Entonces, ¿quién es el adversario?

«Ya hemos creado Italia, ahora es necesario crear italianos».

CONDE DE CAVOUR

GENEALOGÍA TEXTUAL DE UNA LUCHA CONTRA LA ESTRELLA DE LA MUERTE

El mayor enemigo de España es el Estado español. Ésta ha sido una constante histórica que ahora, con la terrible crisis institucional que sufre el Reino, es mucho más evidente. Como hemos visto, la administración española se ha desarrollado por encima de los pueblos españoles, a su costa, y extrayendo la riqueza y el trabajo. Se trata de eso que mucha gente llama hoy La Casta, de manera mimética y afortunada con el libro italiano de Rizzo y Stella, del 2007. Un núcleo humano y de poder que literalmente flota, gravita, vuela sobre el territorio español chupando a través de comisiones y privilegios la savia productiva. Por eso es tan importante seguir la distinción que, con una intuición genial, hizo Pere Muntanyola en la asamblea de la Unió Catalanista de Balaguer, en 1894, cuando tuvo la idea de inventarse la locución Estado español. Separaba esta multi-secular administración aislada y contraria a los intereses de España de una tierra que nunca ha tenido el tiempo, la fortuna o la suerte de crear formas de gobierno propias sin la vigilancia de esta siniestra nave nodriza sobre Madrit que rige los destinos peninsulares desde Carlos I.

Esta evidencia —la existencia de un poder ajeno a los pueblos y las tierras, que los oprime de la misma manera— es uno de los agravios recurrentes en todas las revueltas catalanas. Tanto en la Guerra de Separación como en la de Sucesión, y también, más tarde, en el convulso XIX peninsular, los catalanes sublevados repetían el mismo mensaje una y otra vez: no tenemos ningún problema con los otros pueblos de España. Más aún, los consideramos tan víctimas como nosotros de la Estrella de la Muerte y del poder imperial. Y a menudo, se incluyó (y yo aún lo creo) la libertad de Cataluña dentro de una lucha general por la libertad de España.

Llevamos cuatrocientos años de identificación del enemigo y de confusión interesada para aquellos que quieren hacer del conflicto catalán una riña de carácter étnico, cuando se trata de un problema esencialmente de lucha contra un poder oligárquico. Veamos ahora cómo se ha expresado esta idea catalana de lucha por/con los españoles, contra lo que llaman España a lo largo de la historia.

Fecha: 11 de diciembre de 1640. Lugar: Barcelona. Las Cortes se encuentran reunidas de forma solemne porque el tema no es moco de pavo. Se trata de decidir si se abandona la obediencia del Rey Católico y se funda una república libre o si nos quedamos bajo el dominio de los Austrias. Dos opciones antagónicas que son defendidas con sendos discursos históricos. El partidario de la república es Pau Claris y el partidario de la unión, no me dirán que no es un leitmotiv cachondo, también entonces se llamaba Duran, Pau Duran.

Comienza Claris su shakespeariano discurso con aquella magnífica e histórica frase: «¿Cuánto tiempo hace, señores, que sufrimos?». Y continúa exponiendo los agravios, pero fíjense a quién culpa de la desgracia catalana y cómo la hace solidaria con toda la península. Dice Claris: «Decidme: si es verdad que en toda España son comunes las fatigas de este imperio, ¿cómo dudaremos que también sea común el displacer de todas sus provincias?».

Como ven, el Imperio, la Casta, la Estrella de la Muerte chupa de todos y, obviamente, los catalanes la liamos: «Una debe ser la primera que se queje y una la primera que rompa los lazos de la esclavitud; a esta seguirán las demás. ¡Oh, no os excuséis pues de la gloria de ser los primeros!».

Como hoy, la rebelión catalana es la primera, pero no queremos que sea la única. Los pueblos de España, entonces y ahora, tampoco eran insensibles. Continúa relatando Claris: «Vizcaya y Portugal ya os han hecho señales; no es de creer que ahora callen de satisfechas, sino de respetuosas; también su redención está a cargo de su osadía. Aragón, Valencia y Navarra es bien cierto que disimulan las voces, pero no los suspiros. Lloran tácitamente su ruina, y quién duda de que, cuando parece que son más humildes, estén más cerca de la desesperación. Castilla, soberbia y miserable, no consigue un pequeño triunfo sin largas opresiones. Preguntad a sus habitantes si no viven envidiosos de la acción que llevamos para nuestra libertad y defensa».

