78

Gideon pidió al taxista que lo dejara cerca de Washington Square Park. Le apetecía caminar un rato hasta las oficinas que el ESS tenía en Little West con la calle Doce, pero antes de eso deseaba dar una vuelta por el parque y disfrutar de aquel día de verano.

Habían transcurrido tres semanas desde el funeral. Cuando este hubo acabado se marchó inmediatamente a su cabaña de los montes Jemez, desconectó el móvil, la línea terrestre y los ordenadores y pasó tres semanas pescando. El quinto día atrapó por fin aquella vieja y astuta trucha asalmonada con un anzuelo sin púa. Su intención era soltarla. Era un pez formidable, fuerte, brillante y con el tono rosado detrás de las agallas, lo que justificaba su nombre. Sin duda se trataba de un noble ejemplar que debía ser liberado, como tenía costumbre; sin embargo, no solo no lo hizo, sino que se la llevó a la cabaña, la limpió y preparó con ella una exquisita truite amandine que regó con una botella de un chispeante Puligny-Montrachet. Y todo ello sin el menor sentimiento de culpa. No obstante, mientras disfrutaba a solas del plato le ocurrió algo curioso: se sintió feliz. No solo feliz, sino también en paz. Examinó sus sentimientos con cierta sorpresa y curiosidad y comprendió que algo tenían que ver con la certeza de las cosas: la certeza de su condición física y la convicción de que nunca más volvería a ver a Alida.

Aquella certidumbre parecía haberlo liberado. En ese momento sabía a lo que se enfrentaba y lo que nunca tendría, lo cual le otorgaba la libertad de seguir el consejo que el médico le había dado antes de que saliera de la consulta: concentrarse en las cosas que le importaban y en ayudar a los demás. Soltar la trucha habría sido un bonito gesto, pero debía admitirlo: comérsela había sido un placer aún mayor. Comérsela había sido importante para él. «En medio de la vida en la muerte estamos…» Era bien cierto, tanto para los humanos como para las truchas.

Durante aquellas tres semanas se dedicó también a realizar pequeñas tareas que eran fundamentales para él. Una fue solicitar una excedencia permanente de Los Álamos por razones médicas. Cuando sus pequeñas vacaciones de pesca tocaban a su fin volvió a conectar el móvil, leyó los mensajes que había recibido y entre ellos encontró uno de Glinn. El ingeniero tenía otro encargo para él, suponiendo que Gideon quisiera aceptarlo; un encargo de «considerable importancia». Estuvo a punto de descartarlo, pero se contuvo. Al fin y al cabo ¿por qué no aceptarlo? Sin duda se le daba bien. Si se iba a dedicar a ayudar al prójimo quizá no fuera mala idea empezar por ahí.

Incluso se había olvidado de su rabia hacia Glinn cuando este lo había dejado en la estacada. Empezaba a comprender que la forma de funcionar del viejo —por mucho que en el calor del momento le resultara insoportable— había sido notablemente efectiva. En esa misión no lo había ayudado porque había creído que si lo dejaba a su suerte sus posibilidades de éxito serían mayores.

Así que allí estaba, de vuelta en Nueva York, dispuesto a empezar un nuevo capítulo de su corta vida. Respiró hondo y miró a su alrededor. Era una tarde preciosa de fin de semana, y el parque rebosaba actividad. Decidió quedarse un rato más, fascinado por el bullicio de unos percusionistas dominicanos que llenaban el aire con sus alegres ritmos, por un grupo de jóvenes skaters con casco y rodilleras cuyas madres los observaban con expresión angustiada, por dos individuos vestidos con trajes baratos que fumaban un puro, por un viejo hippy que tocaba la guitarra a cambio de unas monedas, por un mimo que imitaba el andar de los paseantes para enfado de estos, por un trilero que manejaba las cartas con gran habilidad sin dejar de vigilar por si aparecía la policía, o por el mendigo que dormía tendido en un banco. El parque reunía todo un mosaico de la condición humana, que iba de lo más alto a lo más bajo de la escala social, con toda su complejidad, riqueza y apogeo. Sin embargo, aquella tarde la alegría y el esplendor parecían especialmente intensos. Nueva York tenía un aire totalmente diferente del de la última vez que había estado allí, cuando un tipo medio borracho le había quitado el taxi. La amenaza terrorista que había vaciado media ciudad había pasado, y la gente parecía haber vuelto cambiada. Eran más sociables y tolerantes, parecían más felices y dispuestos a vivir más el momento.

