UNO
Eddie estaba casi dormido cuando una voz le habló claramente al oído: «Dile que coja la llave. La llave hace callar las voces».
Se incorporó de golpe y dirigió una mirada frenética a su alrededor. Susannah dormía profundamente junto a él; esa voz no había sido la de ella.
Ni de nadie, al parecer. Llevaban ya ocho días caminando por el bosque, siguiendo el camino del Haz, y aquella tarde habían acampado en la angosta hendidura de un valle recóndito. Cerca de ellos, a su izquierda, rugía un torrente impetuoso que discurría en la misma dirección que ellos: hacia el sudeste. A la derecha, una empinada ladera cubierta de abetos. No había intrusos allí; solo Susannah dormida y Roland despierto. Eddie se sentó, acurrucado bajo la manta al borde del torrente y con la vista fija en la oscuridad.
«Dile que coja la llave. La llave hace callar las voces».
Solo vaciló un instante. Lo que estaba en la balanza era la cordura de Roland y la balanza se desplazaba cada vez más hacia el lado malo, y lo peor de todo el asunto era esto: nadie lo sabía mejor que el propio Roland. A aquellas alturas, Eddie estaba dispuesto a aferrarse a cualquier brizna de esperanza.
Su almohada era un rectángulo de piel de venado doblada. Metió la mano bajo ella y sacó un bulto envuelto en un pedazo de cuero sin curtir. Se aproximó a Roland, y le turbó constatar que el pistolero no advirtió su presencia hasta que llegó a menos de cuatro pasos de su espalda desprotegida. Hubo un tiempo —y de ello no hacía tanto— en que Roland hubiera sabido que Eddie estaba despierto antes incluso de que Eddie se incorporase. Habría percibido el cambio en su respiración.
Estaba más alerta allá en la playa, cuando estaba medio muerto por los mordiscos de aquellas langostruosidades, pensó Eddie sombríamente.
Roland volvió por fin la cabeza y lo miró de soslayo. Tenía los ojos brillantes por el dolor y el cansancio, pero Eddie advirtió que estas cosas solo le prestaban un fulgor superficial. Por debajo, percibió una creciente confusión que casi con toda certeza se convertiría en demencia si seguía desarrollándose sin trabas. La compasión hizo que se le encogiera el corazón.
—¿No puedes dormir? —le preguntó Roland. Su voz era lenta, casi drogada.
—Estaba casi dormido, y de pronto me he despertado —dijo Eddie—. Escucha…
—Creo que estoy preparándome a morir. —Roland se volvió hacia Eddie. El brillante fulgor abandonó sus ojos, y ahora mirarlos era como contemplar dos profundos y oscuros pozos que no parecían tener fondo. Eddie se estremeció, más por aquella mirada vacía que por lo que Roland acababa de decir—. ¿Y sabes qué espero hallar en el claro al final del camino?
—Roland…
—Silencio —respondió Roland a su propia pregunta, y exhaló un polvoriento suspiro—. Solo silencio. Eso será suficiente. El fin de… esto.
Se apretó las sienes con los puños cerrados, y Eddie pensó:
He visto hacer lo mismo a otra persona, y no hace mucho. Pero ¿quién? ¿Dónde?
Era absurdo, desde luego; no había visto a nadie más que a Roland y a Susannah desde hacía cerca de dos meses. Pero, aun así, tenía la sensación de que era cierto.
—He estado haciendo una cosa, Roland —dijo Eddie.
Roland asintió con la cabeza. La sombra de una sonrisa le rozó los labios.
—Ya sé. ¿De qué se trata? ¿Por fin estás dispuesto a decirlo?
—Creo que podría ser parte de este asunto del ka-tet.
La expresión ausente desapareció de los ojos de Roland. Contempló a Eddie con aire pensativo, pero no dijo nada.
—Mira. —Eddie empezó a desenvolver el pedazo de cuero.
«¡No servirá de nada! —bramó de pronto la voz de Henry. Era tan intensa que Eddie hasta se encogió un poco y todo—. ¡Solo es una estúpida madera tallada! ¡Le echará un vistazo y se echará a reír! ¡Se reirá de ti! «¡Ay, mira esto!», dirá. “¿El mariquita ha tallado una figura?”».
—Cierra el pico —masculló Eddie.
El pistolero enarcó las cejas.
—No te lo digo a ti.
Roland, sin sorprenderse, esbozó un gesto de asentimiento.
—Tu hermano acude a ti con frecuencia, ¿verdad, Eddie?
Por un instante Eddie se lo quedó mirando sin responder, con la talla todavía oculta en el recuadro de cuero. Luego sonrió. No fue una sonrisa muy agradable.
—No con tanta frecuencia como antes, Roland. Gracias a Dios por los pequeños favores.
—Sí —admitió Roland—. Demasiadas voces son un peso gravoso para el corazón de un hombre… ¿Qué es, Eddie? Enséñamelo, por favor.
