—¡Para el carro, muchacho! —le gritó Susannah con brusquedad.

Eddie miró de nuevo al frente con el tiempo justo para frenar antes de embestir a Roland. El pistolero se había detenido y estaba escrutando la maraña de matorrales que bordeaba la carretera por la izquierda.

—Si sigues así, voy a retirarte el permiso de conducir —añadió Susannah ácidamente.

Eddie no le prestó atención. Estaba siguiendo la mirada de Roland.

—¿Qué es? —preguntó.

—Solo hay una manera de averiguarlo. —Se volvió, alzó a Susannah de la silla y se la acomodó en la cadera—. Vamos a echar un vistazo.

—Déjame en tierra, grandullón. Puedo ir yo sola. Y mejor que vosotros, por si os interesa saberlo.

Mientras Roland la depositaba con delicadeza sobre la herbosa rodera, Eddie siguió mirando el bosque. La luz de la tarde creaba un juego de sombras yuxtapuestas, pero de todos modos creyó ver lo que había llamado la atención de Roland. Era una piedra alta y gris, casi completamente oculta bajo un manto de enredaderas y plantas trepadoras.

Susannah se internó entre la vegetación, tan sinuosa como una anguila. Roland y Eddie la siguieron.

—Es un mojón, ¿verdad? —Susannah se sostuvo sobre los brazos para estudiar el monolito rectangular. En otro tiempo se había erguido vertical, pero ahora se inclinaba hacia la izquierda, como un borracho, como una antigua lápida sepulcral.

—Sí. Dame el cuchillo, Eddie.

Eddie se lo entregó y se puso en cuclillas junto a Susannah mientras el pistolero arrancaba las enredaderas. Cuando empezaron a caer, vio unas erosionadas letras grabadas en la piedra y supo qué iba a leer antes de que Roland hubiera desbrozado ni la mitad de la inscripción:

VIAJERO, AQUÍ EMPIEZA MUNDO MEDIO

NUEVE

—¿Qué significa eso? —preguntó Susannah al fin con voz de asombro; sus ojos medían sin cesar el fragmento de roca gris.

—Significa que nos aproximamos al fin de esta primera etapa. —Roland tenía una expresión solemne y pensativa cuando le devolvió el cuchillo a Eddie—. Creo que a partir de aquí seguiremos esta antigua carretera de diligencias o, mejor dicho, que la carretera seguirá nuestro rumbo. Ha tomado el camino del Haz. No tardaremos en salir de los bosques. Preveo un gran cambio.

—¿Qué es Mundo Medio? —quiso saber Eddie.

—Uno de los grandes reinos que dominaban la tierra en tiempos anteriores a estos. Un reino de esperanza, conocimientos y luz; todo lo que intentábamos conservar en mi país hasta que la oscuridad se impuso también allí. Algún día, si tenemos tiempo, os contaré los antiguos relatos, o al menos los que yo sé. Juntos componen un enorme tapiz, hermoso pero muy triste.

»Según los antiguos relatos, en otro tiempo hubo una gran ciudad al borde de Mundo Medio, quizá tan grande como vuestra ciudad de Nueva York. Ahora estará en ruinas, si es que aún existe, pero puede haber gente… o monstruos… o las dos cosas. Tendremos que estar en guardia.

Extendió la mano de los dos dedos para tocar la inscripción.

—Mundo Medio —musitó con voz meditabunda—. Quién se iba a figurar… —La frase quedó en el aire.

—Bueno, no hay manera de remediarlo, ¿verdad? —preguntó Eddie.

El pistolero sacudió la cabeza.

—No la hay.

—Ka —dijo Susannah de súbito, y ambos la miraron.

DIEZ

Todavía quedaban dos horas de luz, así que siguieron adelante. La carretera se extendía hacia el sudeste, por el camino del Haz, y otras dos carreteras invadidas de hierba, más pequeñas, se unían a la que ellos iban siguiendo. A lo largo de la segunda quedaban los restos musgosos de lo que en otro tiempo debió de haber sido un inmenso muro de piedra. No muy lejos, una docena de gordos bilibrambos sentados sobre las ruinas contemplaban a los peregrinos con sus curiosos ojos engastados en oro. A Eddie le parecieron un jurado que tiene en mente la idea de ahorcar.

La carretera se volvía cada vez más ancha y perceptible. Pasaron dos veces ante el cascarón de edificios abandonados desde hacía mucho tiempo. El segundo, les explicó Roland, habría podido ser un molino de viento. Susannah comentó que parecía encantado.

—No me extrañaría —respondió el pistolero. Su tono neutro y objetivo les puso la carne de gallina.

Cuando la oscuridad les obligó a detenerse, los árboles raleaban, y la brisa que había corrido todo el día a su alrededor empezaba a convertirse en un viento ligero y cálido. Más adelante, el terreno seguía ascendiendo.

—Llegaremos a lo alto de la cresta en uno o dos días —declaró Roland—. Y luego veremos.

—¿Qué veremos? —inquirió Susannah, pero Roland se limitó a encogerse de hombros.

Aquella noche Eddie empezó a tallar de nuevo, pero sin un auténtico sentimiento de inspiración. Le había abandonado la seguridad y la felicidad que había experimentado cuando la llave empezó a cobrar forma. Le parecía que sus dedos eran torpes y estúpidos. Por primera vez desde hacía meses pensó con añoranza en lo bueno que sería tener un poco de heroína. No mucha; estaba seguro de que una sola papelina y un billete de banco enrollado le ayudarían a terminar su trabajito de talla en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué te hace sonreír, Eddie? —le preguntó Roland. Estaba sentado al otro lado de la fogata; las llamas bajas, sacudidas por el viento, danzaban caprichosamente entre los dos.

—¿Sonreía?

—Sí.

—Solo estaba pensando en lo estúpidos que llegan a ser algunos. Aunque los pongas en una habitación con seis puertas, no dejan de darse cabezazos contra las paredes. Y luego tienen la desfachatez de quejarse.

—Si tienes miedo de lo que pueda haber al otro lado de las puertas, quizá resulte más prudente tropezar con las paredes —opinó Susannah.

Eddie hizo un gesto de asentimiento.

—Quizá sí.

Trabajaba sin premura, intentando ver las formas contenidas en la madera y, sobre todo, aquella pequeña curva en forma de ese. Descubrió que se había vuelto muy borrosa.

Por favor, Dios, ayúdame a no cagarla en esto, rogó, pero le aterrorizaba pensar que quizá eso era precisamente lo que estaba haciendo. Finalmente lo dejó estar. Devolvió al pistolero la llave (que apenas había modificado) y se acurrucó bajo una de las pieles. A los cinco minutos se había reanudado el sueño en que aparecían el muchacho y el viejo terreno de juego de Markey Avenue.

ONCE

Jake salió del edificio hacia las siete menos cuarto, lo que le dejaba más de ocho horas por delante. Sopesó la posibilidad de tomar inmediatamente un metro que lo llevara a Brooklyn, pero llegó a la conclusión de que no era buena idea. Un chico por la calle en horas de escuela llamaría más la atención en las afueras que en el corazón de la gran ciudad, y si a la hora de la verdad necesitaba explorar el barrio en busca del lugar y el muchacho con el que se suponía que debía encontrarse, ya estaba vendido de antemano.

«No problemo —le había dicho el muchacho de la camiseta amarilla y el pañuelo verde—. Encontraste la llave y la rosa, ¿no? Me encontrarás de la misma manera».

Salvo que Jake ya no recordaba con exactitud cómo había encontrado la llave y la rosa. Lo único que recordaba era la alegría y la sensación de certidumbre que le habían llenado el corazón y la cabeza. Solo podía esperar que volviera a ocurrirle de nuevo. Mientras tanto, no pararía de moverse. Era la mejor manera de pasar desapercibido en Nueva York.

Anduvo casi hasta llegar a la Primera Avenida y luego volvió sobre sus pasos, desplazándose poco a poco hacia el norte a medida que hallaba semáforos en verde (sabiendo quizá, en algún nivel profundo, que incluso ellos servían al Haz). A las diez aproximadamente se encontró en la Quinta Avenida ante el Museo Metropolitano de Arte. Estaba sofocado, cansado y deprimido. Le apetecía un refresco, pero consideró que debía hacer durar todo lo posible el poco dinero que tenía. Había cogido hasta el último centavo de la caja que guardaba en su cuarto, pero eso solo ascendía a unos ocho dólares, poco más o menos.

Un grupo de colegiales se disponía a visitar el museo. Escuela pública, Jake estaba casi seguro (vestían de un modo tan informal como él). Ni chaquetas de Paul Stuart, ni corbatas, ni faldas sencillitas que costaban ciento veinticinco pavos en tiendas como Miss So Pretty o Tweenity. Aquellos iban de grandes almacenes de la cabeza a los pies. Siguiendo un impulso, Jake se puso al final de la cola y entró con ellos en el museo.

La visita duró una hora y cuarto. A Jake le gustó. En el museo había silencio. Mejor aún, había aire acondicionado. Y los cuadros estaban bien. Le fascinaron especialmente un puñado de escenas del Viejo Oeste pintadas por Frederick Remington, y un cuadro grande de Thomas Hart Benton que representaba una locomotora de vapor cruzando las grandes planicies rumbo a Chicago mientras granjeros corpulentos con pantalón de peto y sombrero de paja se incorporaban en sus campos para verla pasar. Ninguna de las dos maestras que conducían el grupo se fijó en Jake hasta casi el último momento. Entonces, una agraciada mujer de raza negra que vestía un severo traje azul marino le dio un golpecito en el hombro y le preguntó quién era.

Jake no la había visto acercarse, y de pronto se le paralizó la mente. Sin pensar en lo que hacía, hundió la mano en el bolsillo y la cerró sobre la llave de plata. De inmediato se le despejó la cabeza y recobró la calma.

—Mi grupo está arriba —respondió con una sonrisita culpable—. Se supone que tenemos que ver un montón de arte moderno, pero las cosas de aquí abajo me gustan mucho más porque son cuadros reales. De modo que he pensado… Ya me entiende…

—¿Que podías escaquearte? —sugirió la maestra. Las comisuras de los labios se le contrajeron en una sonrisa reprimida.

—Bueno, yo más bien diría que me he despedido a la francesa.

Estas palabras le salieron espontáneamente de la boca.

Los estudiantes que hacían corro en torno a Jake pusieron cara de perplejidad, pero esta vez la maestra se echó a reír abiertamente.

—No debes de saber, o lo habrás olvidado —le explicó—, que en la Legión Extranjera Francesa fusilaban a los desertores. Te aconsejo que vuelvas ahora mismo con tu clase, jovencito.

—Sí, señora. Gracias. De todos modos, ya casi habrán terminado.

—¿De qué escuela eres?

—De la Academia Markey. —Esto también le salió con naturalidad de la boca.

Subió las escaleras, escuchando el eco incorpóreo de pisadas y voces quedas en el gran espacio de la rotonda y tratando de imaginar por qué había dicho aquello. Nunca en toda su vida había oído hablar de ninguna Academia Markey.

DOCE

Esperó un rato en el vestíbulo del primer piso hasta que vio que un guardia lo miraba con creciente curiosidad y decidió que no sería prudente permanecer allí por más tiempo; tendría que confiar en que la clase a la que se había unido brevemente se hubiera marchado ya del museo.

Consultó el reloj de pulsera, puso una expresión que esperaba pudiera interpretarse como «¡Ostras! ¡Qué tarde se ha hecho!» y bajó las escaleras al trote. La clase —y la guapa maestra que se había reído ante la idea de una despedida a la francesa— ya no estaba, y a Jake le pareció que haría bien en marcharse también. Caminaría un poco más —despacio, por respeto al calor— y luego cogería el metro.

En la esquina de Broadway con la Cuarenta y dos se detuvo ante un puesto de perritos calientes y cambió parte de su magra reserva de efectivo por una salchicha dulce y un refresco Nehi. A continuación se sentó en los peldaños de la fachada de un banco para comerse el almuerzo, y eso resultó una mala idea.

Por la acera se acercó un policía que iba haciendo girar la porra en una serie de complejas maniobras mientras andaba. Se hubiera dicho que toda su atención estaba concentrada en eso, pero cuando llegó a la altura de Jake se colgó de pronto la porra en el cinturón y lo interpeló.

—¿Qué, chaval? —preguntó—. ¿Hoy no hay clases?

Jake casi había devorado ya toda la salchicha, pero el último bocado se le atragantó. Aquello sí que era mala suerte… si es que solo era suerte. Estaban en Times Square, capital de la mangancia de Estados Unidos; había camellos, yonquis, putas y chaperos por todas partes… pero aquel policía prefería dejarlos de lado para interesarse por él.

Jake tragó saliva con esfuerzo y contestó:

—En mi escuela estamos de exámenes. Hoy solo tenía uno. Cuando he terminado, me he marchado. —Hizo una pausa. La mirada despierta e inquisitiva de aquel policía no le gustaba nada—. Tenía permiso —añadió con aprensión.

—Muy bien. ¿Puedes enseñarme algún documento de identidad?

A Jake se le cayó el alma a los pies. ¿Podía ser que sus padres hubieran avisado ya a la policía? Consideró que, tras la aventura del día anterior, era bastante probable. En circunstancias normales, no creía que el Departamento de Policía de Nueva York se preocupara mucho por un simple chico desaparecido, y menos si solo hacía medio día que faltaba de casa, pero su padre era un pez gordo de la televisión y se enorgullecía del número de relaciones a las que podía recurrir. Jake dudaba de que aquel policía tuviera su foto… pero bien podía tener su nombre.

—Bueno —dijo Jake a desgana—, tengo la tarjeta de descuento estudiantil que me hicieron en la Bolera Mundo Medio, pero nada más.

—¿La Bolera Mundo Medio? Nunca la había oído. ¿Dónde está? ¿En Queens?

—Quiero decir Ciudad Media. —Dios, estoy perdiendo el norte…, y rápidamente pensó: ¿La conoce? En la calle Treinta y tres

—Muy bien. Con eso bastará. —El policía abrió la mano.

Un negro con tirabuzones que se desparramaban sobre las hombreras de su traje amarillo canario les dirigió una mirada de soslayo.

—¡Dele duro, agente! —vociferó alegremente—. ¡Dele bien fuerte en ese culo blanquito que tiene! ¡Cumpla con su deber!

—Cierra el pico y piérdete, Eli —replicó el policía sin volverse.

Eli se echó a reír, dejando al descubierto varios dientes de oro, y siguió su camino.

—¿Por qué no le pide la documentación a él? —quiso saber Jake.

—Porque ahora mismo te la estoy pidiendo a ti. Vamos, sácala de una vez.

O el policía tenía su nombre o había visto en él algo sospechoso, lo que quizá no era tan extraño puesto que era el único chico blanco de la zona que no andaba a ver qué pescaba. De un modo u otro, la conclusión era la misma: sentarse a comer allí había sido una estupidez. Pero le dolían los pies y estaba hambriento. Hambriento.

No vas a detenerme, pensó Jake. No puedo consentir que me detengas ahora. Esta tarde tengo que ver a alguien en Brooklyn… y allí estaré.

En vez de buscar la cartera, metió la mano en el bolsillo y sacó la llave. La levantó para enseñársela al policía, y el sol casi de mediodía rebotó sobre las mejillas y la frente del hombre en moneditas de luz reflejada. El policía abrió mucho los ojos.

—¡Oye! —exclamó—. ¿Qué tienes ahí, chico?

Hizo ademán de coger la llave, pero Jake la apartó un poco. Los círculos de luz reflejada danzaban hipnóticamente por el rostro del policía.

—No hace falta que la coja —adujo Jake—. Puede leer mi nombre sin necesidad de cogerla, ¿verdad?

—Sí, claro.

La curiosidad se había borrado del rostro del policía. Solo miraba la llave. Tenía los ojos muy abiertos y la mirada fija, pero no ausente. Jake vio asombro en su expresión, asombro y una felicidad inesperada. Ese soy yo, se dijo Jake. Repartiendo alegría y buena voluntad allí por donde paso. La cuestión es: ¿qué hago ahora?

Una joven (que probablemente no era una bibliotecaria, a juzgar por los ceñidos pantaloncitos de seda verde y la blusa transparente) se acercaba contoneándose sobre unos zapatos fóllame morados con tacones de aguja de diez centímetros. Miró primero al policía, y luego a Jake para ver qué estaba contemplando el policía. Al ver la llave se paró en seco y se quedó con la boca abierta. Una de sus manos se alzó como por sí sola y se posó en su garganta. Un hombre que caminaba detrás de la joven tropezó con ella y le dijo que mirara por dónde coño iba. La joven que seguramente no era bibliotecaria ni siquiera se dio cuenta. Entonces Jake vio que ya se habían parado otras cuatro o cinco personas. Todas miraban la llave. Se congregaban como cuando la gente se detiene ante un trilero muy hábil que se aplica a su oficio en una esquina.

Lo estás haciendo a la perfección, eso de pasar desapercibido, pensó. Sí, no cabe duda. Llevó la mirada más allá del policía y se fijó en un rótulo que colgaba al otro lado de la calle. Farmacia Denby, rezaba.

—Me llamo Tom Denby —le anunció al policía—. Aquí mismo lo dice, en la tarjeta de la bolera, ¿verdad?

—Sí, sí —suspiró el policía. Ya no sentía ningún interés por Jake; solo le interesaba la llave. Las moneditas de luz reflejada giraban y rebotaban sobre su cara.

—Y usted no busca a nadie que se llame Tom Denby, ¿no?

—No —respondió el policía—. Nunca había oído ese nombre.

Alrededor del policía había por lo menos media docena de personas, todas mirando con silencioso arrobo la llave de plata que Jake sostenía en la mano.

