«Sin la Constitución, la senyera ni existiría».
ROSA DÍEZ
Fuente de toda vida, Osiris de nuestras existencias, diosa que puso orden en el oscuro caos, la Constitución nos ha dado la vida y nos ha creado a su imagen y semejanza. Esta teogonía, cantada por Rosa Díez como antaño cantó la suya Hesiodo a los pies del monte Helicón, viene a decir que antes de la Consti, no existía nada ni nadie en España. Nada relevante, quiero decir. Y que las peculiaridades regionales, si alguna vez tuvieron ínfulas políticas, quedan reseteadas y limitadas por el divino texto. La Consti nos hace españoles por derechos, no por origen o cosas terrenas como la cultura o la lengua. El R78 niega los derechos históricos puesto que él mismo es La Historia útil. Los fieles de UPyD son, lo sabemos, los más fanáticos de estas leyendas, pero existe el consenso general por el cual toda interpretación del texto fundacional debe ser restrictiva en lo nacional. Las diferencias entre CC.AA. y el Estado se dirimen en despachos y comisiones. Nunca en Parlamentos y con urnas. Puesto que dichas CC.AA. solo son órganos administrativos que vagarían zombies sin el aliento vital del Estado central. Claro y en la línea Díez, lo dejó el ministro Gallardón en el 2012: «Sin Constitución no existiría la Generalitat de Catalunya, porque es la que le reconoce la capacidad de autogobierno a las comunidades autónomas».
La Consti crea Cataluña del mismo modo que crea la Rioja, y además hace que riojanos y catalanes se conviertan en indistinguibles gracias a esa igualdad/uniformidad con la que se ha querido interpretar un texto que, en realidad, consagra a tres tipos diferentes y desiguales de españoles: los que viven en nacionalidades, los que viven en regiones y los que viven bajo el régimen foral. A pesar de esta incongruencia, se sigue esgrimiendo con virginal pureza la frase: «La soberanía reside en el pueblo español» para negar la existencia palmaria, en este caso de un pueblo catalán.
Según el actual ordenamiento jurídico del Reino, los catalanes no existimos. Somos a lo sumo ERC (Españoles Residentes en Cataluña). Como dijo el Tribunal Constitucional a raíz de la siega del presente Estatut: somos el «pueblo de Cataluña», que comprende «el conjunto de los ciudadanos españoles que deben ser destinatarios de las normas, disposiciones y actos en que se traduzca el ejercicio del poder público constituido en Cataluña». Es decir, que somos los afectados por los actos administrativos de un órgano del Reino que se llama Generalidad. El «pueblo de Cataluña» somos los administrados, como una plantilla la constituyen los entrenados; un batallón, los arengados, y un aula, los instruidos. Y hasta aquí el caramelo: «Conceptualmente es distinto del significado de “pueblo español”, único titular de la soberanía nacional que está en el origen de la Constitución».
Un catalán del Reino, un ERC de hecho, es solo aquel que se encuentra administrado por la Generalitat de forma temporal o perpetua porque se encuentra físicamente dentro de las cuatro provincias convencionalmente llamadas Cataluña, pero que podrían ser perfectamente las Tierras del Noreste o el Departamento Ebro-Pirineos.
Esa minus-representación política y simbólica lo es también de manera cuantitativa. Por ejemplo, en la manera que tiene el Reino de exportar su diversidad al Parlamento Europeo. Gracias a la circunscripción única, los diputados catalanes que llegan a Estrasburgo son menos de los que tocan. En Malta, por ejemplo, con solo 350.000 habitantes envían cinco diputados, mientras que Cataluña, con 7,2 millones solo seis diputados, cuando en países europeos con población similar se envían entre trece y dieciocho. Asegurarse de que las minorías lo son en todos lados es una de las labores fundamentales de la Estrella de la Muerte.
Y así se produce un fenómeno muy similar al que los escoceses llaman Doomsday Scenario. Lo explico. En Escocia los conservadores no tienen ni un solo diputado, pero son mayoría en la vecina nación de Inglaterra, por lo que los escoceses son gobernados por un partido que, no es que sea minoritario, sino que ni siquiera existe en su país. El PP ganó en todas las provincias españolas excepto en Sevilla, dos de las vascas… y en las cuatro catalanas. Es decir que, tal y como están y estarán las cosas, la entidad bicéfala hegemónica y mayoritaria del Reino, el PPSOE, es irrelevante en Cataluña pero central en España. Es decir hoy nos gobiernan desde sólidas mayorías programas que, en general, los catalanes no tenemos en gran consideración parlamentaria. Hay una dislocación evidente del «discurso representativo».
Ocurre de manera clara cuando, según encuestas constantes en los últimos 30 años, el apoyo a la inmersión lingüística en Cataluña siempre ha estado entre el 80 y el 90%. Pero esa unanimidad, sometida al Doomsday Scenario de la «mayoría nacional», siempre será minoritaria. Y así los criterios de ciudadanos de Argamasilla o de Lanzarote podrán aplicarse sobre temas que ni siquiera les afectan, como es el catalán. Mientras que los afectados, al ser eterna minoría, se ven obligados a pesar de su mayoría real, a aceptar.