Eddie le mostró el trozo de fresno. La llave, casi completa, surgía de él como la cabeza de una mujer de la proa de un velero… o la empuñadura de una espada de un pedazo de roca. Eddie no sabía hasta qué punto había conseguido reproducir la forma de la llave que había visto en el fuego (ni lo sabría nunca, pensó, a menos que encontrase la cerradura adecuada en que probarla), pero creía que se había aproximado bastante. De una cosa estaba seguro: era la mejor talla que jamás había hecho. Con diferencia.
—¡Por los dioses, Eddie, qué hermosa es! —exclamó Roland. La apatía había desaparecido de su voz; habló en un tono de reverencia sorprendida que Eddie no le había oído nunca—. ¿Está terminada? Todavía no, ¿verdad?
—No, no del todo. —Deslizó el pulgar sobre la tercera muesca, y luego sobre la curvatura de la última—. Aún hay que pulir un poco más esta muesca, y la curva del final no es como debe ser. No sé cómo lo sé, pero es así.
—Este es tu secreto. —No fue una pregunta.
—Sí. Ojalá supiera qué significa.
Roland miró en torno. Eddie siguió su mirada y vio a Susannah. Le procuró cierto alivio que Roland la hubiera oído antes que él.
—¿Qué estáis haciendo a estas horas? ¿Pegando la hebra? —Susannah vio la llave de madera que Eddie tenía en la mano y asintió—. Me preguntaba cuándo te decidirías a enseñárnosla. Es buena, de veras. No sé para qué sirve, pero es extraordinariamente buena.
—¿No tienes ni la menor idea de qué puerta podría abrir? —le preguntó Roland a Eddie—. ¿Eso no fue parte de tu khef?
—No. Pero podría servir para algo, aunque no esté terminada. —Le ofreció la llave a Roland—. Quiero que la guardes tú.
Roland no hizo ademán de cogerla. Contempló a Eddie con fijeza.
—¿Por qué?
—Porque… bueno… porque creo que alguien me ha dicho que te la dé.
—¿Quién?
Tu chico, pensó Eddie de repente, y nada más pensarlo se dio cuenta de que era la verdad. Fue tu maldito chico.
Pero no quiso decirlo. No quería mencionar para nada el nombre del muchacho, por miedo a que Roland se desquiciara de nuevo.
—No lo sé. Pero creo que deberías hacer la prueba.
Roland alargó poco a poco la mano hacia la llave. Al tocarla con los dedos pareció que un centelleo trémulo la recorría de extremo a extremo, pero desapareció tan deprisa que Eddie no tuvo la certeza de haberlo visto.
La mano de Roland se cerró sobre la llave que surgía de la rama. Al principio pareció que su rostro no reflejaba nada, pero enseguida frunció la frente y ladeó la cabeza en actitud de escucha.
—¿Qué pasa? —quiso saber Susannah—. ¿Oyes…?
—¡Shhhh! —En el rostro de Roland, la perplejidad iba dando paso a un pasmo maravillado. Miró de Eddie a Susannah y otra vez a Eddie. Sus ojos empezaban a llenarse de una gran emoción, como una jarra se llena de agua cuando se la sumerge en un manantial.
—¿Roland? —le interpeló Eddie, desasosegado—. ¿Estás bien?
Roland susurró algo. Eddie no alcanzó a oír lo que decía.
Susannah estaba asustada. Se volvió frenéticamente hacia Eddie y lo miró como preguntándole: «¿Qué le has hecho?».
Eddie le cogió una mano entre las suyas.
—Creo que va bien.
Roland aferraba el trozo de madera con tanta fuerza que Eddie temió que fuera a quebrarlo, pero la madera era resistente y Eddie había tallado grueso. Al pistolero se le hizo un nudo en la garganta; la nuez subía y bajaba en su lucha por hablar. Y de súbito gritó al cielo con voz limpia y potente:
—¡HAN CALLADO! ¡LAS VOCES HAN CALLADO!
Volvió la cara hacia ellos y Eddie vio algo que no esperaba ver en su vida, ni aunque esa vida durara más de mil años.
Roland de Gilead lloraba.
DOS
Aquella noche el pistolero durmió profundamente y sin sueños por primera vez en meses. Y durmió con la llave, aún no del todo terminada, firmemente sujeta en la mano.
TRES
En otro mundo, pero bajo la sombra del mismo ka-tet, Jake Chambers tenía el sueño más vivido de su vida. Iba andando por entre los restos enmarañados de un antiguo bosque; una zona muerta, de árboles caídos y molestos matorrales medio raquíticos que le mordían los tobillos e intentaban robarle las zapatillas. Llegó a una estrecha franja de arbolado más joven (alisos, conjeturó, o acaso hayas; era un chico de ciudad y lo único que sabía seguro sobre los árboles era que algunos tenían hojas y otros agujas) y encontró una senda que la cruzaba. Echó a andar por ella, avanzando un poco más deprisa. Más adelante había una especie de claro.
