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Gideon dobló en North Guadalupe Street, condujo el Suburban a través del antiguo arco español y entró en el camino de gravilla del Cementerio Nacional de Santa Fe. Había una docena de coches aparcados ante el edificio de administración. Detuvo el suyo junto a ellos, se apeó y miró en derredor. Era una cálida mañana de verano, y los montes Sangre de Cristo se recortaban nítidamente contra el azul del cielo. Las ordenadas hileras de lápidas se extendían ante él entre la luz y las sombras.

Caminó hacia el este haciendo crujir la gravilla. Aquella era la parte antigua del cementerio, construida originalmente para los soldados de la Unión muertos en la batalla de Glorieta Pass, pero a través de los pinos y los cedros divisó la parte nueva que trepaba por la falda de una elevación cercana, allí donde el desierto había sido cubierto recientemente de césped hasta convertirlo en una extensión de un verde intenso. A media ladera vio un grupo de gente reunida alrededor de una fosa recién abierta en el suelo.

Contempló las pulcras hileras de cruces blancas y estrellas de David. «Dentro de poco yo también estaré en un sitio parecido, y la gente se reunirá alrededor de mi tumba», se dijo. A aquel inesperado pensamiento lo siguió otro espantoso pero irresistible: «¿Quién vendrá a llorar mi muerte?».

Se encaminó hacia el grupo de afligidos.

Los detalles de la implicación de Simon Blaine en el complot terrorista habían sido ocultados a la prensa. Gideon había supuesto que habría mucha más gente en su entierro porque no en vano había sido un escritor de renombre, pero a medida que se acercaba entre las hileras de austeras lápidas vio que no había más de veinte personas alrededor de la fosa. Enseguida le llegaron las palabras del sacerdote que entonaba la versión episcopal del rezo a los difuntos.

Da descanso, oh, Señor, a tu siervo junto a tus santos,

donde ya no reinen la pena y el dolor

ni el sufrimiento, sino la vida eterna.

Salió de entre los árboles a la luz del sol y se acercó. Sus ojos buscaron a Alida entre los presentes hasta que la encontraron. Llevaba un sencillo vestido negro, guantes blancos hasta el codo, un sombrero negro y un velo del mismo color, que en ese momento había echado hacia atrás. Gideon se situó en un discreto segundo plano detrás de la gente y estudió su rostro desde el otro lado de la tumba. Alida contemplaba fijamente el ataúd. Aunque no había lágrimas en sus ojos, su rostro estaba asolado por el dolor. Gideon se sintió incapaz de dejar de mirarla. De repente Alida alzó la vista, y sus miradas se cruzaron durante un instante terrible; luego ella volvió a clavar los ojos en el ataúd.

Gideon se preguntó qué había visto en ellos. Intentó analizarlo. ¿Acaso era un sentimiento? Había sido todo muy rápido, y estaba claro que Alida se negaba a levantar de nuevo la cabeza.

En tus manos encomendamos,

oh, Señor misericordioso,

a tu siervo Simon…

Durante la semana siguiente a los sucesos de Fort Detrick Gideon había intentado repetidas veces ponerse en contacto con Alida. Deseaba, necesitaba explicarle, contarle lo mucho que lo lamentaba, lo mal que se sentía por haberla engañado y expresarle su pésame por lo ocurrido con su padre. Tenía que hacerle comprender que no había tenido otra elección. Que Blaine había sido el principal responsable, aunque eso seguramente ella lo había comprendido.

Alida había colgado todas las veces que él la había llamado. La última que Gideon lo intentó se encontró con que había cambiado de número.

Entonces decidió esperar ante la puerta de su casa, confiando en que al verlo ella le daría ocasión de explicarse. Sin embargo Alida pasó ante él dos veces sin mirarlo siquiera.