—O sea que puedo irme, ¿verdad?

—¿Cómo? ¡Ah! Ah, sí, claro. ¡Vete, por la gloria de tu padre!

—Gracias —dijo Jake, pero por un instante no supo cómo se las arreglaría para irse. Un silencioso grupo de zombis le bloqueaba el paso, y no cesaban de llegar más. Solo iban a ver qué pasaba, comprendió Jake, pero quienes veían la llave paraban en seco y se quedaban mirando.

Se puso en pie y retrocedió poco a poco, subiendo por la amplia escalinata del banco, sin dejar de sostener la llave ante él como un domador con una silla. Cuando llegó a la espaciosa explanada de cemento de la parte superior, se guardó la llave en el bolsillo, giró en redondo y echó a correr.

Solo se detuvo una vez a mirar, en el otro lado de la explanada. El grupito de gente que lo había rodeado regresaba lentamente a la vida. Se miraban unos a otros con expresión de perplejidad y seguían su camino. El policía dirigió una mirada ausente a derecha e izquierda y acabó mirando al cielo, como si intentara recordar cómo había llegado allí y qué se proponía hacer. Jake había visto lo suficiente. Era hora de buscar una estación de metro y plantarse en Brooklyn antes de que ocurriera nada extraño.

TRECE

A las dos menos cuarto de la tarde subió sin apresurarse los escalones de la estación de metro y se detuvo en la esquina de las avenidas Castle y Brooklyn, contemplando las torres de arenisca de Co-Op City. Esperaba que lo invadiera aquella sensación de seguridad y propósito, aquella sensación que era como ser capaz de recordar hacia delante en el tiempo. No ocurrió. No ocurrió nada. Únicamente era un niño parado en una calurosa esquina de Brooklyn, con su breve sombra tirada a sus pies como un animal de compañía cansado.

Bueno, ya estoy aquí… Y ahora, ¿qué hago?

Jake descubrió que no tenía la menor idea.

CATORCE

La pequeña banda de viajeros de Roland llegó a la cresta de la larga y suave colina por la que venía ascendiendo y se detuvo de cara al sudeste. Durante un buen rato ninguno de ellos dijo nada. Susannah abrió dos veces la boca y volvió a cerrarla. Por primera vez en su vida de mujer, se quedó completamente sin habla.

Una llanura casi ilimitada dormitaba ante ellos bajo la larga luz dorada de una tarde de verano. La hierba era exuberante, de un verde esmeralda y muy alta. Grupitos de árboles de tronco largo y delgado, y copa ancha y extendida, salpicaban el llano. Susannah creía recordar que una vez había visto árboles parecidos en un documental sobre Australia.

La carretera que los había llevado hasta allí descendía en una amplia curva por la ladera opuesta de la colina, y luego corría hacia el sudeste recta como un cordel, una brillante avenida blanca que dividía la hierba. Al oeste, a unos kilómetros de distancia, Susannah divisó un rebaño de animales grandes que pacía tranquilamente. Parecían bisontes. Hacia el este, el lindero del bosque se internaba un tanto en la pradera formando una península curva. Esta incursión era una masa oscura y enmarañada que recordaba la figura de un antebrazo con el puño cerrado.

Recordó que esa era la dirección en que corrían todos los arroyos y corrientes que habían encontrado por el camino. Eran afluentes del inmenso río que surgía de aquel brazo de bosque y discurría, plácido y soñador bajo el sol del verano, hacia el borde oriental del mundo. Era un río ancho, de unos cuatro kilómetros de orilla a orilla.

Y podía ver la ciudad.

Justo al frente se alzaba una brumosa colección de chapiteles y torres que se erguía sobre el lejano límite del horizonte. Aquellos airosos bastiones podían estar a cien kilómetros de distancia, o a doscientos, o a cuatrocientos. El aire de ese mundo, por lo visto, era completamente transparente, y eso convertía cualquier cálculo de distancia en una conjetura insensata. Lo único que Susannah sabía con certeza era que la visión de aquellos borrosos torreones la llenaba de muda admiración… y de profunda y dolorosa añoranza de Nueva York. Pensó: Creo que haría casi cualquier cosa por volver a ver el horizonte de Manhattan desde el Puente de Triborough.

Pero al instante tuvo que sonreír, porque no era verdad. La verdad era que no cambiaría el mundo de Roland por nada. Su misterio silencioso y sus espacios abiertos eran embriagadores.

Y su amante estaba ahí. En Nueva York —la Nueva York de su tiempo, al menos— habrían sido objeto de escarnios y violencias, blanco de las bromas groseras y crueles de todos los idiotas: una negra de veintiséis años con un amante blanquito que tenía tres años menos que ella y tendía a hablar así y asá cuando se excitaba. Un amante blanquito que apenas ocho meses antes llevaba un mono muy pesado a la espalda. Allí no había nadie que se burlara y se riera. Allí nadie les apuntaba con el dedo. Allí solo estaban Roland, Eddie y ella, los tres últimos pistoleros del mundo.

Cogió la mano de Eddie y notó que se cerraba sobre la suya, cálida y tranquilizadora.

Roland señaló con el dedo.

—Aquello debe ser el río Send —les anunció en voz baja—. Jamás imaginé que llegara a verlo… Ni siquiera tenía la seguridad de que fuese real, como los Guardianes.

—Es maravilloso —musitó Susannah. Era incapaz de apartar la vista del vasto panorama que se desplegaba ante ella, soñando densamente en la cuna del estío. Sus ojos se demoraron siguiendo las sombras de los árboles, que parecían arrastrarse kilómetros enteros por el llano a medida que el sol se hundía hacia el horizonte—. Así tuvieron que ser nuestras grandes praderas antes de que las colonizaran, antes incluso de que llegaran los indios. —Alzó la mano libre y apuntó hacia el lugar donde el Gran Camino se estrechaba hasta convertirse en un punto—. Esa es la ciudad de la que hablabas, ¿verdad?

—Sí.

—Parece en buen estado —dijo Eddie—. ¿Es posible, Roland? ¿Se conserva bien? ¿Sabía construir tan bien el Pueblo Antiguo?

—Todo es posible en estos tiempos —respondió Roland con tono de duda—. Pero no deberías hacerte ilusiones, Eddie.

—¿Eh? No, claro que no.

Pero Eddie se las hacía. Aquella silueta que se difuminaba sobre el horizonte había despertado añoranza en el corazón de Susannah; en el de Eddie encendió una repentina llamarada de suposiciones. Si la ciudad aún se mantenía en pie —y era evidente que sí—, aún podía estar habitada, y quizá no únicamente por las cosas subhumanas que Roland se había encontrado bajo las montañas. Los habitantes de la ciudad podían ser

(«norteamericanos», susurró el subconsciente de Eddie)

inteligentes y amistosos; de hecho, podían marcar la diferencia entre el éxito y el fracaso de su búsqueda, o incluso entre la vida y la muerte. La mente de Eddie conjuró una vivida y resplandeciente imagen, derivada en parte de películas como Star-fighter, la aventura comienza y Cristal oscuro: un consejo de resecos pero dignos Ancianos de la Ciudad que les servirían una opípara comida procedente de las reservas intactas de la ciudad (o tal vez de jardines especiales alojados en cúpulas atmosféricas) y que mientras ellos tres comían hasta reventar les explicarían con exactitud qué iban a encontrar en el camino y qué significaba todo. Su regalo de despedida a los viajeros sería una guía de carreteras aprobada por el Automóvil Club con la mejor ruta para llegar a la Torre Oscura señalada en rojo.

Eddie no conocía la expresión «deus ex machina», pero sabía —había crecido bastante para saberlo— que estas gentes sabias y bondadosas vivían principalmente en los cuentos y en las películas de serie B. La idea era atractiva, pese a todo: un enclave de civilización en aquel mundo peligroso y en su mayor parte vacío; sabios elfos ancianos que les explicarían con todo detalle qué coño se suponía que debían hacer. Y las formas fabulosas de la ciudad que se percibía en el horizonte brumoso hacían que la idea pareciese al menos concebible. Aunque la ciudad estuviera completamente desierta —con sus habitantes exterminados en un pasado remoto por una peste o el estallido de una guerra química—, todavía podía servirles como una especie de caja de herramientas gigante, un inmenso almacén de excedentes de la marina y el ejército en el que podrían equiparse para los tramos difíciles que, Eddie estaba seguro de ello, les esperaban más adelante. Además, era un chico de ciudad, nacido y criado en la ciudad, y la visión de aquellas altas torres le levantó automáticamente la moral.

—¡Perfecto! —exclamó, casi a punto de reír de puro entusiasmo—. ¡Vamos allá! ¡Que salgan esos puñeteros elfos sabios!

Susannah lo miró, intrigada pero sonriente.

—¿Qué deliras, blancucho?

—Nada. No tiene importancia. Solo quiero ponerme en marcha. ¿Qué dices, Roland? ¿Quieres…?

Pero algo que vio en el semblante de Roland, o justo debajo —algo perdido y soñador—, hizo que dejara la frase sin terminar y pasara un brazo sobre los hombros de Susannah, como para protegerla.

QUINCE

Después de echar un breve y desinteresado vistazo al perfil de la ciudad recortado en el horizonte, la atención de Roland quedó prendida en algo mucho más cercano a su posición actual, algo que le llenaba de un desasosiego ominoso. Había visto cosas así en ocasiones anteriores, y Jake iba con él la última vez que se encontró con una de ellas. Recordó cómo habían dejado atrás el desierto siguiendo la pista del hombre de negro por las primeras estribaciones de la cordillera, hacia las montañas. La marcha había sido difícil, pero al menos habían vuelto a encontrar agua.

Y hierba.

Una noche, se despertó y vio que Jake no estaba a su lado. Oyó gritos de desesperación sofocados que procedían de un bosquecillo de sauces al borde de un angosto arroyo. Cuando logró abrirse paso hasta el calvero que había en el centro del bosquecillo, los gritos del chico habían cesado. Roland lo encontró de pie en un lugar exactamente igual al que ahora veía justo al frente y más abajo. Un lugar de piedras, un lugar de sacrificio, un lugar en el que vivía un Oráculo… y hablaba cuando se le obligaba a hacerlo… y mataba siempre que podía.

—¿Qué es, Roland? —preguntó Eddie—. ¿Qué pasa?

—¿Ves eso? —Roland apuntó—. Es un círculo parlante. Las formas que ves son piedras largas puestas en pie. —Se quedó mirando a Eddie, al que había visto por primera vez en un pavoroso pero fascinante carruaje aéreo de aquel otro mundo extraño donde los pistoleros vestían uniformes azules y había un suministro inagotable de azúcar, papel y remedios maravillosos como la astina.

Una extraña expresión, una premonición, empezaba a reflejarse en el rostro de Eddie. La viva esperanza que le había encendido los ojos mientras contemplaba la ciudad se extinguió de un soplo, y ahora su aspecto era gris y desolado. Era la expresión de quien está examinando la horca de la que no tardará en colgar.

Primero Jake y ahora Eddie, pensó el pistolero. La rueda que hace girar nuestras vidas no conoce el remordimiento; siempre regresa al mismo sitio.

—Oh, mierda —dijo Eddie. Tenía la voz seca y asustada—. Creo que ese es el lugar por donde el chico intentará cruzar.

El pistolero asintió.

—Muy probablemente. Son lugares poco densos, y también atrayentes. Una vez ya lo seguí a un lugar semejante. El Oráculo que moraba allí estuvo a punto de matarlo.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Susannah a Eddie—. ¿Lo has soñado?

Él sacudió la cabeza.

—No lo sé. Pero en cuanto Roland ha señalado ese maldito lugar… —Dejó la frase inconclusa y se volvió hacia el pistolero—. Tenemos que llegar allí tan pronto como podamos. —Su voz parecía frenética a la vez que temerosa.

—¿Va a ser hoy? —inquirió Roland—. ¿Esta noche?

Eddie volvió a sacudir la cabeza y se humedeció los labios con la lengua.

—Tampoco lo sé. No estoy seguro. ¿Esta noche? No lo creo. El tiempo… no es igual aquí que donde está el chico. En su donde y su cuando va más despacio. Tal vez mañana. —Eddie había estado combatiendo el pánico, pero ahora le venció. Giró en redondo y cogió a Roland de la camisa con sus manos frías y sudorosas—. Pero se supone que debo terminar la llave y no lo he hecho, y se supone que debo hacer otra cosa, pero no tengo ni la menor idea de qué se trata. ¡Y si el chico muere será por mi culpa!

El pistolero cerró sus manos sobre las de Eddie y las apartó de su camisa.

—Domínate.

—Es que no entiendes, Roland…

—Entiendo que plañir y gimotear no te servirá de nada. Entiendo que has olvidado el rostro de tu padre.

—¡Corta ya ese rollo! ¡Me importa una mierda mi padre! —gritó Eddie histéricamente, y Roland le dio una bofetada. Su mano produjo un ruido como el de una rama al romperse.

La cabeza de Eddie saltó hacia atrás; el sobresalto le hizo abrir los ojos como platos. Miró con fijeza al pistolero y levantó muy despacio una mano para tocarse la señal cada vez más roja de la mejilla.

—¡Cabrón! —susurró. La mano cayó sobre la culata del revólver que aún llevaba sobre la cadera izquierda. Susannah trató de interponer sus manos, pero Eddie las rechazó.

Y ahora debo enseñar una vez más, pensó Roland, solo que esta vez va mi vida en ello, además de la suya.

A lo lejos, una corneja lanzó su áspero grito en el silencio, y Roland pensó por un instante en su halcón, David. Ahora Eddie era su halcón… y al igual que David no sentiría el menor escrúpulo en arrancarle un ojo si cedía un milímetro.

O el cuello.

—¿Dispararás contra mí? ¿Es este el final que quieres, Eddie?

—Tío, estoy harto de escuchar tus malditos sermones —dijo Eddie. Tenía los ojos empañados de lágrimas y furor.

—No has terminado la llave, pero no porque te dé miedo terminarla. Te da miedo descubrir que no puedes terminarla. Te da miedo bajar al lugar de las piedras erguidas, pero no porque te dé miedo lo que pueda venir cuando entres en el círculo. Te da miedo lo que puede no venir. No te da miedo el mundo grande, Eddie, sino el pequeño que hay dentro de ti. Has olvidado el rostro de tu padre. Así que, adelante. Dispara si te atreves. Estoy cansado de oírte farfullar.

—¡Basta! —le chilló Susannah—. ¿No te das cuenta de que lo hará? ¿No ves que le estás obligando a hacerlo?

Roland le dirigió una mirada relampagueante.

—Le obligo a decidir. —Volvió la vista hacia Eddie con una expresión severa en su rostro cubierto de surcos—. Has salido de la sombra de la heroína y de la sombra de tu hermano, amigo mío. Sal de la sombra de ti mismo, si te atreves. Sal ahora. Sal o dispara, y acabemos de una vez.

Por un instante creyó que era justamente eso lo que iba a hacer Eddie, y que todo terminaría allí mismo, en aquella elevada cresta, bajo un despejado cielo de verano y con los chapiteles de la ciudad tremolando sobre el horizonte como espectros azules. Entonces Eddie empezó a contraer espasmódicamente la mejilla. La línea firme de sus labios se fue ablandando y empezó a temblar. La mano resbaló de la culata de sándalo de la pistola de Roland. El pecho se arqueó una, dos, tres veces. La boca se abrió, y todo el desespero y el terror de Eddie brotaron en un grito quejumbroso mientras se abalanzaba torpemente sobre el pistolero.

—¡Tengo miedo, hijo de perra! ¿No eres capaz de entenderlo? ¡Tengo miedo, Roland!

Se le trabaron los pies. Cayó de bruces. Roland lo sostuvo y lo atrajo hacia sí, oliendo el sudor y la tierra de su piel, oliendo sus lágrimas y su terror.

El pistolero lo abrazó unos instantes y luego le hizo volverse hacia Susannah. Eddie se hincó de rodillas junto a su silla, con la cabeza agachada en un gesto de fatiga. Susannah le puso una mano en la nuca, empujó la cabeza de Eddie contra su muslo y se dirigió a Roland con resentimiento.

—A veces te odio, gran blanco.

Roland se llevó las manos a la frente y apretó con fuerza.

—A veces yo también me odio.

—Pero eso nunca te detiene, ¿verdad?

Roland no replicó. Miró a Eddie, que tenía la mejilla apoyada sobre el muslo de Susannah y los párpados muy apretados. Su semblante era la imagen de la desdicha. Roland rechazó la pesada fatiga que le inducía a dejar para otro día el resto de aquella encantadora conversación. Si Eddie estaba en lo cierto, no habría otro día. Jake estaba casi a punto de hacer su movimiento. Eddie había sido elegido para ejercer de comadrona en el paso del chico a este mundo. Si no estaba en condiciones de hacerlo, Jake moriría en el punto de entrada, como muere estrangulado un bebé que tiene la raíz madre enroscada al cuello cuando empiezan las contracciones.

—En pie, Eddie.

Por un instante creyó que Eddie iba a seguir acurrucado, ocultando el rostro en la pierna de la mujer. De ser así, todo estaba perdido… y eso también era ka. Entonces, poco a poco, Eddie se fue incorporando. Permaneció donde se hallaba, con todo colgando —manos, hombros, cabeza, cabello—; no bien, pero en pie, y eso ya era un comienzo.

—Mírame.

Susannah se removió con inquietud, pero esta vez no dijo nada.

Poco a poco, Eddie alzó la cabeza y se echó el flequillo hacia atrás con mano temblorosa.

—Esto es para ti. Quedármelo fue un error, por profundo que fuera mi dolor. —Roland cerró la mano en torno a la tira de cuero y la partió de un tirón. Le tendió la llave a Eddie. Eddie fue a cogerla como si estuviera en un sueño, pero Roland no se la entregó de inmediato—. ¿Intentarás hacer lo que debe hacerse?