Se detuvo una vez antes de llegar a él, cuando divisó una especie de mojón de piedra a su derecha. Dejó la senda para examinarlo de cerca. Tenía letras grabadas, pero tan erosionadas que no se las podía distinguir. Finalmente cerró los ojos (era la primera vez que los cerraba en un sueño) y las fue siguiendo una a una con las yemas de los dedos, como un ciego que leyera en Braille. Las letras se fueron formando en la oscuridad de detrás de sus párpados hasta componer una frase que se destacaba en contornos de luz azul:
VIAJERO, AQUÍ EMPIEZA MUNDO MEDIO
Dormido en su cama, Jake encogió las rodillas contra el pecho. La mano que sujetaba la llave estaba debajo de la almohada, y sus dedos la apretaron con más fuerza.
Mundo Medio, pensó Jake, naturalmente. St. Louis y Topeka y Oz y la Exposición Mundial y Charlie el Chu-Chú.
Abrió los ojos del sueño y siguió adelante. El claro que se abría tras los árboles estaba pavimentado con viejo asfalto agrietado. En su centro habían pintado una descolorida circunferencia amarilla. Jake se dio cuenta de que era un campo de baloncesto incluso antes de ver al muchacho que jugaba en el extremo más lejano, junto a la línea de personal, encestando con una vieja y polvorienta pelota Wilson que una y otra vez cruzaba limpiamente el aro sin red. El aro estaba fijado en algo que parecía un quiosco del metro cerrado durante la noche. La puerta estaba pintada en franjas diagonales que alternaban el amarillo y el negro. Desde el otro lado —o quizá por debajo de ella— le llegó a Jake el ronroneo continuado de una poderosa maquinaria. Era un sonido en cierto modo inquietante. Asustaba.
«No pises los robots —le advirtió el chico de la pelota sin mirar hacia él—. Me parece que están todos muertos, pero yo en tu lugar no me arriesgaría».
Jake miró en derredor y vio unos cuantos aparatos mecánicos esparcidos por el suelo. Uno parecía una rata o un ratón; otro, un murciélago. Una serpiente mecánica yacía casi a sus pies en dos pedazos oxidados.
«¿Eres yo?», preguntó Jake, y dio un paso hacia el chico de la pelota, pero ya antes de que se volviera se dio cuenta de que no era así. El chico era más corpulento que Jake, y debía de tener al menos trece años. También su cabello era más oscuro y, cuando miró a Jake, este pudo ver que el desconocido tenía los ojos de color avellana. Los suyos eran azules.
«¿A ti qué te parece?», replicó el desconocido, lanzándole un pase con rebote.
«No, claro que no —contestó Jake en tono de disculpa—. Pero es que me he pasado las últimas tres semanas o así partido en dos». Se agachó y lanzó desde la mitad de la pista. El balón describió un arco muy alto y cayó en silencio a través del aro. Jake quedó encantado…, pero descubrió que también temía lo que pudiera decirle aquel muchacho desconocido.
«Ya lo sé —asintió el muchacho—. Ha sido un mal trago, ¿verdad? —Llevaba unos descoloridos pantalones cortos de cuadros y una camiseta amarilla con la leyenda NUNCA HAY UN MOMENTO ABURRIDO EN MUNDO MEDIO. Se había atado un pañuelo verde a la frente para que el pelo no le cayera sobre los ojos—. Y aún han de empeorar las cosas antes de que empiecen a mejorar».
«¿Qué sitio es este? —preguntó Jake—. ¿Quién eres?».
«Es el Portal del Oso… pero también es Brooklyn».
Esto no parecía tener ningún sentido, pero en cierto modo lo tenía. Jake se dijo que las cosas siempre eran así en los sueños, pero lo cierto era que aquello no daba la sensación de ser un sueño.
«En cuanto a mí, yo no soy muy importante —dijo el muchacho. Lanzó la pelota hacia atrás por encima del hombro. El balón se elevó y cayó a través del aro sin rozarlo—. Se supone que he de guiarte, nada más. Te llevaré a donde tienes que ir y te enseñaré lo que tienes que ver, pero tendrás que ir con cuidado porque no te conoceré. Y a Henry le ponen nervioso los desconocidos. Puede hacer maldades cuando está nervioso, y es más grande que tú».
«¿Quién es Henry?», preguntó Jake.
«Da igual. Tú procura que no se fije en ti. Lo único que has de hacer es estar por ahí… y seguirnos. Luego, cuando nos vayamos…».
El muchacho miró a Jake. En sus ojos había piedad y miedo a la vez. Jake advirtió de pronto que el chico empezaba a difuminarse: podía ver las barras negras y amarillas de la caja a través de la camiseta que llevaba puesta.
«¿Cómo te encontraré?». Jake se sintió aterrorizado de pronto ante la posibilidad de que el muchacho se desvaneciera por completo antes de que pudiera decirle todo lo que necesitaba saber.
