Gideon aceleró el Stryker a través del aparcamiento, dejó atrás los restos ardientes del helicóptero y enfiló por la carretera a ochenta kilómetros por hora. Los ocho neumáticos del vehículo hacían mucho ruido sobre el asfalto.
Jackman examinó el arrugado mapa.
—Tiene que tomar un rumbo de ciento noventa grados. Utilice eso para guiarse. —Le señaló el compás electrónico de los mandos.
Gideon dobló en dirección sur. El Stryker saltó el bordillo de la carretera y atravesó una amplia extensión de césped en dirección a una línea de árboles.
—¿Qué armas tenemos? —quiso saber Gideon.
—Una ametralladora de calibre 50, un lanzagranadas automático Mk9 y granadas de humo.
—¿Podemos atravesar esos árboles con el Stryker?
—Enseguida lo sabremos. Pase a tracción total. Es esa palanca de ahí.
Gideon tiró de la palanca y aceleró en dirección a los árboles. «¡Dios, qué motor tan potente!», se dijo. Los árboles estaban bastante separados unos de otros, pero no lo suficiente. Gideon se dirigió hacia los que parecían más jóvenes.
—¡Agárrese! —avisó.
El Stryker embistió uno y después otro. Se abrió paso por el bosquecillo en medio de violentos crujidos cada vez que un árbol se partía por su base, con el motor rugiendo a plena potencia mientras levantaba una lluvia de astillas, ramas rotas y hojas. Al cabo de un momento desembocaron en un claro.
Una luz roja se encendió en una de las pantallas y sonó una voz electrónica e inexpresiva: «Atención, velocidad inapropiada para el terreno. Ajustando presión de los neumáticos para compensar».
Gideon miró por el periscopio.
—¡Mierda! ¡Ahí delante hay unos robles enormes!
—Aminore —le dijo Jackman—. Intentaré abrir camino con el lanzagranadas.
Apretó una serie de interruptores y miró por el visor. La pantalla del sistema de armamento se iluminó.
—Allá va —anunció.
Se oyeron una serie de ruidos siseantes seguidos segundos más tarde por un grave estruendo. Los árboles desaparecieron tras una explosión de fuego, polvo, hojas y astillas. Gideon apretó el acelerador sin esperar siquiera a que el humo hubiera aclarado. Las ruedas del Stryker patinaron, y el vehículo se lanzó hacia delante entre una masa de troncos hechos pedazos al tiempo que iba apartando los más pequeños con un ruido seco.
Salieron del área boscosa con una última sacudida. Ante ellos, al otro lado de la carretera, se alzaba la cerca de alambre que rodeaba un núcleo residencial: impecables filas de bungalows con sus calles, coches, jardines inmaculados y todas las comodidades de una zona residencial.
—¡Mierda! —exclamó Gideon entre dientes.
Afortunadamente no había demasiada gente por los alrededores porque la mayoría de las familias habían sido evacuadas. Dirigió el Stryker hacia el punto de menor resistencia. El blindado embistió contra la valla y la aplastó como si fuera papel antes de pasar sobre ella. Gideon cruzó un jardín trasero destrozando a su paso una zona de juegos y golpeando una piscina desmontable que reventó con una explosión de agua.
—¡Jesús! —exclamó Jackman.
Gideon mantuvo el pie en el acelerador, y el enorme vehículo siguió aumentando poco a poco su velocidad. Más adelante la calle giraba bruscamente a la derecha.
—¡No sé si voy a poder tomar esa curva! —advirtió Gideon—. ¡Agárrese!
Ante ellos se alzaba un bungalow de una sola planta, con sus cortinas de cuadros en las ventanas del salón y un precioso césped rodeado de parterres de flores amarillas.
Gideon comprendió que no iba a poder esquivar la casa y decidió impactar contra el garaje. Chocaron con un golpe brutal. El motor del Stryker rugió cuando embistieron la ranchera que estaba aparcada dentro y arrancaron toda la pared dejando un rastro de polvo y un montón de vigas y tablas de madera destrozadas.
