habrá miel esta noche —sentenció Roland—. Lo que nos lleváramos de ese panal podría ser dulce, pero nos envenenaría con tanta seguridad como la noche sigue al día.

Una de las grotescas abejas blancas voló torpemente hacia la cara de Jake, que se echó atrás con expresión de repugnancia.

—¿Qué ha sido lo que las ha vuelto así, Roland? —preguntó Eddie.

—Lo mismo que ha vaciado toda esta tierra; lo que aún hace que muchos búfalos nazcan como monstruos estériles. Lo he oído llamar la Guerra Antigua, el Gran Fuego, el Cataclismo y la Gran Ponzoña. En cualquier caso, fue el comienzo de nuestros problemas y ocurrió hace mucho tiempo, mil años antes de que nacieran los tatarabuelos de la gente de Paso del Río. Los efectos físicos, como los búfalos de dos cabezas, las abejas blancas y demás, se han ido amortiguando con el paso del tiempo. Yo mismo lo he observado. Los otros cambios son mayores, aunque menos evidentes, y todavía siguen actuando.

Contemplaron a las abejas blancas, que se arrastraban sobre la colmena aturdidas y casi impotentes. Al parecer algunas intentaban trabajar; la mayoría se limitaban a vagar sin propósito, chocando de cabeza y reptando unas sobre otras. A Eddie le vino a la memoria una imagen que había visto por televisión: una muchedumbre de supervivientes abandonando la escena de una explosión de gas que había arrasado casi toda una manzana de una ciudad de California. Las abejas le recordaban a aquellos supervivientes aturdidos y conmocionados.

—Tuvisteis una guerra nuclear, ¿no? —le preguntó con tono acusador—. Esos Grandes Antiguos de los que tanto hablas se frieron su propio culo, ¿verdad?

—No sé qué sucedió. Nadie lo sabe. Los archivos de aquellos tiempos se han perdido, y los escasos relatos que se conservan son confusos y contradictorios.

—Vámonos de aquí —dijo Jake con voz temblorosa—. Me pongo enfermo solo de verlas.

—Estoy contigo, cielo —añadió Susannah.

Y así dejaron a las abejas seguir su inane y destrozada vida en aquel bosquecillo de antiguos árboles, y no hubo miel aquella noche.

SEIS

—¿Cuándo vas a contarnos todo lo que sabes? —preguntó Eddie a la mañana siguiente. Hacía un día despejado y azul pero el aire era cortante; se les echaba encima su primer otoño en aquel mundo.

Roland lo miró de soslayo.

—¿A qué te refieres?

—Me gustaría oír toda tu historia, de principio a fin, empezando por Gilead. Cómo creciste allí y qué acabó con todo. Quiero saber cómo supiste de la Torre Oscura y por qué decidiste buscarla. También quiero saber de tus primeros amigos. Y qué fue de ellos.

Roland se quitó el sombrero, se enjugó el sudor de la frente con el antebrazo y volvió a cubrirse.

—Tenéis derecho a conocer estas cosas, supongo, y os las contaré, pero no ahora. Es una historia muy larga. Nunca imaginé que tendría que contársela a nadie, y solo la contaré una vez.

—¿Cuándo? —insistió Eddie.

—Cuando llegue el momento —respondió Roland, y tuvieron que contentarse con eso.

SIETE

Roland despertó un momento antes de que Jake empezara a zarandearlo. Se incorporó y miró en derredor, pero Eddie y Susannah seguían profundamente dormidos y, a la tenue luz del amanecer, no vio ningún motivo de alarma.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.

—No lo sé —respondió Jake—. Lucha, quizá. Ven a oír.

Roland echó la manta a un lado y siguió a Jake hasta la carretera. Calculaba que solo debían de quedarles tres días de marcha para llegar al lugar donde el Send pasaba ante la ciudad, y el puente —construido justo en el camino del Haz— dominaba el horizonte. Su pronunciada inclinación lateral se apreciaba más claramente que nunca, y el pistolero podía ver al menos una docena de huecos allí donde los cables sometidos a una tensión excesiva habían saltado como las cuerdas de una lira.

Aquella madrugada el viento les soplaba directamente en la cara, vuelta hacia la ciudad, y los sonidos que transportaba eran débiles pero claros.

—¿Es lucha? —preguntó Jake.

Roland asintió y se llevó un dedo a los labios.

Oyó débiles gritos, un estrépito que sonó como la caída de un objeto enorme y —naturalmente— los tambores. Enseguida se produjo otro estrépito, esta vez más musical: el ruido de vidrios al romperse.

—Jolines —susurró Jake, y se acercó más al pistolero.

Entonces llegaron los sonidos que Roland esperaba no oír: un rápido y arenoso tableteo de armas ligeras seguido por una potente detonación hueca, sin duda alguna clase de explosión. La onda sonora rodó hacia ellos por la llanura como una invisible bola de jugar a los bolos. Después, los gritos, los golpes y los ruidos de rotura quedaron rápidamente sofocados por el sonido de los tambores, y cuando al cabo de unos minutos los tambores callaron con su inquietante y acostumbrada brusquedad, la ciudad volvía a estar en silencio. Pero ahora ese silencio poseía una desagradable connotación de espera.

Roland le pasó un brazo por los hombros.

—Aún no es demasiado tarde para dar un rodeo —señaló.

Jake alzó la cara hacia él.

—No podemos.

—¿Por el tren?

Jake asintió y respondió en un tono monótono:

—Blaine es un engorro, pero hemos de coger el tren. Y la ciudad es el único sitio donde podemos cogerlo.

Roland le dirigió una mirada especulativa.

—¿Por qué dices que hemos de cogerlo? ¿Es ka? Porque debes comprender, Jake, que todavía no sabes mucho sobre el ka; es uno de esos temas que los hombres estudian durante toda su vida.

—No sé si es ka o no, pero sé que no podemos ir a las tierras baldías si no estamos protegidos, y eso significa Blaine. Sin él moriremos, como morirán aquellas abejas que vimos cuando llegue el invierno. Necesitamos protección, porque las tierras baldías son tóxicas.

—¿Cómo sabes estas cosas?

—¡No lo sé! —replicó Jake, casi exasperado—. Pero lo sé.

—De acuerdo —dijo Roland sin alterarse. Se volvió de nuevo hacia Lud—. Pero tendremos que ser muy cautelosos. Es lamentable que todavía les quede pólvora. Si tienen eso, quizá tengan otras cosas aún más potentes. Dudo que sepan cómo utilizarlas, pero eso solo incrementa el riesgo. Podrían excitarse demasiado y enviarnos a todos al infierno.

—Erno —dijo una voz grave a sus espaldas.

Se giraron y vieron a Acho sentado junto a la carretera, observándolos.

OCHO

Aquel mismo día llegaron a una nueva carretera que se proyectaba desde el oeste hacia ellos y se unía a la que venían siguiendo. A partir de aquel punto, el Gran Camino —ahora mucho más ancho y dividido en dos partes por una mediana de piedra oscura pulimentada— empezaba a hundirse, y los taludes de hormigón agrietado que se alzaban a ambos lados suscitaban en los peregrinos una claustrofóbica sensación de encierro. Hicieron alto en un lugar donde había sido demolido uno de aquellos diques de hormigón, ofreciéndoles una consoladora vista de la llanura abierta, e hicieron una comida ligera e insatisfactoria.

—¿Por qué crees que construyeron la carretera así hundida, Eddie? —preguntó Jake—. Porque la construyeron así a propósito, ¿no?

Eddie miró hacia la abertura del hormigón, que permitía ver una llanura tan regular como siempre, y asintió con un gesto.

—Entonces, ¿por qué lo hicieron?

—No sé, campeón —respondió Eddie, pero en su fuero interno creía saberlo. Miró a Roland de soslayo y barruntó que él también lo sabía. La carretera hundida que conducía al puente constituía una medida defensiva. Una tropa situada en lo alto de los taludes de hormigón dominaría dos reductos cuidadosamente diseñados. Si a los defensores no les gustaba el aspecto de los que se acercaban a Lud por el Gran Camino, podían hacer llover destrucción sobre ellos.

—¿Seguro que no lo sabes? —insistió Jake.

Eddie le sonrió e intentó dejar de imaginar que en aquel mismo instante había un chiflado escondido allí arriba, dispuesto a hacer rodar una gran bomba oxidada por una de aquellas rampas de hormigón medio desmoronado.

—Ni idea —aseguró.

Susannah lanzó un silbido de disgusto entre dientes.

—Esta carretera se está yendo al infierno, Roland. Esperaba haberme librado para siempre del maldito arnés, pero será mejor que vuelvas a sacarlo.

El pistolero empezó a hurgar en el zurrón sin decir palabra.

El estado del Gran Camino iba deteriorándose a medida que otras vías más pequeñas se le unían como afluentes a un gran río. Al acercarse al puente, los adoquines dieron paso a una superficie que a Roland se le antojó de metal y a los otros tres de asfalto. Esta superficie no había resistido tan bien como los adoquines. El tiempo había causado algunos desperfectos; el paso de incontables carros y caballos desde la última reparación había causado aún más desperfectos. La carretera se había desmenuzado en una masa de cascajo traicionero. Avanzar a pie resultaría difícil, y la idea de empujar la silla de ruedas de Susannah por aquella capa descompuesta era absurda.

Los taludes de los lados se habían vuelto cada vez más empinados, y cuando los viajeros llegaron a cierto punto vieron en lo alto unas siluetas esbeltas y aguzadas recortadas contra el cielo. Roland pensó en puntas de flecha; unas flechas enormes, armas construidas por una tribu de gigantes. A sus compañeros les parecieron cohetes o misiles dirigidos. Susannah pensó en los cohetes Redstone que lanzaban desde Cabo Cañaveral; Eddie pensó en los misiles SAM repartidos por toda Europa, algunos dispuestos para ser disparados desde camiones; Jake pensó en los ICBM escondidos en silos de hormigón armado bajo las planicies de Kansas y en las montañas deshabitadas de Nevada, programados para atacar China o la Unión Soviética en caso de una conflagración nuclear total. Todos ellos experimentaron la sensación de haberse internado en una desdichada y tenebrosa zona de sombra, o en un país sometido a una antigua pero todavía poderosa maldición.

Unas horas después de haber penetrado en esta zona —Jake la llamaba el Guantelete—, llegaron a un lugar donde se reunía media docena de carreteras de acceso, como hebras de una telaraña, y allí donde terminaban los muros de hormigón y se abría de nuevo el campo, cosa que alivió a todos, aunque ninguno lo dijo en voz alta. Sobre el cruce colgaba otro semáforo, esta vez de un modelo que a Eddie, Susannah y Jake les resultó más familiar; en otro tiempo había tenido cristales redondos en sus cuatro caras, aunque hacía mucho que estaban rotos.

—Cuando la construyeron, esta carretera debió de ser la octava maravilla del mundo —comentó Susannah—, y fíjate ahora. Es un campo de minas.

—A veces lo antiguo es lo mejor —asintió Roland.

Eddie apuntó hacia el oeste.

—Mirad allí.

Ahora que las altas barreras de hormigón ya no estaban, podían ver exactamente lo que Si les había descrito mientras bebían el amargo café de Paso del Río. «Una sola vía —había dicho—, encumbrada sobre una pilastra de piedra artificial, como la que utilizaba el Pueblo Antiguo para construir sus calles y muros». La vía se abalanzaba sobre ellos desde el oeste en una fina línea recta para cruzar luego el Send hacia la ciudad sobre un angosto caballete dorado. Era una construcción sencilla y elegante —y la primera que veían completamente libre de orín—, pero no por eso menos estropeada. Hacia la mitad del camino se había desprendido un gran fragmento del caballete para caer a las veloces aguas del río. Lo que quedaba eran dos grandes estribos sobresalientes que se apuntaban el uno al otro como dedos acusadores. Debajo del agujero asomaba del agua, casi verticalmente, un aerodinámico tubo de metal. En otro tiempo había sido azul claro, pero ahora el color quedaba oscurecido por una capa de escamas de óxido. Visto desde aquella distancia, parecía muy pequeño.

