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Gideon corrió por el pasillo. Había decidido que lo mejor era dirigirse hacia la parte trasera del edificio, porque cabía la posibilidad de que hubiera más soldados esperándolo en el vestíbulo. Además ese camino le daba la ventaja añadida de acercarlo al aparcamiento donde había dejado estacionado el jeep.

Eso significaba que tenía que encontrar la salida trasera.

Subió a toda prisa por la escalera que conducía a la planta baja y se dirigió hacia la parte posterior del edificio sin dejar de proteger el cilindro. Eran unas instalaciones enormes y se hallaban prácticamente desiertas, de modo que no tardó en perderse entre constantes giros, corredores sin salida y puertas cerradas que lo obligaron a volver sobre sus pasos una y otra vez mientras el reloj seguía corriendo.

No sabía cuánto tiempo podría ganar con su ardid. Había visto una oportunidad y decidió aprovecharla. Sus antiguas habilidades de mago le habían venido de perlas a la hora de sustituir el cilindro de la viruela con el que había encontrado en la mesa. Le había resultado relativamente sencillo, dado que había realizado numerosos trucos de magia con objetos de tamaño y forma parecidos. No tenía la menor idea de lo que contenía el otro cilindro, pero no creía que fuera peligroso o de lo contrario no lo habrían dejado en la mesa de la antecámara sin más. Quizá les provocara una urticaria.

Tras unos cuantos giros en falso llegó a un largo pasillo que acababa en una zona de espera acristalada donde había una señal de salida y junto a ella una puerta pintada con rayas rojas y blancas con una barra de seguridad y un aviso de alarma en caso de que se abriera. Había echado a correr hacia ella cuando vio que por otro acceso salía un individuo uniformado. El capitán Gurulé.

«Mierda —pensó—, ya me han alcanzado».

Gurulé se dio la vuelta, vio a Gideon e hizo ademán de desenfundar su pistola.

Gideon se lanzó contra él, lo embistió de lleno y lo empujó contra la puerta, que se abrió hacia fuera al tiempo que sonaba la alarma. La pistola del capitán voló por los aires. Gideon se lanzó a por ella sin olvidarse de que llevaba en el bolsillo el cilindro con el virus y haciendo todo lo posible para protegerlo con el cuerpo. Gurulé quedó tendido en el suelo, pero se recobró rápidamente, saltó sobre Gideon y le hizo una llave en el cuello. En el forcejeo el capitán dejó su cara desprotegida, y Gideon aprovechó para golpearlo furiosamente con el canto de la mano. Notó cómo la nariz de Gurulé se partía por el impacto. Este aflojó su presa lo suficiente para que Gideon lograra liberarse a pesar del puñetazo que el capitán le asestó en el costado.

Los dos quedaron cara a cara un momento. Gurulé meneó la cabeza para aliviar el aturdimiento y salpicó con la sangre que le brotaba de la nariz. Para Gideon el cilindro que llevaba en el bolsillo era como un hierro candente. Pasara lo que pasase, no debía permitir que se rompiera.

Gurulé giró de repente sobre sí mismo y le lanzó una patada de kárate en la entrepierna. Gideon se volvió para proteger el cilindro. El golpe le dio de lleno en la cadera sin acertar al tubo con el virus, pero lo lanzó contra la pared. Gideon se encorvó para protegerlo, y Gurulé se aprovechó de aquella reacción defensiva para lanzarle un gancho a la mandíbula que le rompió algunos dientes y lo tumbó en el suelo.

—¡El virus! —logró articular Gideon a través de la sangre que le inundaba la boca—. ¡No…!

Gurulé estaba demasiado ofuscado para oírlo. Lo golpeó en el pecho repetidas veces y después le dio una patada en el costado que lo hizo rodar por el suelo. La violencia del golpe hizo que el cilindro saliera despedido del bolsillo de Gideon y rodara hasta un rincón. Durante un breve instante de terror los dos hombres se quedaron petrificados mientras veían cómo el cartucho rebotaba contra la pared y rodaba hasta detenerse, intacto.

Gurulé se lanzó instintivamente hacia el cilindro, pero Gideon, libre por fin de cualquier precaución, le propinó una salvaje patada lateral en los riñones que lo tumbó de rodillas, y después le asestó otro golpe con el pie contra la mandíbula. Sin embargo Gurulé la esquivó con un rápido giro y, como si fuera un bailarín de breakdance, golpeó a Gideon con ambas piernas al tiempo que se ponía en pie, se lanzaba sobre él con un grito de rabia y le clavaba los dientes en la oreja. Se oyó un crujido del cartílago. Gideon lanzó un aullido de dolor, pero logró asestarle un puñetazo en el cuello con el que se liberó de la mordedura, luego agarró a Gurulé con ambas manos por el cuero cabelludo, tiró de su cabeza hacia arriba y abajo, como un perro zarandeando a una rata, y le asestó un rodillazo en toda la cara, tan fuerte que casi lo derrumba por completo. El capitán cayó hacia atrás, y Gideon saltó sobre él, le cogió la cabeza por las orejas y la estrelló una y otra vez contra el suelo hasta dejarlo inconsciente.

Cuando se apartó del cuerpo tendido vio que la lucha lo había llevado más cerca del arma de Gurulé. Se apoderó de ella en el preciso instante en que se abría la puerta del vestíbulo y aparecían dos soldados. Sin pensarlo disparó contra uno de ellos. El hombre recibió la bala de lleno y cayó contra la pared. El otro retrocedió para ponerse a cubierto mientras abría fuego indiscriminadamente y hacía añicos la pared de cristal situada tras Gideon.

