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Simon Blaine se echó hacia atrás y lanzó un grito cuando el cilindro dio contra el suelo, se abrió y expulsó su contenido entre una vaharada de condensación, mientras los fragmentos de plástico y vidrio rebotaban contra el marco de la puerta. Observó cómo el polvo cristalino se derretía al entrar en contacto con el suelo.

En su mente vio con total claridad el futuro que les aguardaba: la clausura de Washington y sus barrios periféricos, la cuarentena, el imparable avance de la enfermedad, los frenéticos y vanos intentos de vacunación, la pandemia galopante, la movilización de la Guardia Nacional, los disturbios, el cierre de puertos y fronteras, los toques de queda, el estado de emergencia, los bombardeos, la guerra en las fronteras con Canadá y México… Y naturalmente el completo colapso de la economía estadounidense. Lo vio todo con la certeza de quien lo sabe. No se trataba de especulaciones, sino simplemente de lo que iba a ocurrir porque ya lo había visto en las simulaciones que había realizado una y otra vez en el ordenador.

Todo ello cruzó por su mente en cuestión de segundos. Sabía que en esos momentos todos ellos se habían infectado. La enfermedad se contraía igual que un resfriado común, y la cantidad de viruela contenida en el cilindro era suficiente para afectar a cien millones de personas. Tras la rotura del contenedor el virus se había vuelto aéreo, y todos ellos lo estaban respirando. Tanto él como los demás eran hombres muertos.

Lo vio todo con escalofriante lucidez y entonces reflexionó.

—¡Que nadie se mueva! —ordenó con voz tajante—. ¡Dejen de agitar el aire! ¡Dejen de gritar y cállense!

Todos obedecieron, y se hizo el silencio al instante.

—Hay que sellar el edificio —añadió Blaine con una extraña y repentina calma que lo sorprendió incluso a él—. ¡Ya! Si logramos que no salga nadie es posible que contengamos el virus.

—Pero ¿y nosotros? —preguntó Dart, pálido de miedo.

—Nosotros estamos condenados —contestó Blaine—. Lo que debemos hacer ahora es salvar a nuestro país.

Se hizo un pesado silencio hasta que uno de los soldados soltó un grito y echó a correr por el pasillo. Blaine empuñó la pistola sin vacilar, apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. El viejo Peacemaker tronó, y el soldado cayó al suelo.

—¡A la mierda! ¡Voy a ponerme uno de esos trajes! —dijo Dart rebuscando frenéticamente en el perchero y tirando varios al suelo—. ¡En el laboratorio estaremos a salvo!

Los soldados se precipitaron a recogerlos entre mutuos empujones. Había desaparecido todo rastro de disciplina.

«Multiplíquese este pánico por cien millones», pensó Blaine. A eso tendría que enfrentarse el país.

Su mirada volvió a los escasos y húmedos restos dejados por el virus cristalizado y su sustrato. Era incalificable. No podía creer que Gideon hubiera hecho tamaña barbaridad. Sabía que estaba perfectamente dispuesto a dar la vida por su país; de hecho había esperado que lo hiciera, pero no de esa manera. No así.

Entonces reparó en algo.

Se agachó para ver mejor y se puso a cuatro patas. Alargó la mano y recogió el cilindro roto. En un lado había grabado un número de serie y una etiqueta donde se podía leer:

GRIPE A/H9N2 INACTIVA

—¡Dios mío! —gritó—. ¡No es el virus de la viruela! ¡No era este cilindro! ¡Nos ha engañado! ¡Divídanse y registren el edificio! ¡Sigue teniendo el de la viruela, sigue teniéndolo!