—Bien, ya podemos despedirnos de Blaine —dijo Eddie—. No me extraña que dejaran de oírlo. Los soportes acabaron cediendo mientras cruzaba el río y fue a caer en la sopa. Debía de estar frenando cuando ocurrió, o el impulso lo habría llevado hasta la otra orilla y ahora solo veríamos un gran agujero como un cráter de bomba al otro lado del río. Bien, fue una idea estupenda mientras duró.

—Mercy comentó que había otro —le recordó Susannah.

—Sí. Y también dijo que no lo oía desde hace siete u ocho años, y Tía Talitha dijo que más bien diez. ¿Tú qué dices, Jake? ¿Jake? La Tierra llamando a Jake, la Tierra llamando a Jake, adelante, compañerito.

Jake, que estaba observando atentamente los restos semisumergidos del tren, se limitó a encogerse de hombros.

—Eres una gran ayuda, Jake —prosiguió Eddie—. Tu valiosa contribución… por eso te quiero tanto. Te queremos todos tanto.

Jake no le prestó atención. Sabía qué estaba viendo, y no era Blaine. Los restos del monorraíl que sobresalían del río eran azules. En su sueño, Blaine era de un rosa polvoriento y azucarado como el de aquel chicle que venía con cromos de béisbol.

Roland, mientras tanto, se había abrochado sobre el pecho las correas del arnés para transportar a Susannah.

—Eddie, sube a tu dama a este artefacto. Ya es hora de que nos pongamos en marcha y lo veamos nosotros mismos.

Jake desvió la mirada y contempló con nerviosismo el puente que se erguía ante ellos. A lo lejos se oía un zumbido agudo y espectral, el rumor del viento entre las deterioradas péndolas de acero que unían los cables principales con el piso de cemento del puente.

—¿Crees que se podrá cruzar sin peligro? —preguntó.

—Mañana lo averiguaremos —respondió Roland.

NUEVE

A la mañana siguiente, el grupo de viajeros se detuvo al extremo del largo puente oxidado, frente a la ciudad de Lud. El sueño de Eddie de un pueblo de ancianos elfos sabios que hubiera conservado una tecnología utilizable de la que los peregrinos podrían beneficiarse se desvanecía con rapidez. Ahora que estaban tan cerca veía huecos en el paisaje de la ciudad, allí donde edificios enteros parecían haber sido incendiados o derribados con explosivos. La silueta de Lud le recordó una mandíbula enferma que ya había perdido muchos dientes.

Cierto que muchos edificios seguían en pie, pero tenían un aire lúgubre y desolado que llenó a Eddie de una melancolía poco frecuente en él, y el puente que se extendía entre los viajeros y aquel ruinoso laberinto de acero y hormigón parecía cualquier cosa menos sólido y perdurable. Las péndolas verticales de la izquierda colgaban flojas; las que quedaban a la derecha casi aullaban de tensión. El suelo estaba compuesto por módulos, una serie de bloques huecos de hormigón en forma trapezoidal. Algunas se habían desplazado hacia arriba y mostraban su vacío interior; otras estaban torcidas. Muchas de estas solo estaban agrietadas, pero otras se habían roto y presentaban huecos lo bastante grandes para tragarse un camión, un camión grande. Allí donde se había roto también el fondo de la caja, además de la cara superior, podía verse la orilla cenagosa y el agua verde grisácea del Send. Eddie calculó que, en el centro del puente, la distancia entre el suelo y el agua debía ser de unos cien metros. Y seguramente se quedaba corto.

Eddie contempló los enormes bloques de hormigón donde estaban anclados los cables principales y le pareció que el del lado derecho del puente estaba parcialmente arrancado del suelo, pero consideró que sería mejor no comentárselo a los demás, pues ya era bastante malo que el puente se balanceara, lenta pero perceptiblemente, de un lado a otro. Solo mirarlo le producía mareos.

—Bueno —le preguntó a Roland—, ¿qué te parece?

Roland apuntó hacia el lado derecho del puente. Había una pasarela ladeada como de un metro y medio de anchura. La habían construido sobre una serie de bloques de hormigón más pequeños, y de hecho constituía un nivel distinto. Al parecer, ese nivel segmentado era sostenido por un cable inferior —o quizá era una gruesa barra de acero— sujeto a los cables de sostén principales por medio de enormes abrazaderas curvas. Eddie inspeccionó la más cercana con el ferviente interés de quien pronto habrá de confiar su vida al objeto que está examinando. La abrazadera estaba oxidada pero aún parecía en buen estado. Grabadas sobre el metal leyó las palabras FUNDICIONES LAMERK. A Eddie le fascinó descubrir que ya no sabía si las palabras estaban en inglés o en Alta Lengua.

—Creo que podemos ir por ahí —sugirió Roland—. Solo hay un paso malo. ¿Lo ves?

—Sí. Resulta difícil no verlo.

Era muy posible que el puente, que medía más de un kilómetro de longitud, no hubiese recibido el mantenimiento adecuado desde hacía más de mil años, pero a Roland le pareció que el auténtico deterioro no debía de haber empezado hasta unos cincuenta años atrás. A medida que se rompían las péndolas de la derecha, el puente se ladeaba cada vez más hacia la izquierda. La mayor torsión se daba en el centro del puente, entre las dos torres de sostén de más de cien metros de altura. Allí donde la fuerza de torsión era más intensa, se había abierto en el suelo un gran agujero en forma de ojo. En la pasarela el hueco era más pequeño, pero aun así habían caído al Send al menos dos bloques de hormigón contiguos, dejando una abertura de unos siete u ocho metros. En el lugar que habían ocupado los bloques se veía claramente el oxidado cable o barra de acero que sostenía la pasarela. Tendrían que avanzar sobre él para salvar el hueco.

—Creo que podemos cruzar —prosiguió Roland con toda calma—. El hueco es una complicación, pero la barandilla aún se sostiene, de modo que podremos asirnos a algo.

Eddie asintió, pero notó que el corazón se le aceleraba. Visto desde allí, el soporte de la pasarela parecía un tubo grueso de metal ensamblado, y debía de medir como un metro veinte de anchura en la parte superior. Eddie se imaginó mentalmente cómo tendrían que cruzar, con los pies sobre la superficie ancha y ligeramente curvada del cable y las manos aferradas a la barandilla, mientras el puente cabeceaba con lentitud como un barco con marejadilla ligera.

—¡Dios mío! —exclamó. Intentó escupir pero no salió nada. Tenía la boca demasiado seca—. ¿Estás seguro, Roland?

—No veo otra manera. —Roland señaló río abajo y Eddie vio un segundo puente. Este se había hundido mucho antes. Sus restos sobresalían del Send en una oxidada maraña de hierro viejo.

—¿Tú qué dices, Jake? —preguntó Susannah.

—Bah, por mí no hay problema —respondió Jake al instante. De hecho, estaba sonriendo.

—Te odio, chaval —dijo Eddie.

Roland contempló a Eddie con cierta preocupación.

—Si crees que no podrás hacerlo, dilo ahora. No sea que empieces a cruzar y te quedes paralizado en medio.

Eddie examinó la torcida superficie del puente durante un buen rato, y finalmente asintió.

—Supongo que podré hacerlo. Nunca he sido muy aficionado a las alturas, pero me las arreglaré.

—Bien. —Roland los miró a todos—. Cuanto antes empecemos, antes terminaremos. Yo iré delante con Susannah. Luego Jake, y Eddie en retaguardia. ¿Podrás llevar la silla de ruedas?

—Bah, por mí no hay problema —replicó Eddie con frivolidad.

—Entonces, vamos allá.

DIEZ

En cuanto Eddie pisó la pasarela, el miedo le llenó sus espacios huecos como si fuese agua fría, y empezó a preguntarse si no había cometido una peligrosísima equivocación. Desde tierra firme le había parecido que el puente solo oscilaba un poquito, pero ahora que en efecto se hallaba sobre él tenía la sensación de estar parado en el péndulo del reloj de pared más grande del mundo. El movimiento era muy lento, pero regular, y la longitud de las oscilaciones mucho mayor de lo que había imaginado. La superficie de la pasarela estaba sumamente agrietada y se inclinaba al menos diez grados hacia la izquierda. Los pies se le hundían en pilas sueltas de hormigón desmenuzado, y constantemente se oía el grave rechinar de los bloques en fricción. Al otro extremo del puente, el horizonte de la ciudad se inclinaba lentamente de un lado a otro como el horizonte artificial del videojuego más lento del mundo.

Más arriba, el viento resonaba sin cesar entre los tensos cables de suspensión. Abajo, el terreno descendía bruscamente hacia la fangosa ribera nordoccidental del río. Eddie se hallaba a diez metros de altura… y luego a veinte… y luego a treinta y cinco. Pronto estaría encima del agua. La silla de ruedas le golpeaba la pierna izquierda a cada paso.

Algo peludo le pasó entre las piernas y le hizo buscar frenéticamente con la mano derecha el apoyo de la barandilla. Apenas pudo contener un grito. Acho pasó trotando y le dirigió una breve mirada de soslayo, como diciendo: «Perdón por la molestia; ya me voy».

—Maldito animal idiota —masculló Eddie con los dientes apretados.

Descubrió que no le gustaba nada mirar abajo, pero que aún sentía mayor aversión a mirar las péndolas que todavía conseguían mantener el piso del puente unido a los cables principales. Las péndolas estaban cubiertas de óxido y Eddie vio que en la mayoría sobresalían fragmentos de hilo de acero parecidos a copos metálicos de algodón. Sabía por su tío Reg, que había trabajado como pintor en los puentes George Washington y de Triborough, que las péndolas y los cables principales se componían de miles de hilos de acero trenzados entre sí. En este puente, las trenzas habían empezado por fin a deshacerse. A medida que los cables perdían su torsión, los hilos iban partiéndose hebra a hebra.

Si ha aguantado hasta ahora, aguantará un poco más. ¿Crees que todo este montaje va a caerse al río solo porque tú lo estás cruzando? No te des tanta importancia.

Pero este pensamiento no le sirvió de consuelo. Por lo que sabía, debían de ser las primeras personas que intentaban cruzar el puente desde hacía decenios. Y después de todo, algún día tenía que hundirse; un día no muy lejano a juzgar por su aspecto. El peso combinado de los viajeros podía ser la paja que rompiera el lomo del camello.

Uno de sus mocasines empujó un trozo de hormigón y Eddie, mareado pero incapaz de apartar los ojos, lo siguió con la mirada mientras caía y caía y caía dando vueltas en el aire. Hubo una pequeña salpicadura —muy pequeña— cuando chocó con el agua. Una ráfaga de viento, cada vez más intenso, le pegó la camisa sobre la sudorosa piel. El puente emitía gruñidos de protesta y se balanceaba. Eddie intentó apartar las manos de la barandilla pero era como si estuviesen pegadas al corroído metal en un apretón de muerte.

Cerró los ojos por un instante. No te quedarás paralizado. De ninguna manera. Yo… te lo prohíbo. Si necesitas mirar algo, que sea algo largo, alto y feo. Eddie volvió a abrir los ojos, los fijó en el pistolero, se obligó a abrir las manos y empezó a avanzar de nuevo.

ONCE

Roland llegó al vacío y miró atrás. Jake le seguía a menos de dos metros, con Acho pisándole los talones. El brambo se movía agazapado, con el cuello estirado hacia delante. El viento era mucho más fuerte en el río, y Roland vio que hacía ondear el sedoso pelo de Acho. Eddie estaba a unos ocho metros de Jake. Tenía una expresión muy tensa pero seguía avanzando hoscamente, con la silla de Susannah plegada en la mano izquierda. La derecha asía la barandilla como la fría muerte.

—¿Susannah?

—Sí —respondió ella de inmediato—. Estoy bien.

—¿Jake?

Jake alzó la mirada. Seguía sonriendo, y el pistolero vio que por esa parte no habría ningún problema. El chico estaba pasándoselo en grande. El cabello le ondeaba hacia atrás dejando al descubierto su bien dibujada frente, y los ojos le chispeaban. Hizo un ademán con el pulgar hacia arriba. Roland sonrió y le devolvió el gesto.

—¿Eddie?

—No te preocupes por mí.

Eddie parecía estar mirando al pistolero, pero este pensó que en realidad miraba más allá, hacia los edificios de ladrillo sin ventanas que cubrían la orilla al otro extremo del puente. Bien estaba; en vista de su evidente miedo a las alturas, seguramente era lo mejor que podía hacer para no perder la cabeza.

