Garza no abrió la boca y permaneció con la mirada al frente, concentrado en la conducción, durante lo que prometía ser un largo trayecto a través de la ciudad hasta Little West con la Doce. Las calles nocturnas de Nueva York eran el habitual relampagueo de luces, movimiento, bullicio y ruido. Gideon notó en el rostro y en el lenguaje corporal de Garza la antipatía que este sentía hacia él, pero no le importó. El silencio le permitía prepararse para lo que sin duda iba a ser un enfrentamiento desagradable. Tenía una idea bastante clara de lo que Glinn podía querer de él.
A los doce años había visto cómo los tiradores del FBI abatían a su padre. En aquella época su progenitor era un especialista civil en claves que trabajaba para el INSCOM —el Comando de Inteligencia y Seguridad del ejército de Estados Unidos— y había formado parte del grupo dedicado al desarrollo de códigos. Los soviéticos descifraron uno de aquellos códigos a los pocos meses de haber sido introducido y en una sola noche arrestaron a veintiséis agentes dobles y colaboradores clandestinos a los que torturaron y ejecutaron. Fue uno de los peores desastres de inteligencia de la Guerra Fría. Echaron la culpa a su padre. Este siempre había padecido depresiones y, bajo la presión de las acusaciones y la posterior investigación, sufrió una crisis nerviosa, se apoderó de un rehén y fue abatido a tiros en la puerta de Arlington Hall Station cuando salía para rendirse.
Gideon lo presenció todo.
En los años que siguieron a la tragedia la vida de Gideon tomó un rumbo incierto. Su madre empezó a beber, y por su casa desfilaron numerosos hombres. Luego se trasladaron de una ciudad a otra y se sucedieron una lista de relaciones rotas y expulsiones escolares. A medida que el dinero de su padre desaparecía, pasaron de vivir en casas a hacerlo en apartamentos y después en remolques, habitaciones de moteles y casas de huéspedes. El recuerdo más intenso que guardaba de su madre en esa época era la imagen de ella sentada en la cocina, con una copa de Chardonnay en una mano y el humo de un cigarrillo enroscándose alrededor de su arrugado rostro, mientras su mirada se perdía en el vacío y al fondo sonaban los nocturnos de Chopin.
Gideon se convirtió en un outsider y desarrolló los intereses propios de un solitario: matemáticas, música, arte y lectura. Una de sus muchas mudanzas, cuando tenía diecisiete años, lo llevó hasta Laramie, en Wyoming. Una mañana fue a visitar la sociedad histórica de la localidad y pasó allí el resto del día, matando el tiempo en lugar de ir al colegio. Nadie lo encontró porque a quién se le habría ocurrido buscar en semejante sitio. La sociedad histórica ocupaba una vieja mansión victoriana y no era más que un polvoriento laberinto de habitaciones y rincones oscuros llenos de recuerdos y curiosidades del Oeste: seis pistolas que habían acabado con bandidos famosos de los que nadie había oído hablar, souvenirs indios, reliquias de los primeros pioneros, espuelas oxidadas, cuchillos y una amplia colección de dibujos y pinturas.
Un día Gideon se refugió en una de las habitaciones traseras para leer tranquilamente, pero un pequeño grabado, uno de los muchos colgados de cualquier manera y que abarrotaban la pared, no tardó en llamar su atención. Lo firmaba un artista del que nunca había oído hablar, Gustave Baumann, y se llamaba Three Pines. Era una composición sencilla: tres pequeños y raquíticos árboles que crecían en un risco desértico. Sin embargo, cuanto más lo miraba, más atraído se sentía y más increíble y milagroso le parecía. El autor había logrado dotar aquellos tres pinos de un sentido de dignidad, del valor propio de los verdaderos árboles.
Aquella habitación trasera pronto se convirtió en su santuario. Nadie imaginaba que podía estar allí. Incluso se llevaba la guitarra y la tocaba porque la anciana que dormitaba en la recepción no se enteraba de nada. Nunca supo cómo o por qué, pero con el tiempo Gideon se enamoró de aquellos árboles enclenques.
Poco después su madre se quedó sin trabajo, lo cual significaba que tendrían que mudarse de nuevo. Gideon no pudo soportar la idea de despedirse de aquel grabado. No se imaginaba dejar de verlo.
Así que lo robó.
Y resultó que fue una de las cosas más emocionantes que había hecho en su vida. Le resultó muy fácil. Unas pocas preguntas inocentes le revelaron que la sociedad histórica carecía por completo de medidas de seguridad y que nadie comprobaba su polvorienta colección. Así pues, un frío día de invierno entró con un pequeño destornillador en el bolsillo trasero, descolgó el grabado y lo ocultó bajo el abrigo. Antes de marcharse, limpió la pared donde había estado colgado para borrar las marcas de polvo y movió ligeramente los demás cuadros para ocultar los agujeros de los tornillos. Todo el asunto le llevó apenas cinco minutos, y cuando hubo acabado nadie habría dicho que faltaba algo. Fue sin duda un robo perfecto, y se dijo que estaba justificado: nadie miraba jamás aquella obra, no le interesaba a nadie, y la sociedad histórica dejaba que se pudriera en un rincón. Se sintió virtuoso, como el padre que adopta un niño huérfano e indefenso.