Fantástico. La libertad catalana como estímulo para la lucha peninsular contra el Imperio. Y sigue: «Pues, si esta consideración os promete aplauso y alianza de los reinos de España, no me parece más difícil la de sus auxiliares. [ … ] Los atentísimos holandeses no deberán ver con malos ojos que repetimos las huellas por donde caminaron gloriosamente a su libertad». Recordemos que Holanda consiguió la independencia al cabo de ochenta años de sangrienta guerra contra el Imperio.

El discurso de Claris, que recogió el portugués Manuel de Melo, acaba con aquel profético y melodramático: «¡Muera yo! ¡Muera infamemente, y respire y viva la afligida Cataluña!». Claris, efectivamente, murió infamemente envenenado, y Cataluña ha ido respirando a bocanadas hasta la fecha. La causa catalana no es, pues, ajena a ningún país español.

Vamos hacia la Guerra de Sucesión. Las cosas no tienen buena pinta. Nos encontramos a las once de la mañana del día 6 de julio de 1713 y todas las potencias extranjeras, incluido nuestro rey, Carlos III, han abandonado a los catalanes a su suerte. En la Conferencia de Paz de Utrecht, el pasado mes de abril, el primer ministro de su británica majestad, Bolingbrooke, había escrito a los plenipotenciarios ingleses: «It is not for the interest of England to preserve the Catalan liberties».

En este contexto desesperado, Emmanuel Ferrer y Sitges, caballero y diputado del brazo militar, se dirige a la junta de brazos reunida en el Palau de la Generalitat. De su magnífico discurso, destaco: «Digno de compasión es, engañado pueblo de Castilla y, en general, toda España, que la ambición, vanidad y codicia de los pasados ministros que como hambrientas sanguijuelas han chupado con crueldad la sangre de los sencillos pueblos, y siendo ellos los autores de civiles discordias entre los vasallos de un mismo príncipe, siendo la ocasión de la ruina del Reino, del rey y de la propia Patria».

La lucha por las libertades catalanas significaba, una vez más, la liberación del despotismo de los ministros castellanos en todos los territorios de la vieja Monarquía hispánica, «nuestra España» según las palabras de Ferrer. Una España que estaba unida no por el Estado imperial, sino en la lucha contra él. Como dijo Ferrer: «los ministros castellanos tiranizan a los indefensos pueblos de Castilla», piénsese en cualquier rostro ministerial y aplíquese el cuento.

¿Un ejemplo más? Vamos hasta el célebre «bando», que según dicen proclamó Rafael Casanova y que llevan leyendo compulsivamente en Intereconomía desde hace más de un año, haciendo una exégesis según la cual Casanova era poco menos que un ultrasur de La Roja y miembro de FAES. En realidad, el bando fue leído a las tres de la tarde del 11 de septiembre y escrito por la Junta de Braços. Casanova, herido, estaba en esas horas en el Hospital de la Mercè y con pocas posibilidades de escribir nada el pobre. Dice el texto traducido: «Hoy es el día en que se deben recordar el valor y las gloriosas acciones que en todos tiempos ha ejecutado nuestra nación. No diga la malicia o la envidia que no somos dignos de ser catalanes e hijos legítimos de nuestros mayores. Por nosotros y por toda la nación española peleamos». Una lectura normal emparenta el bando con los otros textos y los sucesivos. Luchamos por nosotros (por las libertades catalanas) y ello conlleva, de manera directa, una lucha que, de triunfar, llevará la libertad a toda España.

Una Cataluña libre prefigura una España liberada de la Estrella de la Muerte y del suicidio imperial que, con los años, derivaría en el peculiarísimo autismo político español.

Aún después del desastre de 1714, permanece en el país lo que Ernest Lluch definió como «austracismo persistente». Un texto anónimo de 1732 con el título de «Remedios necesarios, justos y convenientes para restablecer la salud de Europa» nos insiste en la misma idea de la opresión borbónica basada en la igualdad forzada frente a: «la antigua libertad de los españoles y de los vasallos de aquella gloriosa monarquía en dichos reinos y dominios, la segura observancia de sus leyes, de sus fueros, de sus privilegios, de sus libertades e inmunidades…».

