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El mecánico abrió la puerta, subió primero al claustrofóbico interior del vehículo y ocupó el puesto del artillero, seguido de Gideon con la pistola, que se sentó en el asiento del conductor.

—Entrégueme su arma —le ordenó.

El mecánico abrió la funda de la pistola y se la pasó.

—Ahora deme la llave.

El mecánico rebuscó en su bolsillo y se la dio. Gideon la metió rápidamente en la cerradura y la hizo girar. El Stryker cobró vida con un estremecimiento de su gran motor diésel. Sin dejar de apuntar al mecánico, Gideon contempló la instrumentación del vehículo. Parecía relativamente sencilla. Ante él tenía un volante, un cambio de marchas y los pedales del acelerador y el freno, muy parecidos a los de un camión ordinario. Sin embargo, todos ellos estaban rodeados de instrumentos electrónicos y pantallas cuya función le resultaba desconocida.

—¿Sabe cómo funciona este trasto?

—¡Jódase! —repuso el soldado.

Evidentemente se había recobrado de la sorpresa. Gideon vio en sus ojos una combinación de ira y de creciente desafío. Era joven y delgado, con el cabello cortado a cepillo. No pasaría de los veinte. Se llamaba Jackman y llevaba la insignia de los especialistas. Sin embargo, la información más importante la tenía escrita en el rostro: era un soldado leal que no estaba dispuesto a inclinarse ante el cañón de una pistola si eso significaba ir contra su país.

Gideon hizo un esfuerzo por serenarse, respiró hondo y se olvidó por un momento de que cada segundo que pasaba era distancia que Blaine ponía entre la viruela y él. Necesitaba la ayuda de aquel hombre y solo disponía de una oportunidad.

—Escuche, especialista Jackman, lamento haberlo encañonado con una pistola, pero estamos en una situación de emergencia nacional —le dijo—. La gente que ha intentado huir en ese helicóptero acaba de robar un virus mortífero del laboratorio del USAMRIID. Se trata de terroristas y su plan es esparcirlo.

—Eran soldados —protestó Jackman.

—No, solo iban vestidos como si lo fueran.

—Eso es lo que usted dice.

—Mire, yo formo parte del GAEN —quiso buscar su vieja identificación, pero comprendió que no la tenía y que seguramente la había perdido en algún momento de aquella desesperada persecución. Iba a tener que darse prisa—. ¿Ha visto el cuerpo que había tendido en el aparcamiento?

Jackman asintió.

—Era mi compañero, el agente especial Stone Fordyce, del FBI. Esos cabrones lo han asesinado. Han robado el virus de la viruela y pretenden desencadenar una guerra con él.

—No me creo ni una sola de sus mentiras —respondió el especialista.

—Tiene que creerme.

—Ni hablar. Puede disparar si quiere, porque no pienso ayudarlo.

Gideon sintió que se lo llevaban todos los demonios. Intentó no perder la calma y se dijo que aquella era una situación que requería el mismo tipo de persuasión que otras parecidas en las que se había encontrado. La única diferencia radicaba en que los riesgos eran mucho mayores. Se trataba de encontrar el modo de llegar a la fibra sensible de aquel hombre en cuestión de segundos. Contempló el rostro asustado pero decidido.

—No. Dispare usted si quiere. —Le devolvió la pistola—. Si cree que soy uno de los buenos ayúdeme. Si cree que estoy en el bando de los malos sáqueme de aquí. La decisión es suya, no mía.

Jackman cogió la pistola que le tendían y en su rostro se dibujó la duda de quien lucha con su sentido del deber. La examinó rápidamente y sacó el cargador.

—Buen intento… —dijo en tono burlón—. No está cargada. —Arrojó el arma a un lado.

«¡Será hijo de puta!», pensó Gideon.

Se hizo un tenso silencio, y Gideon empezó a sudar. Entonces, obedeciendo un impulso inconsciente, le entregó su propia arma al mecánico.

—Está bien, apúnteme a la cabeza —le ordenó.

Jackman hizo un movimiento inesperado, inmovilizó a Gideon con una llave y le clavó el cañón de la pistola en la sien.

—Adelante, dispare —replicó Gideon—. Se lo digo en serio. Si esa gente consigue escapar prefiero que dispare porque no quiero ver el futuro que nos espera.

El dedo de Jackman se tensó en el gatillo. El silencio se cortaba con un cuchillo.

—¿No me ha oído? ¡Se están escapando! ¡Tiene que escoger! ¿Está conmigo o contra mí?

—Yo… —farfulló Jackman, confundido.

—¡Míreme y decida! ¡Maldita sea, decídase!

Se miraron fijamente a los ojos hasta que Jackman vaciló por última vez y tomó una determinación.

—¡Está bien, joder! —dijo mientras enfundaba la pistola—. Estoy con usted.

Gideon miró por el periscopio del Stryker, metió una marcha y soltó el embrague. El vehículo salió disparado hacia atrás y embistió un Humvee al que desplazó varios metros.

—No, no, la palanca funciona al revés —explicó Jackman.

Gideon la empujó hacia atrás, y el blindado saltó hacia delante. Pisó el acelerador con fuerza, pero el Stryker aumentó su velocidad lentamente a causa de su gran peso.

—¿No hay forma de que este trasto vaya más rápido? —gritó.

—No los alcanzaremos nunca —dijo Jackman—. Un Stryker no puede pasar de noventa por hora, y un Humvee llega a los ciento cuarenta.

Gideon levantó el pie del acelerador durante un instante, casi paralizado por la desesperación. Blaine llevaba demasiada ventaja. Todo era inútil. Entonces recordó algo.

Sacó el mapa del bolsillo —el mapa que le habían dado en el control de acceso— y se lo pasó a Jackman.

—Mire eso. La carretera serpentea por toda la base. Todavía podemos cortarles el paso si vamos en línea recta hacia la entrada principal.

—Pero ¡si no hay ninguna carretera que vaya recta hasta allí! —protestó Jackman.

—¿Cree que nos hace falta una con este trasto? Solo indíqueme la dirección. Iremos a campo traviesa. Tenga listo el armamento para cuando lleguemos.