—Muy bien, no me preocupo —murmuró Roland—. Ahora vamos a cruzar el agujero, Susannah. Siéntate bien. No hagas movimientos bruscos. ¿Entendido?

—Sí.

—Si quieres cambiar de postura, hazlo ahora.

—Estoy bien, Roland —respondió ella con calma—. Ojalá Eddie pueda decir lo mismo.

—Ahora Eddie es un pistolero. Se portará como tal.

Roland se volvió hacia la derecha, de manera que quedó de cara al río en el sentido de la corriente, y se agarró al pasamanos. Seguidamente empezó a desplazarse sobre el agujero, arrastrando las botas por el cable oxidado.

DOCE

Jake esperó hasta que Roland y Susannah hubieron cubierto la mayor parte del hueco y entonces empezó a cruzar. El viento se arremolinaba en rachas y el puente cabeceaba de un lado a otro, pero eso no le inquietaba lo más mínimo. De hecho, estaba encantado. A diferencia de Eddie, nunca le habían asustado las alturas; le gustaba estar allí arriba, donde podía ver el río como una cinta de acero extendida bajo un firmamento que empezaba a nublarse.

Hacia la mitad del agujero —Roland y Susannah ya habían llegado al otro segmento de pasarela irregular y estaban contemplando a los demás—, Jake volvió la vista atrás y el alma le cayó a los pies. Al estudiar el modo de cruzar se habían olvidado de un miembro del grupo. Acho estaba agazapado, inmóvil y claramente aterrorizado, al borde del agujero, en la pasarela, olisqueando el lugar donde terminaba el hormigón y proseguía el oxidado soporte curvado.

—¡Ven aquí, Acho! —le gritó Jake.

—¡Acho! —gritó el brambo a su vez, y el temblor de su voz ronca fue casi humano. Alargó el cuello hacia Jake, pero no se movió. Tenía los ojos, bordeados de oro, muy abiertos y desesperados.

Otra racha de viento azotó el puente haciéndolo crujir y oscilar. Algo sonó junto a la cabeza de Jake; el sonido de una cuerda de guitarra que se ha ido tensando hasta romperse. Un hilo de acero se había desprendido de la péndola vertical más cercana y casi le había arañado la mejilla. A unos tres metros de distancia, Acho seguía agazapado lastimosamente con los ojos fijos en Jake.

—¡Vamos! —gritó Roland—. ¡El viento arrecia! ¡Sigue adelante, Jake!

—¡No sin Acho!

Jake empezó a retroceder. Antes de que hubiera podido dar más de dos pasos, Acho pisó cautelosamente la barra de sostén.

Tenía las patas muy rígidas, y las uñas resbalaban sobre la redondeada superficie de metal. Eddie se encontraba ya detrás mismo del brambo, y se sentía desvalido y muerto de miedo.

—¡Muy bien, Acho! —le animó Jake—. ¡Ven conmigo!

—¡Acho Acho! ¡Ake Ake! —gritó el brambo; y empezó a trotar con rapidez sobre la barra. Casi había llegado a Jake cuando el viento traidor sopló de nuevo. El puente osciló. Las uñas de Acho arañaron frenéticamente la barra de sostén en busca de un asidero, pero no lo había. Sus cuartos traseros se deslizaron hacia el borde y cayeron al vacío. Intentó sujetarse con las patas delanteras, pero no había nada a lo que sujetarse. Sus patas traseras se agitaban desesperadamente en el aire.

Jake soltó la barandilla y saltó hacia él, incapaz de ver otra cosa que aquellos ojos bordeados de oro.

—¡No, Jake! —gritaron Eddie y Roland al unísono, cada uno desde su lado del agujero, demasiado apartados para hacer nada más que mirar.

Jake chocó con el pecho y el abdomen contra el cable. La mochila le rebotó sobre los omóplatos y oyó entrechocar los dientes con el ruido de una bola de billar al dispersar la formación en la primera tirada. Hubo otra racha de viento. Jake se dejó llevar por ella. Pasó el brazo derecho sobre la barra de sostén y extendió el izquierdo hacia Acho mientras resbalaba hacia el vacío. El brambo empezó a caer, y en el último momento cerró las mandíbulas sobre la mano extendida de Jake. El dolor fue instantáneo y agudísimo. Jake chilló pero permaneció sujeto, la cabeza gacha, el brazo derecho prendido a la barra, las rodillas muy apretadas contra su rugosa superficie. Acho se balanceaba suspendido de su mano izquierda como un acróbata de circo, mirando hacia lo alto con sus ojos rodeados de oro, y Jake alcanzó a ver su propia sangre chorreando en finos hilillos por los costados de la cabeza del brambo.

Entonces hubo otra ráfaga de viento y Jake empezó a resbalar.

TRECE

El miedo abandonó de pronto a Eddie para dar paso a aquella extraña pero bienvenida frialdad. Arrojó la silla de ruedas al cemento agrietado y corrió ágilmente por el cable de sostén sin molestarse en utilizar la barandilla. Jake colgaba cabeza abajo sobre el vacío, con Acho balanceándose al extremo de su mano izquierda como un péndulo peludo. Y la mano derecha estaba resbalando.

Eddie abrió las piernas para caer sentado a horcajadas. Los testículos indefensos le quedaron dolorosamente aplastados bajo la pelvis, pero de momento incluso ese penetrante dolor era una noticia de un país lejano. Cogió a Jake por el cabello con una mano y una correa de la mochila con la otra. Se sintió resbalar hacia fuera, y por un instante de pesadilla creyó que los tres caerían en cadena.

Soltó el pelo de Jake y aseguró la presa sobre la correa de la mochila, rezando por que el chico no la hubiera comprado en una de esas tiendas de artículos baratos. Agitó la mano libre en el aire, en busca de la barandilla. Tras un lapso interminable en el que su deslizamiento conjunto no cesó, dio con la barandilla y se aferró a ella.

—¡ROLAND! —gritó con todas sus fuerzas—. ¡ME VENDRÍA BIEN UN POCO DE AYUDA!

Pero Roland ya estaba a su lado, con Susannah todavía a la espalda. Cuando el pistolero se agachó, ella le echó los brazos al cuello para no salir despedida del arnés con la cabeza por delante. El pistolero pasó un brazo en torno al pecho de Jake y lo izó. Cuando volvió a tener los pies bien plantados en la barra de soporte, Jake rodeó el cuerpo tembloroso de Acho con el brazo derecho. La mano izquierda era una agonía de fuego y hielo.

—Suelta, Acho —jadeó—. Ya puedes soltar, estamos a salvo.

Durante un instante terrible creyó que el bilibrambo no iba a hacerlo. Luego, poco a poco, Acho aflojó las mandíbulas y Jake pudo recitar la mano. Estaba cubierta de sangre y marcada con un círculo de agujeros oscuros.

—Acho —dijo débilmente el brambo, y Eddie vio con admiración que los extraños ojos del animal estaban llenos de lágrimas. El brambo estiró el cuello y lamió la cara a Jake con una lengua ensangrentada.

—Está bien —lo tranquilizó Jake, y hundió la cara en el cálido pelo. Él también lloraba, y su rostro era una máscara de conmoción y dolor—. No te preocupes, no has podido evitarlo y a mí no me importa.

Eddie se puso en pie lentamente. Tenía la cara de un gris sucio, y se sentía como si alguien le hubiera arrojado una bola maciza a la entrepierna. Acercó lentamente la mano izquierda a la zona para evaluar los daños.

—Acabo de hacerme una vasectomía barata —dijo con voz ronca.

—¿Vas a desmayarte, Eddie? —le preguntó el pistolero. Una nueva racha de viento le arrebató el sombrero de la cabeza y lo envió al rostro de Susannah. Esta lo cogió al vuelo y se lo encasquetó a Roland hasta las orejas, dándole la apariencia de un montañés medio loco.

—No —respondió Eddie—. Ya me gustaría, pero…

—Mirad a Jake —le interrumpió Susannah—. Está sangrando mucho.

—Estoy bien —dijo Jake, e intentó esconder la mano. Roland se la cogió con delicadeza antes de que pudiera hacerlo. Jake había recibido al menos una docena de heridas punzantes en el dorso de la mano, la palma y los dedos. La mayoría eran hondas. No se podría decir si había huesos rotos o tendones seccionados hasta que Jake intentara flexionar la mano, y no era ese el momento ni el lugar para tales experimentos.

Roland miró a Acho. El bilibrambo le devolvió la mirada, y sus ojos expresivos estaban tristes y asustados. No había hecho ningún intento de lamer la sangre de Jake que le cubría el hocico, aunque eso hubiera sido lo más natural del mundo.

—Déjalo en paz —le advirtió Jake, y apretó con más fuerza el cuerpo de Acho—. No ha sido culpa suya. Ha sido culpa mía, por olvidarme de él. El viento lo ha hecho caer.

—No le haré daño —dijo Roland. Tenía la certeza de que el bilibrambo no estaba rabioso, pero no quería que Acho probara el sabor de la sangre de Jake más de lo que ya lo había hecho. En cuanto a otras enfermedades que Acho pudiera llevar en la sangre… bueno, ka decidiría, como en último término decidía siempre. Roland se quitó el pañuelo del cuello y enjugó los labios y el hocico de Acho.

—Ya está —dijo—. Buen chico. Buen muchacho.

—Acho —dijo el bilibrambo con voz débil, y Susannah, que miraba por encima del hombro de Roland, hubiera podido jurar que había gratitud en su voz.

Los azotó otra racha de viento. El tiempo estaba empeorando a gran velocidad.

—Tenemos que salir del puente, Eddie. ¿Puedes andar?

—No, señor; voy a tener que arrastrar las pezuñas. —El dolor que sentía en las ingles y en la boca del estómago aún era intenso, pero no tanto como un minuto antes.

—Bien, en marcha. Tan deprisa como podamos.

Roland se volvió, empezó a dar un paso y paró en seco. Al otro lado del hueco había aparecido un hombre que los miraba con cara inexpresiva.

El recién llegado se había acercado mientras tenían la atención centrada en Jake y Acho. Una ballesta le colgaba a la espalda. Llevaba un vistoso pañuelo amarillo anudado a la cabeza; las puntas se agitaban como gallardetes a impulsos del viento. De sus orejas pendían sendos aros de oro con una cruz en el centro. Un parche de seda blanca le cubría un ojo. Tenía el rostro sembrado de pústulas amoratadas, algunas de ellas abiertas y supurantes. Podía tener treinta años, o cuarenta, o sesenta. Mantenía una mano bien en alto. En ella había algo que Roland no alcanzaba a distinguir, aunque su forma era demasiado regular para ser una piedra.

Por detrás de esta aparición, la ciudad se erguía con una especie de claridad espectral en el día cada vez más oscuro. Cuando Eddie paseó la mirada por el amasijo de edificios de ladrillo de la orilla opuesta —almacenes que los saqueadores habían vaciado mucho tiempo atrás— y vio aquellos lóbregos cañones y laberintos de piedra, comprendió por primera vez cuán terriblemente equivocado estaba, cuán descabellados habían sido sus sueños de esperanza y socorro. Vio las fachadas derruidas y los tejados rotos; vio los toscos nidos de pájaro en las cornisas y en los huecos de las ventanas desprovistas de cristales; se permitió oler incluso la ciudad, y su olor no era de especias fabulosas y alimentos exóticos como los que a veces su madre compraba en Zabar sino más bien el hedor de un colchón al que se ha prendido fuego, se ha dejado arder un rato y luego se ha apagado con agua de cloaca. De súbito entendió a Lud, la entendió por completo. El pirata sonriente que se había presentado mientras estaban distraídos en otra cosa era seguramente lo más parecido a un elfo sabio y anciano que iban a encontrar en aquel lugar roto y moribundo.

Roland sacó el revólver.

—Guarda eso, capullito mío —dijo el hombre del pañuelo amarillo, con un acento tan cerrado que casi se perdía el sentido de las palabras—. Guarda eso, mi corazón. Sois una compañía potente, sí, se ve bien claro, pero esta vez no tenéis nada que hacer.

