Sin embargo, Dart se había precipitado. En el último momento Gideon aferró el cilindro al tiempo que empujaba violentamente con el hombro a Dart y levantaba la mano con el cartucho por encima de su cabeza.
—¡Que nadie dispare! —ordenó Blaine desde el suelo—. ¡Esperen!
Gideon lo miró fijamente. Se había hecho un repentino silencio. El teniente no había disparado ni tampoco los soldados. Dart parecía paralizado.
—Dejen las armas —dijo Gideon mientras echaba el brazo hacia atrás como si fuera a arrojar el cilindro.
Dart retrocedió de un salto. Los soldados lo imitaron, asustados.
—¡Por Dios, no lo tire! —gritó Blaine, que seguía tendido en el suelo. Se levantó trabajosamente y se volvió hacia Dart—. ¡Maldito idiota, lo ha estropeado todo! ¡Así no se resuelve una situación como esta!
Dart sudaba y estaba pálido.
—¿Qué está haciendo?
—Arreglar este lío. Quíteme esto —le ordenó al tiempo que mostraba sus manos amarradas.
Dart obedeció y utilizó un escalpelo para cortar el tubo quirúrgico.
Blaine se frotó las muñecas y miró fijamente a Gideon con sus ojos azules mientras se dirigía al capitán.
—Puede levantarse, Gurulé. Ya no hace falta que sigamos fingiendo.
Gideon lo comprendió todo cuando vio que el oficial se ponía en pie con una mirada de triunfo, y se quedó anonadado. ¡Blaine y Dart eran cómplices en la conspiración!
Blaine se volvió hacia los soldados.
—¡Teniente, baje su arma y que sus hombres hagan lo mismo, maldita sea!
El oficial obedeció, y los demás lo imitaron.
—Devuélvame mi pistola —masculló Blaine, que alargó la mano hacia Dart.
Este le entregó el Peacemaker, y Blaine lo sopesó, comprobó que estuviera cargado y se lo guardó en el cinturón. Gurulé recuperó su 9 milímetros.
Entretanto Gideon seguía en actitud amenazadora, con el brazo en alto y listo para arrojar el virus.
—Lo estrellaré contra el suelo —dijo lentamente— si no sueltan todos sus armas ahora mismo.
—Gideon, Gideon —replicó Blaine en voz baja mientras meneaba la cabeza—, ¿quiere hacer el favor de escuchar lo que tengo que decirle?
Gideon esperó. El corazón le martilleaba en el pecho. «Si empieza a hablar de Alida…», pensó.
—¿Sabe por qué estamos haciendo esto, Gideon? —prosiguió Blaine.
—Para hacer chantaje. He leído el borrador de su novela, Blaine. Lo hace todo por dinero, por el maldito dinero.
—Ah, ya entiendo —repuso el escritor con una risita—. Pero se equivoca. No sabe cuánto se equivoca. Lo que ha leído no es más que el borrador de una novela. Ninguno de nosotros está en esto por dinero. Es lo que menos nos importa. Vamos a utilizar la viruela para algo mucho más interesante, para algo que será beneficioso para el país. ¿Le interesa oírlo?
Gideon seguía tenso como un muelle, pero algo perverso en su interior deseaba escuchar lo que Blaine tuviera que decir. Este prosiguió tranquilamente.
—Verá, a menudo he recurrido a Myron Dart para que me asesorara en mis novelas, y fue él quien me dijo que esa idea, la de la «Operación Cadáver», era demasiado buena para un libro porque se trataba de algo que se podía llevar realmente a cabo.
Gideon permaneció callado.
—Se lo estoy explicando porque estoy convencido de que al final querrá unirse a nosotros. Después de todo usted es una de las personas más inteligentes que he conocido. Seguro que lo comprenderá. —Hizo una breve pausa—. Además, parece que está enamorado de mi hija.
—¡No meta a Alida en esto! —protestó Gideon con furia.