La cosa no acaba aquí. Con el primer período liberal, Ramon Muns i Serinyà, secretario del Ayuntamiento de Barcelona, propone recuperar el palacio de la Generalitat para alojar una nueva Diputación catalana. Y nos reafirma en esta vinculación: la nueva libertad que trae la Constitución de 1812 es la misma por la que pelearon los catalanes contra Felipe V. Lo que Muns pide es establecer una especie de continuidad democrática: «Colocar una de las primeras autoridades constitucionales bajo el mismo techo que abriga en felices días a los impávidos defensores de la libertad catalana». Y habla también del fracaso del sistema imperial y de la Estrella de la Muerte: «La impotencia del unitarismo, la maldita sombra que el afán de unificación ha tenido para nosotros desde el fatal momento en que nació», y recuerda el eficaz y pacífico confederalismo de la Corona de Aragón: «nos hizo relativamente grandes y felices, cuando, confederados con las demás regiones aragonesas, no se había aún hecho la unión con Castilla».

Las (ya cuatro) proclamaciones de la República catalana siempre han soñado primero con unos estados federales españoles, que nunca se constituyeron y que con su fracaso cerraron el paso una y otra vez al modelo catalán. La proclama de República de Lostau, en 1873 decía: «La Diputación provincial de Barcelona proclama la constitución de la provincia de Barcelona en estado republicano federal de Barcelona. [ … ] La Diputación (hoy Generalitat) se constituye interinamente en representación soberana del Estado republicano federal de Barcelona, dentro de la federación republicana de España».

Y Pi i Margall, tres años después, en su libro Las nacionalidades (1876) manifiesta de manera textual esta relación, refiriéndose al origen de nuestro mal, el apocalipsis borbónico de 1714: «Allí, en aquel fuego ardieron no solo las instituciones de Cataluña, sino también la libertad de España».

La cosa sigue con el Memorial de Agravios de 1885: «Lo deseamos no solo para Cataluña, sino para todas las provincias de España: y si en nombre de Cataluña hablamos, es porque somos catalanas y porque en estos momentos sentimos como nunca los males que el centralismo nos causa».

Francesc Pujols habló ampliamente de esta incesante lucha en La historia de la hegemonía de Cataluña en la política española, aparecida en 1925. Una obra que Cambó llamó revolucionaria e incluso Azorín lamentó que no se hubiera escrito en castellano. Pujols describe la innegable y persistente influencia de esa idea de restauración de las libertades, desde los diputados catalanes en las Cortes de Cádiz que ya reclamaron una «devolution» de las libertades perdidas en 1714 hasta, obviamente, la figura central de Prim.

Un Prim que quizá tuvo más cerca que nadie una creación «a là piamontesa» del Reino de España como estado-nación liberal, y que fue asesinado precisamente por los antecesores de La Casta. Por el núcleo duro de poder desgajado del país que sigue al mando.

Siempre en lucha contra la nave nodriza, no contra los pueblos que la sufren. Se repite el intento con la proclamación republicana de Macià y Companys, el 14 de abril de 1931. Muy parecida en espíritu a la de Lostau en su pretensión de que la República catalana fuese, además del régimen de libertades para el Principado, el modelo de Destrucción de La Indisoluble.

Y acabamos trayecto con un episodio de vibrante lírica de esta idea que se dio con el conmovedor discurso de Francesc Macià «A las naciones libres del mundo», al arrancar la fallida invasión del Principado desde Prats de Molló en el 1926. Dijo l’Avi Macià: «Que sepa todo el mundo que no estamos animados por un espíritu de odio contra el resto de la península Ibérica (…) Nos consideraríamos afortunados, una vez libres, de poder ayudar a los otros pueblos de España que sufren bajo el mismo régimen de reacción con el fin que ellos también lo sean…». Como se ve, una idea que rebota desde hace cuatrocientos años hasta llegar a un servidor de ustedes.

Y termino citando a Soldevila cuando dice: «El fracaso de su esfuerzo para salvar a España de la esclavitud borbónica […] es todavía, más exacerbadamente que nunca, el esfuerzo para defender las instituciones catalanas […]».

Y menos mal, porque Cataluña no ha sido ni mucho menos la nación más aniquilada por la nave imperial. Pensad en Castilla, que con las cabezas de Bravo, Padilla y Maldonado cortadas en los campos de Villalar perdió sus libertades dos siglos antes que nosotros, perdiendo también de forma definitiva cualquier posibilidad de construir una monarquía multinacional a partir de la unión de naciones libres.