CATORCE

Los pantalones del recién llegado eran de terciopelo verde con remiendos, y parado allí al borde del agujero del puente parecía un bucanero al final de sus días de rapiña: enfermo, desastrado y todavía peligroso.

—Supongamos que prefiero no hacerlo —replicó Roland—. Supongamos que prefiero sencillamente meterte una bala en tu cabeza escrofulosa.

—Entonces llegaré al infierno un poco antes que vosotros, justo a tiempo para abriros la puerta —respondió el hombre del pañuelo amarillo, y emitió una risita oxidada. Agitó la mano que sostenía en el aire—. Para mí es todo la misma prosodia; me da igual una cosa que otra.

Roland pensó que probablemente era verdad. A juzgar por el aspecto del desconocido, no parecía quedarle más de un año de vida, como mucho… y los últimos meses de ese año seguramente serían muy desagradables. Las llagas supurantes que le comían la cara no tenían nada que ver con la radiación; a menos que Roland anduviera muy desencaminado, aquel hombre se hallaba en las últimas fases de lo que los médicos llamaban mandrus, y los profanos, flores de puta. Enfrentarse a un individuo peligroso siempre era un mal asunto, pero al menos en un encuentro así se podían calcular las posibilidades. Cuando había que enfrentarse a un muerto, empero, todo era muy distinto.

—¿Sabéis qué tengo aquí, queriditos míos? —preguntó el pirata—. ¿Sabéis qué acaba de caerle casualmente en las manos a vuestro viejo amigo el Chirlas? Es un granado, una cosita guapa que se dejó el Pueblo Antiguo, y ya le he quitado la cubierta… porque quedarse cubierto antes de hacer las presentaciones sería de muuuy mala educación, vaya si no…

Se puso a reír a carcajadas, pero de repente su expresión se volvió grave de nuevo. La jocosidad desapareció al instante, como si hubieran accionado un conmutador en su cerebro degenerado.

—Ahora, querido, lo único que sujeta la aguja es mi dedo. Si me matas, habrá una explosión muuuy grande. Tú y el chocho de mona que llevas a la espalda quedaréis vaporizados. El pimpollo también, creo yo. El jovenzuelo que tienes detrás y que me está apuntando con una pistola de juguete quizá salga con vida, pero solo hasta chocar con el agua… y lo que es chocar, chocaría, porque hace cuarenta años que el puente se aguanta por los pelos, y solo le hace falta un empujoncito para hundirse en el río. Así que, ¿quieres guardar el hierro o prefieres que nos vayamos juntos al infierno en el mismo carretón?

Roland sopesó la posibilidad de arrancarle de la mano con un disparo bien dirigido aquel objeto que llamaba granado, pero vio con qué fuerza lo agarraba y enfundó el revólver.

—¡Ah, bien! —exclamó el Chirlas, alegre de nuevo—. ¡Nada más verte he sabido que eras un punto de primera! ¡Vaya si no!

—¿Qué quieres? —le preguntó Roland, aunque ya creía conocer la respuesta.

El Chirlas alzó la mano libre y señaló a Jake con un dedo mugriento.

—El pimpollo. Dame el pimpollo y los demás tenéis vía libre.

—¡Jódete! —saltó Susannah al instante.

—¿Por qué no? —El pirata soltó otra risotada—. Dame un trozo de espejo y me la saco aquí mismo y me la meto. ¿Por qué no, para lo que me sirve ya? ¡Ni siquiera puedo echar una meadita sin que me suba la quemadura hasta lo alto de la galaboza! —Sus ojos, que eran de un gris extrañamente sereno, no se apartaban de la cara de Roland—. ¿Tú qué dices, compañero del alma?

—¿Qué nos pasará a los demás si te entrego al chico?

—Nada. Que podréis seguir vuestro camino sin que volvamos a molestaros —replicó con presteza el hombre del pañuelo amarillo en la cabeza—. En eso tenéis la palabra del señor Tic Tac. De sus labios a mis labios y a vuestros oídos, vaya si no, y el Tic Tac también es un punto de primera, que cuando da su palabra ya no la rompe. No prometo ni digo nada de los pubis con que podáis encontraros, pero los grises del señor Tic Tac no os crearán problemas.

—Pero ¿qué coño estás diciendo, Roland? —rugió Eddie—. No estarás pensando en hacerlo, ¿no es cierto?

Roland no miró a Jake y sus labios no se movieron cuando murmuró:

—Cumpliré mi promesa.

—Sí… Sé que lo harás. —Después, Jake alzó la voz y añadió—: Guarda la pistola, Eddie. Lo decidiré yo.

—¡Has perdido la cabeza, Jake!

El pirata soltó una risa jovial.

—¡Al contrario, capullito! ¡Serás tú quien la pierda si no me crees! Como mínimo, con nosotros estará a salvo de los tambores, ¿o no? Y piensa: si no hablara con verdad, antes que nada os habría dicho que tirarais las pistolas al río. ¡Lo más fácil del mundo! Pero ¿os lo he dicho? ¡Qué va!

Susannah había oído el breve intercambio de palabras entre Jake y Roland. Además, también había podido darse cuenta de que, tal como estaban las cosas, sus opciones eran muy sombrías.

—Guarda el arma, Eddie.

—¿Cómo sabemos que no nos tirarás la granada cuando tengas al chico? —gritó Eddie.

—La haré estallar en el aire si lo intenta —dijo Roland—. Puedo hacerlo, y él lo sabe.

—No te diré que no. Todo tú tienes un aire muy sabido, vaya si no.

—Si dice la verdad —prosiguió Roland—, moriría igualmente aunque yo no le acertara a su juguete, porque se desplomaría el puente y caeríamos todos juntos.

—¡Muuuy listo, hijo mío queridísimo! —exclamó el Chirlas—. ¿Ves como eres un sabido? —Soltó unas cuantas carcajadas, y de pronto se puso serio y confidencial—. Se acabó la conversación, mi buen amigo. Tú decides. ¿Me das al chico o nos vamos todos juntos hasta el claro al final del camino?

Antes de que Roland pudiera decir palabra, Jake ya se había adelantado por la barra de sostén. Seguía llevando a Acho acurrucado en su brazo derecho. Mantenía la mano izquierda rígidamente extendida al frente.

—¡Jake, no! —gritó Eddie con desesperación.

—Iré a buscarte —le aseguró Roland en el murmullo de antes.

—Ya lo sé —repitió Jake. Hubo otra racha de viento. El puente osciló con un gemido. Ahora las aguas del Send cabrilleaban y había un hervor blanco de espuma en torno a los restos del monorraíl azul que sobresalían del río, corriente arriba.

—¡Sí, capullito mío! —canturreó el Chirlas. Sus labios muy abiertos dejaban al descubierto unos pocos dientes que se erguían sobre las encías blancuzcas como lápidas de cementerio—. ¡Sí, pimpollo de mi corazón! No te detengas.

—¡Podría ser un ardid, Roland! —aulló Eddie—. ¡Esa bomba puede ser falsa!

El pistolero no dijo nada.

Cuando Jake se acercaba al otro lado del hueco de la pasarela, Acho le enseñó los dientes al Chirlas y emitió un gruñido amenazador.

—Echa ese saco de tripas al río —le ordenó el Chirlas.

—Vete a la mierda —replicó Jake con la misma voz calmada.

Tras unos instantes de sorpresa, el pirata asintió.

—Estás tierno con él, ¿eh? Muy bien. —Retrocedió un par de pasos—. Pues suéltalo en cuanto llegues al hormigón. Y si se me echa encima, te prometo que le daré una patada que le hará salir los sesos por su tierno agujero del culo.

—Culo —dijo Acho con los dientes al descubierto.

—Cállate, Acho —musitó Jake. Llegó al hormigón justo en el momento en que una ráfaga de viento más fuerte que las anteriores azotaba el puente. Esta vez el sonido vibrante de las hebras de cable al partirse pareció llegar de todas direcciones. Jake volvió la cabeza y vio a Roland y Eddie sujetos a la barandilla. Susannah lo miraba por encima del hombro de Roland, con su compacto tocado de rizos sacudido y agitado por el viento. Jake levantó la mano. Roland alzó la suya en respuesta.

«¿No me dejarás caer esta vez?», le había preguntado. «No, ni esta vez ni nunca», le había prometido Roland. Jake creía en él… pero tenía mucho miedo a lo que podía ocurrirle antes de que Roland llegara. Dejó a Acho en el suelo. El Chirlas se abalanzó sobre él en el mismo instante y lanzó una patada al pequeño animal. Acho saltó a un lado y logró esquivar la bota.

—¡Corre! —gritó Jake.

Acho obedeció y salió corriendo hacia el extremo del puente que daba a la ciudad de Lud, con la cabeza gacha, desviándose hacia los lados para evitar los agujeros, saltando sobre las grietas del pavimento. No volvió la vista atrás. Un instante después, el Chirlas había pasado un brazo por el cuello de Jake. Apestaba a mugre y a carne en descomposición, y los dos olores se combinaban para crear un profundo hedor denso y costroso. A Jake le hizo basquear.

El pirata apretó la entrepierna contra las nalgas de Jake.

—A lo mejor no estoy tan en las últimas como pensaba. ¿No dicen que la juventud es el vino que embriaga a los viejos? Nos acostaremos un ratito, ¿verdad que sí, mi dulce pimpollito? Sí, nos acostaremos un ratito tú y yo, y cantarán los ángeles.

Oh, Dios, pensó Jake.

El Chirlas alzó de nuevo la voz.

—Ahora nos vamos, mi correoso amigo; tenemos grandes cosas que hacer y grandes personajes que visitar, vaya si no, pero cumplo mi palabra. En cuanto a vosotros, os quedaréis ahí donde estáis durante unos buenos quince minutos, si sois listos. Como vea que alguien se mueve, nos vamos todos a montar en la bonita. ¿Entendido?

—Sí —contestó Roland.

—¿Estás convencido de que no tengo nada que perder?

—Sí.

—Pues muy bien. ¡Vamos, muévete, chico!

El Chirlas apretó el cuello de Jake hasta casi cortarle la respiración. Al mismo tiempo, tiró de él hacia atrás. Retrocedieron así, de cara al agujero donde estaban Roland con Susannah a la espalda y Eddie un poco más atrás, sosteniendo aún la Ruger que el Chirlas había llamado «pistola de juguete». Jake notaba el aliento del Chirlas sobre su oído en una serie de vaharadas breves y calurosas. Peor aún, lo olía.

—No intentes nada —siseó el Chirlas— o te arrancaré los colgajos y te los meteré por el calicatas. Y sería lamentable perderlos antes de haber tenido ocasión de usarlos, ¿no crees? Muuuy triste, realmente.

Llegaron al final del puente. Jake se puso en tensión, temiendo que el Chirlas arrojara la granada a pesar de sus promesas, pero no lo hizo… al menos no inmediatamente. Siguió tirando de Jake por un estrecho pasaje entre dos pequeñas estructuras que probablemente en otro tiempo habían servido como cabinas de peaje. Más allá, los almacenes de ladrillo se alzaban ominosos como las galerías de una cárcel.

—Ahora, capullito, voy a soltarte del cuello, pues si no ¿cómo ibas a correr sin respirar? Pero te cogeré del brazo, y si no corres como el viento te juro que te lo arrancaré y lo usaré como porra para romperte la cabeza. ¿Entendido?

El chico asintió y de pronto sintió desaparecer aquella terrible y asfixiante presión sobre la tráquea. Y en cuanto desapareció la presión, Jake volvió a cobrar conciencia de la mano: la notaba caliente, inflamada y llena de fuego. Entonces el Chirlas le agarró el bíceps con dedos como flejes de acero y se olvidó otra vez de la mano.

—¡Cuchi cuchi! —gritó el Chirlas en un falsete grotescamente jovial, y agitó la mano de la granada hacia los otros—. ¡Adiós, queridos! —E inmediatamente le gruñó a Jake—: ¡Y ahora corre, pimpollín putañero! ¡Corre!

Al mismo tiempo le dio un tirón que le hizo girar en redondo y le obligó a salir corriendo. Los dos bajaron a la carrera por una rampa en curva que conducía al nivel de la calle. El primer pensamiento que se le ocurrió confusamente a Jake fue que así se vería la avenida de East River doscientos o trescientos años después de que una misteriosa peste cerebral hubiese exterminado a toda la gente cuerda del mundo.