—Sí. —Su voz fue casi inaudible.

—¿Tienes que decirme algo?

—Siento mucho tener miedo. —Había algo terrible en la voz de Eddie, algo que a Roland le hizo daño en el corazón, pero creía saber qué era: allí estaba el último resto de la infancia de Eddie, expirando dolorosamente entre ellos tres. No podía verse, pero Roland oía sus gritos cada vez más débiles. Intentó hacer oídos sordos.

Otra cosa que he hecho en nombre de la Torre. Mi cuenta no cesa de crecer, y el día en que haya de saldarla, como la cuenta de un borracho en una taberna, está cada vez más cerca. ¿Cómo podré pagarla nunca?

—No quiero que te disculpes, y mucho menos por tener miedo —contestó—. ¿Qué seríamos sin el miedo? Perros rabiosos con espumarajos en el hocico y la mierda secándose en nuestras ancas.

—¿Qué quieres, pues? —gritó Eddie—. ¡Me lo has quitado todo, todo lo que tenía para dar! ¡No, ni siquiera eso, porque a fin de cuentas te lo di yo! ¿Qué más quieres de mí?

Roland alzó en el puño la llave que era su mitad de la salvación de Jake Chambers y no dijo nada. Su mirada sostuvo la de Eddie, mientras el sol brillaba sobre la verde y extensa planicie y la superficie gris azulada del río Send, y a lo lejos el graznido de la corneja volvió a resonar por las leguas doradas de aquel atardecer de verano.

Al cabo de un rato, la comprensión empezó a alumbrar en los ojos de Eddie Dean.

Roland asintió.

—He olvidado el rostro… —Eddie hundió la cabeza, tragó saliva y alzó de nuevo la vista hacia el pistolero. La cosa que estaba muriendo entre ellos se había movido adelante; Roland lo sabía. Esa cosa se había marchado. Tan simple como eso. Allí, en aquella cresta soleada y barrida por el viento y alejada de todo, se había marchado para siempre—. He olvidado el rostro de mi padre, pistolero… e imploro tu perdón.

Roland abrió la mano y devolvió la leve carga de la llave a quien el ka había decretado que debía llevarla.

—No hables así, pistolero —respondió en la Alta Lengua—. Tu padre te ve muy bien… te quiere muy bien… y yo también.

Eddie cogió la llave y se alejó con las lágrimas aún secándose sobre su cara.

—En marcha —dijo, y emprendieron el descenso por la larga ladera hacia la llanura que se extendía frente a ellos.

DIECISÉIS

Jake caminaba a paso lento por Castle Avenue, pasando ante pizzerías, bares y colmados donde ancianas de expresión suspicaz revolvían las patatas y palpaban los tomates. Las correas de la mochila le habían irritado la piel de los brazos, y le dolían los pies. Pasó bajo un termómetro digital que marcaba treinta grados. A Jake más bien le parecían cuarenta.

Un poco más lejos, un coche de la policía entró en la avenida desde una calle lateral. Jake sintió de pronto un vivísimo interés por las herramientas de jardinería expuestas en el escaparate de una ferretería. Vio pasar el reflejo blanco y negro por el escaparate y no se movió hasta que hubo desaparecido.

«Oye, Jake, viejo amigo, ¿adonde te diriges, exactamente?».

No tenía la menor idea. Tenía la certeza de que el chico al que buscaba —el chico del pañuelo verde y la camiseta amarilla que decía NUNCA HAY UN MOMENTO ABURRIDO EN MUNDO MEDIO— no estaba lejos de allí, pero ¿y qué? Para Jake, seguía siendo una aguja escondida en el pajar que era Brooklyn.

Pasó ante la boca de un callejón decorado con una maraña de pintadas de spray. Casi todo eran nombres —EL TIANTE 91, SPEEDY GONZALES, MOTORVAN MIKE—, pero aquí y allí se encontraban declaraciones y advertencias para quien supiera entenderlas, y los ojos de Jake se fijaron en dos de ellas.

UNA ROSA ES UNA ROSA ES UNA ROSA

aparecía escrito sobre los ladrillos con una pintura que la intemperie había decolorado hasta darle el mismo tono rosado polvoriento de la rosa que crecía en el solar desocupado donde antes había estado la Charcutería Artística de Tom y Gerry. Debajo, en un azul tan oscuro que casi era negro, alguien había escrito con spray esta curiosa frase:

IMPLORO TU PERDÓN

¿Qué significa eso?, se preguntó Jake. No lo sabía —algo de la Biblia, quizá—, pero el mensaje atraía su atención como el ojo de una serpiente atrae la de un pájaro. Al fin siguió andando, lenta y pensativamente. Eran casi las dos y media, y su sombra empezaba a volverse más larga.

Justo enfrente vio a un anciano que avanzaba poco a poco por la acera, se apoyaba en un bastón nudoso y procuraba ir siempre por la sombra. Tras los gruesos cristales de sus gafas, los ojos pardos del hombre nadaban como huevos de un tamaño exagerado.

—Imploro su perdón, señor —lo abordó Jake, sin pensar y, en realidad, sin oírse siquiera a sí mismo.

El anciano se volvió hacia él, parpadeando por la sorpresa y el miedo.

Déjamen paz, chico —dijo. Alzó el bastón y lo blandió hacia Jake con torpeza.

—Señor, ¿sabe usted si hay por aquí un sitio que se llame Academia Markey? —Era una pregunta absolutamente desesperada, pero no se le ocurrió otra cosa que decir.

El anciano bajó el bastón muy lentamente —fue la palabra «señor» la que lo consiguió— y contempló a Jake con el interés un tanto lunático de la vejez casi senil.

—¿Cómo es que no estás en la escuela, muchacho?

Jake sonrió con cansancio. La cosa ya empezaba a ser muy vieja.

—Es semana de exámenes. Me he acercado hasta aquí para ver a un amigo que va a la Academia Markey. Eso es todo. Disculpe si le he molestado.

Pasó junto al anciano (esperando que no decidiera darle un bastonazo en el culo solo por si acaso) y estaba casi en la esquina cuando el hombre le gritó:

—¡Chico! ¡Chicooo!

Jake se volvió.

—Por aquí no hay ninguna Cadimia Markey —dijo el anciano—. Hace veintidós años que vivo aquí, así que lo sé muy bien. Avenida Markey, sí, pero no hay ninguna Cadimia Markey.

A Jake se le contrajo bruscamente el estómago de excitación. Dio un paso hacia el anciano, que al instante levantó de nuevo el bastón en ademán defensivo. Jake paró en seco, dejando entre los dos una zona de seguridad de unos siete metros.

—¿Dónde está la avenida Markey, señor? ¿Podría decírmelo?

Pos claro —respondió el anciano—. ¿No acabo de decirte que hace veintidós años que vivo aquí? Dos calles más abajo. Cuando llegues al Cine Majestic, gira a la izquierda. Pero ya te digo que no hay ninguna Cadimia Markey.

—¡Gracias, señor! ¡Muchas gracias!

Jake se volvió y miró en la dirección que señalaba el anciano. Sí; a cosa de un par de calles más adelante se veía sobresalir por encima de la acera la figura inconfundible de la marquesina de un cine. Echó a correr hacia allí, pero pensó que eso podía llamar la atención y redujo la velocidad a paso vivo.

El anciano lo miró alejarse.

¡«Señor»! —dijo para sí en un tono de ligero asombro—. ¡De manera que «señor»!

Soltó una oxidada risita entre dientes y reanudó la marcha.

DIECISIETE

El grupo de Roland se detuvo al anochecer. El pistolero excavó un agujero poco hondo y encendió una hoguera. No la necesitaban para cocinar, pero aun así la necesitaban.

Eddie la necesitaba. Si había de terminar la llave, necesitaría luz para trabajar.

El pistolero miró en torno y vio a Susannah, una silueta oscura sobre el aguamarina cada vez más desvaído del cielo, pero no vio a Eddie.

—¿Dónde está? —quiso saber.

—Se ha ido por la carretera. Déjalo en paz, Roland; ya has hecho suficiente.

Roland asintió, se agachó sobre el hueco de la hoguera y golpeó un trozo de pedernal con una gastada barra de acero. La yesca que había preparado no tardó en prender. Fue añadiendo ramitas pequeñas, una a una, y esperó a que Eddie regresara.

DIECIOCHO

Casi un kilómetro más atrás, por el camino que habían recorrido, Eddie estaba sentado con las piernas cruzadas en mitad del Gran Camino y contemplaba el cielo con la llave aún sin terminar en la mano. Al dirigir la mirada hacia la carretera, divisó la chispa del fuego y supo exactamente qué estaba haciendo Roland… y por qué. Alzó otra vez la vista hacia el cielo. Nunca se había sentido tan solo ni tan asustado.

El cielo era inmenso; Eddie no recordaba haber visto nunca tanto espacio ininterrumpido, tanto vacío puro. Eso le hizo sentirse muy pequeño, pero Eddie consideró que no había nada de malo en ello. En el plan general de las cosas, realmente era muy pequeño.

El chico ya estaba cerca. Eddie creía saber dónde estaba Jake y qué iba a hacer, y eso le llenaba de silenciosa admiración. Susannah había venido de 1963. Eddie había venido de 1987. Entre los dos… Jake. Intentando cruzar. Intentando nacer.

Lo conocí, pensó Eddie. Tuve que conocerlo, y creo que lo recuerdo… más o menos. Fue justo antes de que Henry se alistara en el ejército, ¿no? Por entonces Henry iba a clase en el Instituto de Formación Profesional de Brooklyn y le tiraba mucho el negro: tejanos negros, botas de motorista negras con puntera de acero, camisetas negras con las mangas enrolladas. La época James Dean de Henry. Elegancia de pacotilla. Es lo que yo pensaba, pero nunca lo dije en voz alta porque no quería que se enfadara conmigo.

De pronto se dio cuenta de que lo que estaba esperando había ocurrido mientras él se hallaba sumido en sus pensamientos: la Vieja Estrella había salido. En quince minutos, tal vez menos, se le uniría toda una galaxia de joyería extraterrestre, pero de momento resplandecía sola en la incipiente oscuridad.

Eddie levantó lentamente la llave hasta que la Vieja Estrella brilló dentro de su ancha muesca central. Y entonces recitó la antigua fórmula de su mundo, la que le había enseñado su madre cuando se arrodillaba junto a él ante la ventana del dormitorio para contemplar el lucero de la tarde que precedía la oleada de oscuridad sobre los tejados y las escaleras de incendio de Brooklyn: «Estrella de la luz y la claridad, la primera estrella que esta noche verás; concede un deseo, concédelo, te ruego. Y ese deseo se hará realidad».

La Vieja Estrella refulgió en el hueco de la llave, un diamante engastado en fresno.

—Ayúdame a encontrar valor —dijo Eddie—. Este es mi deseo. Ayúdame a encontrar el valor suficiente para atreverme a terminar esta maldita cosa.

Permaneció sentado unos instantes más hasta que al fin se puso en pie y regresó al campamento sin apresurarse. Se sentó tan cerca de la hoguera como le fue posible, cogió el cuchillo del pistolero sin dirigir ni una palabra a ninguno de los dos y empezó a tallar. Finísimas virutas de madera se desprendían de la ese final de la llave. Eddie trabajaba deprisa, haciendo girar la llave hacia uno y otro lado, cerrando a veces los ojos para deslizar la yema del pulgar sobre las delicadas curvas. Procuraba no pensar en lo que podía ocurrir si estropeaba la llave; estaba seguro de que, si lo pensaba, se quedaría paralizado.

Roland y Susannah estaban sentados detrás de él, contemplándolo en silencio. Finalmente, Eddie dejó el cuchillo a un lado. El sudor le corría por la cara.

—Ese chico tuyo —comenzó—. Ese Jake. Debe de ser un chaval con cojones, ¿eh?

—Fue valiente en las montañas —respondió Roland—. Tenía miedo, pero no cedió ni un milímetro.

—Ojalá yo pudiera ser así.

Roland se encogió de hombros.

—En la casa de Balazar luchaste bien aunque te habían quitado la ropa. Para un hombre es difícil combatir desnudo, pero lo hiciste.

Eddie trató de recordar el tiroteo del bar, pero solo era un borrón en su mente: humo, ruido y luz que brillaba sobre una pared en confusos rayos entrecruzados. Creía que aquella pared había quedado derruida por los disparos de las armas automáticas, pero no se acordaba con certeza.

Alzó la llave de modo que sus muescas se recortaran nítidamente sobre las llamas. La sostuvo así mucho tiempo, examinando sobre todo la curva en ese. Parecía exactamente igual a lo que recordaba de su sueño y de la imagen momentánea que había visto en el fuego… pero Eddie tenía la sensación de que no era exactamente como debía. Casi, pero no del todo.

«Eso es cosa de Henry, como siempre. De todos esos años en que nunca llegabas a ser lo bastante bueno. Lo has logrado, compañero; lo único que sucede es que el Henry que llevas dentro no quiere reconocerlo».

Echó la llave sobre el rectángulo de piel y la envolvió doblando cuidadosamente los bordes.

—Ya está. No sé si habrá quedado bien o no, pero no creo que pueda hacerla mejor. —Se sentía extrañamente vacío al no tener ya que trabajar en la llave, sin propósito ni orientación.

—¿Quieres comer algo, Eddie? —le preguntó Susannah con voz queda.

Ahí está el propósito, se dijo Eddie. Ahí está la orientación. Sentada aquí mismo con las manos cruzadas sobre el regazo. Todo el propósito y la orientación que jamás

Pero entonces le vino otra cosa a la cabeza. Le vino de repente; no era un sueño… ni una visión.

No, nada de eso. Es un recuerdo. Está ocurriendo otra vez: recuerdas hacia delante en el tiempo.

—Antes he de hacer otra cosa —respondió, y se puso en pie.

Al otro lado de la fogata Roland había apilado unos cuantos pedazos de madera seca. Eddie hurgó entre ellos y encontró una estaca de unos sesenta centímetros de longitud y aproximadamente diez de diámetro. La cogió, regresó a su lugar junto al fuego y empuñó otra vez el cuchillo de Roland. Esta vez trabajó bastante más deprisa, porque solo estaba aguzando la vara, convirtiéndola en algo que parecía una estaquilla de tienda de campaña.

—¿Podemos ponernos en marcha antes de que amanezca? —le preguntó al pistolero—. Creo que tenemos que llegar a ese círculo lo antes posible.

—Sí. Y antes, si hace falta. No quiero moverme a oscuras; no es prudente entrar de noche en un círculo parlante, pero si hemos de hacerlo, hemos de hacerlo.

—Por la cara que pones, muchachote, dudo que sea muy prudente acercarse a esos círculos de piedra a ninguna hora del día —comentó Susannah.

Eddie volvió a soltar el cuchillo. La tierra del agujero que Roland había hecho para la hoguera estaba amontonada junto a su pie derecho. Eddie utilizó el extremo aguzado de la estaca para dibujar un signo de interrogación en la tierra. El signo era claro y nítido.

—Muy bien —dijo al fin, mientras borraba el dibujo—. Todo listo.

—Come algo, entonces —le urgió Susannah.

Eddie lo intentó, pero no tenía apetito. Cuando por fin se echó a dormir, acurrucado en el calor de Susannah, tuvo un reposo sin sueños pero muy ligero. Hasta que el pistolero lo despertó de una sacudida a las cuatro de la madrugada, Eddie estuvo oyendo el viento que se precipitaba incansable sobre la llanura, y tuvo la sensación de que se iba volando con él, hacia las alturas de la noche, alejándose de todas aquellas preocupaciones, mientras la Vieja Estrella y la Vieja Madre se desplazaban serenas sobre él, pintándole las mejillas de escarcha.

DIECINUEVE

—Es la hora —dijo Roland.

Eddie se incorporó. Susannah estaba a su lado, frotándose la cara con las manos. A medida que se le fue despejando la cabeza, Eddie se sintió invadido por una sensación de urgencia.

—Sí. Vamos allá, y deprisa.

—Está cerca, ¿verdad?

—Muy cerca. —Se puso en pie, cogió a Susannah por la cintura y la izó a la silla de ruedas.

Ella lo miraba con inquietud.

—¿Crees que aún podemos llegar a tiempo?

Eddie asintió.

—Por los pelos.

Tres minutos más tarde volvían a descender por la ladera siguiendo el Gran Camino, que resplandecía tenuemente en la oscuridad como un fantasma. Y una hora después de eso, cuando la primera claridad del alba empezó a tocar el cielo por el este, empezó a oírse un sonido rítmico muy a lo lejos.

Sonido de tambores, pensó Roland.

Maquinaria, pensó Eddie. Una maquinaria enorme.

Es un corazón, pensó Susannah. Un corazón palpitante, enorme y enfermo… y está en esa ciudad a la que hemos de ir.

Al cabo de dos horas el sonido paró tan de súbito como había comenzado. En el cielo no cesaban de acumularse nubes blancas y amorfas que fueron velando el sol de la mañana hasta ocultarlo por completo. El círculo de piedras erguidas se hallaba ya a menos de ocho kilómetros, resplandeciendo bajo aquella luz sin sombras como la dentadura de un monstruo caído.

VEINTE

¡SEMANA ESPAGUETI EN EL MAJESTIC!

proclamaba el rótulo de la decrépita y abatida marquesina que sobresalía en el cruce de las avenidas Brooklyn y Markey.

¡DOS CLÁSICOS DE SERGIO LEONE!

¡UN PUÑADO DE $$ MÁS EL BUENO, EL FEO Y EL MALO!