«Es fácil —dijo el muchacho. Su voz había adquirido una extraña resonancia—. Coge el metro a Co-Op City. Allí me encontrarás».
«¡No, no te encontraré! —protestó Jake—. ¡Co-Op City es enorme! ¡Deben de vivir al menos cien mil personas allí!».
El muchacho apenas era ya un contorno lechoso. Solo sus ojos avellana seguían completamente presentes, como la sonrisa del gato de Cheshire en Alicia. Y contemplaban a Jake con compasión e inquietud.
«No problemo —dijo—. Encontraste la llave y la rosa, ¿no? Me encontrarás de la misma manera. Esta tarde, Jake. Supongo que hacia las tres. Tendrás que apresurarte e ir con cuidado. —El muchacho espectral, con una pelota de baloncesto junto a un pie transparente, hizo una pausa—. Ahora tengo que irme… pero me ha gustado conocerte. Pareces un buen chico, y no me extraña que te quiera. Pero recuerda: hay peligro. Ten cuidado… y apresúrate».
«¡Espera! —gritó Jake, y echó a correr por la pista de baloncesto hacia el muchacho que se esfumaba. Tropezó con un robot que parecía un tractor de juguete. Trastabilló y cayó de rodillas, y se le rasgaron los pantalones. Hizo caso omiso del dolor que sintió—. ¡Espera! ¡Tienes que decirme de qué va todo esto! ¡Tienes que decirme por qué me están pasando todas estas cosas!».
«Es por el Haz —replicó el muchacho, que ya solo era unos ojos flotantes— y por la Torre. Al final, todas las cosas, incluso los Haces, sirven a la Torre Oscura. ¿Te creías distinto?».
Jake agitó los brazos y volvió a ponerse en pie.
«¿Lo encontraré? ¿Encontraré al pistolero?».
«No lo sé —respondió el muchacho. Su voz parecía llegar desde un millón de kilómetros—. Solo sé que debes intentarlo. Ahí no te queda otra elección».
El muchacho desapareció por completo. La pista de baloncesto rodeada de bosque estaba vacía. Lo único que se oía era el leve runrún de la maquinaria, y a Jake no le gustaba nada. Daba la impresión de que algo andaba mal con ese sonido, y pensó que lo que le pasaba a la maquinaria era lo que estaba afectando a la rosa, o viceversa. De alguna manera estaba todo relacionado.
Cogió la pelota vieja y gastada y la lanzó hacia el aro. La pelota lo cruzó limpiamente… y desapareció.
«Un río —dijo como un suspiro el muchacho desconocido. Era como un hálito de brisa. Venía de ninguna parte y de todas partes a la vez—. La respuesta es un río».
CUATRO
Jake despertó con la primera claridad lechosa del alba y miró el techo de su habitación. Pensaba en aquel tipo al que había conocido en el Restaurante de la Mente de Manhattan, Aaron Deepneau, que ya andaba por la calle Bleecker cuando Bob Dylan solo sabía tocar un sol en su armónica Hohner. Aaron Deepneau le había propuesto una adivinanza.
¿Qué puede correr pero nunca anda,
tiene boca pero nunca habla,
tiene lecho pero nunca duerme,
tiene cabecera pero no cabeza?
Ya conocía la respuesta. Un río corre; un río tiene boca; un río tiene lecho; un río tiene cabecera. El muchacho le había dado la respuesta. El muchacho del sueño.
Y de repente pensó en otra cosa que le había dicho Aaron Deepneau: «Eso solo es la mitad de la respuesta. La adivinanza de Sansón es doble, amigo mío».
Jake miró el reloj de la mesita de noche y comprobó que eran las seis y veinte. Hora de empezar a moverse si quería marcharse de allí antes de que sus padres despertaran. Aquel día tampoco habría escuela para él. Jake pensó que, por lo que a él se refería, quizá la escuela había quedado cancelada para siempre.
Echó a un lado la ropa de cama, posó los pies en el suelo y vio que tenía rasguños en las rodillas. Rasguños recientes. El día anterior se magulló el lado izquierdo al caer sobre los ladrillos y se golpeó la cabeza cuando cayó ante la rosa, pero no se hizo nada en las rodillas.
—Esto me ha pasado en el sueño —susurró Jake, y descubrió que no le extrañaba lo más mínimo.
Empezó a vestirse a toda prisa.
CINCO
Al fondo del armario, bajo un montón desordenado de viejas zapatillas sin cordones y tebeos de Spiderman, encontró la mochila que llevaba a la escuela primaria. En Piper nadie se dejaría ver con una mochila ni muerto (qué vulgaridad, Dios mío). Al verla, Jake sintió una poderosa oleada de nostalgia de aquellos tiempos en que la vida parecía tan sencilla.