Este se lanzó a través del destrozado vidrio y cayó de pie en el aparcamiento mientras las balas rebotaban a su alrededor en el asfalto. Corrió a refugiarse tras el coche más próximo. Una ráfaga de proyectiles impactó contra la carrocería del vehículo. Se levantó para repeler el fuego y vio a través de la puerta abierta el cilindro que yacía en el rincón. En ese momento apareció Blaine, lo recogió rápidamente y desapareció de nuevo tras la pared trasera mientras gritaba a sus hombres que lo siguieran.

—¡No! —aulló Gideon.

Disparó, pero fue demasiado tarde. El resto de los soldados desapareció dentro del edificio, no sin antes acorralarlo con unas cuantas ráfagas.

Tenían el virus.

Gideon se quedó un momento apoyado contra el coche, con la cabeza dándole vueltas. Había recibido una verdadera paliza, le dolía todo el cuerpo y sangraba por la boca, pero la adrenalina de la lucha y la furia por haber perdido el cilindro le daban fuerzas.

Se apartó del coche y echó a correr a lo largo de la pared sin ventanas del edificio, que parecía no acabar nunca. Cuando llegó al final dobló la esquina. Ante él se extendía el aparcamiento principal donde se había posado el helicóptero de Dart, un UH-60 Black Hawk, con los rotores en marcha. A través de la puerta abierta de la cabina alcanzó a ver que Dart y Blaine acababan de sentarse en su interior. El último de los soldados estaba subiendo a bordo. Cerca del aparato yacía el cuerpo de una persona, tendido en medio de un charco de sangre, muerto desde hacía rato.

«Fordyce», pensó.

Gideon sintió una furia incontenible. Todo estaba claro.

Corrió hacia el helicóptero con la pistola en la mano. El aparato empezó a elevarse al tiempo que los soldados abrían fuego desde la puerta. Gideon desvió su trayectoria y se guareció tras el primer coche que encontró. Una rociada de balas atravesó la carrocería. Loco de rabia y dolor se levantó sin prestar atención a los proyectiles que silbaban a su alrededor, se apoyó en el capó del coche, apuntó la 9 milímetros y disparó con cuidado dos proyectiles a las turbinas. Uno de ellos dio en el blanco con un golpe seco que fue seguido de un ruido chirriante. Otra ráfaga cayó sobre el coche, pero Gideon no se movió y disparó por tercera vez. Los motores desprendieron un penacho de humo negro. El aparato pareció vacilar en el aire cuando el chirrido se convirtió en una serie de crujidos. El helicóptero empezó a girar sobre sí mismo mientras descendía rápidamente. Su rotor de cola impactó en el suelo y se hizo añicos en medio de una explosión de fragmentos que salieron despedidos en todas direcciones con un escalofriante siseo.

Tres soldados saltaron precipitadamente del incendiado aparato mientras abrían fuego con sus M4. Dart y Blaine los siguieron a continuación. Las balas se incrustaron en el coche tras el que se había guarecido Gideon, y este se vio rociado por una lluvia de cristales rotos y trozos de carrocería. Solo el pesado bloque del motor del vehículo logró detener los proyectiles de alta velocidad.

Entonces los disparos cesaron bruscamente. Gideon respiró hondo y se levantó para contraatacar, pero comprendió que era malgastar munición. Blaine y los demás se habían alejado y estaban fuera del alcance de un arma corta. Además habían perdido todo interés en su persona porque estaban subiendo a un Humvee, sin duda el vehículo en el que había llegado Blaine. Las puertas se cerraron, y el Humvee salió derrapando del aparcamiento en dirección a la carretera de servicio de la base. El humeante helicóptero, que estaba precariamente ladeado, con las aspas aún batiéndose y emitiendo un espantoso sonido, soltó una llamarada y estalló en una bola de fuego.

Gideon se cubrió el rostro con el brazo para protegerse del calor. ¡Blaine y Dart iban a escapar! ¡Iban a escapar con el virus! Echó a correr en su persecución y pasó junto a los ardientes restos del Black Hawk sin dejar de disparar contra el Humvee con impotente frustración, hasta que vació el cargador.

Se detuvo jadeando y miró en derredor. Había dejado el jeep en el aparcamiento de atrás. Si iba a buscarlo perdería tanto tiempo que no lograría darles alcance. Para entonces Dart y Blaine estarían tan lejos que nunca los atraparía.

El recinto del parque móvil de la base se hallaba al otro lado de la carretera y tenía la verja cerrada. Aun así cruzó la calle corriendo, se lanzó sobre la tela metálica de la valla, se encaramó a lo alto y saltó al otro lado. A su derecha vio estacionados varios jeep y Humvee. Fue a toda prisa hasta el primer Humvee y se asomó al interior. No tenía las llaves puestas. El segundo y el tercero tampoco. Se acercó a los jeep corriendo como un loco. Ninguno tenía las llaves.

Miró a derecha e izquierda con desesperación. Al otro lado del recinto se hallaban los vehículos pesados: un par de tanques M1, varios vehículos MRAP y unos cuantos blindados Stryker que parecían simples torretas con cañones montadas sobre ocho enormes ruedas. Uno de ellos había sido llevado a una zona aparte para su lavado. Gideon recordó vagamente haber visto a un mecánico trabajando en él cuando había llegado allí junto con Fordyce. En ese preciso momento el hombre llegó corriendo con una llave inglesa en la mano y con la pistolera golpeándole la pierna. Se detuvo y miró los humeantes restos del helicóptero.

—¿Se puede saber qué demonios está pasando? —le preguntó a Gideon.

Este le arrancó la llave inglesa de la mano, lo agarró por el cuello y le clavó el cañón de su descargada pistola en la sien.

—Lo que está pasando es que vamos a subir a ese vehículo —dijo señalando el Stryker con la cabeza— y usted va a conducirlo.