99 ¢ TODOS LOS PASES

En la taquilla había una jovencita rubia con rulos en el pelo que mascaba chicle mientras escuchaba a Led Zeppelin en el transistor y leía una de aquellas revistas sensacionalistas que tanto le gustaban a la señora Shaw. A su izquierda, en el tablón que quedaba libre, había un póster de Clint Eastwood.

Jake sabía que no debía entretenerse —ya eran casi las tres—, pero aun así se detuvo unos instantes para mirar el póster que colgaba tras un cristal sucio y agrietado. Eastwood llevaba un sarape mexicano. Tenía un puro apretado entre los dientes. Se había echado parte del sarape sobre el hombro para dejar al descubierto la pistola. Sus ojos eran de un azul claro y descolorido. Ojos de bombardero.

No es él, pensó Jake, pero casi es él. Son los ojos, sobre todo… Los ojos son casi iguales.

—Me dejaste caer —le dijo al hombre del viejo póster, el hombre que no era Roland—. Me dejaste morir. ¿Qué ocurrirá esta vez?

—Eh, chico —le llamó la taquillera rubia, haciendo que se sobresaltara—. ¿Piensas entrar o vas a quedarte ahí hablando solo?

—No, gracias —respondió Jake—. Ya las he visto las dos.

Echó a andar de nuevo y dobló a la izquierda por Markey Avenue.

Una vez más esperó que lo invadiera la sensación de recordar hacia delante, pero no sucedió. Estaba en una calle cualquiera, calurosa y soleada, bordeada de edificios de apartamentos color arenisca que a Jake se le antojaron las galerías de una cárcel. Pasaban unas cuantas jóvenes, empujando cochecitos de bebé por parejas y charlando sin mucho entusiasmo, pero aparte de ellas la calle estaba desierta. Hacía un calor demasiado intenso para el mes de mayo; demasiado calor para salir a pasear.

¿Qué estoy buscando? ¿Qué?

A sus espaldas sonó una ronca carcajada masculina, seguida de un indignado grito femenino:

—¡Devuélvemela!

Jake dio un respingo, creyendo que la dueña de la voz se dirigía a él.

—¡Devuélvemela, Henry! ¡Hablo en serio!

Jake se volvió y vio a dos chicos, uno de los cuales debía de tener al menos dieciocho años. El otro era bastante más pequeño…, de doce o trece años. Al ver a este segundo muchacho, el corazón de Jake hizo algo parecido a un looping dentro de su pecho. El chico llevaba pantalones de pana verde en lugar de pantalones cortos de cuadros, pero la camiseta amarilla era la misma y sostenía una vieja y gastada pelota de baloncesto debajo del brazo. Aunque estaba de espaldas a Jake, Jake tuvo la certeza de que había encontrado al chico de su último sueño.

VEINTIUNO

La que había gritado era la taquillera rubita que mascaba chicle. El mayor de los chicos —que casi parecía lo bastante mayor para llamarlo hombre— tenía en sus manos la revista de la joven. Ella intentó arrebatársela. El chico que se la había quitado —llevaba tejanos y una camiseta negra arremangada— levantó la revista en alto y sonrió.

—¡Salta si la quieres, Maryanne! ¡Salta, salta!

Ella lo miró con ojos furiosos y las mejillas enrojecidas.

—¡Dámela! —le exigió—. ¡Deja de hacer el idiota y devuélvemela! ¡Cabrón!

—¡Ooooh, Eddie, mira lo que ha dicho! —se burló el mayor—. ¡Eres una deslenguada! ¡Eso no se dice!

Siguió agitando la revista justo fuera del alcance de la rubia, sonriendo, y de pronto Jake lo entendió todo. Aquellos dos seguramente volvían de la escuela a casa —aunque seguramente no iban a la misma, si había acertado al calcularles la edad— y el mayor se había acercado a la taquilla fingiendo que tenía algo interesante que contarle a la chica. Y entonces había metido la mano por la abertura del cristal y le había quitado la revista.

El mayor de los chicos tenía una cara que Jake ya había visto antes: era la cara de un muchacho que consideraría el colmo de la diversión empaparle la cola a un gato con gasolina para usarla de encendedor o darle a un perro hambriento un pedazo de pan con un anzuelo escondido dentro.

La clase de muchacho que se sentaba en la última fila del aula y molestaba a las chicas y luego decía «¿Quién, yo?» con boba expresión de sorpresa cuando alguna acababa por quejarse. No había muchos chicos así en Piper, pero había algunos. Jake supuso que en todas las escuelas habría algunos. En Piper vestían mejor, pero la cara era la misma. Se imaginó que en otros tiempos la gente habría dicho que era la cara de un chico nacido para la horca.

Maryanne saltó para hacerse con la revista, que el muchacho de los pantalones negros había enrollado en forma de tubo. Él la apartó en el último momento y le pegó con ella en la cabeza, como se le podría pegar a un perro que se hubiese meado en la alfombra. La chica empezó a llorar; más que nada por la humillación, juzgó Jake. Su cara estaba tan roja que casi resplandecía.

—¡Pues quédatela! —le chilló—. ¡Ya sé que eres analfabeto, pero al menos podrás mirar las fotos! —Y enseguida hizo ademán de volverse.

—¿Por qué no se la devuelves, eh? —dijo el más pequeño (el chico de Jake) con voz suave.

El mayor le tendió la revista a la chica, que se la arrancó de las manos. Incluso desde donde estaba, diez metros calle abajo, Jake oyó cómo se rasgaba.

—¡Eres un mierda, Henry Dean! —le gritó ella—. ¡Un auténtico mierda!

—Oye, oye, ¿a qué viene eso? —Henry parecía dolido de veras—. Solo ha sido una broma. Además, solo se ha roto por un sitio; todavía puedes leerla, mujer. Enróllate un poco, ¿quieres?

Y eso también cuadraba, pensó Jake. Los tipos como ese Henry siempre llevaban la broma menos divertida dos pasos demasiado lejos…, y luego se mostraban dolidos e incomprendidos cuando alguien les gritaba. Y siempre era «¿Qué pasa?» y era «¿No sabes aceptar una broma?» y era «¿Por qué no te enrollas un poco?».

¿Qué haces con él, muchacho?, se preguntó Jake. Si estás de mi lado, ¿qué haces con un gilipollas como ese?

Pero cuando el más pequeño se volvió y echó a andar por la acera con el otro, Jake se dio cuenta. Las facciones del mayor eran más duras y tenía la tez cubierta de marcas de acné, pero aparte de eso el parecido era asombroso. Los chicos eran hermanos.

VEINTIDÓS

Jake les volvió la espalda y empezó a caminar con paso lento por delante de los dos muchachos. Se llevó una mano temblorosa al bolsillo de la pechera, sacó las gafas de sol de su padre y se las caló con un gesto torpe. Más atrás, las voces eran cada vez más fuertes, como si alguien estuviera subiendo gradualmente el volumen de una radio.

—No hubieras tenido que hacerle rabiar tanto, Henry. No ha estado bien.

—A ella le encanta, Eddie. —La voz de Henry era complaciente y mundana—. Cuando seas un poco mayor lo entenderás.

—Pero si estaba llorando…

—Probablemente tiene la regla —dijo Henry en tono filosófico.

Ya estaban muy cerca. Jake se encogió contra la pared del edificio. Tenía la cabeza gacha y las manos muy hundidas en los bolsillos de los tejanos. No sabía por qué le parecía de tan vital importancia que no se fijaran en él, pero así era. De un modo u otro, Henry no importaba, pero…

Se supone que el más pequeño no debe acordarse de mí, pensó. No sé exactamente por qué, pero es importante.

Lo adelantaron sin dedicarle ni una mirada de soslayo. El que Henry había llamado Eddie caminaba por la parte de afuera, haciendo rebotar la pelota a lo largo del bordillo.

—No me negarás que estaba muy graciosa —decía Henry—. La marchosa de Maryanne saltando para coger la revista. ¡Guau, guau!

Eddie alzó la vista hacia su hermano con una expresión que quería ser de reproche… hasta que se rindió y el reproche se disolvió en risa. Jake reconoció el amor incondicional en aquella cara y juzgó que Eddie le perdonaría muchas cosas a su hermano mayor antes de dejarlo como un caso perdido.

—Entonces, ¿qué? ¿Vamos? —preguntó Eddie—. Dijiste que iríamos. Al salir de la escuela.

—Dije que a lo mejor iríamos. No tengo muchas ganas de ir andando hasta allí. Además, mamá ya debe de estar en casa. Será mejor que lo dejemos y subamos a ver la tele.

Iban ya unos tres metros por delante de Jake y seguían alejándose.

—¡Va, vamos! ¡Lo dijiste!

Al lado del edificio ante el que entonces se hallaban los dos chicos había una cerca de malla metálica con una puerta para pasar. Al otro lado de la cerca, Jake vio el terreno de juego con el que había soñado la noche anterior… o una versión del mismo, por lo menos. No estaba rodeado de árboles ni había ningún quiosco del metro con franjas negras y amarillas pintadas en diagonal en la parte delantera, pero el cemento agrietado era idéntico. Y también las descoloridas líneas amarillas que delimitaban el campo.

—Bueno… no sé. A lo mejor.

Jake comprendió que Henry estaba otra vez tomándole el pelo a su hermano. Eddie, en cambio, no se daba cuenta; estaba demasiado interesado en el lugar al que quería ir, fuera el que fuese.

—Mientras me lo pienso, vamos a tirar a la canasta.

Le robó la pelota a su hermano menor, la hizo botar torpemente hacia el terreno de juego y lanzó un tiro que fue a dar en lo alto del tablero y rebotó sin rozar siquiera el aro. A Henry se le daba bien robar revistas a las adolescentes, pensó Jake, pero en el campo de baloncesto era un completo desastre.

Eddie entró por la puerta, se desabrochó los pantalones de pana y los echó hacia abajo. Bajo ellos llevaba los pantalones de cuadros desteñidos que Jake había visto en el sueño.

—¡Ay, mira, lleva sus pantaloncitos cortos! —se rio Henry—. ¿Verdad que son monos? —Esperó a que Eddie levantara un pie del suelo para acabar de quitarse los pantalones, y justo entonces le arrojó la pelota. Eddie consiguió desviarla con el brazo, evitando un golpe que seguramente le hubiera hecho sangrar la nariz, pero perdió el equilibrio y cayó al suelo de cemento. No se cortó, pero podría haber ocurrido: a lo largo de la cerca vio un reguero de vidrios rotos que brillaban al sol.

—Venga, Henry, no te pases —protestó, pero sin auténtico reproche. Jake supuso que Henry llevaba tanto tiempo haciéndole esas jugarretas que Eddie ya solo se daba cuenta cuando se las hacía a otra persona; a alguien como la taquillera rubita.

—¡Venga, Henry, no te pases! —repitió su hermano en tono de mofa.

Eddie se puso en pie y corrió hacia la pista. La pelota había chocado contra la malla metálica y había rebotado hacia Henry, que intentó hacerle un regate a su hermano pequeño. Eddie extendió la mano con la rapidez de un relámpago, pero con notable delicadeza, y le robó la pelota. Se coló con facilidad bajo el brazo extendido que Henry agitaba ante él y fue hacia la canasta. Henry corrió con expresión ceñuda en pos de él, pero lo mismo habría dado que se echara a dormir. Eddie saltó, con las rodillas recogidas y los pies limpiamente estirados, y encestó la pelota. Henry se apoderó de ella cuando caía y la llevó botando hasta la raya.

No hubieras debido hacerlo, Eddie, pensó Jake. Se había parado justo en la esquina donde terminaba la cerca, y los estaba observando desde allí. Parecía un lugar bastante seguro, al menos de momento. Llevaba puestas las gafas de sol de su padre, y los chicos estaban tan absortos en el juego que aunque el presidente Carter se hubiera detenido a mirarlos no se habrían dado cuenta. De todos modos, Jake dudaba de que Henry supiese quién era el presidente Carter.

Jake se imaginaba que Henry le haría una personal a su hermano, quizá incluso violenta, como castigo por la canasta, pero había subestimado la astucia de Eddie. Henry hizo una finta que no habría engañado ni a la madre de Jake, pero al parecer Eddie cayó en la trampa. Henry pasó junto a él y se dirigió hacia la canasta, corriendo casi todo el rato con la pelota sujeta. Jake estaba seguro de que Eddie habría podido darle alcance y quitarle la pelota con facilidad, pero en cambio el chico se quedó rezagado. Henry lanzó un tiro —con desmaña— y la pelota rebotó en el aro. Eddie la cogió pero dejó que se le escapara de las manos. Henry se apoderó de ella, giró y la hizo pasar por el aro sin red.

—Uno a cero —dijo Henry, jadeante—. ¿Vamos a doce?

—Vale.

Jake había visto suficiente. El juego iba a ser reñido, pero al final ganaría Henry. Eddie se ocuparía de ello. Su derrota no solo le ahorraría malos tratos sino que además pondría a Henry de buen humor y lo volvería más receptivo a lo que Eddie quisiera hacer.

«Bueno, chico, me parece que tu hermanito pequeño te ha estado manipulando como una marioneta desde hace mucho tiempo, y tú ni siquiera lo sospechas, ¿verdad?».

Retrocedió hasta que el edificio que se alzaba en el extremo norte del campo de juegos le impidió ver a los hermanos Dean y que ellos le vieran a él. Se apoyó en la pared y escuchó el sonido de la pelota al rebotar contra el cemento. Al poco Henry empezó a resoplar como Charlie el Chu-Chú en una empinada cuesta arriba. Debía de ser fumador, naturalmente; los tipos como Henry siempre eran fumadores.

El juego duró unos diez minutos, y para cuando Henry cantó victoria la calle se había llenado de chicos que volvían de la escuela. Algunos de ellos miraban a Jake con curiosidad al pasar ante él.

—Buen partido, Henry —dijo Eddie.

—No ha estado mal —jadeó Henry—. Pero aún te dejas engañar por mis fintas.

Claro que sí, pensó Jake. Y creo que seguirá dejándose engañar hasta que haya ganado unos cuarenta kilos de peso. Puede que entonces te lleves una sorpresa.

—Sí, eso parece. Oye, Henry, ¿podemos ir a ver la casa, por favor?

—Sí, ¿por qué no? Vamos.

—¡Bien! —gritó Eddie a todo pulmón. Se oyó un chasquido de carne contra carne; seguramente Eddie le había dado la mano a Henry con una palmada—. ¡Campeón!

—Sube a casa y dile a mamá que volveremos a las cuatro y media, cinco menos cuarto. Pero no le digas nada de la Mansión. Le daría un ataque de nervios. Ella también cree que está encantada.

—¿Quieres que le diga que vamos a casa de Dewey?

Hubo un silencio mientras Henry pensaba.

—No. A lo mejor se le ocurre llamar a la señora Bunkowski. Dile… dile que vamos a la tienda de Dahlie para comprar Hoodsie Rockets. Eso se lo creerá. Y pídele un par de pavos, de paso.

—No me los dará. Aún faltan dos días para cobrar.

—Chorradas. Tú puedes sacárselos. Anda, corre.

—Vale —dijo, pero Jake no oyó que Eddie se moviera—. ¿Henry…?

—¿Qué? —contestó con impaciencia.

—¿Es verdad que la Mansión está encantada? ¿Tú qué dices?

Jake se acercó un poco más al terreno de juego. No quería que lo vieran, pero tenía la intensa sensación de que necesitaba oír aquello.

—Qué va. Las casas encantadas no existen. Solo en las jodidas películas.

—Ah. —En la voz de Eddie había una inconfundible nota de alivio.

—Pero si hubiese alguna —prosiguió Henry (quizá no quería que su hermano menor se sintiera demasiado aliviado, pensó Jake)—, sería la Mansión. Me han dicho que hace un par de años dos chicos de la calle Norwood entraron allí para hacer gansadas y la pasma los encontró con el cuello rajado y sin una gota de sangre en el cuerpo. Pero no había ni una mancha de sangre en ninguna parte. ¿Entiendes? Toda la sangre había desaparecido.

—¿Te ríes de mí? —preguntó Eddie en un susurro.

—No. Pero no fue eso lo peor.

—¿Qué fue?

—El pelo se les había vuelto completamente blanco —explicó Henry. La voz que le llegó a Jake era solemne. Tuvo la impresión de que esta vez Henry no intentaba tomar el pelo a su hermano, que esta vez él mismo creía lo que estaba diciendo. (Además, dudaba de que Henry tuviera suficiente seso para inventarse semejante historia.)—. Los dos. Y tenían los ojos muy abiertos, como si hubieran visto la cosa más horrible del mundo.

—¡Anda ya! Eso es un cuento —dijo Eddie, pero en tono suave y fascinado.

—¿Todavía quieres ir?

—Claro. Siempre que…, ya sabes, que no tengamos que acercarnos demasiado.

—Pues ve a ver a mamá. Y procura sacarle un par de pavos. Necesito tabaco. Y llévate la jodida pelota.

Jake se echó hacia atrás y se metió en el primer portal justo cuando Eddie salía por la puerta del terreno de juego.

Para su horror, el chico de la camiseta amarilla se encaminó hacia donde estaba Jake. ¡Oh, no!, pensó, desalentado. ¿Y si vive en este edificio?

Vivía allí. Jake tuvo el tiempo justo para volverse y fingir que leía los nombres escritos junto a la hilera de timbres antes de que Eddie Dean pasara a su lado casi rozándolo, tan cerca que Jake pudo oler el sudor que le había brotado en la pista de baloncesto. Medio vio y medio notó la ojeada curiosa que el chico echó en su dirección. Pero Eddie entró en el edificio sin detenerse y se dirigió a los ascensores con los pantalones de la escuela doblados de cualquier manera bajo un brazo y la gastada pelota bajo el otro.