De la misma manera, el 80% de población a favor del referéndum es, a ojos españoles, una minoría. Territorializada, pero no nacional, no representativa. Y así se genera un sutil colonialismo por circunscripción en el que la mayoría de los catalanes siempre será una minoría de españoles y no podrá aplicar políticas que son mayoritarias en el Principado.
Supongo que a ningún español le gustaría que se hiciese un referéndum dentro de la UE para prohibir que el jamón cuelgue del techo de los bares. Y que esa medida fuese rechazada con un 90% en toda España, pero perdiese por culpa del voto de letones, suecos y polacos que apenas han visto en su vida un buen jamón. Pues lo mismo.
Y por eso, lo que decía Pompeu Fabra sobre qué era un país, «la tierra y el pueblo, y todo lo que el pueblo puede hacer encima de esta tierra», queda reducido de forma extrema. La tierra existe, pero como realidad geográfica; un término útil de cara al censo electoral. El pueblo que pisa esta tierra tiene poco de pueblo. Son seres neutros, ciudadanos constitucionales que no se diferencian de un español residente en Canarias o de un español residente en Bombay.
«Lo que el pueblo puede hacer sobre esta tierra», como dice Fabra, es la combinación de un territorio, un espíritu que lo alimenta y una conciencia de los que viven. Es una comunidad política. Cuando un pueblo hace cosas sobre un territorio, lo que hace es política y, si le dejan, historia.
La sentencia del Constitucional también puso en su sitio a las veleidades catalanas sobre la palabra nación: «El tribunal reitera que los términos “nación” y “realidad nacional”, referidos a Cataluña en el Preámbulo del Estatuto, carecen de eficacia jurídica interpretativa». Volviendo al símil de la minoría de edad, a Cataluña le dicen que ya es todo un hombrecito, le dejan beber una copita de cava en Navidad y tal vez hacer una caladita de un Winston mentolado en la boda de un primo. Pero, como es de conocimiento general, la paga la continua repartiendo el Padre Central. Os acordáis, ¿verdad? «Mientras vivas en esta casa harás lo que te digamos».
Remacha la sentencia: «La Constitución no conoce otra que la Nación española». Esta falta de amistades, de conocidos y saludados que tiene nuestra constitución es bastante significativa de su majestad, aislada e imperial. Es particularmente jugoso el verbo, porque bien podría haber dicho «no reconoce otra que …». Es decir, ante las demandas de ampliar las naciones que se encuentran bajo su amparo, la constitución, matrona y solterona, no solo no se esforzará nunca en reconocer, aceptar, conceder, sino que, lisa y llanamente no conoce. En fin, como Robert de Niro: «Are you talking to me? ¡Porque aquí no hay nadie más!».
No tiene por qué ser así y no pasa nada si no es así. Si la soberanía no la tiene explícitamente ese sujeto siempre tan castigado que es el sufrido pueblo español. La primera constitución española, la de 1812, definía a España de manera más festiva: «la reunión de los españoles de ambos hemisferios». Una reunión, una fiestuqui vamos. Y vámonos ahora a ver cómo lo resuelve la constitución europea más nueva, la de Montenegro del 2007: «Bearer of sovereignty is the citizen with Montenegrin citizenship». Es decir, no aparece el pueblo de Montenegro, ni la gran nación montenegrina, ni cosas del siglo XIX. Es el ciudadano con nacionalidad el titular de soberanía. Mola bastante, la verdad. Y aquí podríamos entrar en el jugoso tema de por qué la soberanía en España es nacional y no popular, pero volveríamos a darnos de bruces con el esencial y medular origen nacionalista del R78 y de la constitución.
Una idea consensual, agregativa, como suele estar en las constituciones federales, en lugar de un enunciado clausurado y decimonónico nos vendría mejor a todos, la verdad. Escribió Tito Livio eso de que la ley es «communis rei publicae sponsio»: pacto, compromiso o garantía común de ciudadanía, según lo traduzcamos. En cualquier caso, ni para los romanos más piadosos, la ley venía de Júpiter Tonante, se entendía pues como un acuerdo. Y eso, entre humanos, siempre es temporal, modificable y revocable. Aunque para que vean que todo lo indisoluble suele acabar como un azucarillo en la boca de un tapir, les traigo un texto de Leopoldo Alas Clarín, muy revelador sobre esto de quién puede y quién no independizarse. Es de 1896, dos años antes de la independencia de Cuba. Dice el escritor: «Los cubanos somos nosotros mismos, son (somos) los Pérez, Fernández, González, castizos que fueron (fuimos) a Cuba hace cuarenta, doscientos, trescientos años». Frase que se podría aplicar a Cataluña hoy mismo. Y sigue «Durante la Guerra de la Independencia toda la Nación luchaba, porque teníamos derecho a la independencia, pero los cubanos no lo tienen como no lo tenían los catalanes cuando emprendieron su guerra separatista, ya que Cuba, como Cataluña, es una provincia española». ¿A que es divertida esa comparación entre la imposibilidad de que Cuba sea independiente comparándola con Cataluña? ¡Qué don profético, madre de dios!
Como se ve, lo que es imposible en 1896, es real en el 98 y pura normalidad en el 2006. Así que no hay que ponerse demasiado nervioso con declaraciones de eternidad, solubilidad, intemporalidad y glorias eternas que duran.