Las aceras estaban bordeadas a intervalos por viejos montones de chatarra oxidada que sin duda en otro tiempo habían sido automóviles. Los que más abundaban eran unos coches pequeños en forma de burbuja que no se parecían a ningún modelo que Jake hubiera visto antes (a excepción, quizá, de los que conducían los personajes de Walt Disney en los tebeos), pero entre ellos distinguió un antiguo Volkswagen Escarabajo, un automóvil que hubiera podido ser un Chevrolet Corvair y algo que le pareció un Ford modelo A.

Ninguna de aquellas siniestras carcasas tenía neumáticos; hacía mucho tiempo que se los habían robado o se habían podrido hasta deshacerse en polvo. Y todos los vidrios estaban rotos, como si los habitantes que quedaban en la ciudad aborrecieran todo lo que pudiera mostrarles su propio reflejo, aunque fuera por casualidad.

Debajo de los coches abandonados y entre ellos, la calzada estaba cubierta de fragmentos metálicos inidentificables y vivos destellos de cristal. En una época remota y más feliz se habían plantado árboles en las aceras, pero ahora estaban tan enfáticamente muertos que se recortaban contra el cielo nublado como severas esculturas de metal. Algunos almacenes habían sido bombardeados o se habían venido abajo por sí solos, y más allá de las desordenadas pilas de ladrillos que habían dejado como único recuerdo, Jake alcanzó a ver el río y los decrépitos y oxidados apuntalamientos del puente sobre el Send. El olor a podredumbre mojada —un olor que casi parecía rugir de odio en la nariz —era más intenso que nunca.

La calle conducía hacia el este, separándose del camino del Haz, y Jake advirtió que cada vez se iba llenando más de cascotes y desechos. Seis o siete manzanas más abajo parecía completamente obstruida, pero aun así el Chirlas lo llevaba directamente hacia allí. Al principio Jake seguía la marcha, pero el pirata había impuesto un ritmo imposible. Jake empezó a jadear y se retrasó un paso. El Chirlas casi lo derribó de un tirón y siguió tirando de él hacia la barricada de basura, cascotes de hormigón y oxidadas vigas de acero que se alzaba ante ellos. El tapón —que a Jake le pareció construido deliberadamente— se extendía entre dos anchos edificios de polvorienta fachada de mármol. Frente al de la izquierda había una estatua que Jake reconoció de inmediato: era la mujer llamada Justicia, y eso quería decir que el edificio que protegía era casi con toda seguridad un tribunal. Pero solo tuvo un instante para mirarlo; el Chirlas lo arrastraba inexorablemente hacia la barricada, y no más despacio que antes.

¡Si se mete por ahí hará que nos matemos los dos!, pensó Jake, pero el Chirlas, que corría como el viento pese a la enfermedad que se le anunciaba en la cara, se limitó a hundir con más fuerza los dedos en el brazo de Jake y siguió arrastrándolo. Entonces Jake vio un angosto callejón en aquella montaña —no del todo fortuita— de hormigón, muebles astillados, accesorios de fontanería oxidados y fragmentos de coches y camiones. Comprendió al instante. Aquel laberinto detendría a Roland durante horas…, pero era el patio trasero del Chirlas, y este sabía exactamente adonde iba.

La estrecha y oscura boca del callejón se hallaba en el lado izquierdo de la inestable pila de desechos. Cuando llegaron a ella, el Chirlas arrojó el objeto verde por encima del hombro.

—¡Vale más que te agaches, querido! —chilló, y lanzó una serie de risitas histéricas. Un instante después, una tremenda explosión hizo temblar la calle. Uno de los coches en forma de burbuja saltó a siete metros de altura y cayó sobre el techo. Una granizada de ladrillos silbó en torno a la cabeza de Jake, y algo le golpeó con fuerza el omóplato izquierdo. Jake se tambaleó, y habría caído de no ser porque el Chirlas lo sostuvo y lo metió de un tirón en el estrecho pasadizo de cascotes. Una vez dentro, lóbregas sombras se adelantaron anhelantes y los engulleron.

Cuando hubieron desaparecido, un animalito peludo se asomó a rastras por detrás de un gran trozo de hormigón. Era Acho. Se detuvo unos instantes a la entrada del pasadizo, con el cuello estirado hacia delante y los ojos relucientes. A continuación empezó a seguirlos, con el hocico pegado al suelo, olfateando cuidadosamente.

QUINCE

—Vamos —dijo Roland en cuanto el Chirlas se hubo ido.

—¿Cómo has podido consentirlo? —le preguntó Eddie—. ¿Cómo has podido consentir que ese fenómeno de feria se lo llevara?

—Porque no tenía elección. Trae la silla de ruedas. La necesitaremos.

Habían llegado al segundo tramo de la pasarela cuando una explosión hizo temblar el puente y envió una rociada de cascotes hacia el cielo cada vez más oscuro.

—¡Dios mío! —exclamó Eddie, y volvió el rostro pálido y abatido hacia Roland.

—No te preocupes todavía —le aconsejó Roland con calma—. Los tipos como el Chirlas muy pocas veces manejan con descuido sus juguetes explosivos.

Llegaron a las cabinas de peaje del extremo del puente.

—Tú sabías que el tipo no faroleaba, ¿verdad? —comentó Eddie—. Quiero decir que no lo suponías; lo sabías.

—Es un cadáver ambulante, y esos no necesitan farolear.

La voz de Roland se mantenía tranquila, pero había en ella un dejo de amargura y dolor.

—Yo era consciente de que podía ocurrimos algo semejante, y si hubiéramos visto al tipo un poco antes, cuando aún estábamos fuera del alcance de su huevo explosivo, habríamos podido plantarle cara. Pero Jake se cayó y él aprovechó para acercársenos. Supongo que debe de creer que si hemos traído al muchacho ha sido únicamente para pagar el salvoconducto por la ciudad. ¡Maldita sea! ¡Maldita sea la suerte! —Roland se dio un puñetazo en la pierna.

—Bueno, pues vamos a buscarlo.

Roland meneó la cabeza.

—Nos separamos aquí. No podemos llevar a Susannah a donde ha ido ese bastardo, y tampoco podemos dejarla sola.

—Pero…

—Si quieres salvar a Jake, escucha y no discutas. Cuanto más tiempo perdamos aquí, más se enfriará el rastro. Es difícil seguir un rastro frío. Tú tienes otro trabajo que hacer. Si existe otro Blaine, y Jake cree que sí, Susannah y tú debéis encontrarlo. Tiene que haber una estación, o lo que antes llamaban una cuna en las tierras remotas. ¿Lo entiendes?

Por una vez, gracias al cielo, Eddie no discutió.

—Sí. Lo encontraremos. Y entonces, ¿qué?

—Disparad un tiro cada media hora o así. Iré cuando tenga a Jake.

—Los disparos también pueden atraer a otros —observó Susannah.

Eddie la había ayudado a descender del arnés y volvía a estar sentada en la silla de ruedas.

Roland los miró con frialdad.

—Ocupaos de ellos.

—Muy bien. —Eddie extendió la mano y Roland le dio un breve apretón—. Encuéntralo, Roland.

—Lo encontraré, eso no me preocupa. Pero rezad a vuestros dioses porque lo encuentre a tiempo. Y recordad los rostros de vuestros padres.

Susannah asintió.

—Lo intentaremos.

Roland les volvió la espalda y echó a correr por la rampa con pies ligeros. Cuando se perdió de vista, Eddie miró a Susannah y no le sorprendió mucho descubrir que estaba llorando. También él tenía ganas de llorar. Apenas media hora antes eran un compacto grupito de amigos. Su grata camaradería había quedado hecha añicos en unos pocos minutos: Jake secuestrado, Roland desaparecido en pos de él. Incluso Acho había huido. Eddie no se había sentido tan solo en toda su vida.

—Tengo la sensación de que no volveremos a verlos más —dijo Susannah—. A ninguno de los dos.

—¡Claro que sí! —protestó Eddie con aspereza, pero comprendía lo que había querido decir Susannah, porque también él tenía la misma sensación. La premonición de que la búsqueda había terminado casi antes de empezar le oprimía el corazón—. En un combate contra Atila el Huno, ofrecería apuestas de tres a dos en favor de Roland el Bárbaro. Vamos, Suze, tenemos que coger el tren.

—Pero ¿dónde? —preguntó ella acongojada.

—No lo sé. Podemos preguntárselo al primer elfo sabio que encontremos.

—¿De qué estás hablando, Edward Dean?

—De nada —respondió, y puesto que eso era tan condenadamente cierto que casi le hacía saltar las lágrimas, aferró los manillares de la silla de ruedas y empezó a bajar por la rampa agrietada y cubierta de trozos de vidrio que conducía a la ciudad de Lud.

DIECISÉIS

Jake se hundió rápidamente en un mundo brumoso en que los únicos hitos eran dolor: la mano palpitante, el brazo donde los dedos del Chirlas se clavaban como pernos de acero, los pulmones que le ardían. No habían llegado muy lejos cuando una ardiente y profunda punzada en el costado izquierdo vino a sumarse a esos dolores y acabó relegándolos a un segundo plano. Jake se preguntó si Roland ya habría empezado a seguirlos. También se preguntaba cuánto tiempo podría sobrevivir Acho en aquel mundo tan distinto a los llanos y selvas que había conocido hasta entonces. De pronto el Chirlas le pegó un puñetazo en la cara que le hizo sangrar la nariz, y el pensamiento se disolvió en un rojo baño de dolor.

—¡Venga, cabroncete! ¡Mueve ese bonito culo!

—Corro… todo lo que puedo —jadeó Jake, y consiguió esquivar por los pelos una gruesa astilla de vidrio que sobresalía del muro de cascotes como un diente largo y transparente.

—¡Te conviene que no sea cierto, porque si es verdad te dejaré frío de un golpe y te arrastraré por los pelos! ¡Y ahora muévete, cabroncete!

Jake se obligó —no sabía cómo— a correr más deprisa. Había entrado en el pasaje con la idea de que no tardarían en volver a salir a la avenida, pero, muy a su pesar, empezaba a darse cuenta de que eso no iba a suceder. Aquello era más que un pasaje; era una ruta camuflada y fortificada que se internaba cada vez más profundamente en el territorio de los grises. Los altos e inestables muros que se cernían sobre ellos estaban construidos con un exótico surtido de materiales: coches parcial o totalmente aplastados por las masas de granito y acero colocadas sobre ellos; columnas de mármol; máquinas industriales desconocidas que estaban rojas de óxido allí donde no estaban todavía negras de grasa; un pez de cromo y cristal, grande como un avión particular, con una críptica palabra de la Alta Lengua, DELEITE, cuidadosamente grabada en el escamoso y refulgente flanco; cadenas entrecruzadas, cada eslabón tan grande como la cabeza de Jake, envolviendo demenciales amasijos de muebles que parecían sostenerse sobre ellos en tan precario equilibrio como los elefantes de circo en sus minúsculas plataformas de acero.

Llegaron a un punto en que este sendero lunático se bifurcaba, y el Chirlas eligió sin vacilar el ramal de la izquierda. Un poco más allá, otros tres pasadizos, tan angostos que casi eran túneles, se ramificaban en diversas direcciones. Esta vez el Chirlas eligió el desvío de la derecha. Este nuevo camino, que parecía formado por pilas de cajas medio podridas y enormes bloques de papel viejo —papel que quizá en otro tiempo había sido libros o revistas—, era demasiado estrecho para caminar juntos. El Chirlas dio un empujón a Jake para que pasara delante y empezó a pegarle implacablemente en la espalda para que corriera más deprisa. Así debe de sentirse una res cuando la hacen bajar por la canaleja del matadero, pensó Jake, e hizo el voto de que si salía de allí con vida nunca más volvería a comer carne.

—¡Corre, mi chochín de nene! ¡Corre!

Jake no tardó en perder la cuenta de las vueltas y revueltas que daban, y a medida que el Chirlas lo introducía más y más profundamente en aquella maraña de acero retorcido, muebles rotos y máquinas desechadas, empezó a abandonar toda esperanza de rescate. Ni siquiera Roland podría encontrarlo allí. Si el pistolero lo intentaba, se perdería él también y vagaría hasta morir por las sendas obstruidas de aquel mundo de pesadilla.