—Pero si ya está metida…
—Está perdiendo el tiempo, Blaine —dijo Dart.
—Tenemos tiempo de sobra —repuso el escritor, que se volvió hacia Gideon con una sonrisa—. Lo que no tenemos es tiempo para un accidente. Francamente, Gideon, no creo que sea usted la clase de persona capaz de estrellar ese cilindro contra el suelo. Mataría a millones de personas.
—Lo haré con tal de que no caiga en sus manos.
—Pero ¡si todavía no ha oído lo que tengo que contarle! —protestó Blaine en tono casi festivo.
Gideon no contestó. Si Blaine quería soltar su discurso, que lo hiciera.
—Yo trabajé en el servicio de inteligencia británico, el MI6. El capitán Gurulé, aquí presente, es de la CIA. Dart no solo pertenece al GAEN, sino que también ha trabajado para una agencia encubierta del DIA. Gracias a nuestros antecedentes todos nosotros sabemos algo que usted desconoce: que Estados Unidos, sin saberlo, está en guerra con un adversario que hace que nuestros antiguos enemigos soviéticos parezcan los Keystone Kops.
Gideon dejó que siguiera hablando.
—Es la supervivencia misma de nuestro país lo que está en juego. —Blaine respiró hondo y prosiguió—. Deje que le hable de este adversario. Es tenaz, austero, muy trabajador y muy inteligente. Es la segunda economía mundial y está creciendo a un ritmo un cinco por ciento superior al nuestro. Tiene un ejército enorme y un formidable poderío militar. Cuenta con avanzadas armas espaciales y su arsenal nuclear es el que más crece del mundo.
»Este enemigo ahorra el cuarenta por ciento de lo que gana. Su número de licenciados universitarios es mayor que el nuestro. En el país de nuestro rival hay más gente estudiando inglés que ciudadanos angloparlantes en el mundo entero. Lo saben absolutamente todo de nosotros, pero nosotros no sabemos nada de ellos. Es un enemigo implacable. Funciona como la última potencia colonial e imperialista del planeta y ocupa y maltrata muchos países vecinos que habían sido independientes.
»Este adversario nos ha robado con total descaro trillones de dólares en concepto de propiedad intelectual y a cambio nos entrega medicinas defectuosas y comida envenenada. No juega conforme a las normas del derecho internacional. Es corrupto. Oprime el derecho de expresión y la libertad religiosa y diariamente asesina y encarcela a cientos de periodistas y disidentes. Es un enemigo que se ha apoderado de los mercados de metales que son vitales en nuestro mundo electrónico. Es un contrincante que, aunque tiene muy poco petróleo, domina en estos momentos las tecnologías y los mercados de la energía solar, eólica y nuclear, y en esos campos lleva camino de convertirse en la nueva Arabia Saudí. Este enemigo ha acumulado mediante prácticas monetaristas ilegales casi tres billones de dólares norteamericanos que si fueran lanzados en el mercado bastarían para acabar con nuestra moneda y nuestra economía en un solo día. Se podría decir que nos tienen cogidos por las pelotas.
»Y lo peor de todo es que ese enemigo nos desprecia. Ha visto cómo se hacen las cosas en Washington y llegado a la conclusión de que nuestro sistema democrático constituye un patético fracaso. Piensa que los estadounidenses somos débiles, perezosos y quejicas; unos arrogantes que viven de sus rentas pasadas, lo cual, dicho sea de paso, probablemente sea cierto.
Blaine, sudoroso y jadeante, interrumpió momentáneamente su inacabable discurso para recuperar el aliento. Gideon sentía que le daba vueltas la cabeza, como si sus palabras lo hubieran golpeado como puños. Aun así seguía manteniendo en alto el cilindro del virus.