A Jake le palpitaba con fuerza el corazón. Seguir a la gente sin que se diera cuenta resultaba mucho más difícil en la vida real que en las novelas de detectives que a veces leía. Cruzó la calle y se detuvo entre dos edificios de apartamentos, media manzana más arriba. Desde allí podía ver al mismo tiempo la entrada del edificio en que vivían los hermanos Dean y el terreno de juego que estaba empezando a llenarse, sobre todo de niños pequeños. Henry estaba apoyado contra la cerca, fumándose un cigarrillo y tratando de ofrecer una imagen de dureza adolescente. De vez en cuando alargaba un pie, cuando alguno de los chiquillos pasaba corriendo ante él, y antes de que regresara Eddie había puesto la zancadilla a tres niños. El último de ellos cayó por tierra cuan largo era, dio de bruces contra el cemento y salió llorando calle arriba con la frente ensangrentada. Henry arrojó la colilla del cigarrillo hacia su espalda y se echó a reír con ganas.

Un tipo de lo más divertido, pensó Jake.

Después de eso, los demás niños espabilaron y empezaron a guardar las distancias. Henry se marchó del terreno de juego y anduvo sin apresurarse hacia el edificio de apartamentos en el que había entrado Eddie cinco minutos antes. Justo cuando llegaba, se abrió la puerta y salió Eddie. Se había puesto unos tejanos y una camiseta limpia; también se había atado a la frente un pañuelo verde, el mismo que llevaba en el sueño de Jake. Agitaba dos billetes de un dólar con aire triunfal. Henry se los quitó de la mano y le preguntó algo. Eddie asintió con la cabeza y echaron a andar.

Jake los siguió a media manzana de distancia.

VEINTITRÉS

Se habían parado en la hierba alta que bordeaba el Gran Camino y contemplaban el círculo parlante.

Stonehenge, pensó Susannah, y se estremeció. Eso es lo que parece. Stonehenge.

Aunque la tupida hierba que cubría la llanura crecía también en torno a la base de los grandes monolitos grises, el círculo que delimitaban era de tierra desnuda, salpicada aquí y allá de cosas blancas.

—¿Qué es eso? —preguntó Susannah en voz baja—. ¿Esquirlas de piedra?

—Vuelve a mirar —le aconsejó Roland.

Al hacerlo vio que eran huesos. Huesos de animales pequeños, quizá. Así lo esperaba.

Eddie pasó la estaca aguzada a la mano izquierda, se enjugó en la camisa la palma de la derecha y volvió a cambiarla de mano. Abrió la boca, pero su garganta reseca no emitió ningún sonido. Carraspeó y lo intentó de nuevo.

—Creo que debo entrar ahí y dibujar algo en la tierra.

Roland asintió.

—¿Ahora?

—Pronto. —Miró a Roland a la cara—. Aquí hay algo, ¿verdad? Algo que no vemos.

—Ahora no está —respondió Roland—. O al menos creo que no está. Pero vendrá. Nuestro khef, nuestra fuerza vital, le atraerá.

Y querrá defender su morada, por supuesto. Devuélveme la pistola, Eddie.

Eddie se desabrochó el cinto y se lo dio. Acto seguido se volvió hacia el círculo de piedras de siete metros de altura. Allí vivía algo, desde luego. Percibía su olor, un hedor que le hacía pensar en yeso húmedo, sofás mohosos y colchones viejos pudriéndose bajo capas de hongos en licuefacción. Ese olor le resultaba conocido.

«La Mansión; allí fue donde lo olí. El día que convencí a Henry para que me llevara a ver la Mansión de la calle Rhinehold, en Dutch Hill».

Roland se abrochó la hebilla del cinto y se inclinó para anudar la tira que sujetaba la pistolera al muslo. Mientras lo hacía, alzó la vista hacia Susannah.

—Puede que necesitemos a Detta Walker —le anunció—. ¿Anda por ahí?

—Esa perra siempre anda cerca. —Susannah frunció la nariz.

—Bien. Uno de los dos tendrá que proteger a Eddie mientras él hace lo que ha de hacer. El otro será un bulto inútil. Esta es la morada de un demonio. Los demonios no son humanos, pero igualmente pueden ser macho o hembra. El sexo es al mismo tiempo su arma y su debilidad. Sea cual sea el sexo de este demonio, irá por Eddie. Para proteger su morada. Para impedir que un extraño utilice su morada. ¿Comprendes? —Susannah asintió en silencio. Eddie, por lo visto, no escuchaba. Se había metido bajo la camisa el envoltorio de piel que contenía la llave y miraba fijamente el círculo parlante, como si estuviera hipnotizado—. No hay tiempo para decirlo de una manera agradable o refinada —prosiguió Roland—. Uno de los dos tendrá…

—Uno de los dos tendrá que follárselo para que deje en paz a Eddie —le interrumpió Susannah—. Este demonio es la clase de cosa que nunca puede rechazar un polvo gratis. Ahí querías ir a parar, ¿no?

Roland asintió.

A Susannah se le encendieron los ojos. Ahora eran los ojos de Detta Walker, sabios y crueles a un tiempo, resplandecientes de dura diversión, y la voz empezó a adoptar el fingido acento sureño que era la marca de fábrica de Detta Walker.

—Si es un demonio chica, pa’ti. Pero si es un demonio chico, me lo quedo yo. ¿Tá claro?

Roland asintió.

—¿Y si a este le va todo? ¿Qué pasa entonces, grandullón?

Los labios de Roland se contrajeron en una levísima insinuación de sonrisa.

—Entonces lo poseeremos juntos. Pero acuérdate…

A su lado, Eddie musitó con voz desmayada y remota:

—No todo es silencio en las salas de los muertos. Mirad, el que dormía está despertando. —Volvió los ojos enloquecidos y aterrorizados hacia Roland—. Hay un monstruo.

—El demonio…

—No. Un monstruo. Algo que hay entre las puertas… entre los mundos. Algo que espera. Y está abriendo los ojos.

Susannah miró atemorizada a Roland.

—Alzate, Eddie, y en pie —dijo Roland—. Sé certero.

Eddie respiró hondo.

—Aguantaré en pie hasta que me derribe —prometió—. Ahora tengo que entrar. Ya está empezando.

—Entramos todos —dijo Susannah. Arqueó la espalda y descendió de la silla de ruedas—. Si algún demonio quiere follar conmigo, descubrirá que está follando con la mejor. Le voy a echar un polvo que no olvidará nunca.

Mientras pasaban entre dos de las altas piedras para introducirse en el círculo parlante, empezó a llover.

VEINTICUATRO

En cuanto Jake vio la casa comprendió dos cosas: primero, que ya la había visto antes, en sueños tan terribles que su mente consciente no le permitía recordarlos; segundo, que era un lugar de muerte, asesinato y locura. Se había detenido en la esquina más alejada de la calle Rhinehold con Brooklyn Avenue, a unos setenta metros de Henry y Eddie Dean, pero incluso desde allí percibía que la Mansión, sin hacer caso de los dos hermanos, extendía hacía él unas manos invisibles y anhelantes. Tuvo la sensación de que esas manos estaban provistas de espolones. Espolones muy agudos.

«Me quiere a mí, y no puedo huir. Entrar ahí es la muerte… pero no entrar es locura. Porque en algún rincón de esa casa hay una puerta cerrada. Yo tengo la llave que la abre, y la única esperanza de salvación que me queda está al otro lado».

Con el corazón abatido, examinó detenidamente la Mansión, una casa que casi lanzaba alaridos de anormalidad. Se alzaba en el centro del jardín abandonado y lleno de maleza como un tumor maligno.

Los hermanos Dean habían recorrido nueve manzanas de Brooklyn, andando a paso lento bajo el caluroso sol de la tarde, hasta llegar a una zona que, a juzgar por los nombres de las tiendas y los comercios, tenía que ser Dutch Hill. Y al fin se habían detenido en mitad de aquella manzana, delante de la Mansión. La casa parecía llevar muchos años abandonada, pero a pesar de ello apenas había sufrido actos de vandalismo. Y en otro tiempo, pensó Jake, debía de haber sido una verdadera mansión, el hogar, quizá, de un comerciante próspero y su familia numerosa. En aquellos días de antaño seguramente había sido blanca, pero ahora era de un sucio grisáceo. Todas las ventanas estaban rotas y la deteriorada valla de madera que la rodeaba estaba cubierta de pintadas, pero la casa en sí permanecía intacta.

Se desplomaba bajo la calurosa luz, un desvencijado espectro con tejado de pizarra que crecía en un patio herboso y sembrado de desperdicios y, de algún modo, a Jake le sugirió la imagen de un perro peligroso que se fingía dormido. Su empinado tejado sobresalía sobre el porche delantero como una frente aplastada. Las tablas del porche estaban torcidas y astilladas. Contraventanas que quizá en otro tiempo habían sido verdes colgaban fuera del quicio junto a las ventanas sin cristales, algunas de las cuales aún estaban provistas de viejas cortinas que pendían como tiras de piel muerta. A la izquierda había una antigua espaldera a punto de desprenderse del edificio, sostenida ya no por clavos sino tan solo por las enredaderas sin nombre y de algún modo inmundas que crecían profusamente sobre ella. Había un cartel en el jardín y otro en la puerta. Desde donde Jake estaba, no alcanzaba a leer ninguno de los dos.

La casa estaba viva. Jake lo sabía, podía percibir la conciencia que surgía de las tablas y el tejado pandeado, la sentía manar a ríos desde las cuencas negras de sus ventanas. La idea de acercarse a aquel lugar terrible lo llenaba de abatimiento; la idea de penetrar en su interior lo llenaba de un horror inarticulado. Pero tendría que hacerlo. Notó un zumbido grave y adormecedor en los oídos, el sonido de una colmena en un caluroso día de verano, y por un instante temió desmayarse. Cerró los ojos… y la voz de él le llenó la cabeza.

«Debes venir, Jake. Ese es el camino del Haz, el camino de la Torre y el momento de tu Invocación. Sé certero; álzate; ven a mí».

El miedo no pasó, pero sí aquella horrible sensación de pánico inminente. Abrió los ojos de nuevo y vio que no era el único que percibía el poder y el despertar de la conciencia de la casa.

Eddie estaba intentando alejarse de la cerca. Se volvió hacia Jake, que pudo verle los ojos inquietos y muy abiertos bajo el pañuelo verde de la frente. Su hermano mayor lo sujetó y lo empujó hacia el portón oxidado, pero el gesto estuvo falto de convicción; por lerdo que fuese Henry, la Mansión no le gustaba más que a Eddie.

Se retiraron un poco y siguieron contemplando el lugar. Jake no pudo entender qué se decían, pero su tono de voz era grave e inseguro.

De pronto, Jake recordó lo que Eddie le había dicho en el sueño: «Pero recuerda: hay peligro. Ten cuidado… y apresúrate».

Súbitamente, el Eddie real, el que estaba al otro lado de la calle, alzó la voz lo bastante para que Jake pudiera distinguir las palabras.

—¿Podemos irnos ya, Henry? Por favor. No me gusta. —El tono era de súplica.

—¡Jodido mariquita! —replicó Henry, pero Jake creyó oír alivio en su voz además de condescendencia—. Vámonos.

Volvieron la espalda a la decrépita casa que se agazapaba tras la valla combada y echaron a andar hacia la calzada. Jake retrocedió y se puso a mirar el escaparate de una triste tienducha que lucía el rótulo de ELECTRODOMÉSTICOS DE SEGUNDA MANO DUTCH HILL. Observó cómo Henry y Eddie, dos reflejos borrosos y fantasmales superpuestos a una vieja aspiradora Hoover, cruzaban la calle Rhinehold.

—¿Seguro que no está encantada? —preguntó Eddie cuando llegaron a la acera del lado de Jake.

—No sé qué decirte —respondió Henry—. Ahora que he vuelto a verla, ya no estoy tan seguro.

Pasaron justo por detrás de Jake sin mirarlo.

—¿Tú entrarías? —prosiguió Eddie.

—Ni por un millón de dólares —contestó Henry sin dudarlo.

Doblaron la esquina. Jake se apartó del escaparate y alargó el cuello para verlos marchar. Regresaban por donde habían venido, los dos juntos sobre la acera, Henry arrastrando las pesadas botas de puntera metálica, los hombros encorvados como los de una persona mucho mayor, y Eddie caminando a su lado con gracia natural y espontánea. Sus sombras, que ya se alargaban sobre la calzada, se fundían amigablemente.

Vuelven a casa, pensó Jake, y sintió una oleada de soledad tan intensa que creyó que iba a aplastarle. Cenarán, harán los deberes, discutirán por el programa de televisión y se irán a la cama. Puede que Henry sea un matón despreciable, pero estos dos tienen una vida, una vida con sentido… y ahora vuelven a ella. No sé si se dan cuenta de lo afortunados que son. Tal vez Eddie, supongo.

Jake se volvió, se ajustó las correas de la mochila y cruzó la calle Rhinehold.

VEINTICINCO

Susannah percibió movimiento en la desierta llanura de hierba que se extendía tras el círculo de piedras erguidas: como un viento que suspiraba y susurraba.

—Viene algo —anunció con voz tensa—. Y deprisa.

—Ten cuidado —le pidió Eddie—, pero sácamelo de encima. ¿Entiendes? Sácamelo de encima.

—Te he oído, Eddie. Tú limítate a hacer lo tuyo.

Eddie asintió. Arrodillado en el centro del círculo, alzó ante sus ojos la rama aguzada como si examinara la punta. Luego la bajó y trazó una oscura línea recta en la tierra.

—Cuida de ella, Roland…

—Lo haré si puedo, Eddie.

—… pero sácamelo de encima. Jake está viniendo. Ese hijoputa chalado está viniendo.

Susannah observó que al norte del círculo parlante la hierba se abría en una larga línea oscura, creando un surco que avanzaba en derechura hacia el círculo de piedras.

—Prepárate —advirtió Roland—. Irá a por Eddie. Uno de los dos tendrá que tenderle una emboscada.

Susannah se alzó sobre sus caderas como una serpiente en el cesto de un faquir de la India. Se llevó las manos a la cara, cerradas en duros puños oscuros. Le ardían los ojos.

—Estoy preparada —dijo, y acto seguido gritó—: ¡Ven, muchachote! ¡Ven ahora mismo! ¡Corre como si fuera tu cumpleaños!

La lluvia empezó a arreciar cuando el demonio que allí habitaba hizo su entrada en el círculo como un resonante vendaval. Susannah apenas tuvo tiempo de percibir una densa e implacable masculinidad; le llegó como un olor a ginebra y a enebro que lo hizo lagrimear antes de que se precipitara hacia el centro del círculo. Cerró los ojos y trató de atraparlo, no con los brazos ni con la mente sino con toda la energía femenina que vivía en lo hondo de su ser.

—¡Eh, muchachote! ¿Dondevá? ¡El chocho aquí!

Giró como un remolino. Susannah notó su sorpresa… y luego su hambre cruda, tan plena y urgente como una arteria palpitante. La cosa saltó sobre ella como un violador oculto en la boca de un callejón.

Susannah aulló y se echó hacia atrás con tanta fuerza que se le marcaron todos los músculos y venas del cuello. El vestido que llevaba puesto se le aplastó contra los pechos y el vientre y casi al instante empezó a rasgarse por sí solo. Oía un jadear sin rumbo ni orientación, como si el propio aire hubiera decidido aparearse con ella.

—¡Suze! —chilló Eddie, e hizo ademán de levantarse.

—¡No! —le gritó ella—. ¡Hazlo! ¡Tengo a este hijeputa justo donde… justo donde lo quiero! ¡Sigue, Eddie! ¡Trae al chico! Trae… —Una frialdad embistió contra la carne delicada de entre las piernas. Susannah gruñó, cayó hacia atrás… pero se sostuvo con una mano y se irguió desafiante—. ¡Tráelo aquí!

Eddie miró indeciso a Roland, que asintió con la cabeza. Eddie echó otra mirada fugaz a Susannah con ojos llenos de oscuro dolor y de un miedo aún más oscuro, les volvió la espalda a los dos con aire resuelto y se hincó otra vez de rodillas.

Extendió la rama aguzada que se había convertido en un lápiz improvisado, ajeno a la fría lluvia que le caía sobre los brazos y la nuca. El palo empezó a moverse trazando líneas y ángulos, creando una figura que Roland reconoció al instante.

Era una puerta.

VEINTISÉIS

Jake estiró los brazos, posó las manos en la madera astillada y empujó. El portón giró lentamente sobre sus goznes oxidados y rechinantes. Ante él se abría un sendero desigual de ladrillos. Al fondo del sendero estaba el porche. Al fondo del porche, la puerta. Le habían clavado tablas de un lado a otro.

Se internó poco a poco hacia la casa, con el corazón telegrafiándole rápidos puntos y rayas en la garganta. Entre los ladrillos habían crecido malas hierbas, y Jake oía perfectamente cómo le rozaban los pantalones. Todos sus sentidos parecían haber subido un par de puntos de intensidad. «No tendrás realmente la intención de entrar ahí, ¿verdad?», le preguntaba dentro de la cabeza una voz dominada por el pánico.

Y la respuesta que se le ocurrió le pareció completamente chiflada y al mismo tiempo perfectamente razonable: Todas las cosas sirven al Haz.

El cartel del jardín rezaba:

PROHIBIDO EL PASO

El rectángulo de papel amarillento y manchado de óxido clavado sobre una de las tablas que cruzaban la puerta principal era más sucinto:

PROPIEDAD DECLARADA EN RUINAS POR ORDEN
DE LA AUTORIDAD MUNICIPAL DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK

Jake se detuvo al pie de los escalones y alzó la mirada hacia la puerta. Había oído voces en el solar abandonado y ahora pudo oírlas de nuevo… pero este era un coro de condenados, una jerigonza de amenazas demenciales y promesas igualmente demenciales. Sin embargo tuvo la impresión de que todo era una sola voz. La voz de la casa; la voz de un guardián monstruoso arrancado de su largo y desasosegado sueño.