«Atención —dijo la voz electrónica—, velocidad inapropiada para el terreno».
Gideon vio a través del periscopio que la gente salía de sus casas y les gritaba y gesticulaba al ver el rastro de ruinas que iban dejando tras ellos.
—¿Está seguro de que no quiere volver? —preguntó Jackman con sarcasmo—. Me parece que todavía queda algún edificio en pie.
Gideon siguió acelerando y atravesó la verja de alambre del otro lado de la urbanización. Ante él se extendía un aparcamiento y una serie de cobertizos de plancha ondulada del tipo Quonset, separados por estrechos callejones. Enfiló hacia el que parecía más ancho. Sin embargo, no lo era lo bastante, y el Stryker se abrió camino aplastando los laterales de los cobertizos como si fueran de hojalata y arrancándolos de sus toscos cimientos.
Salieron a una zona despejada, atravesaron varios campos de béisbol, hicieron añicos unas gradas de madera, reventaron una pared de ladrillo y de repente se encontraron en medio del campo de golf de la base. Mientras manejaba los controles del blindado Gideon recordó vagamente que ese campo era lo primero que había visto al entrar en Fort Detrick. Eso significaba que se hallaban cerca de la entrada.
Pasó por encima de un tee de salida y se adentró en la calle correspondiente. Los jugadores que había más adelante salieron huyendo en todas direcciones como perdices asustadas. Atravesó un obstáculo de agua, salió por el otro lado entre salpicaduras de barro y trepó hasta el green del hoyo levantando grandes pedazos de césped. Cuando se detuvo en lo alto vio que a menos de un kilómetro de distancia se alzaba un puñado de edificios y la valla de la verja de entrada.
Y también que por la carretera de servicio corría el Humvee de Blaine y Dart, que se dirigía a toda velocidad hacia la salida en un ángulo de noventa grados con respecto a su posición.
—¡Allí están! —gritó—. ¡Vuele la carretera delante de ellos! Pero, por Dios, ¡no les dé si no quiere que el virus se esparza!
Jackman manejaba el sistema de armamento como un poseso.
—¡Detenga el vehículo para que pueda apuntar!
Gideon frenó bruscamente, y las ruedas del Stryker abrieron dos enormes surcos en la calle del siguiente hoyo. Jackman miró por el periscopio del comandante, ajustó unos diales y volvió a mirar. El blindado se estremeció ligeramente cuando las granadas salieron hacia su objetivo. Una serie de explosiones estallaron delante del Humvee, y grandes fragmentos de asfalto saltaron por los aires. El Humvee se detuvo haciendo chirriar sus neumáticos, retrocedió, dobló la esquina y se adentró en el campo de golf.
—¡Otra vez! —ordenó Gideon.
Jackman lanzó varias salvas más, pero sin resultado. El campo de golf era demasiado grande, y el Humvee tenía a su disposición muchos caminos para salir de la base.
Gideon lanzó el blindado a través del verde prado, pero el Humvee era más veloz y estaba a punto de escapársele.
A lo lejos vio que los soldados de los edificios de la entrada corrían de un lado para otro.
—¿Puede llamarlos para avisarlos, Jackman? —preguntó.
—Lo siento —respondió el mecánico—. La radio no funciona.
Gideon pensó rápidamente.
—¡Está bien, entonces utilice las granadas de humo! ¡Que ese Humvee quede rodeado de humo y no vea adónde va!
Atravesaron un búnker de arena, llegaron a lo alto de una cresta y Jackman disparó. Las granadas describieron un arco en el cielo, cayeron delante del Humvee y levantaron una gigantesca humareda blanquecina. El viento soplaba en contra, de manera que el vehículo quedó envuelto en el acto y desapareció.