Así pues había decidido presentarse en el funeral, dispuesto a soportar cualquier humillación con tal de verla, hablar con ella y explicarse. No esperaba que pudieran continuar con su relación, pero al menos sí estar con ella una última vez. La idea de dejarlo de aquella manera, brutal y sin resolver, llena de odio y amargura, era algo que no podía soportar. Además, y eso lo sabía a ciencia cierta, le quedaba tan poco tiempo…

Una y otra vez revivió mentalmente los momentos que habían pasado juntos: la huida a caballo, la furia inicial de Alida contra él, la lenta transformación de sus sentimientos y su culminación en amor. Para él había sido su primer amor verdadero, y todo gracias a la increíble generosidad del corazón de Alida.

En medio de la vida en la muerte estamos.

¿A quién acudiremos en busca de socorro

si no es a Vos, oh, Señor,

que estás justamente indignado por nuestros pecados?

Gideon empezó a sentirse como un intruso que hubiera irrumpido en una ceremonia personal y privada. Dio media vuelta y echó a andar colina abajo, dejando atrás lápida tras lápida, hasta que llegó a la parte antigua del cementerio. Allí, a la fresca sombra de los cipreses, aguardó junto al camino por el que Alida tendría que pasar de regreso a su coche.

«Aunque sea cierto que solo te queda un año de vida, hagamos que ese año cuente. Juntos, tú y yo. Podemos reunir en un año el amor de toda una vida». Esas habían sido sus palabras, y no podía quitárselas de la cabeza, como tampoco la imagen de Alida desnuda en la puerta del rancho, hermosa como una doncella de Boticelli, el día en que se había marchado en su coche, empeñado en acabar con la vida de su padre.

¿Por qué era tan importante para él hablar con ella? ¿Acaso no era porque todavía confiaba, en contra de cualquier esperanza, que lograría hacerle ver las cosas desde su punto de vista, que conseguiría hacerle comprender el terrible dilema en que se había visto atrapado y que al final, con la infinita generosidad de su corazón, acabaría perdonándolo? ¿O era consciente de que eso sería imposible? Puede que solo fuera porque necesitaba tener la conciencia tranquila o porque de ese modo podría ayudarla a que lo comprendiera, aunque ella nunca volviera a amarlo.

Contempló el oficio fúnebre desde la distancia. La brisa le llevaba la débil voz del sacerdote como un lejano murmullo. Bajaron el féretro, y la ceremonia terminó. La gente apiñada alrededor de la tumba empezó a dispersarse.

Gideon esperó a la sombra mientras la lenta procesión descendía la pendiente. Posó sus ojos en Alida cuando todos desfilaban ante ella para ofrecerle el pésame con un abrazo y estrechándole la mano. Se le hizo eterno. Primero fueron los trabajadores del cementerio, a continuación un grupo de señoras de cierta edad que charlaban entre ellas en voz baja, luego varios jóvenes y algunas parejas y por último el sacerdote y sus acólitos. El hombre le sonrió profesionalmente cuando pasó ante él.

Luego le llegó el turno a Alida. Gideon había imaginado que alguien la acompañaría, pero se había entretenido y fue la última en marcharse, sola. Se acercó hacia donde estaba él, abrumada por la pérdida pero erguida y con la cabeza en alto, caminando lentamente por el estrecho sendero que serpenteaba entre las lápidas, sin hacer ademán de reconocerlo siquiera. Gideon notó un extraño vacío en el estómago. Al verla llegar a su altura no supo qué hacer, si hablarle, plantarse ante ella o tenderle la mano. Trató de decir algo, pero de su boca no salió sonido alguno. La vio pasar ante él, repentinamente mudo, y la contempló caminar con el mismo andar pausado, mirando al frente sin que apareciera el menor cambio en su expresión, sin reparar en ningún momento en su presencia.

Gideon la siguió con la mirada mientras ella avanzaba por el camino, dándole la espalda y sin variar un ápice sus andares fríos e indiferentes. Observó su negra figura durante varios minutos más, hasta que desapareció a la vuelta del edificio. Luego siguió esperando hasta que se hubo marchado, hasta que todos los coches desaparecieron. Aguardó un poco más, suspiró y por fin emprendió el camino hacia su coche por el estrecho sendero rodeado de lápidas.