Pensó fugazmente en la Ruger de su padre e incluso se sintió tentado de sacarla de la mochila, pero ¿de qué iba a servirle? A sus espaldas, el tráfico se movía por la calle Rhinehold en ambas direcciones, y una mujer le gritaba a su hija que dejara de pelar la pava con aquel muchacho y entrara la ropa tendida, pero aquí había otro mundo, un mundo gobernado por algún ser siniestro sobre el que las pistolas no tenían ningún poder.

«Alzate, Jake. Sé certero».

—Muy bien —dijo en voz baja y temblorosa—. Muy bien, lo intentaré. Pero más vale que no vuelvas a dejarme caer.

Muy lentamente empezó a subir los peldaños del porche.

VEINTISIETE

Las tablas que bloqueaban la puerta estaban viejas y podridas, y los clavos oxidados. Jake cogió las dos superiores por el punto donde se cruzaban y tiró con fuerza. Se desprendieron con un chirrido como el que había producido el portón. Las arrojó sobre la barandilla del porche a un viejo arriate en el que solo crecía una maraña de hierbajos. Se agachó, aferró las tablas de abajo… y se quedó quieto unos instantes.

Un sonido hueco cruzaba la puerta; el sonido de un animal babeando de hambre en lo profundo de una tubería de hormigón. Jake sintió que una enfermiza película de sudor empezaba a cubrirle las mejillas y la frente. Estaba tan despavorido que ya no tenía la sensación de ser del todo real, como si se hubiera convertido en un personaje en la pesadilla de otro.

El coro maligno, la presencia maligna, estaba tras aquella puerta. Su sonido rezumaba de allí como un jarabe.

Tiró de las tablas. Cedieron con facilidad.

Naturalmente. Quiere que entre. Tiene hambre, y se supone que yo he de ser el plato principal.

De pronto le vino a la memoria un poema que la señorita Avery les había leído en clase. Supuestamente trataba sobre el dilema del hombre moderno, que ha perdido el contacto con sus raíces y tradiciones, pero Jake tuvo la repentina sensación de que el autor del poema debía de haber visto esa casa: Te mostraré algo distinto / de tu sombra de la mañana que avanza, tras de ti / o de tu sombra del atardecer que se alza a tu encuentro; / yo te mostraré

—Te mostraré el miedo en un puñado de polvo —musitó Jake, y puso la mano en el pomo de la puerta. Al hacerlo, aquella clara sensación de alivio y certidumbre lo inundó de nuevo, la sensación de que esta vez sí, esta vez la puerta se abriría a ese otro mundo, vería un firmamento no contaminado por nieblas químicas y humos industriales, y, en el horizonte remoto, no las montañas sino los brumosos chapiteles azules de una fascinante ciudad desconocida.

Cerró los dedos en torno a la llave de plata que llevaba en el bolsillo, deseando que la puerta estuviese cerrada para poder utilizarla. No lo estaba. Los goznes rechinaron, y el lento movimiento de sus ejes a medida que se abría la puerta hizo caer al suelo escamas de orín. El olor a decadencia golpeó a Jake como un impacto físico: madera mojada, yeso esponjado, listones podridos, tapizados antiguos. Debajo de todos estos olores había otro: el olor del cubil de alguna bestia. Ante él se extendía un penumbroso salón húmedo y rancio. A la izquierda, una escalinata se torcía y se combaba como un puente demencial hacia las sombras del piso superior. Su barandilla caída yacía hecha astillas en el suelo del salón, pero Jake no fue tan necio para creer que lo que estaba viendo eran solo astillas. Entre esos restos había también huesos, los huesos de pequeños animales. Algunos no parecían precisamente huesos de animal, y Jake evitó contemplarlos con demasiado detenimiento; sabía que, si lo hacía, le faltaría valor para seguir adelante. Se detuvo en el umbral e hizo acopio de coraje para dar el primer paso. Oyó un leve rumor apagado, muy seco y muy rápido, y se dio cuenta de que le castañeteaban los dientes.

¿Por qué no me para nadie?, pensó frenéticamente. ¿Por qué nadie me grita desde la acera: «¡Oye, tú! ¡Ahí no se puede entrar! ¿Es que no sabes leer?».

Pero ya sabía por qué. Los peatones preferían circular por el otro lado de la calle, y los que se acercaban a la casa pasaban sin entretenerse.

Aunque alguien mirase por casualidad, no me vería, porque en realidad ya no estoy aquí. Para bien o para mal, ya he dejado mi mundo atrás. He empezado a cruzar. El mundo de él está más adelante, en algún lugar. Esto

Esto era el infierno intermedio.

Jake entró en el vestíbulo, y aunque lanzó un grito cuando la puerta giró y se cerró detrás de él con el sonido de la puerta de un mausoleo que se cierra para siempre, el hecho no le sorprendió.

En lo más hondo, no le sorprendió en absoluto.

VEINTIOCHO

Érase una vez una joven llamada Detta Walker que solía frecuentar los bares de honky-tonk y las tabernas que bordeaban la carretera de Ridgeline en las afueras de Nutley y la Ruta 88, junto a las líneas de alta tensión, en las afueras de Amhigh. En aquellos tiempos tenía piernas y, como dice la canción, sabía utilizarlas. Solía ponerse algún vestido barato muy ceñido que parecía de seda aunque no lo era y bailar con los chicos blancos mientras la orquesta tocaba las canciones de moda entre los blancuchos, como «Double Shot of My Baby’s Love» y «The Hippy-Hippy Shake». Tarde o temprano separaba a alguno de la manada y dejaba que la llevara a su coche, en el aparcamiento. Allí se daban el lote (una de las grandes besadoras del mundo, esta Detta Walker, y nada torpe con las uñas, tampoco) hasta que lo ponía a cien… y entonces lo rechazaba. ¿Qué ocurría luego? Bueno, esta era la cuestión, ¿no? Este era el juego. Algunos lloraban y suplicaban: bien, pero no estupendo. Otros se enfurecían y rugían, lo cual estaba mucho mejor.

Y aunque había recibido bofetadas, puñetazos en el ojo, escupitajos y una vez una patada en el culo tan fuerte que la hizo caer despatarrada sobre la grava del aparcamiento del Molino Rojo, nunca la habían violado. Todos habían vuelto a casa con las pelotas hinchadas, hasta el último blancucho de mierda. Lo cual quería decir, según las reglas de Detta Walker, que ella era la campeona suprema, la reina imbatida. ¿De qué? De ellos. De todos aquellos repeinados, abotonados y estirados blancos hijeputas.

Hasta ahora.

No había manera de resistirse al demonio que moraba en el círculo parlante. Ni manijas que aferrar, ni coche del que escapar, ni edificio al que regresar corriendo, ni mejilla que abofetear, ni cara que arañar, ni pelotas que patear si el blanquito hijeputa tardaba en captar el mensaje.

El demonio estaba sobre ella… y entonces, tan rápido como un rayo, eso estuvo dentro.

Aunque no podía verlo, Susannah notó cómo la empujaba hacia atrás. No podía verle las manos, pero pudo percibir su obra cuando el vestido que llevaba se rasgó con violencia por varios lugares. Luego, de repente, dolor. Tuvo la sensación de que la desgarraban allí abajo, y en su agonía y su sorpresa lanzó un alarido. Eddie volvió la cabeza y entornó los párpados.

—¡Estoy bien! —le gritó—. ¡No te detengas, Eddie, olvídate de mí! ¡Estoy bien!

Pero no era cierto. Por primera vez desde que Detta había entrado en el campo de batalla sexual a la edad de trece años, estaba perdiendo. Una horrenda frialdad hinchada se zambulló en ella; fue como si la jodiera un carámbano.

Advirtió oscuramente que Eddie le daba la espalda para seguir dibujando en la tierra, con su expresión de amorosa inquietud disuelta por la frialdad terrible y concentrada que Susannah a veces percibía en él y le veía en la cara. Bien, así tenía que ser, ¿no? Le había dicho que no se detuviera, que la olvidara, que hiciera lo que tenía que hacer para traer al chico a este lado. Esta era su parte en la invocación de Jake y no tenía derecho a odiar a ninguno de los dos hombres, que no la habían obligado por la fuerza —ni de ningún otro modo— a hacer lo que estaba haciendo, pero cuando la frialdad la congeló y Eddie le volvió la espalda, los odió a los dos; a decir verdad, habría podido arrancarles de cuajo sus blanquitos cojones.

Y entonces Roland acudió a su lado, le sujetó los hombros con sus fuertes manos y, aunque no habló, ella oyó lo que decía: «No luches. Si luchas, no podrás vencer; solo podrás morir. El sexo es su arma, Susannah, pero también es su debilidad».

Sí. Siempre era su debilidad. La única diferencia era que esta vez tendría que dar un poco más… pero quizá eso era bueno. Quizá al final podría conseguir que ese invisible demonio blanquito pagara un poco más.

Se obligó a aflojar los muslos. Se le abrieron de inmediato, trazando una larga huella curva en la tierra. Echó la cabeza atrás, hacia la lluvia que ahora caía con fuerza, y notó la cara de la cosa que se bamboleaba justo encima de la suya, los ojos ávidos que absorbían cada una de sus muecas retorcidas.

Alzó una mano en ademán de abofetear… y en vez de hacerlo la posó sobre la nuca del demonio violador. Fue como palpar una columna de humo sólido. ¿Y no advirtió que el demonio se echaba atrás, sorprendido por la caricia? Balanceó la pelvis hacia delante, utilizando la nuca invisible como punto de apoyo. Al mismo tiempo separó aún más las piernas, haciendo que lo que restaba de su vestido se rompiera por las costuras. ¡Dios, qué grande era!

—Venga —jadeó—. No vas a violarme. Ni lo pienses. ¿Querías joderme? Yo sí que te voy a joder. ¡Te voá echar el polvo de tu vida! ¡Un polvo de muerte!

Sintió que la hinchazón que tenía dentro temblaba; sintió que el demonio intentaba retirarse, al menos momentáneamente, para reunir sus fuerzas.

—No, no, cariño —graznó Susannah, y apretó con fuerza los muslos para retenerlo—. Ahora viene lo divertido. —Empezó a contraer rítmicamente el trasero, bombeando sobre la presencia invisible. Levantó la mano libre, entrelazó los diez dedos y se dejó caer hacia atrás con las caderas en tensión, los brazos extendidos en un abrazo que no parecía estrechar nada. Se apartó de los ojos el cabello empapado de sudor; sus labios se abrieron en una sonrisa de tiburón.

«¡Suéltame!», gritó una voz en su mente. Pero al mismo tiempo notó que el dueño de la voz respondía aun a su pesar.

—De ninguna manera, dulzura. Tú lo has querido… y ahora vasa tenerlo. —Susannah empujó hacia arriba con la pelvis, reteniendo, concentrándose ferozmente en el helado frío que sentía dentro de ella—. Voa derretirte el carámbano, dulzura, y cuando desaparezca… ¿qué vasa hacer cuando desaparezca?

Sus caderas se alzaban y caían, se alzaban y caían. Apretó inexorablemente los muslos, cerró los ojos, clavó las uñas en el cuello que no veía y rezó para que Eddie terminara deprisa.

No sabía cuánto tiempo podría seguir así.

VEINTINUEVE

El problema, conjeturaba Jake, era sencillo: en algún lugar de aquella mansión terrible y decadente había una puerta cerrada. La puerta correcta. Lo único que había que hacer era encontrarla. Pero eso era difícil, porque sentía que la presencia de la casa se estaba congregando. El rumor de todas aquellas voces disonantes empezaba a fundirse en un solo sonido: un susurro grave y rasposo.

Y se acercaba.

A la derecha había una puerta abierta. A su lado, clavado en la pared, un descolorido daguerrotipo mostraba a un ahorcado suspendido como fruta podrida de un árbol muerto. Más allá había un cuarto que en tiempos había sido una cocina. El fogón se había perdido, pero al otro lado del abombado y descolorido linóleo se alzaba una nevera antigua, una de aquellas cajas de hielo. Tenía la puerta abierta. En su interior había una masa negra y maloliente que había rezumado hasta formar en el suelo un charquito, seco desde hacía mucho tiempo. Los armarios de la cocina estaban abiertos. En uno de ellos vio la que probablemente era la más antigua lata de Snow’s Clam Fry-Ettes que se conservaba en el mundo. De otro asomaba la cabeza de una rata muerta. Los ojos eran blancos y daban la impresión de moverse, y al cabo de unos instantes Jake comprendió que las cuencas vacías estaban llenas de culebreantes gusanos.

Algo le cayó en el pelo con un golpe sordo. Jake gritó por el susto, alzó la mano y cogió algo que al tacto parecía una pelota de goma blanda cubierta de cerdas. Se lo quitó de la cabeza y vio que era una araña con el cuerpo hinchado del color de una magulladura reciente. Sus ojos lo contemplaron con estúpida malevolencia. Jake la arrojó contra la pared. Estalló y se quedó adherida, agitando débilmente las patas.

Otra le cayó en el cuello. Jake sintió una picadura repentina y dolorosa justo en el lugar donde acababa el pelo. Retrocedió corriendo hacia el vestíbulo, tropezó con la barandilla derrumbada, cayó pesadamente y notó cómo aplastaba la araña. Sus entrañas —húmedas, febriles y resbaladizas— se le deslizaron por entre los omóplatos como la yema caliente de un huevo. Entonces vio más arañas en el umbral de la cocina. Algunas colgaban de sedosos y casi invisibles hilos como plomadas obscenas; otras se dejaban caer sin más en una sucesión de ruiditos chapoteantes y se escabullían hacia él con entusiasmo para darle la bienvenida.

Jake se levantó de un salto, agitando los brazos en el aire y sin dejar de gritar. Sentía algo en la mente, algo que era como una soga raída que empezaba a ceder. Pensó que se trataba de su cordura y, al comprenderlo así, su considerable valentía se vino abajo por fin. No podía seguir soportando aquello, fuera lo que fuese lo que estuviera en juego. Salió de estampida con la intención de huir si aún era posible, y descubrió demasiado tarde que había cometido un error y que, en lugar de regresar al porche, estaba internándose más en la Mansión.

Fue a dar a un espacio demasiado amplio para ser un comedor o una sala de estar; parecía un salón de baile. Elfos de sonrisa maliciosa cabrioleaban en el empapelado de las paredes y lo escrutaban desde la sombra de sus gorras verdes y puntiagudas. Junto a una de las paredes se veía un sofá cubierto de moho. La araña de luces se había desplomado en el centro del combado suelo de madera, y la cadena corroída por el óxido yacía en un montón de bucles entre las desperdigadas lágrimas y polvorientas cuentas de cristal. Jake esquivó aquella ruina y echó una aterrorizada ojeada por encima del hombro. No vio ninguna araña; de no ser por la asquerosidad que le rezumaba por la espalda, hubiera creído que eran producto de su imaginación.

Volvió la vista al frente y frenó en seco con un patinazo. Ante él se alzaba una doble puerta acristalada, semiabierta sobre sus ranuras empotradas. Más allá se extendía otro pasillo. Al final de este segundo corredor había una puerta cerrada con un pomo dorado. Escritas en la puerta —o acaso grabadas en ella— había dos palabras:

EL CHICO

Bajo el pomo había una placa de plata en filigrana y una cerradura.

¡La encontré!, pensó Jake con vehemencia. ¡Por fin la encontré! ¡Esa es! ¡Esa es la puerta!

Por detrás de él empezó a crecer un gruñido ronco, como si la casa empezara a despedazarse. Jake se volvió y miró hacia el otro extremo del salón de baile. La pared del lado opuesto había comenzado a hincharse, empujando el viejo sofá hacia el centro. El empapelado tembló; los elfos empezaron a ondularse y a danzar. En algunos lugares, el papel se desprendía y se enroscaba en largos pliegues. El yeso se abombó en una curva preñada. Por debajo de él, Jake oyó los chasquidos secos del enlistonado que se rompía y se estructuraba en una forma nueva y todavía oculta. Y el ruido seguía en aumento. Solo que ya no era precisamente un gruñido; ahora sonaba como un grito de odio.

Siguió mirando, hipnotizado, incapaz de apartar los ojos.

El yeso no se agrietó ni cayó al suelo en pedazos; era como si se hubiese vuelto maleable, y a medida que la pared continuaba hinchándose, formando una burbuja blanca irregular de la que aún colgaban tiras y restos del empapelado, la superficie empezó a moldearse en una serie de elevaciones, curvas y valles. Jake comprendió súbitamente que estaba contemplando un enorme rostro movedizo que surgía de la pared. Era como ver a alguien que empuja con la cara una sábana mojada.

Hubo un chasquido más fuerte, y un fragmento de listón roto se liberó de la ondulante pared para convertirse en la mellada pupila de un ojo. Más abajo, la pared se replegó hasta formar una boca contraída en una mueca de odio y llena de dientes quebrados. Jake vio trozos de empapelado adheridos a sus dientes y encías.

Una mano de yeso se desprendió de la pared y arrastró tras de sí un brazalete de cable eléctrico podrido. La mano aferró el sofá y lo echó a un lado, dejando fantasmagóricas huellas blancas en su oscura superficie. Al flexionarse los dedos de yeso se desprendieron más listones, que crearon garras agudas y astillosas. La cara había salido por completo de la pared y contemplaba a Jake con su único ojo de madera. Más arriba, en el centro de la frente, un elfo de papel danzaba todavía. Parecía un tatuaje estrafalario. Sonó un ruido como de algo que se tuerce con violencia, y la cosa empezó a deslizarse hacia él. El marco de la puerta se desprendió, convirtiéndose en un hombro encorvado. La única mano de la cosa se arrastró a zarpazos, haciendo rodar las cuentas de cristal de la araña caída.