Gideon se dirigió hacia la nube de humo.
—¿Este trasto tiene visores infrarrojos?
—Sí, ajuste el visor a térmico —le indicó Jackman desde el asiento del artillero.
Gideon contempló el tablero de instrumentos sin saber qué hacer. Jackman alargó el brazo y le dio a un par de interruptores. Una de las innumerables pantallas se encendió.
—Esa es la pantalla de infrarrojos del conductor —dijo el mecánico—. Póngala en térmico.
—¡Estupendo! —exclamó Gideon mientras se adentraba en la blanca niebla.
El Humvee todavía no había alcanzado la carretera de la base. Lo tenían mucho más cerca, pero daba giros a ciegas y se dirigía por la calle hacia el rough y los árboles que había detrás.
Gideon contempló la fantasmal imagen de la pantalla.
—¡Mierda, se van a estrellar!
—Deje que me ocupe —dijo Jackman.
Se puso a los mandos de la ametralladora de calibre 50, y los proyectiles del arma empezaron a levantar el terreno por detrás del Humvee.
—¡Vaya con cuidado, por Dios! —exclamó Gideon mientras veía cómo Jackman manejaba los controles y las balas destrozaban los neumáticos traseros del vehículo.
El Humvee patinó de lado y se detuvo bruscamente.
Gideon vio a través de la pantalla de infrarrojos cómo se abrían las puertas del coche. Tres soldados saltaron y empezaron a disparar a ciegas en medio del humo. Luego salieron dos figuras más —Blaine y Dart— que empezaron a correr a toda prisa hacia la verja de salida.
—¡Voy a por ellos! —dijo Gideon—. ¡Deme su arma!
Abrió la escotilla del Stryker, saltó a tierra y se vio inmediatamente rodeado de humo. Oía a los soldados que seguían disparando a ciegas en algún lugar. Echó a correr en la misma dirección que Blaine y no tardó en salir del humo y encontrarse en la calle del hoyo. Los soldados, que también habían logrado salir, se volvieron hacia él y abrieron fuego con sus automáticas. Gideon se lanzó al suelo en el mismo momento en que oía la ametralladora del Stryker. Los tres soldados saltaron hechos pedazos ante sus ojos.
Se puso en pie rápidamente y siguió corriendo. Blaine estaba a unos cien metros por delante y se acercaba al último green, pero era viejo y perdía fuelle rápidamente. Dart, más joven y en forma, tomó la delantera y dejó a Blaine atrás.
Cuando oyó que Gideon se aproximaba Blaine se volvió y, jadeando, sacó su Peacemaker y disparó. La bala levantó un pedazo de césped a los pies de Gideon, que siguió corriendo. Blaine disparó una segunda vez y volvió a fallar. Gideon saltó por el aire y se lanzó sobre el escritor. Lo agarró por las piernas y lo derribó. Mientras rodaban por el suelo le quitó el revólver de las manos y lo lanzó lejos, luego inmovilizó a Blaine y sacó el arma de Jackman.
—¡Maldito idiota! —bramó Blaine entre escupitajos de furia.
Sin decir palabra y sin quitarle el cañón de la pistola de la garganta, Gideon le metió la mano en el abrigo, rebuscó hasta que encontró el cilindro del virus y se lo guardó. Luego se levantó.
—¡Maldito y condenado idiota! —gritó débilmente Blaine desde el suelo.
Unos disparos repentinos obligaron a Gideon a lanzarse a tierra. Dart había vuelto sobre sus pasos y abierto fuego con su pistola.
Gideon no tenía forma de ponerse a cubierto, así que se extendió en el suelo tanto como pudo, apuntó con cuidado y apretó el gatillo varias veces. Dart cayó abatido con el segundo disparo.
Fue entonces cuando oyó los helicópteros. Siguió con los ojos la dirección del sonido y distinguió dos Black Hawk que se acercaban desde el este. Los aparatos aminoraron, giraron y se dispusieron a realizar un aterrizaje de combate.