Metió dentro una camisa limpia, unos tejanos, ropa interior y calcetines limpios, y luego añadió ¡Adivina, adivinanza! y Charlie el Chu-Chú. Antes de registrar el armario para buscar su vieja mochila había dejado la llave sobre el escritorio, y las voces regresaron al instante, pero lejanas y apagadas. Además, Jake tenía la certeza de que podía hacerlas callar del todo volviendo a coger la llave, y eso le daba gran tranquilidad.
Muy bien, pensó mientras examinaba la mochila. Aun contando con los libros, quedaba mucho sitio. ¿Qué más?
Por un instante creyó que no necesitaba nada más… pero de pronto se le ocurrió.
SEIS
El estudio de su padre, presidido por un enorme escritorio de teca, olía a cigarrillos y a ambición.
Al otro lado del cuarto, dispuestos contra una pared cubierta de libros, había tres monitores de televisión Mitsubishi. Cada uno de ellos estaba sintonizado con una de las cadenas rivales, y por la noche, cuando su padre estaba allí, cada uno desgranaba una sucesión de imágenes en las horas de mayor audiencia con el sonido enmudecido.
Las cortinas estaban corridas y Jake tuvo que encender la lámpara del escritorio para poder ver. El mero hecho de estar allí le ponía nervioso. Si su padre se despertaba y acudía al estudio (lo cual era posible; por tarde que se acostara y por mucho que hubiera bebido, Elmer Chambers tenía el sueño ligero y se despertaba temprano), sin duda se enfadaría. Como mínimo, le dificultaría mucho una retirada limpia. Cuanto antes saliera de allí, mejor se sentiría.
El escritorio estaba cerrado, pero su padre nunca había intentado ocultar dónde guardaba la llave. Jake deslizó los dedos bajo el secafirmas y se hizo con ella. Abrió el tercer cajón, metió la mano por detrás de las carpetas suspendidas y tocó metal frío.
El crujido de una tabla en el salón lo dejó paralizado. Pasaron varios segundos. En vista de que el crujido no se repetía, Jake sacó el arma que guardaba su padre para la «defensa del hogar»: una automática Ruger calibre 44. Su padre se la había enseñado con orgullo el día que la compró —de eso debía de hacer dos años— y se había mostrado completamente sordo a las temerosas súplicas de su esposa para que la escondiera antes de que alguien se hiciera daño.
Jake pulsó el botón lateral para liberar el cargador, y este le saltó hacia la mano con un ¡clac! metálico que sonó muy fuerte en el silencio de la vivienda. Dirigió otra mirada fugaz hacia la puerta y volvió a examinar el cargador. Estaba lleno de balas. Empezó a encajarlo de nuevo en su lugar, pero cambió de idea y volvió a sacarlo. Guardar una pistola cargada en un cajón cerrado con llave era una cosa; pasearla por Nueva York era otra muy distinta.
Hundió la automática hasta el fondo de la mochila y volvió a tentar en el cajón. Esta vez sacó una caja medio llena de balas. Recordó que su padre solía practicar en la galería de tiro de la policía, en la Primera Avenida, hasta que perdió el interés.
La tabla crujió de nuevo. Jake estaba impaciente por marcharse de allí.
Sacó una de las camisas de la mochila, la extendió sobre el escritorio de su padre y la usó para envolver el cargador y la caja de proyectiles del 44. Luego metió el bulto en la mochila y abrochó las hebillas de la tapa. Estaba a punto de irse cuando su mirada se posó en el montoncito de papel de carta que había junto a la bandeja de entradas y salidas. Las gafas Ray-Ban reflectantes que a su padre le gustaba llevar estaban plegadas sobre la pila de papel. Jake cogió una hoja y, tras un instante de reflexión, también las gafas de sol. Se las guardó en el bolsillo del pecho, tomó una fina pluma de oro de su soporte y escribió «Queridos papá y mamá» debajo del membrete.
Se detuvo y contempló con el ceño fruncido lo que había escrito. ¿Qué venía luego? ¿Qué tenía que decirles, exactamente? ¿Que los quería? Era cierto, pero no bastaba: había muchas otras verdades desagradables clavadas en esa verdad central como agujas de acero en un ovillo de lana. ¿Que los echaría de menos? No supo decidir si era cierto o no, y eso le pareció bastante malo. ¿Que esperaba que ellos lo echaran de menos?
De pronto se dio cuenta de cuál era el problema. Si solo estuviera pensando en pasar el día fuera, sabría qué escribirles. Pero estaba casi seguro de que no iba a ser solo aquel día, ni aquella semana, ni aquel mes, ni aquel verano. Tenía la impresión de que esta vez, cuando saliera del apartamento, sería para siempre.
Casi se disponía a arrugar la hoja de papel, pero cambió de idea. Escribió: «Cuidaos, por favor. Os quiero, J.». Era bastante flojo, pero al menos era algo.
«Muy bien. Y ahora, ¿quieres dejar de tentar la suerte y largarte de una vez?».