Jake recobró el movimiento. Giró en redondo, se lanzó hacia la puerta acristalada y cruzó el pasillo a la carrera con la mochila rebotándole sobre la espalda y la mano derecha hurgando en el bolsillo de la llave. Su corazón era una máquina escapada de la fábrica. Detrás de él, la cosa que estaba formándose con el maderamen de la Mansión emitió un rugido atroz, y aunque no hubo palabras, Jake entendió lo que le decía: le decía que se quedara quieto, le decía que era inútil correr, le decía que no había escapatoria. Ahora, toda la casa parecía viva; en el aire resonaban los chasquidos de la madera y los gemidos de las vigas.

El zumbido demente que era la voz del guardián de la puerta estaba por todas partes.

Jake cerró la mano sobre la llave. Al sacarla, una de las muescas se enganchó en el bolsillo. Los dedos, húmedos de sudor, le resbalaron. La llave cayó al suelo, rebotó, se metió por una grieta entre dos tablones pandeados y desapareció.

TREINTA

—¡Tiene dificultades!

Susannah oyó gritar a Eddie, pero el sonido de su voz era lejano. También ella tenía sus propias dificultades… pero aun así le parecía que quizá no le iba tan mal.

«Voa derretirte el carámbano, dulzura —le había dicho al demonio—. Y cuando desaparezca… ¿qué vasa hacer cuando desaparezca?».

No lo había derretido exactamente, pero sí lo había cambiado. La cosa que tenía dentro no le proporcionaba ningún placer, desde luego, pero al menos el terrible dolor se había apaciguado y la cosa ya no estaba tan fría. Estaba atrapada, incapaz de soltarse. Y Susannah no la retenía exactamente con el cuerpo. Roland le había dicho que el sexo era su debilidad, además de su arma, y como de costumbre estaba en lo cierto. La cosa se había apoderado de ella, pero ella también se había apoderado de la cosa, y ahora era como si ambos tuvieran un dedo atrapado en uno de esos diabólicos tubos chinos que cuanto más tiras más te aprietan.

Susannah se aferraba a una idea para seguir con vida; tenía que hacerlo, porque cualquier otro pensamiento consciente se había desvanecido. Tenía que retener aquella cosa sollozante, asustada y perversa en la trampa de su propia lujuria incontrolada. La cosa empujaba, se debatía y retorcía dentro de ella, pidiendo a gritos que la soltara mientras no cesaba de usar su cuerpo con ansiosa e incontrolable intensidad, pero Susannah no la dejaba escapar.

¿Y qué va a pasar cuando finalmente la suelte?, trataba de imaginar, desesperada. ¿Qué hará para vengarse?

Susannah no lo sabía.

TREINTA Y UNO

La lluvia caía a ráfagas, amenazando con convertir el círculo delimitado por las piedras en un mar de lodo.

—¡Tapa la puerta con algo! —gritó Eddie—. ¡No podemos dejar que la lluvia la borre!

Roland miró de soslayo a Susannah y vio que seguía forcejeando con el demonio. Tenía los ojos medio cerrados y la boca curvada en una mueca hostil. Roland no podía ver ni oír al demonio, pero percibía sus convulsiones coléricas y asustadas.

Eddie volvió su rostro chorreante hacia él.

—¿No me has oído? —gritó—. ¡Tapa la maldita puerta con algo, y hazlo YA!

Roland sacó una piel de la mochila y cogió una punta con cada mano. Seguidamente extendió los brazos y se inclinó sobre Eddie para formar una tienda improvisada. La punta de la estaca que Eddie utilizaba para dibujar estaba empastada de barro. Se la limpió en la manga, dejando una huella del color del chocolate amargo, e inmediatamente volvió a cerrar la mano sobre la estaca y se encorvó para reanudar la tarea. Su dibujo no era exactamente del mismo tamaño que la puerta del otro lado de la barrera, donde estaba Jake —la proporción era quizá de 0,75 a 1—, pero sería lo bastante grande para que el chico pudiera cruzarla… si las llaves funcionaban.

Si es que realmente tiene una llave, ¿no es eso lo que quieres decir?, se preguntó Eddie. ¿Y si la ha perdido… o esa casa le ha hecho perderla?

Dibujó una placa bajo el círculo que representaba el pomo, vaciló un instante, y seguidamente trazó en su interior la conocida silueta del ojo de una cerradura:

Volvió a dudar. Había otra cosa, pero ¿qué? Le resultaba difícil pensar en ello, porque le parecía tener un tornado rugiendo en la cabeza, un tornado en el que revoloteaban pensamientos aleatorios en lugar de cobertizos, excusados y gallineros arrancados por la fuerza del viento.

—¡Vamos, dulzura! —gritó Susannah detrás de él—. ¡Estás aflojando! ¿Qué pasa contigo? ¡Yo te creía un auténtico follador, un chico sin par!

Chico. Eso era.

Con ayuda de la estaca, escribió cuidadosamente EL CHICO en el panel superior de la puerta. En el instante en que terminó la «O», el dibujo se transformó. El círculo de tierra oscurecida por la lluvia se volvió de repente más oscuro… y brotó del suelo, convirtiéndose en un pomo oscuro y reluciente. Y en vez de tierra mojada y parda, vio dentro de la silueta del agujero de la cerradura una tenue luz.

A sus espaldas, Susannah chilló de nuevo al demonio, azuzándolo, pero a juzgar por su voz parecía que empezaba a cansarse. Aquello tenía que terminar, y pronto.

Eddie se inclinó desde la cintura, como un musulmán saludando a Alá, y atisbo por el ojo de la cerradura que había dibujado. A través de él vio su propio mundo, aquella casa que Henry y él habían ido a ver un día de mayo de 1977, sin darse cuenta (excepto que a Eddie no le había pasado por alto; no, no del todo, ni siquiera entonces) de que les seguía un chico de otra parte de la ciudad.

Vio un corredor. Jake estaba de rodillas, tirando frenéticamente de una tabla del suelo. Algo iba a por él. Eddie podía verlo, pero al mismo tiempo no podía: era como si una parte de su cerebro rehusara verlo, como si la visión hubiera de conducir a la comprensión, y la comprensión a la locura.

«¡Deprisa, Jake! —gritó por el ojo de la cerradura—. ¡Muévete, por el amor de Dios!».

Por encima del círculo parlante, un trueno rasgó el cielo como una descarga de artillería y la lluvia se convirtió en granizo.

TREINTA Y DOS

Cuando se le cayó la llave, Jake permaneció un instante inmóvil donde se hallaba, contemplando la angosta hendidura entre dos tablones.

De un modo increíble, le entraron ganas de dormir.

Esto no habría tenido que pasar, se dijo. Esto ya es demasiado. No puedo seguir con esto ni un minuto más, ni un solo segundo. Me acurrucaré contra esa puerta de ahí; me echaré a dormir ahora mismo, enseguida, y cuando esa cosa me coja y me arrastre hacia su boca, ya no me despertaré.

Entonces la cosa que surgía de la pared lanzó un gruñido, y cuando Jake alzó la mirada, sus deseos de rendirse se esfumaron en una oleada de terror. Ahora ya había salido por completo de la pared: una gigantesca cabeza de yeso con un ojo de madera rota y una mano de yeso que se tendía hacia él. Del cráneo le brotaban trozos de listones agrupados al azar, como el cabello de un dibujo infantil. Al ver a Jake, abrió la boca, dejando al descubierto sus astillosos dientes de madera. Volvió a gruñir. De su boca salió polvo de yeso, como una bocanada de humo de puro.

Jake se hincó de rodillas y examinó la hendidura. La llave era un leve y gallardo destello de trémula luz plateada en la oscuridad, pero la rendija era demasiado estrecha para que le cupiesen los dedos. Aferró una de las tablas y tiró con todas sus fuerzas. Los clavos que la sujetaban chirriaron, pero resistieron.

Sonó un ruido estrepitoso. Jake miró hacia el corredor y vio que la mano, que era más grande que él, cogía la araña de luces y la arrojaba a un lado. La cadena oxidada que en otro tiempo la mantenía suspendida se alzó como un látigo y cayó con un chasquido. Una lámpara muerta que colgaba de una cadena sobre la cabeza de Jake se puso a temblar con un repique de cristal sucio contra latón antiguo.

La cabeza del guardián, unida solo al hombro encorvado y el brazo extendido, avanzó deslizándose por el suelo. Más atrás, los restos de la pared se vinieron abajo en una nube de polvo. Un instante después los fragmentos se reacomodaron y se convirtieron en la espalda nudosa y retorcida de aquel ser.

El guardián de la puerta captó la mirada de Jake y esbozó una apariencia de sonrisa. Al hacerlo, en sus arrugadas mejillas asomaron astillas de madera. La cosa avanzó a rastras por entre la bruma de polvo que llenaba el salón de baile, abriendo y cerrando la boca. La enorme mano, buscando a tientas un punto de apoyo entre los cascotes, arrancó de sus rieles un ala de la puerta corredera.

Jake gritó sin aliento y empezó a sacudir la tabla otra vez. No cedía. De pronto le llegó la voz del pistolero:

«¡La otra, Jake! ¡Prueba con la otra!».

Soltó la tabla de la que estaba tirando y cogió la del otro lado de la hendidura. Mientras lo hacía, le habló otra voz. Pero esta no la oyó dentro de su cabeza sino con los oídos, y comprendió que procedía del otro lado de la puerta; la puerta que había estado buscando sin descanso desde el día en que no lo atropellaron en la calle.

«¡Deprisa, Jake! ¡Muévete, por el amor de Dios!».

Cuando tiró de esta segunda tabla, se desprendió tan fácilmente que Jake estuvo a punto de caerse de espaldas.

TREINTA Y TRES

En la entrada de la tienda de electrodomésticos de segunda mano situada enfrente de la Mansión había dos mujeres paradas. La mayor era la dueña; la más joven era la única cliente que había en la tienda cuando empezaron los ruidos de paredes que se hundían y vigas que se partían. Sin darse cuenta de que lo hacían, cada una le pasó el brazo por la cintura a la otra y se quedaron las dos así, temblando como niñas que han oído un ruido en la oscuridad.

Calle arriba, tres muchachos que se dirigían al campo de béisbol de Dutch Hill se pararon a contemplar la casa con la boca abierta; la carretilla Red Ball Flyer cargada de material para jugar al béisbol quedó olvidada a su espalda. Un repartidor acercó su camioneta a la acera y bajó a mirar. Los clientes del Colmado de Henry y del Pub Dutch Hill se precipitaban a la calle y miraban frenéticamente a todos lados.

Entonces la tierra empezó a temblar, y una fina red de grietas se abrió paso por la calle Rhinehold.

—¿Es un terremoto? —les gritó el conductor de la camioneta de reparto a las dos mujeres paradas ante la tienda de electrodomésticos, pero en lugar de esperar su respuesta trepó de un salto a la cabina de su vehículo y se alejó rápidamente, circulando por el lado izquierdo de la calle para mantenerse lo más lejos posible de la casa en ruinas que era el epicentro de aquella convulsión.

La casa entera parecía inclinarse hacia dentro. Las tablas se rompían, saltaban de la fachada y caían al jardín en una lluvia de astillas. Sucias cataratas negruzcas de placas de pizarra se derramaban por los aleros. Hubo una detonación atronadora y una larga grieta zigzagueante se abrió de arriba abajo en el centro de la Mansión. La puerta desapareció en ella, e inmediatamente toda la casa empezó a engullirse a sí misma de fuera adentro.

La más joven de las mujeres se desasió de repente.

—Yo me voy de aquí —anunció, y echó a correr calle arriba sin mirar atrás.

TREINTA Y CUATRO

Un viento caluroso y extraño empezó a suspirar por el pasillo con tanta intensidad que echó hacia atrás la sudorosa cabellera de Jake mientras sus dedos se cerraban sobre la llave de plata. En aquel momento comprendió, de una manera instintiva, qué era aquel lugar y qué estaba ocurriendo. El guardián de la puerta no solo moraba en la casa sino que era la casa: cada tabla, cada teja, cada alféizar, cada alero. Y ahora estaba pugnando, convirtiéndose en una representación demencialmente distorsionada de su verdadera forma. Su intención era atrapar al chico antes de que pudiera usar la llave. Por detrás de la gigantesca cabeza blanca y de la masa torcida del hombro, Jake vio tablas, tejas, alambre y trozos de vidrio —incluso la puerta de la calle y la barandilla rota— que volaban por el vestíbulo principal y acudían al salón de baile para añadirse a la masa que allí había tomado forma, contribuyendo a crear el deforme hombre de yeso que no cesaba de extender hacia él su mano monstruosa.

Jake retiró la mano del agujero entre las tablas y vio que la tenía cubierta de grandes escarabajos irritados. Dio una palmada contra la pared para sacudírselos y lanzó un grito cuando la pared se abrió e inmediatamente trató de volver a cerrarse en torno a su muñeca. Apartó la mano justo a tiempo, giró en redondo e introdujo la llave de plata en la cerradura.

El hombre de yeso volvió a rugir, pero su voz quedó momentáneamente sofocada por un grito armónico que Jake reconoció al instante: lo había oído en el solar vacío, pero entonces era más quedo, tal vez soñador. Ahora era un grito inequívoco de triunfo. Le invadió de nuevo aquella sensación de certidumbre —abrumadora, indiscutible—, y esta vez Jake sintió la certeza de que no habría decepción. En aquella voz podía oír toda la afirmación que necesitaba. Era la voz de la rosa.

La tenue luz del pasillo se oscureció cuando la mano de yeso arrancó la segunda puerta acristalada y penetró con dificultad en el pasillo. La cara se pegó al hueco que quedaba sobre la mano para mirar a Jake. Los dedos de yeso se arrastraron hacia él como las patas de una araña inmensa.

Jake hizo girar la llave y sintió que le subía por el brazo un súbito chorro de energía. Oyó el chasquido sordo y grave del pestillo al descorrerse. Asió el pomo, lo giró y dio un tirón a la puerta. La puerta se abrió por completo, y Jake lanzó un alarido de horror y asombro al ver lo que había al otro lado.

La puerta estaba tapiada con tierra, de arriba abajo y de un lado a otro. Aquí y allá asomaban raíces como manojos de alambre. Algunas lombrices, al parecer tan confundidas como el propio Jake, deambulaban al azar sobre aquella masa de tierra en forma de puerta. Unas volvían a penetrar en ella; otras seguían pululando, como si trataran de imaginar dónde diablos se había metido la tierra que un momento antes tenían debajo. Una le cayó sobre la zapatilla.

El ojo de la cerradura duró un poco más, proyectando una mancha de luz blanca y nebulosa sobre la camisa de Jake. Más allá —tan cerca, tan inalcanzable—, oyó el rumor de la lluvia y el apagado retumbar de un trueno en un cielo abierto. Después, incluso el ojo de la cerradura desapareció, y unos dedos de yeso gigantes cogieron a Jake por la pierna.

TREINTA Y CINCO

Eddie no sintió la mordedura del granizo cuando Roland arrojó la piel, se levantó y corrió hacia Susannah.

El pistolero la sujetó por las axilas y la arrastró —con todo el cuidado y delicadeza de que fue capaz— hada el lugar donde Eddie permanecía agazapado.

—¡Suéltalo cuando yo te diga, Susannah! —le gritó Roland—. ¿Has entendido? ¡Cuando yo te diga!

Eddie no vio ni oyó nada de esto. Solo oía a Jake, que gritaba débilmente al otro lado de la puerta.

Había llegado el momento de utilizar la llave.

Se la sacó de la camisa y la introdujo en la cerradura que había dibujado. Intentó hacerla girar. La llave no se movió ni un milímetro. Eddie alzó la cara hacia la pedrea de granizo, ajeno a los granos de hielo que le golpeaban la frente, las mejillas y los labios, dejando ronchas y marcas rojizas.

—¡NO! —aulló—. ¡OH, DIOS, POR FAVOR! ¡NO!

Pero no hubo respuesta de Dios; solo el estampido de otro trueno y un relámpago que cruzó un cielo cargado de veloces nubarrones.

TREINTA Y SEIS

Jake dio un salto, aferró la cadena de la lámpara que colgaba sobre él y se desprendió de los dedos engarfiados del guardián. Después se balanceó hacia atrás, utilizó la tierra compacta del umbral para darse impulso y salió volando hacia delante como Tarzán en una liana. Al acercarse a los dedos, levantó las piernas y los pateó con fuerza. El yeso estalló en pedazos y dejó al descubierto un burdo esqueleto de listones. El hombre de yeso lanzó un rugido de hambre y furor entremezclados. Por debajo del rugido, Jake oyó desplomarse toda la casa, como la de aquella narración de Edgar Allan Poe.

El movimiento de péndulo lo llevó otra vez a la pared de tierra compacta que obstruía el umbral; Jake volvió a darse impulso y se lanzó de nuevo hacia delante. La mano se alzó hacia él, y Jake empezó a patearla desesperadamente, moviendo las piernas como tijeras. Los dedos de madera se agitaron y sintió un dolor agudo en el pie. Cuando la cadena regresó hacia atrás, le faltaba una zapatilla.