Refuerzos para Dart y Blaine.
—Tire su arma y deme el virus —dijo la voz.
Gideon se volvió y vio a Blaine, que se mantenía a duras penas en pie, con el revólver en la mano. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Había estado tan cerca, tanto… Su mente funcionaba a toda prisa mientras intentaba imaginar un modo de escapar, de proteger el cilindro con el virus. ¿Podía esconderlo, escapar con él, enterrarlo? ¿Dónde estaba el Stryker? Miró en derredor con desesperación, pero el blindado seguía envuelto en una ondulante nube de humo blanco.
—Se lo repito, tire el arma y deme el virus.
A Blaine le temblaban las manos.
Gideon se sentía paralizado e incapaz de actuar. Mientras se miraban a los ojos los helicópteros tomaron tierra en la calle, sus puertas se abrieron y un contingente de soldados saltó a tierra con las armas dispuestas. Se desplegaron al estilo habitual y avanzaron hacia ellos. Gideon los miró y después clavó de nuevo sus ojos en Blaine. El escritor tenía el rostro lleno de lágrimas.
—No pienso darle el virus —dijo Gideon al tiempo que alzaba su arma y lo apuntaba.
Permanecieron así, encañonándose mutuamente, mientras los soldados se acercaban. Gideon intuyó que Blaine no iba a apretar el gatillo. Si lo hacía corría el riesgo de liberar el virus. Eso significaba que lo único que tenía que hacer era disparar contra el escritor.
Sin embargo, y aunque su mano se tensó alrededor de la culata, comprendió que no sería capaz, que aunque le costara la vida nunca podría matar al padre de Alida. Y aún menos en ese momento, cuando todo era ya fútil.
—¡Tiren las armas! —ordenó una voz entre los soldados—. ¡Tiren las armas y túmbense en el suelo! ¡Ya!
Gideon se preparó para lo peor. Todo había terminado.
Se oyeron disparos. Gideon dio un respingo, esperando en cualquier momento el impacto de las balas, pero estas no llegaron. Blaine cayó inesperadamente hacia delante y quedó tendido en la hierba, con el revólver en la mano, inmóvil.
—¡Tire el arma! —gritó un soldado.
Gideon extendió lentamente los brazos y dejó que la pistola se le escapara de los dedos a medida que los soldados lo rodeaban sin dejar de apuntarlo. Uno de ellos lo cacheó, encontró el cilindro con el virus y se lo quitó. En ese momento apareció un teniente.
—¿Es usted Gideon Crew?
Gideon asintió.
El oficial se volvió hacia sus hombres.
—Está bien, no pasa nada. Es el compañero de Fordyce. —Se volvió hacia Gideon—. ¿Dónde está el agente Fordyce, en el Stryker?
—Fordyce ha muerto. Ellos lo asesinaron —contestó Gideon, que no acababa de entender lo ocurrido.
Fue entonces cuando comprendió que además de avisar a Dart, Fordyce, haciendo honor a su mentalidad de agente del FBI, había llamado también a alguien más. Aquellos soldados no formaban parte de la conspiración, sino que eran la caballería que llegaba al rescate, aunque con cierto retraso.
Oyó toser a Blaine y para su sorpresa vio que el anciano se ponía a cuatro patas y se arrastraba hacia ellos gruñendo y jadeando.
—El virus… El virus… —balbuceó.
Escupió un chorro de sangre y se interrumpió, pero siguió arrastrándose.
Uno de los soldados alzó el rifle.
—No —protestó Gideon—. Por amor de Dios, no.
Blaine se las arregló para incorporarse ligeramente y levantar el Peacemaker mientras todos lo miraban con horror.
—¡Idiotas…! —gorgoteó antes de caer nuevamente y quedar tendido e inmóvil.
Gideon apartó la mirada, asqueado.