Lo hizo.
En el piso reinaba un silencio casi de muerte. Cruzó la sala de puntillas, sin oír más que la respiración de sus padres: los ronquiditos suaves de su madre, la respiración más nasal de su padre, que finalizaba cada inspiración con un leve silbido agudo. El frigorífico se puso en marcha justo cuando el muchacho llegaba al recibidor, y Jake se quedó muy quieto, con el corazón palpitando aceleradamente. Alcanzó la puerta. La abrió con suavidad, salió y la cerró tan sigilosamente como pudo.
Cuando el picaporte se cerró a sus espaldas con un leve chasquido fue como si se le desprendiera una gran piedra del corazón, y una poderosa sensación expectante se apoderó de él. No sabía qué le reservaba el futuro, y tenía motivos para creer que sería peligroso, pero Jake era un chico de once años, demasiado pequeño para resistirse al deleite exótico que lo había embargado de pronto. Una carretera se abría ante él, una carretera oculta que se internaba profundamente en una tierra desconocida. Había secretos que quizá podían revelársele si era inteligente… y afortunado. Había abandonado su hogar a la larga luz del alba, y lo que se extendía ante él era una gran aventura.
Si me alzo, si puedo ser certero, veré la rosa, pensó mientras pulsaba el botón del ascensor. Lo sé… Y también lo veré a él.
Esta idea lo llenó de un anhelo tan grande que rozaba el éxtasis.
Tres minutos después cruzó por debajo del toldo que daba sombra al portal del edificio en el que había vivido toda su vida. Se detuvo un instante y giró a la izquierda. Esta decisión no le pareció fruto del azar, y no lo era. Se dirigía hacia el sudeste, siguiendo el camino del Haz, reanudando su interrumpida búsqueda de la Torre Oscura.
SIETE
Dos días después de que Eddie le diera a Roland la llave aún sin terminar, los tres viajeros —acalorados, sudorosos, cansados y descompuestos— se abrieron paso a través de una tenaz espesura de arbolillos y matorrales, y descubrieron lo que a primera vista les pareció un par de senderos borrosos que discurrían paralelos bajo las ramas entrelazadas de los viejos árboles apiñados a ambos lados. Tras observarlos durante unos instantes, Eddie llegó a la conclusión de que no eran dos senderos, sino los restos de una carretera que llevaba abandonada mucho tiempo. En el caballón central crecían arbustos y árboles raquíticos como un desordenado penacho. Las muescas herbosas eran roderas lo suficientemente anchas para dar cabida a la silla de ruedas de Susannah.
—¡Aleluya! —exclamó—. ¡Esto hay que celebrarlo con un trago!
Roland desató el odre que llevaba a la cintura. Se lo ofreció primero a Susannah, que viajaba en el arnés sujeto a su espalda. La llave de Eddie, que ahora colgaba de una tira de cuero en torno al cuello de Roland, oscilaba bajo su camisa a cada movimiento. Susannah bebió un sorbo y le pasó el odre a Eddie. Este empezó a desplegar la silla después de beber. Eddie había llegado a odiar aquel armatoste pesado y engorroso; era como un ancla de hierro que los demoraba constantemente. Aparte de un par de radios rotos, seguía en magnífico estado. Eddie tenía días en los que pensaba que el maldito cacharro iba a durar más que cualquiera de ellos. Sin embargo, en aquellos momentos podía resultar útil… al menos durante algún tiempo.
Eddie ayudó a Susannah a liberarse del arnés y la dejó sobre la silla. Susannah se llevó las manos a los riñones, se estiró e hizo una mueca de placer. Tanto Eddie como Roland oyeron el crujidito que le hizo la espalda al estirarse.
Más adelante, un animal grande que parecía un cruce entre un tejón y un mapache surgió del bosque a paso lento. Los contempló con sus grandes ojos rodeados por círculos dorados, contrajo el afilado y bigotudo morro como diciendo «¡Bah, pues qué bien!», terminó de cruzar pausadamente la carretera y volvió a perderse de vista. A Eddie le llamó la atención la cola, larga y muy enroscada; parecía un muelle de colchón forrado de piel.
—¿Qué animal era ese, Roland?
—Un bilibrambo.
—¿Se puede comer?
Roland meneó la cabeza.
—Es muy duro. Y agrio. Preferiría comer perro.
—¿Has comido perro alguna vez, Roland? —le interrogó Susannah.
Roland asintió con un gesto, pero sin dar mayores explicaciones. A Eddie le vino a la memoria una frase de una vieja película de Paul Newman: «Así es, señora; los he comido y he vivido como uno de ellos».
En los árboles había pájaros cantando alegremente. Una brisa suave sopló sobre la carretera. Eddie y Susannah alzaron el rostro hacia ella, agradecidos, y luego se miraron y sonrieron. Una vez más, Eddie se sintió inundado de gratitud hacia la mujer; asustaba tener a alguien a quien amar, pero también era muy bueno.