Jake buscó un asidero que le permitiera subir por la cadena; lo encontró y empezó a trepar hacia el techo centímetro a centímetro. En lo alto se produjo un ruido sordo y crujiente. Un fino polvillo de yeso empezó a caer sobre su rostro sudoroso, vuelto hacia arriba. El cielorraso estaba cediendo; la cadena de la lámpara iba surgiendo de él eslabón por eslabón. En el extremo del pasillo sonó un ruido de piedras aplastadas, y el hombre de yeso consiguió por fin introducir su hambrienta cara por la abertura.

Jake osciló inexorablemente hacia aquella cara sin dejar de gritar.

TREINTA Y SIETE

El terror y el pánico que Eddie estaba sintiendo desaparecieron de pronto. Lo envolvió el manto de frialdad, un manto que Roland de Gilead había vestido muchas veces. Era la única armadura que poseía un auténtico pistolero… y la única que alguien así necesitaba. En el mismo instante, una voz le habló mentalmente. En los últimos tres meses le habían acosado otras voces semejantes: la voz de su madre, la de Roland y, naturalmente, la de Henry. Pero esta, advirtió con alivio, era la suya propia, y por fin era serena, racional y valerosa.

Viste la forma de la llave en el fuego y volviste a verla en la madera, y las dos veces la viste perfectamente. Luego, te pusiste una venda de miedo sobre los ojos. Quítatela. Quítatela y mira otra vez. Puede que aún no sea demasiado tarde.

Eddie era vagamente consciente de que el pistolero lo miraba con hosquedad; vagamente consciente de que Susannah le gritaba al demonio con voz más apagada pero todavía desafiante; vagamente consciente de que, al otro lado de la puerta, Jake chillaba de terror… ¿O era ya de agonía?

Apartó todo esto de su mente. Retiró la llave de madera de la cerradura dibujada, de la puerta que se había vuelto real, y la contempló fijamente, intentando recobrar el deleite inocente que a veces había conocido cuando era un niño; el deleite de ver una forma coherente oculta bajo una apariencia de sinsentido. Y ahí estaba, el lugar donde había errado, tan claramente visible que Eddie no logró comprender cómo había podido pasarle por alto hasta entonces. Realmente debía de tener una venda en los ojos, pensó. Era la forma en ese del extremo, por supuesto. La segunda curva era ligeramente gruesa. Muy ligeramente.

—Cuchillo —pidió, y extendió la palma como un cirujano en el quirófano. Roland se lo puso en la mano sin decir palabra.

Eddie sujetó la parte alta de la hoja entre el pulgar y el índice de la mano derecha. Se inclinó sobre la llave, sin sentir el granizo que le caía con violencia sobre el cuello descubierto, y la forma encerrada en la madera resaltó con más precisión; resaltó con su admirable e innegable realidad propia.

Raspó.

Una vez.

Con suavidad.

Una sola viruta de fresno —tan delgada que era casi transparente— se enroscó sobre el vientre de la forma en ese del extremo de la llave.

Al otro lado de la puerta, Jake Chambers volvió a chillar.

TREINTA Y OCHO

La cadena se desprendió con un matraqueo estrepitoso y Jake cayó pesadamente sobre las rodillas. El guardián de la puerta lanzó un rugido de triunfo. La mano de yeso cogió a Jake por las caderas y empezó a arrastrarlo hacia el otro extremo del pasillo. Jake extendió las piernas por delante y plantó los pies, pero no le sirvió de nada. Astillas y clavos cubiertos de orín se le hundieron en la piel cuando la mano estrechó su presa y continuó arrastrándolo.

La cara parecía embutida justo al comienzo del corredor como un corcho en una botella. La presión que había ejercido para llegar hasta allí había comprimido sus facciones rudimentarias hasta darles una nueva forma, la de una especie de ogro deforme y monstruoso. La boca se abrió en toda su extensión para recibir a Jake. El chico empezó a buscar desesperadamente la llave para utilizarla como un talismán de último recurso, pero la había dejado en la puerta, por supuesto.

—¡Hijo de puta! —aulló, y se arrojó hacia atrás con todas sus fuerzas, arqueando la espalda como un saltador olímpico sin atender a los listones rotos que se le clavaban como un cinturón de clavos. Notó que los tejanos le resbalaban piernas abajo, y el apretón de la mano se aflojó momentáneamente.

Jake se lanzó de nuevo hacia la puerta. La mano se cerró con brutalidad, pero los tejanos se deslizaron hasta las rodillas y Jake acabó cayendo de espaldas; la mochila amortiguó el golpe. La mano aflojó, tal vez con la idea de buscar una presa más firme en el cuerpo del muchacho. Jake pudo encoger un poco las rodillas y, cuando la mano volvió a apretar, estiró por completo las piernas. La mano tiró hacia atrás al mismo tiempo y sucedió lo que Jake deseaba: los tejanos (y la zapatilla que le quedaba) le fueron arrancados del cuerpo y quedó libre de nuevo, al menos por el momento.

Alcanzó a ver cómo la mano giraba sobre su muñeca de tablas y yeso en desintegración y hundía los pantalones en la boca, y de inmediato empezó a gatear hacia el umbral obstruido, ajeno a los trozos de vidrio de la lámpara caída, pensando únicamente en recobrar la llave.

Casi había llegado a la puerta cuando la mano se cerró sobre sus piernas desnudas y empezó a tirar nuevamente de él.

TREINTA Y NUEVE

Había sacado la forma, por fin la había sacado del todo.

Eddie volvió a meter la llave en la cerradura y trató de accionarla. Notó una breve resistencia… e inmediatamente la llave giró bajo su mano. Oyó girar el mecanismo, oyó correr el pestillo; notó que la llave se partía en dos en cuanto hubo cumplido su función. Asió el bruñido tirador con ambas manos y tiró de él hacia arriba. Tuvo la sensación de un gran peso que se desplazaba sobre un fulcro invisible, la sensación de que su brazo había sido dotado de una fuerza sin límites, y la evidencia de que dos mundos habían entrado súbitamente en contacto, y que se había abierto un paso entre los dos.

Experimentó un instante de vértigo y desorientación, y al mirar al otro lado del umbral comprendió el porqué: aunque miraba desde lo alto —verticalmente—, veía horizontalmente. Era como una extraña ilusión óptica creada con prismas y espejos. Y entonces vio a Jake, que era arrastrado hacia atrás por el corredor sembrado de fragmentos de yeso y cristal, hincando los codos en el suelo, las pantorrillas sujetas por una mano gigante. Y vio la boca monstruosa que lo esperaba, emitiendo vaharadas de una niebla blanca que tanto podía ser humo como polvo.

—¡Roland! —gritó Eddie—. Roland, lo ha atra…

Y entonces cayó derribado de un golpe.

CUARENTA

Susannah se sintió alzada en vilo y agitada por el aire en un torbellino de giros. El mundo era borroso como si lo viera desde un tiovivo: las piedras en pie, el cielo gris, la tierra cubierta de granizo… y un agujero rectangular que parecía un escotillón abierto en el suelo. Un escotillón del que salían gritos. Dentro de Susannah, el demonio rabiaba y se debatía sin otro deseo que escapar, pero incapaz de conseguirlo mientras ella no lo permitiera.

—¡Ahora! —le gritó Roland—. ¡Suéltalo ya, Susannah! ¡Por la gloria de tu padre, suéltalo!

Y ella lo soltó.

Susannah (con ayuda de Detta) había construido en su mente una trampa para el demonio, algo así como una red de juncos entrelazados, y llegado el momento la cortó. Sintió que el demonio retrocedía inmediatamente y hubo un instante de terrible oquedad, de terrible vacío. Pero esta impresión fue vencida de inmediato por el alivio y por una sombría sensación de repugnancia y suciedad.

Cuando el peso invisible del demonio se retiró, Susannah alcanzó a vislumbrarlo: una forma inhumana semejante a una mantarraya de enormes alas onduladas y algo que parecía un cruel garfio de descargador curvado hacia arriba por detrás. Vio/sintió relampaguear la cosa sobre el agujero abierto en el suelo. Vio a Eddie alzar la cara con los ojos muy abiertos. Vio a Roland abrir los brazos para atrapar al demonio.

El pistolero dio un tambaleante paso atrás, casi derribado por el peso invisible del demonio, e inmediatamente cargó hacia delante con los brazos llenos de nada.

Aferrando firmemente esa nada, saltó por la puerta y desapareció.

CUARENTA Y UNO

Una repentina luz blanca iluminó el pasillo de la Mansión; una ráfaga de granizo azotó las paredes y rebotó sobre las tablas rotas del piso. Jake oyó gritos confusos, y súbitamente vio llegar al pistolero. Le dio la impresión de que caía, como si hubiera saltado desde una altura. Tenía los brazos extendidos ante él y las puntas de los dedos engarfiadas.

Jake sintió que los pies le resbalaban hacia la boca del guardián de la puerta.

—¡Roland! —gritó—. ¡Ayúdame, Roland!

El pistolero abrió las manos y al instante los brazos se le separaron violentamente. Se tambaleó. Jake notó el roce de unos dientes aserrados, listos para desgarrar carne y triturar hueso, y enseguida algo inmenso pasó volando sobre su cabeza como un golpe de viento. Al cabo de un instante desaparecieron los dientes. La mano que le tenía sujetas las piernas se aflojó. Oyó que la garganta polvorienta del guardián empezaba a emitir un chillido ultraterreno de dolor y de sorpresa que de pronto se apagó y quedó bloqueado.

Roland cogió a Jake y lo puso en pie.

—¡Has venido! —exclamó Jake—. ¡Has venido de veras!

—He venido, sí. He venido por la gracia de los dioses y el valor de mis amigos.

Cuando el guardián volvió a rugir, Jake estalló en lágrimas de alivio y de terror. Ahora el ruido de la casa era como el de un buque zozobrando en mar gruesa. No cesaban de caer trozos de yeso y de madera alrededor de los dos. Roland cogió a Jake en brazos y echó a correr hacia la puerta. La mano de yeso, buscando a tientas, le golpeó una bota y lo lanzó hacia la pared, que de nuevo intentó morder. Roland se apartó, dio la vuelta y sacó la pistola. Disparó dos veces contra la mano que se agitaba al azar, y sus balas vaporizaron uno de los burdos dedos de yeso. Más allá, el rostro del guardián había dejado de ser blanco para adquirir un tono amoratado, como si se le hubiera atragantado algo; algo que iba tan deprisa que se metió en la boca del monstruo y se le incrustó en el gaznate antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Roland se volvió otra vez y cruzó la puerta a la carrera. Aunque no había ningún obstáculo visible, algo lo paró en seco durante un instante, como si hubieran tendido una malla invisible en el umbral.

Entonces notó que las manos de Eddie lo cogían del cabello y tiraban de él, no hacia delante sino hacia arriba.

CUARENTA Y DOS

Salieron al aire húmedo y a la menguante granizada como bebés en el momento de nacer. Eddie era su comadrona, como el pistolero le había advertido. Estaba tendido boca abajo con las piernas abiertas y los brazos hundidos en la puerta, aferrando mechones del cabello de Roland.

—¡Suze! ¡Ayúdame!

Ella serpenteó hacia el umbral, metió los brazos y, buscando a tientas, pasó una mano bajo la barbilla de Roland. El pistolero subió hacia ella con la cabeza echada hacia atrás y los labios entreabiertos en una mueca de dolor y esfuerzo.

Eddie notó una sensación de algo que se rasgaba y se encontró en la mano con un grueso mechón de cabello veteado de gris.

—¡Se me escapa!

—¡Este hijoputa… no se va… a ninguna parte! —exclamó Susannah entre dientes, y dio un tirón terrible, como si quisiera arrancarle el cuello a Roland.

Dos manos más pequeñas salieron de la puerta que se había abierto en el centro del círculo parlante y se colgaron del borde. Libre del peso de Jake, Roland pudo apoyar un codo fuera y, un instante después, se izó al exterior. Mientras él salía, Eddie sujetó a Jake por las muñecas y lo sacó a la superficie.

Jake rodó sobre su espalda y permaneció allí tendido, jadeando.

Eddie se volvió hacia Susannah, la cogió entre sus brazos y empezó a cubrirle de besos la frente, las mejillas y el cuello. Reía y lloraba al mismo tiempo. Ella le abrazó con fuerza, respirando hondo… pero en sus labios había una leve sonrisa de felicidad y una mano se deslizó sobre los mojados cabellos de Eddie en lentas caricias satisfechas.

Desde abajo les llegó una calderada de sonidos negros: chillidos, bramidos, detonaciones y chasquidos.

Roland se alejó a rastras del agujero, con la cabeza gacha. El pelo se le encrespaba en una masa enmarañada. Hilillos de sangre le corrían por las mejillas.

—¡Ciérrala! —le ordenó a Eddie con voz jadeante—. ¡Ciérrala, por la gloria de tu padre!

Eddie tiró de la puerta y los vastos goznes invisibles hicieron el resto. La puerta cayó con un potente estampido átono, suprimiendo todo sonido del otro lado. Mientras Eddie miraba, las líneas que habían delimitado sus bordes se desdibujaron hasta convertirse de nuevo en marcas borrosas sobre la tierra. El pomo perdió el volumen y volvió a ser un simple círculo trazado con un palo. Donde antes estaba el ojo de la cerradura quedó solo una tosca silueta de la que emergía un pedazo de madera, como la empuñadura de una espada incrustada en roca.

Susannah se acercó a Jake y le ayudó suavemente a sentarse.

—¿Estás bien, cariño?

Él la miró con perplejidad.

—Sí, creo que sí. ¿Dónde está? El pistolero, quiero decir. Tengo que preguntarle una cosa.

—Estoy aquí, Jake —dijo Roland. Se puso en pie, avanzó tambaleante y se agachó al lado de Jake. Tocó la suave mejilla del chico casi con incredulidad.

—¿No me dejarás caer esta vez?

—No —le prometió Roland—. Ni esta vez ni nunca.

Pero en la oscuridad más profunda de su corazón, pensó en la Torre y dudó.

CUARENTA Y TRES

El granizo dio paso a un intenso chaparrón, pero Eddie ya veía resplandores de cielo azul tras los nubarrones que se apelotonaban hacia el norte. La tormenta no tardaría en terminar, pero entretanto acabarían calados.

Se dio cuenta de que no le importaba. No podía recordar cuándo se había sentido tan sereno, tan en paz consigo mismo, tan absolutamente exhausto. Aquella loca aventura no había terminado aún —de hecho, Eddie sospechaba que apenas acababa de empezar—, pero aquel día habían hecho algo grande.

—¿Suze? —Le apartó los cabellos de la cara y contempló sus ojos oscuros—. ¿Cómo estás? ¿Te ha hecho daño?

—Un poco, pero estoy bien. Creo que esa zorra de Detta Walker sigue siendo la campeona invicta de los bares de carretera, con demonio o sin él.

—¿Qué significa eso?

Susannah sonrió maliciosamente.

—No mucho, ya no… gracias a Dios. ¿Y tú, Eddie? ¿Estás bien?

Eddie prestó oído a la voz de Henry y no la oyó. Tenía la idea de que quizá la voz de Henry se había ido para siempre.

—Mejor aún —respondió, y volvió a estrecharla en sus brazos, entre risas. Por encima del hombro alcanzó a ver lo que restaba de la puerta: apenas unos trazos y ángulos confusos. Pronto la lluvia los borraría también.

CUARENTA Y CUATRO

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Jake a la mujer de las piernas que terminaban justo encima de la rodilla. De repente se dio cuenta de que en sus esfuerzos por escapar del guardián había perdido los pantalones, y se estiró los faldones de la camisa para taparse la ropa interior. Claro que, puestos a fijarse en detalles, tampoco a ella le quedaba demasiado vestido.

—Susannah Dean —dijo ella—. Y tú ya sé cómo te llamas.

—Susannah —repitió Jake, pensativo—. Tu padre no será el dueño de una compañía ferroviaria, ¿verdad?

Ella se quedó atónita, pero enseguida echó la cabeza atrás y se rio de buena gana.

—¡Dios mío, no! Era un dentista que inventó unas cuantas cosas y se hizo rico. ¿Cómo se te ha ocurrido preguntarme una cosa así, cariño?

Jake no respondió. Había puesto su atención en Eddie. El terror ya había abandonado su rostro, y sus ojos habían recobrado aquella mirada fría y calculadora que tan bien recordaba Roland de la Estación de Paso.

—Hola, Jake —le saludó Eddie—. Me alegro mucho de verte.

—Hola —dijo Jake—. Ya es la segunda vez que te veo hoy, pero antes eras mucho más joven.

—Hace diez minutos era mucho más joven. ¿Cómo estás?

—Bien —respondió Jake—. Algunos rasguños, nada más. —Miró en derredor—. Todavía no habéis encontrado el tren. —No lo dijo como una pregunta.

Eddie y Susannah cruzaron una mirada de perplejidad, pero Roland se limitó a negar con un gesto.

—No hay tren.

—¿Se han ido tus voces?

Roland asintió.

—Se han ido. ¿Y las tuyas?

—Se han ido. Vuelvo a estar entero. Los dos lo estamos.

Se miraron en el mismo instante, con el mismo impulso. Cuando Roland lo alzó entre sus brazos, se rompió el antinatural autodominio del muchacho y empezó a sollozar; fue el llanto exhausto y aliviado de un chiquillo que ha estado mucho tiempo perdido, ha sufrido mucho y por fin vuelve a estar a salvo. Mientras los brazos de Roland le rodeaban la cintura, los de Jake pasaron sobre el cuello del pistolero y se aferraron como ganchos de acero.

—Nunca volveré a abandonarte —dijo Roland, y entonces fue a él a quien le brotaron las lágrimas—. Te lo juro por los nombres de todos mis padres: nunca volveré a abandonarte.

Pero su corazón, aquel silencioso y vigilante prisionero perpetuo del ka, recibió las palabras de esta promesa no solo con duda sino con desconfianza.