Además, ¡qué emocionante había sido! Un placer casi físico. Por primera vez en años se sintió vivo, el corazón le latía con fuerza y todos sus sentidos estaban en alerta. Los colores le parecían más brillantes, y el mundo adquirió un aspecto diferente, al menos durante un tiempo.
Colgó el grabado encima de la cama de su nuevo cuarto de Stockport, en Ohio. Su madre no se fijó ni hizo comentario alguno.
Gideon estaba convencido de que la obra carecía de valor, pero unos meses después, hojeando distintos catálogos de subastas, descubrió que su precio oscilaba entre seis mil y siete mil dólares. En aquella época su madre andaba muy necesitada de dinero, de modo que pensó en venderlo, pero no se sintió capaz de separarse de él.
Por otra parte, empezaba a aburrirse y necesitaba una nueva ración de emociones fuertes.
Así pues comenzó a frecuentar el Muskingum Historical Site, donde tenían una pequeña colección de grabados, aguafuertes y acuarelas. Eligió la que más le gustaba, una litografía de John Steuart Curry llamada The Plainsman, y la robó. Pan comido.
Formaba parte de una edición de doscientas cincuenta unidades, lo cual la hacía imposible de rastrear y fácil de vender en el mercado oficial. La red informática mundial estaba dando sus primeros pasos, y eso hizo la venta mucho más fácil y anónima. Consiguió ochocientos dólares por la litografía, y de esa manera empezó su carrera como ladrón de poca monta de sociedades históricas y museos. Su madre nunca más tuvo que preocuparse por el alquiler. Gideon se inventaba vagas historias acerca de trabajos ocasionales y le decía que a veces se quedaba a ayudar en el colegio. Ella estaba demasiado confusa y desesperada para preguntarse de dónde salían realmente aquellas cantidades.
Gideon robaba por dinero, robaba porque le gustaban ciertos cuadros concretos, pero sobre todo lo hacía por la emoción. Le proporcionaba un subidón como ningún otro, una sensación de valía y de estar por encima de la masa estrecha y miope.
Sabía que esos no eran sentimientos dignos, pero el mundo era un desastre, así que ¿por qué no saltarse las normas? No hacía daño a nadie. Parecía un Robin Hood cualquiera: se apropiaba de objetos artísticos que nadie apreciaba y los ponía en manos de la gente que los amaba de verdad. Siguió estudiando, pero cuando se trasladó a California acabó dedicándose a tiempo completo a visitar pequeños museos, bibliotecas y sociedades históricas. Vendía lo que necesitaba y se quedaba con el resto.
Entonces recibió una llamada. Su madre se moría en un hospital de Washington. Acudió a su lado, y ella, en su lecho de muerte, le contó la historia de cómo su padre no había sido responsable del fallo de codificación que había provocado el desastre de seguridad; más bien al contrario: había señalado los errores y nadie le había hecho caso. Luego, cuando las cosas se torcieron, el general que estaba al mando del proyecto lo convirtió en el chivo expiatorio, el mismo general que después ordenó que lo abatieran cuando ya se había rendido.
Su padre fue acusado falsamente y asesinado.
Cuando se enteró de todo aquello la vida de Gideon cambió por completo. Por primera vez tenía un objetivo, uno que valía la pena. Hizo tabla rasa, volvió a la universidad, se doctoró en física y empezó a trabajar en Los Álamos. Sin embargo, al mismo tiempo no dejó de investigar, de buscar las pruebas que necesitaba para limpiar el buen nombre de su padre y vengarse del general que lo había asesinado.
Tardó años, pero al final encontró lo que necesitaba y se tomó cumplida venganza. En esos momentos el general estaba muerto, y el buen nombre de su padre había sido reivindicado.
Sin embargo, no le sirvió de gran cosa. La venganza no resucitaba a los muertos ni devolvía los años tirados por la borda. De todas maneras tenía toda la vida por delante y estaba decidido a sacarle el mayor partido posible.
Entonces, y de eso hacía poco más de un mes, ocurrió el mayor desastre de todos: le dijeron que sufría una dolencia conocida con el curioso nombre de «malformación aneurismática de la vena de Galen». Era una acumulación de venas en el cerebro que no se podía operar y para la cual no existía tratamiento. Antes de un año lo habría matado.
Al menos eso era lo que le había dicho Eli Glinn, el hombre que le había encargado su primera misión.
Supuestamente le quedaba un año de vida. En ese momento, mientras Garza se dirigía entre el lento tráfico de Nueva York hacia la sede de Effective Engineering Solutions, Gideon no tuvo la menor duda de que Glinn deseaba arrebatarle una parte de ese año de vida y convencerlo para que aceptara realizar otra misión para el EES. No sabía qué haría Glinn, pero estaba bastante seguro de que tendría algo que ver con lo sucedido a Chalker.
Cuando el coche dobló en Little West con la calle Doce, Gideon se preparó para el cara a cara. Se mostraría frío pero tajante. Mantendría su dignidad y evitaría un enfrentamiento. Pero si todo eso fallaba le diría a Glinn que se fuera al diablo y se marcharía.