—¿Quién construyó esta carretera? —quiso saber Eddie.
—Gente que se marchó hace mucho tiempo —respondió Roland.
—¿Los mismos que hicieron las tazas y los platos que encontramos antes? —preguntó Susannah.
—No; otra gente. Imagino que esta era una carretera para diligencias, y si aún se conserva después de tantos años de abandono, debió de ser grande, desde luego… quizá el Gran Camino. Si excaváramos, me imagino que encontraríamos grava bajo la superficie, y tal vez también el sistema de drenaje. Ya que nos hemos parado aquí, aprovechemos para comer algo.
—¡Comida! —gritó Eddie—. ¡Que la traigan! ¡Pollo a la florentina! ¡Gambas polinesias! ¡Filete de ternera ligeramente salteado con champiñones y…!
Susannah le dio un codazo.
—Corta ya, blanquito.
—No es culpa mía si tengo mucha imaginación —replicó Eddie con jovialidad.
Roland se descolgó el zurrón que llevaba al hombro, se agachó y empezó a preparar un frugal almuerzo a base de pedazos de carne acecinada envueltos en unas hojas de color aceitunado. Eddie y Susannah habían descubierto que el sabor de aquellas hojas recordaba un poco a la espinaca, aunque era más fuerte.
Eddie empujó la silla de ruedas hacia Roland, que le tendió a Susannah tres de aquellos envoltorios que Eddie denominaba «burritos de pistolero». Susannah empezó a comer.
Luego Eddie se acercó. El pistolero le ofreció otros tres trozos de carne seca… y otra cosa: el pedazo de fresno del que crecía la llave. Roland lo había desprendido de la tira de cuero, que ahora le colgaba suelta del cuello.
—Oye, eso lo necesitas tú, ¿no? —protestó Eddie.
—Cuando me quito la llave regresan las voces, pero muy lejanas —le explicó Roland—. Puedo manejarlas. De hecho, las oigo incluso cuando la llevo, como gente hablando en voz baja al otro lado de la colina. Creo que eso se debe a que la llave aún no está terminada. Desde que me la diste, no has vuelto a trabajar en ella.
—Bueno… la llevabas tú y no quería…
Roland no dijo nada, pero sus ojos de un azul descolorido se posaron en Eddie con su paciente mirada de maestro.
—Está bien —concluyó Eddie—. Tengo miedo de cagarla. ¿Estás satisfecho?
—Según tu hermano, la cagabas en todo… ¿No es verdad? —intervino Susannah.
—Susannah Dean, doctora en psicología. Te equivocaste de profesión, querida.
El sarcasmo no ofendió a Susannah. Levantó el odre con el codo, como un montañés bebiendo de la garrafa, y tomó un buen sorbo.
—Pero es verdad, ¿no?
Eddie se percató de que tampoco había terminado el tirachinas —todavía no, al menos—, y se encogió de hombros.
—Tienes que acabarla —señaló tranquilamente Roland—. Creo que se acerca el momento en que tendrás que utilizarla.
Eddie fue a responder, pero cerró la boca. Dicho así, sin más, sonaba muy fácil, pero ninguno de ellos captaba la cuestión esencial. La cuestión esencial era esta: una precisión del setenta por ciento, del ochenta o incluso del noventa y ocho y medio por ciento no sería suficiente. Esta vez no. Y si estropeaba la llave, no podía limitarse a tirarla en cualquier parte sin darle más importancia. Para empezar, no había vuelto a ver otro fresno desde el día en que cortó aquel trozo de madera en particular. Pero lo que más le jodía era que se trataba de una cuestión de todo o nada. Si fallaba, aunque solo fuera un poquito, la llave no giraría cuando tuviese que girar. Y aquella voluta del final lo ponía cada vez más nervioso. Parecía fácil, pero si las curvas no eran exactamente las correctas…
«Pero tal como está ahora no va a funcionar; eso al menos lo sabes».
Suspiró y contempló la llave. Sí, eso lo sabía. Tendría que hacer el intento. Su miedo al fracaso lo volvería aún más difícil de lo que quizá ya era de por sí, pero tendría que tragarse el miedo e intentarlo de todos modos. E incluso podía conseguirlo. Dios sabía lo mucho que había conseguido en las últimas semanas, desde que Roland se introdujo en su mente cuando viajaba en un avión de la compañía Delta con rumbo al Aeropuerto Internacional Kennedy. Que todavía siguiera vivo y cuerdo ya era una hazaña.
Eddie le devolvió la llave.
—Llévala tú de momento —dijo—. Esta noche, cuando acampemos, me pondré a trabajar.
—¿Prometido?
—Sí.
Roland accedió, cogió la llave y empezó a anudar de nuevo los extremos de la tira de cuero. Lo hacía despacio, pero Eddie no dejó de advertir con cuánta destreza se movían los dedos que le quedaban en la mano derecha. Aquel era un hombre adaptable.