El camino iba ahora cuesta abajo, y las paredes de papel aplastado se habían convertido en baluartes de archivadores, amasijos de máquinas calculadoras y montones de material informático. Era como avanzar por una especie de almacén de componentes eléctricos salido de una pesadilla. Durante casi un minuto, la pared que se alzaba a la izquierda de Jake le pareció compuesta exclusivamente de televisores y monitores de vídeo apilados de cualquier manera. Las pantallas lo contemplaban como los ojos vidriosos de los muertos. Y mientras el pavimento que tenían bajo los pies seguía descendiendo, Jake se dio cuenta de que realmente se hallaban en un túnel. Por arriba, la franja de cielo nublado se había ido estrechando hasta convertirse en una cinta, la cinta en un cordón y el cordón en un hilo. Estaban en un submundo tenebroso, escabulléndose como ratas por un gigantesco basurero.

¿Y si se nos cae todo encima?, se preguntó Jake, pero en su presente estado de agotamiento dolorido, esta posibilidad no le asustaba mucho. Si se le hundía el techo encima, al menos podría descansar.

El Chirlas lo conducía como un campesino a una mula, golpeándole el hombro izquierdo para indicar un giro a la izquierda y el derecho en los desvíos a la derecha. Cuando había que seguir recto, le pegaba en el cogote. Jake trató de esquivar un pedazo de tubo que sobresalía del muro, pero no lo consiguió del todo; la cañería le golpeó en la cadera y lo mandó rebotado, agitando desvalido los brazos, hacia la pared opuesta del angosto corredor, con un rugido de cristales y tablas astilladas. El Chirlas lo retuvo y de un nuevo empujón lo envió en la dirección adecuada.

—¡Corre, torpe! ¿Es que no sabes correr? Si no fuera por el señor Tic Tac, te enculaba aquí mismo y te rajaba el cuello mientras tanto, ¡vaya si no!

Jake corría en un ofuscamiento rojo en el que solo había dolor y el frecuente repicar de los puñetazos que el Chirlas le descargaba en los hombros y la cabeza. Finalmente, cuando estaba seguro de que ya no podía seguir corriendo, el Chirlas lo cogió del cuello y le hizo parar con un tirón tan brusco que Jake chocó contra su cuerpo con un grito estrangulado.

—¡Ahora viene un pasito delicado! —le explicó el Chirlas, jadeante pero jovial—. Mira justo enfrente y verás dos alambres que se cruzan en una equis cerca del suelo. ¿Los ves?

Al principio Jake no los vio. Estaba muy oscuro allí; a la izquierda había montones de enormes calderas de cobre, y a la derecha pilas de bombonas de acero semejantes a las que utilizaban los submarinistas. Jake pensó que bastaría soplar un poco fuerte para hacerlas caer en avalancha. Se enjugó el sudor de los ojos, apartando los mechones de cabello, y procuró no imaginar qué aspecto tendría con unas dieciséis toneladas de bombonas por encima. Entornó los párpados y miró en la dirección que el Chirlas señalaba. Sí, podía distinguir —a duras penas— dos finas líneas plateadas que parecían cuerdas de banjo o de guitarra. Descendían desde las paredes opuestas del pasaje y se cruzaban a unos cincuenta centímetros del suelo.

—Pasa a rastras por debajo, mi corazón. Y con muchísimo cuidado, porque como hagas vibrar siquiera uno de esos alambres, la mitad de la basura de acero y cemento de esta ciudad te caerá encima de esa preciosa cabecita; y de la mía también, pero no creo que eso te preocupe demasiado, ¿verdad? ¡A rastras!

Jake se quitó la mochila con un movimiento circular de los hombros, se tendió y empezó a empujarla por delante de él. Mientras se arrastraba cautelosamente bajo los alambres en tensión, descubrió que, después de todo, aún quería vivir un poco más. Tenía la sensación de percibir físicamente todas aquellas toneladas de chatarra cuidadosamente equilibrada, impacientes por caer sobre él. Seguramente estos alambres sostienen en su lugar un par de piedras clave, pensó. Si se rompe uno de ellos… cenizas, cenizas, todos nos vamos. Rozó uno de los hilos, y algo crujió mucho más arriba.

—¡Cuidado, capullito! —casi gimió el Chirlas—. ¡Muchísimo cuidado!

Jake avanzó bajo los alambres cruzados, impulsándose con pies y codos. El cabello, maloliente y apelmazado por el sudor, volvió a caerle sobre los ojos, pero no se atrevió a apartarlo.

—Ya has pasado —gruñó el Chirlas por fin, y se deslizó bajo los alambres disparadores con la facilidad de una larga práctica. Tan pronto hubo cruzado, se puso en pie y se apoderó de la mochila de Jake antes de que este pudiera echársela de nuevo a la espalda.

—¿Qué llevas aquí, capullito? —preguntó mientras desabrochaba las correas, y echó un vistazo al interior—. ¿Hay algún regalito para tu viejo compañero? Porque al bueno del Chirlas le encantan los regalos, ¡vaya si no!

—Lo único que hay…

La mano del Chirlas salió disparada y cruzó la cara de Jake con un enérgico bofetón que hizo saltar una rociada de espuma sanguinolenta de la nariz del muchacho.

—¿Por qué lo has hecho? —exclamó Jake, dolorido e indignado.

—¡Por decirme lo que yo mismo puedo ver con estos ojos de mierda! —aulló el Chirlas, y arrojó la mochila de Jake a un lado. Seguidamente exhibió los dientes que le quedaban en una sonrisa terrible y peligrosa—. ¡Y porque has estado a punto de echarnos encima toda esta montaña de mierda! —Hizo una pausa y añadió, en tono más comedido—: Y porque me ha venido en gana, también hay que reconocerlo. Cuando veo esa cara de oveja estúpida que tienes, me entran unas ganas horribles de abofeteártela, vaya si no. —La sonrisa se ensanchó y dejó al descubierto las encías blancuzcas y supurantes, una visión de la que Jake hubiera podido prescindir—. Si tu amigo el correoso logra seguirnos hasta aquí, se llevará una sorpresa cuando tropiece con esos alambres, ¿verdad? —El Chirlas alzó la mirada sin dejar de sonreír—. Recuerdo que por ahí arriba había un autobús municipal en equilibrio.

Jake se echó a llorar; lágrimas de cansancio y desesperanza abrieron estrechos canales en la tierra que le cubría las mejillas.

El Chirlas levantó la mano abierta en un gesto de amenaza.

—En marcha, capullito, antes de que yo también me ponga a llorar… porque tu viejo camarada es un tipo de lo más sentimental, vaya si no, y cuando empieza a afligirse y apenarse, lo único que logra devolverle la sonrisa es repartir una sarta de bofetones. ¡Corre!

Volvieron a correr. El Chirlas elegía como al azar senderos que se internaban cada vez más en el hediondo y crujiente laberinto, dando a conocer sus elecciones por medio de vigorosos golpes en los hombros. En un determinado momento empezaron a sonar los tambores. El sonido parecía proceder de todas partes y de ninguna, y para Jake fue la última gota. Abandonó la esperanza y el pensamiento por igual, y se dejó sumergir plenamente en la pesadilla.

DIECISIETE

Roland se detuvo ante la barricada que obstruía la calle de lado a lado y de arriba abajo. Al contrario que Jake, no albergaba ninguna esperanza de volver a salir a terreno abierto por el otro lado. Los edificios situados al este de la barrera serían islas ocupadas por centinelas en un mar interior de cascotes, herramientas, objetos… y trampas disimuladas, estaba seguro de ello. Algunos de esos desechos permanecían sin duda en el mismo lugar en que habían caído quinientos, setecientos o mil años antes, pero Roland tenía la impresión de que en su mayor parte habían sido acumulados allí por los grises, trozo a trozo. La sección oriental de Lud se había convertido, de hecho, en el castillo de los grises, y ahora Roland estaba ante sus murallas.

Se adelantó poco a poco y vio la boca de un pasaje semioculta tras una masa irregular de hormigón. Había huellas de pisadas en el polvo; dos series, unas grandes y otras pequeñas. Roland empezó a incorporarse, volvió a mirar y se puso otra vez en cuclillas. No había dos sino tres series de pisadas, y la tercera correspondía a las huellas de un animal pequeño.

—¿Acho? —llamó Roland en voz queda.

Por un instante no hubo respuesta, pero enseguida sonó un ladrido suave entre las sombras. Roland se internó en el pasaje y vio unos ojos rodeados de oro que se asomaban desde la primera revuelta. Roland corrió hacia el brambo. Acho, al que todavía no le gustaba que se le acercara demasiado nadie que no fuera Jake, dio un paso atrás, pero se detuvo y miró al pistolero con ansiedad.

—¿Quieres ayudarme? —le preguntó Roland. Notaba al borde de la conciencia el seco telón rojo que era la fiebre del combate, pero aún no era el momento adecuado. El momento llegaría, pero hasta entonces el pistolero no debía permitirse ese alivio inexpresable—. ¿Me ayudarás a buscar a Jake?

—¡Ake! —ladró Acho, sin dejar de dirigirle su mirada ansiosa.

—Adelante, entonces. Búscalo.

Acho se volvió de inmediato y echó a correr rápidamente por el callejón. Roland lo siguió, alzando solo de vez en cuando la vista hacia el animal. Salvo esas breves miradas de soslayo, mantenía los ojos fijos en el antiguo pavimento, buscando signos.

DIECIOCHO

—¡Dios! —exclamó Eddie—. ¿Qué clase de gente es esta?

Habían seguido durante un par de manzanas la avenida que nacía al pie de la rampa, habían visto la barricada que se alzaba al frente (se habían perdido la entrada de Roland en el semioculto pasaje por menos de un minuto) y habían girado hacia el norte por una vía ancha que a Eddie le recordó la Quinta Avenida. Pero no se atrevió a decírselo a Susannah; aún estaba demasiado decepcionado con aquella apestosa ciudad en ruinas para formular ningún pensamiento ni remotamente esperanzador.

La «Quinta Avenida» los condujo a una zona de grandes edificios de piedra blanca que a Eddie le recordó el aspecto de Roma en las películas de gladiadores que de niño veía por la tele. Los edificios eran austeros, y en general se conservaban en buen estado. Eddie conjeturó que habrían tenido alguna función pública; pinacotecas, bibliotecas, quizá museos. Uno de ellos, rematado en una gran cúpula que se había agrietado como un huevo de granito, hubiera podido ser un observatorio, aunque Eddie había leído en alguna parte que los astrónomos preferían instalarse lejos de las grandes ciudades, porque la abundancia de luces eléctricas les jodía las observaciones.

Entre aquellos imponentes edificios había zonas despejadas, y aunque el césped y las flores que en otro tiempo crecían en ellas habían sido eliminados por la maleza, el lugar aún conservaba una atmósfera majestuosa, y Eddie se preguntó si no habría sido el centro de la vida cultural de Lud. Pero de eso hacía mucho tiempo, por supuesto, y Eddie dudaba de que el Chirlas y sus colegas se interesaran mucho por el ballet o la música de cámara.

Susannah y él llegaron a un importante cruce del que irradiaban otras cuatro amplias avenidas como los radios de una rueda. En el cubo de la rueda había una gran plaza enlosada. A lo largo de su perímetro podían verse altavoces montados sobre postes de acero de quince metros de altura. En el centro de la plaza había un pedestal que sostenía los restos de una estatua: un poderoso corcel de cobre, verde de cardenillo, erguido sobre las patas traseras. El guerrero que otrora lo había montado yacía ahora en el suelo apoyado sobre un hombro corroído, blandiendo lo que parecía ser una metralleta en una mano y un sable en la otra. Las piernas estaban arqueadas como si aún se hallara a lomos del caballo, pero las botas permanecían soldadas a los flancos de su montura metálica. El pedestal exhibía una pintada en descoloridas letras naranja: ¡GRISES A MUERTE!