Sí, la ciudad sin duda había cambiado, y él también. «Todos necesitamos que nos recuerden cuáles son las cosas importantes de la vida», se dijo. A toda aquella gente se lo habían recordado, lo mismo que a él.

La pesadilla había terminado, y el país había vuelto a la normalidad. Incluso sus problemas habían quedado resueltos: las grabaciones de seguridad del USAMRIID, el portátil de Blaine y la confesión de Dart en el lecho del hospital habían completado los vacíos y relatado la historia en su totalidad. Novak había sido detenido junto a otros cómplices de Los Álamos y de los departamentos de defensa e inteligencia. La trampa que le habían tendido quedó al descubierto, y Chalker había sido reivindicado como víctima inocente. Por su parte Glinn había intervenido para que el papel que Gideon había desempeñado en el drama quedara en el más estricto secreto. Eso era algo especialmente importante para él porque lo poco que le quedaba de vida podía convertirse en una pesadilla si se hacía famoso y su nombre empezaba a aparecer en la prensa y la televisión.

Luego estaba la cuestión de Alida, que se había ido para siempre. Ese era un capítulo con el que su corazón todavía estaba haciendo las maletas. No podía remediarlo y lo mejor era olvidarlo.

Dio un paseo alrededor de la fuente y se detuvo ante los percusionistas dominicanos. Tocaban sus instrumentos sonrientes y extasiados, improvisando los ritmos más sorprendentes: no solo dos por tres, sino cinco por tres e incluso algo que sonaba como siete por cuatro. Pensó que se parecía al latido del corazón humano, la primera sensación que todos experimentamos al comienzo de la vida, solo que multiplicada cien veces y convertida en algo delirante y salvaje.

Escuchó aquella música y sintió paz, verdadera paz. Era una sensación maravillosa a la que no estaba acostumbrado. Se preguntó si era eso lo que tanta gente experimentaba a diario. Hasta ese momento no había sabido lo que se estaba perdiendo. Tras años de angustia, miedo, tristeza, odio y venganza, la malformación arteriovenosa y aquel buen doctor le habían hecho ese regalo. Se trataba de una inexplicable paradoja porque precisamente la enfermedad que iba a matarlo lo había hecho libre.

Miró la hora. Iba a llegar tarde, pero no importaba. En esos momentos la música era lo importante. Estuvo escuchando durante una hora y después, con un sentimiento de paz en el corazón, se dirigió por Waverly Place y Greenwich Avenue hacia el viejo barrio de los mataderos.

El EES parecía tan desierto como de costumbre. La puerta zumbó y se abrió sin que le hicieran la menor pregunta. Nadie acudió a recibirlo ni a acompañarlo a través de los vastos laboratorios hasta el ascensor, que subió y subió entre crujidos. Cuando las puertas al fin se abrieron caminó por el pasillo hacia la sala de reuniones. La puerta estaba cerrada y todo parecía silencioso como una tumba.

Llamó y oyó la voz de Glinn, que respondió con un lacónico «pase».

Gideon abrió y fue recibido por una habitación llena de gente que prorrumpió en aplausos y vítores. Glinn estaba allí, el primero. Hizo avanzar su silla de ruedas, extendió su brazo tullido y besó a Gideon en ambas mejillas, al estilo europeo. El siguiente fue Garza, que le dio un fuerte apretón de manos y una sonora palmada en la espalda. Siguieron los demás, que debían de ser casi un centenar de personas —jóvenes y viejos, hombres y mujeres de todas las razas imaginables; algunos vestían batas de laboratorio; otros, trajes, quimonos y saris—, junto con los que parecían ser otros operativos del EES, todos con una mirada de agradecimiento mientras le estrechaban la mano y lo felicitaban en medio de un torrente de entusiasmo y calidez.

Por fin todos guardaron silencio, y Gideon comprendió que esperaban que dijera algo. Permaneció unos instantes allí, de pie, sin saber qué decir ni cómo empezar. Luego carraspeó y comentó:

—Bueno, muchas gracias, pero ¿se puede saber quiénes son ustedes?

Sus palabras provocaron una carcajada general.

Glinn tomó la palabra.