—Va a pasar algo, ¿no? —preguntó de repente Susannah.
Eddie volvió la mirada hacia ella.
—¿Por qué lo dices?
—Duermo contigo, Eddie, y sé que ahora sueñas todas las noches. A veces incluso hablas. No me parece que sean pesadillas, exactamente, pero está bastante claro que en tu cabeza pasa algo.
—Sí. Algo. Pero no sé qué.
—Los sueños son poderosos —observó Roland—. ¿No recuerdas nada en absoluto de lo que sueñas?
Eddie vaciló.
—Un poco, pero es confuso. Vuelvo a ser niño, eso lo sé. Después de terminar las clases. Henry y yo estamos jugando en la vieja pista de baloncesto de Markey Avenue, donde ahora está el edificio del Tribunal de Menores. Quiero que Henry me lleve a ver un sitio en Dutch Hill. Una casa vieja. Para los chicos era la Mansión, y todos decían que estaba encantada. Y hasta puede que fuese verdad. Era un sitio siniestro, desde luego. Muy, muy siniestro. —Eddie meneó la cabeza, sumido en sus recuerdos—. La primera vez en muchos años que volví a pensar en la Mansión fue cuando llegamos al claro del oso y acerqué la cabeza a aquella especie de caja. No sé… quizá por eso tengo este sueño.
—Pero tú no crees que sea por eso —apuntó Susannah.
—No. Creo que lo que está pasando es mucho más complicado que el hecho de recordar cosas.
—¿Estuviste alguna vez en ese sitio con tu hermano? —preguntó Roland.
—Sí. Lo convencí.
—¿Y pasó algo?
—No. Pero daba miedo. Nos quedamos un rato ante la casa, mirándola, y Henry se burló un poco, diciendo que me obligaría a entrar y coger un recuerdo, cosas así, pero yo sabía que no hablaba en serio. Estaba tan asustado como yo.
—¿Y nada más? —se extrañó Susannah—. ¿Solo sueñas que vas a ese sitio, a la Mansión?
—Hay un poco más. Viene alguien… alguien que se queda remoloneando cerca de nosotros dos. En el sueño lo veo, pero solo un poco, como si lo mirara con el rabillo del ojo, ¿entiendes?
Y también sé que hemos de fingir que no nos conocemos.
—Y esa persona, ¿estaba realmente allí cuando fuiste con tu hermano? —inquirió Roland, y miró a Eddie con fijeza—. ¿O solo es un personaje del sueño?
—Eso pasó hace mucho tiempo. No creo que tuviera más de trece años. ¿Cómo quieres que me acuerde con certeza de una cosa así?
Roland no dijo nada.
—De acuerdo —dijo Eddie al fin—. Sí. Creo que aquel día estaba allí. Un chico que llevaba una bolsa de gimnasia o una mochila, no recuerdo bien. Y unas gafas de sol que le venían demasiado grandes. Unas gafas de esas con cristales de espejo.
—¿Quién era? —le acució Roland.
Eddie permaneció un buen rato en silencio. Aún tenía en la mano el último de sus burritos à la Roland, pero había perdido el apetito.
—Creo que es el chico que conociste en la Estación de Paso —dijo al fin—. Creo que tu viejo amigo Jake andaba por allí, observándonos a Henry y a mí la tarde que fuimos a Dutch Hill. Creo que nos seguía. Porque oye las voces, Roland, igual que tú.
Y porque comparte mis sueños y yo comparto los suyos. Creo que lo que yo recuerdo es lo que está ocurriendo ahora en el cuando de Jake. El chico intenta volver aquí. Y si la llave no está hecha cuando dé el paso, o si está mal hecha, es probable que muera.
—Tal vez tenga su propia llave —aventuró Roland—. ¿Crees que es posible?
—Sí, creo que sí —admitió Eddie—, pero no es suficiente. —Suspiró y se metió el último burrito en el bolsillo para otro momento—. Y no creo que lo sepa.
OCHO
Reanudaron la marcha. Roland y Eddie empujaban por turnos la silla de ruedas de Susannah por la rodera que habían elegido, la de la izquierda. La silla se bamboleaba y se ladeaba, y cada tanto Eddie y Roland tenían que levantarla sobre las piedras que como dientes viejos asomaban de la tierra aquí y allá. Sin embargo, aun así avanzaban más deprisa y con más facilidad que una semana antes. El terreno era cada vez más alto. Eddie volvió la cabeza para contemplar el bosque que descendía hacia el horizonte en una serie de suaves peldaños, y a lo lejos, hacia el noroeste, alcanzó a divisar una cinta de agua que se derramaba sobre una pared de roca fracturada. Era, advirtió con asombro, el lugar que habían llamado «la galería de tiro». Ahora quedaba casi perdido a sus espaldas bajo la bruma de aquella ensoñadora tarde estival.