Al mirar hacia las otras avenidas, Eddie vio más postes con altavoces. Unos cuantos se habían venido abajo pero la mayoría aún se tenía en pie, y cada uno de estos postes estaba festoneado con una tétrica guirnalda de cadáveres. Así pues, la plaza en la que desembocaba la «Quinta Avenida» y las calles que partían de ella estaban protegidas por un pequeño ejército de muertos.

—¿Qué clase de gente son? —volvió a preguntar Eddie.

No esperaba una respuesta ni Susannah se la dio… aunque habría podido hacerlo. Ya otras veces había tenido visiones sobre el pasado del mundo de Roland, pero ninguna tan clara y segura como esta. Todas las visiones anteriores, como las que se le habían presentado en Paso del Río, poseían una persistente calidad onírica, como de sueño, pero la que tuvo entonces le llegó en un solo destello de intuición, y fue como ver el rostro contraído de un maníaco peligroso iluminado por un relámpago.

Los altavoces… los cadáveres colgados… los tambores. Susannah comprendió de súbito qué relación los unía, tan claramente como había comprendido que los pesados carromatos que cruzaban Paso del Río rumbo a Jimtown eran arrastrados por bueyes antes que por mulos o caballos.

—No te fijes en esta mierda. Lo que nos interesa es el tren —le recordó, y la voz solo le tembló un poco—. ¿Por dónde te parece que puede estar?

Eddie alzó la cara hacia el cielo, cada vez más oscuro, y distinguió con facilidad el camino del Haz en las nubes apelotonadas. Volvió a bajar la vista y no le sorprendió mucho ver que la entrada de la calle que seguía más de cerca el camino del Haz estaba guardada por una gran tortuga de piedra. La cabeza del reptil asomaba bajo el reborde granítico de la concha; los ojos, muy hundidos en sus cuencas, parecían contemplarlos con curiosidad. Eddie la señaló con la cabeza y se las arregló para esbozar una sonrisita seca.

—Mira la tortuga de enorme amplitud.

Susannah le echó una breve ojeada y asintió. Eddie cruzó la plaza, empujando la silla de ruedas, y se internó en la calle de la Tortuga. Los cadáveres que la bordeaban despedían un olor seco, semejante a la canela, que a Eddie le revolvía el estómago… no porque fuese malo, sino porque en realidad resultaba bastante agradable, como el aroma dulce y especiado de algo que a un niño le gustaría espolvorear sobre la tostada del desayuno.

La calle de la Tortuga era afortunadamente ancha, y la mayor parte de los cadáveres que colgaban de los postes eran poco más que momias, pero Susannah vio unos cuantos relativamente recientes, con moscas aún afanándose sobre la piel ennegrecida de las caras hinchadas, y gusanos retorciéndose aún en las cuencas de los ojos en descomposición.

Y al pie de cada altavoz había un montoncito desordenado de huesos.

—Tiene que haber miles —observó Eddie—. Hombres, mujeres y niños.

—Sí. —A Susannah le pareció su propia voz remota y extraña—. Han tenido mucho tiempo que matar. Y lo han utilizado para matarse entre sí.

—¡Que salgan esos puñeteros elfos sabios! —exclamó Eddie, y la risotada que lanzó a continuación sonó sospechosamente como un sollozo. Le pareció que por fin empezaba a comprender lo que aquella frase inocente («El mundo se ha movido») significaba de verdad. Cuánto mal y cuánta ignorancia abarcaba.

Y profundidad.

Los altavoces eran un recurso de guerra, pensó Susannah. Naturalmente. Solo Dios sabe qué guerra fue esa o cuánto hace que se libró, pero debió de ser algo tremendo. Los gobernantes de Lud utilizaban los altavoces para difundir sus mensajes por toda la ciudad desde un centro de mando a prueba de bombas; un búnker como el que sirvió de refugio a Hitler y su estado mayor al final de la Segunda Guerra Mundial.

Y oyó en sus propios oídos la voz de mando y autoridad que surgía tonante de aquellos altavoces; la oyó con tanta claridad como había oído el chasquido del látigo sobre el lomo de los bueyes de tiro.

«Hoy permanecerán cerrados los centros de racionamiento A y D; diríjanse por favor a los centros B, C, E y F con los cupones adecuados».

«Patrullas de la milicia números Nueve, Diez y Doce, preséntense en Sendside».

«Es probable que hoy se produzca un bombardeo aéreo entre las ocho y diez horas. Todos los residentes no combatientes deben acudir al refugio que les haya sido asignado. Traigan las máscaras de gas. Repetimos: traigan las máscaras de gas».

Mensajes y advertencias, sí… y una versión especial de los hechos, una versión militante y propagandística que George Orwell habría denominado «doble lenguaje». Y entre los boletines de noticias y las advertencias, estridente música militar y exhortaciones a demostrar respeto a los caídos enviando más hombres y mujeres a las rojas fauces del matadero.

Y luego había terminado la guerra y se había hecho el silencio… por un tiempo. Pero en un momento u otro los altavoces habían empezado a funcionar de nuevo. ¿Cuánto hacía de eso? ¿Cien años? ¿Cincuenta? ¿Importaba acaso? Susannah creía que no. Lo importante era que, cuando los altavoces se reactivaron, lo único que transmitían era un mismo fragmento de cinta, la cinta de los tambores. Y los descendientes de los antiguos habitantes de la ciudad la habían tomado por… ¿por qué? ¿Por la Voz de la Tortuga? ¿La Voluntad del Haz?

A Susannah le vino a la memoria aquella vez en que le había preguntado a su padre, un hombre sosegado pero profundamente cínico, si creía que había un Dios en el cielo que guiaba el curso de los acontecimientos humanos. «Bueno —le había contestado él—, yo diría que viene a ser mitad y mitad, Odetta. Estoy seguro de que hay un Dios, pero no me parece que se interese mucho por nosotros; creo que después de que matáramos a su Hijo, finalmente se le metió en la cabeza que no había nada que hacer con los hijos de Adán y las hijas de Eva, y se lavó las manos. Un tipo listo».

Ella había respondido a esto (que era exactamente lo que esperaba; por entonces tenía once años y conocía bastante bien el modo de pensar de su padre) mostrándole un artículo aparecido en la sección «Iglesias de la Comunidad» del periódico local. En él se anunciaba que el reverendo Murdock, de la Iglesia Metodista de la Gracia, trataría el domingo siguiente el tema «Dios nos habla todos los días», sobre un texto de la Primera Epístola a los Corintios. Su padre se rio tanto al oírlo que le saltaron las lágrimas. «Bueno, supongo que todos oímos hablar a alguien —dijo al fin—, y puedes apostarte hasta el último dólar a una cosa, cariño: cada uno de nosotros, sin excluir a ese reverendo Murdock, le oye decir a esa voz exactamente lo que él quiere oír. Resulta muy conveniente».

Por lo visto lo que aquella gente había querido oír en la cinta de los tambores era una invitación a cometer asesinatos rituales.

Y ahora, cuando los tambores empezaban a redoblar en los centenares o miles de altavoces —un ritmo martilleante que, si Eddie estaba en lo cierto, solo era la percusión de una canción de ZZ Top titulada «Velcro Fly»—, lo tomaban como señal para preparar las sogas y colgar a unos cuantos individuos de los postes más cercanos.

¿Cuántos?, se preguntó mientras Eddie empujaba la silla de ruedas; las llantas de goma maciza, melladas y llenas de cortes, hacían crujir los vidrios rotos y susurraban sobre los papeles desechados que se habían ido acumulando. ¿Cuántos han sido asesinados a lo largo de los años porque a un circuito electrónico enterrado bajo la ciudad le dio el hipo? ¿Empezaron a hacerlo porque reconocían la extrañeza esencial de la música, llegada de algún modo —como nosotros, como el avión y como algunos de los coches que hay en las calles— desde otro mundo?

No lo sabía, pero sabía que en este punto compartía la cínica opinión de su padre acerca de Dios y de las charlas que tal vez sostenía, o no, con los hijos de Adán y las hijas de Eva. Aquellas personas andaban buscando un motivo para matarse unas a otras, sencillamente, y los tambores les habían proporcionado un motivo tan bueno como cualquier otro.

Pensó en la colmena que habían encontrado, la deforme colmena de abejas blancas cuya miel los habría envenenado si hubieran sido tan necios para comérsela. Aquí, a este lado del Send, había otra colmena moribunda; otras abejas blancas cuya picadura no sería menos mortal debido a su confusión, su desamparo y su perplejidad.

¿Y cuántos más tendrán que morir antes de que la cinta acabe por romperse?

Como si sus pensamientos lo hubieran conjurado, de pronto los altavoces empezaron a emitir el implacable latido sincopado de los tambores. Eddie gritó de sorpresa. Susannah lanzó un aullido y se tapó los oídos… pero aún tuvo tiempo de oír débilmente el resto de la música; la pista o las pistas que fueron acalladas decenios antes, cuando alguien (probablemente sin darse cuenta) desplazó el control de balance hacia un extremo y apagó las guitarras y la voz.

Eddie seguía conduciéndola por la calle de la Tortuga y el Camino del Haz, intentando mirar en todas direcciones a la vez y esforzándose en no percibir el olor a putrefacción. Gracias a Dios que hay viento, pensó. Empezó a empujar la silla más deprisa, atento a los huecos herbosos entre edificio y edificio que permitían contemplar un airoso tramo de monorraíl elevado. Quería abandonar aquel interminable pasillo de muertos. Al aspirar una nueva bocanada de aquel olor dulzón a canela, le pareció que nunca en su vida había querido algo con tanta intensidad.

DIECINUEVE

El ofuscamiento de Jake se quebró bruscamente cuando el Chirlas lo cogió del cuello y tiró con toda la energía de un jinete cruel decidido a frenar un caballo al galope. El Chirlas extendió al mismo tiempo una pierna para ponerle la zancadilla, y Jake cayó de espaldas. Su cabeza chocó contra el pavimento, y por unos instantes se apagaron todas las luces. El Chirlas lo cogió sin contemplaciones del labio inferior y tiró de él con fuerza.

Jake lanzó un grito y se incorporó como una exhalación hasta quedar sentado, lanzando puñetazos a ciegas. El Chirlas esquivó los golpes sin dificultad, le pasó la otra mano bajo la axila y lo alzó de un tirón. Jake quedó en pie, tambaleándose como un borracho. Había perdido ya la capacidad de protestar y casi la de comprender. Lo único que sabía con certeza era que le dolían todos los músculos del cuerpo y que la mano herida aullaba como un animal cogido en una trampa.

Al parecer, el Chirlas necesitaba un descanso, y esta vez tardaba más en recobrar el aliento. Permaneció agachado, con las manos en las rodillas de sus pantalones verdes, respirando aceleradamente en una serie de jadeos breves y sibilantes. El pañuelo amarillo se le había torcido. El ojo bueno le brillaba como un diamante de bisutería. El parche de seda blanca estaba arrugado y por debajo de él rezumaba una inmundicia amarillenta de aspecto maligno que le cubría la mejilla en cuajarones.

—Mira hacia arriba, capullito, y verás por qué te he hecho parar en seco. ¡Mira bien!

Jake alzó la mirada y, en las profundidades de su conmoción, no le asombró en lo más mínimo ver una fuente de mármol tan grande como una vivienda rodante suspendida a unos treinta metros de altura. El Chirlas y él estaban casi debajo. La fuente se sostenía colgada de dos cables oxidados, casi completamente ocultos tras enormes e inestables montones de bancos de iglesia. Incluso en su estado de confusión, Jake se dio cuenta de que aquellos cables se hallaban más peligrosamente deshilachados que las péndolas que quedaban en el puente.

—¿Has visto? —le preguntó el Chirlas, risueño. Se llevó la mano izquierda al ojo tapado, recogió una masa de aquella sustancia purulenta y la arrojó a un lado con indiferencia—. Una hermosura, ¿verdad? Ah, el señor Tic Tac es un punto de primera, ya lo creo, eso ni lo dudes… ¿Qué les pasa a esos tambores folla-cabras? Ya tendrían que estar soñando. Si el Víbora se ha olvidado, le meteré un palo por el culo hasta que note el sabor de la corteza en la boca… Ahora, mi delicioso pimpollín, mira al frente.

Jake obedeció, e inmediatamente el Chirlas le dio un mamporro que le hizo retroceder y estuvo a punto de derribarlo.