—Aunque no los conoce, todos ellos son gente del EES. La mayoría trabaja entre bambalinas y hace que nuestra pequeña empresa funcione. Es posible que no sepa quiénes son, pero ellos sí saben quién es usted y todos sin excepción querían estar aquí para darle las gracias.

Sonó una salva de aplausos, y Glinn prosiguió:

—No hay nada que podamos decir o hacer, nada que podamos darle que sea suficiente para expresar nuestra gratitud por lo que ha hecho, así que ni siquiera voy a intentarlo.

Gideon estaba conmovido. Era evidente que todos deseaban que dijera algo más, pero ¿qué podía decir? Entonces cayó en la cuenta de que había llegado a ser tan hábil disfrazándose y simulando lo que no era que casi se había olvidado de ser sincero.

—Me alegro de haber hecho algo bueno en este mundo de locos. —Carraspeó de nuevo—. Pero no habría podido hacer lo que hice sin la ayuda de mi compañero, Stone Fordyce, que dio su vida por la misión. Él es el verdadero héroe. Lo único que yo di fueron unos cuantos dientes.

Sonaron aplausos, pero menos estruendosos.

—Quiero darles las gracias a todos. No sabría decir qué hacen o han hecho, pero me resulta agradable ver sus rostros. Muchas veces cuando estaba ahí fuera me sentía solo y abandonado a mi suerte. Comprendo que formaba parte del trabajo, parte del sistema de esta casa, pero ahora que los veo a todos ustedes me doy cuenta de que en realidad no estaba solo. Me parece que ahora, en cierto modo, el EES se ha convertido en mi casa, en mi familia incluso.

Se oyeron murmullos de aprobación.

—¿Qué tal las vacaciones? —preguntó Glinn tras un breve silencio.

—Bien, me comí una trucha.

Más aplausos y risas. Gideon los acalló alzando la mano.

—Durante estos últimos días me he dado cuenta de una cosa: de que debería dedicarme a esto. Me gustaría seguir trabajando para vosotros y para el EES. Creo que aquí puedo aportar mi granito de arena. Y por último… —Hizo una pausa y miró a su alrededor—. La verdad es que en mi vida no hay nada más que valga gran cosa aparte de vosotros. Es triste, pero es así.

Sus palabras fueron recibidas con un grave silencio. Al cabo de un momento apareció una leve sonrisa en los labios de Glinn. El anciano miró a los presentes y dijo:

—Muy bien, caballeros, gracias por su tiempo.

La sala se vació rápidamente ante tan sutil invitación a marcharse. Glinn esperó a que solo quedaran Gideon y Garza. Entonces hizo un gesto a Gideon para que se sentara en una de las sillas de la sala de reuniones.

—¿Está usted seguro de lo que acaba de decir, Gideon? Después de todo ha pasado por un verdadero calvario. Y no me refiero solamente a la persecución física, sino al trauma emocional.

Hacía tiempo que Gideon había dejado de sorprenderse ante la habilidad de Glinn a la hora de saberlo todo acerca de él.

—Nunca en mi vida he estado tan seguro de algo —contestó.

Glinn lo observó atentamente durante unos instantes con una mirada larga y penetrante, y después hizo un gesto de asentimiento.

—Estupendo, me alegra oír que se queda con nosotros. Ahora mismo es un buen momento para estar en Nueva York. La semana que viene se inaugura una exposición en la Morgan Library, una exposición del Libro de Kells, gracias a un préstamo del gobierno irlandés. Supongo que habrá oído hablar del Libro de Kells

—Desde luego.

—Entonces ¿querrá acompañarme a verlo? —preguntó Glinn—. Soy un entusiasta de los manuscritos iluminados. La Morgan anuncia que cada día pasará una página. Será muy emocionante.

Gideon vaciló.

—La verdad es que los manuscritos iluminados no son precisamente lo que más me interesa.

—Vaya, pues yo esperaba que me acompañara a ver esa exposición —dijo Glinn—. De verdad que le gustará. El Libro de Kells no solo es el mayor tesoro irlandés, sino el manuscrito iluminado más interesante que existe. Solo ha salido de Irlanda en una ocasión, y únicamente estará aquí una semana. Sería una lástima perdérselo. Iremos el lunes por la mañana.

Gideon se echó a reír.

—Sinceramente, no puede interesarme menos.

—Se equivoca. Le interesará.

Gideon se puso en guardia al oír el tono de Glinn.

—¿Ah, sí? ¿Por qué?

—Porque su próxima misión será robarlo.