—¡No tan lejos, idiota! ¡Abajo! ¿Ves dos adoquines más oscuros?

Jake los vio casi al instante, y asintió con un gesto de indiferencia.

—Pues procura no pisarlos, capullito, porque te caería todo el lote en la cabeza, y después habría que recogerte con pinzas.

El muchacho volvió a asentir.

—Bien. —El Chirlas tomó una última bocanada de aire y le dio una palmada en el hombro—. Adelante pues, ¿a qué estás esperando? ¡Upa!

Jake pasó por encima de la primera piedra negruzca y advirtió que en realidad no era un adoquín como los demás sino una placa metálica a la que habían dado forma redondeada para que lo pareciese. La segunda estaba muy poco más adelante, astutamente colocada para que si un intruso desprevenido pasaba sin pisar la primera tuviera que pisar casi con toda seguridad la segunda.

No lo pienses más y hazlo, se dijo. ¿Por qué no? El pistolero no podrá encontrarte en este laberinto, así que no lo pienses más y hazlo caer todo abajo. Seguro que será más limpio que lo que el Chirlas y sus amigos te tienen preparado. Y más rápido también.

Su mocasín polvoriento vaciló en el aire sobre el disparador de la trampa.

El Chirlas le pegó un puñetazo en mitad de la espalda, pero sin fuerza.

—Estás pensando en montarte en la bonita, ¿no es eso, capullito de mi corazón? —le preguntó. La jovial crueldad de su voz dio paso a una simple curiosidad. Si estaba teñida de alguna otra emoción, no era miedo sino diversión—. Bien, no te prives si es ese tu deseo, porque yo ya tengo el billete. Pero no te quedes ahí parado todo el día; que los dioses te quemen la vista.

Jake apoyó el pie más allá de la trampa. Su decisión de vivir un poco más no se fundaba en la esperanza de que Roland lo encontrara; era sencillamente lo que habría hecho el pistolero, seguir adelante hasta que alguien le obligara a detenerse… y unos metros más si podía.

Si lo hacía ahora se llevaría al Chirlas con él, pero el Chirlas solo no era suficiente; una mirada bastaba para darse cuenta de que no mentía cuando aseguraba estar a punto de morir. Si seguía adelante, tal vez tendría ocasión de llevarse por delante a unos cuantos amigos del Chirlas, quizá incluso el que llamaba «señor Tic Tac».

Si he de montar en la bonita, como él dice, pensó Jake, preferiría hacerlo con abundante compañía.

Roland lo habría comprendido.

VEINTE

Jake se equivocaba en su apreciación sobre la capacidad del pistolero para seguir su rastro por el laberinto; la mochila abandonada era solo la pista más evidente de las que habían dejado a su paso, pero Roland no tardó en darse cuenta de que no necesitaba detenerse a buscar huellas. Solo tenía que seguir a Acho.

Aun así se pasó en varias intersecciones para asegurarse, y cada vez que lo hacía, Acho volvía la cabeza y soltaba un ladrido grave e impaciente que parecía decir: «¡Date prisa! ¿Quieres que los perdamos?». Cuando los rastros que hallaba —una pisada, un hilo de la camisa de Jake, un trocito de tela amarilla del pañuelo del Chirlas— confirmaron en tres ocasiones la elección del brambo, Roland se limitó a seguirlo. No dejó de estar atento a la posible presencia de pistas, pero ya no se detenía a buscarlas. Entonces empezaron a sonar los tambores, y fueron ellos —más la curiosidad del Chirlas por saber qué había en la mochila de Jake— los que le salvaron la vida aquella tarde.

No había identificado aún el sonido cuando ya había frenado con un patinazo de sus botas polvorientas y tenía la pistola amartillada en la mano. Al darse cuenta de lo que era, volvió a guardar el revólver en la funda con un gruñido de impaciencia. Se disponía a reanudar la marcha cuando posó casualmente la mirada en la mochila de Jake… y seguidamente en un par de tenues líneas brillantes suspendidas en el aire justo a la izquierda de ella. Roland entornó los párpados y distinguió dos alambres muy finos que se cruzaban a la altura de la rodilla a menos de un metro de donde él se había detenido. Acho, gracias a su estructura corporal, se había escabullido limpiamente por debajo de la uve invertida que formaban los alambres, pero de no haber sido por los tambores y por el descubrimiento de la mochila desechada, Roland habría tropezado inevitablemente con ellos. A medida que sus ojos se movían hacia arriba, recorriendo los montones de chatarra que se alzaban —no del todo al azar— a ambos lados del pasaje, Roland fue apretando los labios. Había estado muy cerca, y solo ka le había salvado.

Acho ladró impaciente.

Roland se echó cuerpo a tierra y pasó reptando bajo los alambres, despacio y con cautela. Era más grande que Jake y que el Chirlas, y juzgó que un hombre verdaderamente corpulento no habría podido salvar los alambres sin desencadenar el alud cuidadosamente preparado. Los tambores batían y le latían en los oídos. Me gustaría saber si se han vuelto todos locos, pensó. Si yo tuviera que oír esto cada día, creo que me volvería loco.

Llegó al otro lado de la trampa, recogió la mochila y examinó su contenido. Los libros de Jake y unas cuantas prendas de vestir seguían allí, al igual que los tesoros que había ido recogiendo por el camino: una piedra en la que destellaban motas amarillas que parecían de oro pero no lo eran; una punta de flecha, seguramente un resto de los antiguos moradores de la floresta, que Jake había encontrado en un bosquecillo el día siguiente a su llegada; unas cuantas monedas de su propio mundo; las gafas de sol de su padre y algunas otras cosas que solo un muchacho aún no llegado a la adolescencia podría amar y comprender realmente. Cosas que desearía recobrar… siempre y cuando, claro está, Roland lograra llegar a su lado antes de que el Chirlas y sus amigos pudieran cambiarlo, herirlo de manera que le hiciera perder todo interés por las empresas y curiosidades inocentes de la preadolescencia.

El rostro sonriente del Chirlas anegó la mente de Roland como el rostro de un demonio o un genio salido de una botella: los dientes mellados y torcidos, la mirada vacua, el mandrus que se le arrastraba por las mejillas y se extendía bajo las líneas hirsutas de las quijadas.

Si le haces daño…, pensó, y al instante desechó el pensamiento porque solo conducía a un callejón sin salida. Si el Chirlas le hacía daño al chico (¡Jake!, insistió su mente con ferocidad. ¡No solo «el chico», sino Jake! ¡Jake!), Roland lo mataría, sí. Pero ese acto no significaría nada, porque el Chirlas ya era hombre muerto.

El pistolero alargó las correas de la mochila, admirando las ingeniosas hebillas que permitían hacerlo, se la echó a la espalda y se incorporó de nuevo. Acho se volvió para reanudar la marcha, pero Roland lo llamó por su nombre y el brambo giró la cabeza.

—Aquí, Acho. —Roland no sabía si el brambo podría entenderle (ni si obedecería aunque lo entendiera), pero sería mejor, más seguro, que no se apartara de su lado. Donde había una trampa, podía haber más. La próxima vez quizá Acho no sería tan afortunado.

—¡Ake! —ladró Acho sin moverse. Fue un ladrido enérgico, pero Roland pensó que los ojos del brambo revelaban mejor la verdad de lo que sentía: estaban oscuros de miedo.

—Sí, pero hay peligro —dijo Roland—. Aquí, Acho.

En la parte del laberinto que ya habían cruzado sonó un golpe sordo debido a la caída de algo pesado, probablemente algo que se había salido de su lugar por la agresiva vibración de los tambores. Roland podía ver aquí y allí algunos postes de los altavoces irguiéndose sobre los desechos como extraños animales de cuello largo.

Acho trotó hacia él y alzó la mirada, jadeante.

—No te alejes.

—¡Ake! ¡Ake-Ake!

—Sí. Jake. —Echó a correr de nuevo y Acho corrió a sus talones, tan dócil como cualquier perro que Roland hubiera visto en su vida.

VEINTIUNO

Para Eddie fue, como un sabio había dicho una vez, entrar de nuevo en un déjà vu: correr con la silla de ruedas, luchar contra el tiempo. La playa se había transformado en la calle de la Tortuga, pero en cierto sentido todo lo demás era lo mismo. Ah, aún había otra diferencia que debía tener en cuenta: ahora estaba buscando una estación de tren (o una cuna), no una puerta solitaria.

Susannah estaba muy erguida en el asiento, con el cabello ondeando a la espalda y el revólver de Roland en la mano derecha; el cañón apuntado hacia el cielo nuboso y turbulento. Los tambores batían y redoblaban, machacándolos con sonido. Algo más adelante, un objeto gigantesco en forma de disco yacía en mitad de la calle, y la mente agobiada de Eddie, guiándose quizá por los edificios clásicos que se alzaban a los lados, conjuró una imagen de Júpiter y Thor jugando al frisbee. Júpiter lanza una con efecto y a Thor se le escapa y cae entre las nubes… pero qué demonios, de todos modos ya es la hora de la cerveza en el Olimpo.

«Frisbees» de los dioses, pensó, haciendo pasar la silla de Susannah entre dos coches oxidados que se caían a pedazos. Vaya idea.

Hizo subir la silla de ruedas a la acera para rodear el objeto, que ahora que lo veía de cerca le parecía una especie de antena de telecomunicaciones. Estaba salvando el bordillo para volver a la calzada —la acera se hallaba demasiado llena de cascotes para avanzar a buen paso— cuando de pronto los tambores callaron. Sus ecos se disolvieron en un nuevo silencio, salvo que, como advirtió Eddie, no era silencioso en absoluto. Más adelante, en el cruce de la calle de la Tortuga con otra avenida, se erguía un edificio con arcadas. El edificio estaba cubierto de enredaderas y plantas colgantes parecidas a barbas deshilachadas, pero aún conservaba su magnificencia y cierta dignidad. Más allá, junto a la esquina, una multitud parloteaba con excitación.

—¡No pares! —le ordenó Susannah—. No tenemos tiempo para…

Un chillido histérico taladró el parloteo. Lo acompañaron gritos de aprobación e, increíblemente, una ovación como las que Eddie había oído en los casinos de Atlantic City cuando terminaba alguna actuación. El chillido se ahogó en un prolongado estertor de muerte que sonó como el chirriar de una cigarra que se dispone a hibernar. Eddie notó que el vello de la nuca se ponía en posición de firmes. Miró de soslayo los cadáveres colgados del poste más cercano y comprendió que los alegres pubis de Lud estaban celebrando otra ejecución pública.

Maravilloso, pensó. Si ahora tuvieran a Tony Orlando y Dawn para cantarles «Knock Three Times», podrían morir todos felices.

Eddie contempló con curiosidad la mole de piedra de la esquina. Desde aquella distancia, las enredaderas que la cubrían desprendían un poderoso olor a hierbas. Era un olor tan amargo que hacía llorar los ojos, pero aun así lo prefería al efluvio dulzón de los cadáveres momificados. Las barbas de vegetación colgaban en gavillas andrajosas, creando cascadas de verdor donde antes había una serie de entradas en arco. De pronto una figura salió disparada de una de aquellas cascadas y se precipitó hacia ellos. Era un niño, advirtió Eddie, y a juzgar por su tamaño no podía hacer muchos años que había dejado los pañales. Llevaba un asombroso traje de lord Fauntleroy, camisa blanca con chorreras y calzón corto de terciopelo. Tenía cintas en el pelo. Eddie sintió repentinamente el impulso demencial de agitar los brazos sobre la cabeza y gritarle un saludo en inglés antiguo.

—¡Venid! —les urgió el chico con voz aflautada. Llevaba unas cuantas briznas verdes enredadas en el pelo; se las quitó distraídamente con la mano izquierda mientras corría—. ¡Van a hacerse al Azotes! ¡Hoy le toca al Azotes irse al país de los tambores! ¡Venid u os perderéis toda la prosodia!

Susannah quedó igualmente atónita ante la aparición del chiquillo, pero cuando se les acercó un poco más advirtió algo sumamente insólito y desmañado en la forma en que se limpiaba las briznas de verdor que se le habían enmarañado en la encintada cabellera: lo hacía todo el rato con una sola mano.