—Este enemigo —prosiguió Blaine— tiene la población, el dinero, la inteligencia, la voluntad y los redaños necesarios para ponernos de rodillas. Y no solo eso, también ha elaborado los planes para conseguirlo. De hecho ya ha empezado. Entretanto Estados Unidos se sienta tranquilamente sin hacer nada. Se trata de una guerra unilateral, Gideon: ellos luchan y nosotros nos rendimos.
El novelista se inclinó hacia delante.
—Pues bien, no todos los estadounidenses estamos dispuestos a rendirnos. Los que estamos aquí, junto con un pequeño grupo de personas que piensan igual, no permitiremos que eso ocurra. Vamos a salvar a nuestro país.
Gideon intentó poner en orden sus pensamientos. Blaine era un orador carismático y persuasivo.
—¿Y la viruela? —preguntó—. ¿Qué papel juega en todo este asunto?
—Seguramente ya lo habrá adivinado. Pensamos liberar el virus en las cinco principales ciudades de nuestro adversario. La gran vulnerabilidad de este enemigo es su densidad de población y su dependencia del comercio. Cuando la viruela empiece a extenderse como el fuego entre sus habitantes, el resto de los países impondrán una cuarentena al país infectado. No podrán hacer otra cosa, y lo sabemos a ciencia cierta porque los protocolos de reacción contra un brote de viruela figuran en un plan detallado y secreto elaborado por la OTAN.
Sonrió triunfalmente, como si todo aquello ya hubiera sucedido, y prosiguió:
—Como resultado de la cuarentena nuestro enemigo se verá obligado a cerrar sus fronteras. Todo se interrumpirá o quedará paralizado: vuelos, carreteras, vías de tren, puertos, incluso los caminos rurales. El país permanecerá bloqueado tanto tiempo como dure la enfermedad. Nuestro epidemiólogo nos ha dicho que pueden pasar años antes de que el virus pueda ser erradicado. Cuando llegue ese momento la economía del país habrá vuelto al nivel de los años cincuenta, pero de los años cincuenta del siglo XVIII.
—Contraatacarán con su arsenal nuclear —objetó Gideon.
—Cierto, pero en estos momentos no tienen tantas cabezas nucleares y las que tienen son de baja calidad, de modo que podremos abatir la mayoría de los misiles en vuelo. Es posible que alguna de nuestras ciudades reciba un impacto, pero por supuesto nosotros contraatacaremos masivamente. Al fin y al cabo se trata de una guerra —concluyó con un encogimiento de hombros.
Gideon lo miró fijamente.
—Está loco. No son nuestros enemigos. Todo este plan es demencial.
—De verdad, Gideon, lo tenía por más inteligente. Únase a nosotros y deme ese cilindro —repuso Blaine haciendo un gesto suplicante.
Gideon retrocedió hacia la puerta.
—No quiero formar parte de esto. A ningún precio.
—No me decepcione. Es usted uno de los pocos con la inteligencia suficiente para reconocer que estoy en lo cierto. Confío en que piense en lo que acabo de contarle. Estoy hablando de un país que hace menos de una generación asesinó a treinta millones de sus propios ciudadanos. Ellos no otorgan el mismo valor que nosotros a la vida humana. Si pudieran harían lo mismo con nosotros.
—Lo que propone es una monstruosidad. Está hablando de asesinar a millones de personas. Ya he oído bastante.
—Piense en Alida…
—¡Deje de hablar de Alida!
Gideon se dio cuenta de que el brazo le temblaba casi tanto como la voz y vio que los soldados retrocedían atemorizados al ver que podía arrojar el cilindro.
—¡No! —suplicó Blaine—. ¡Espere!
—Diga a los soldados que dejen sus armas en el suelo. ¡Ahora es mi turno de contar hasta cinco! ¡Uno…!
—¡Por amor de Dios, aquí no! ¡En Washington no! Si libera el virus de la viruela le hará a Estados Unidos lo que nosotros pretendemos hacer a…
—¡Míreme a los ojos si no me cree! Diga a los soldados que dejen las armas. Dos…
—Dios mío, no lo haga —suplicó Blaine con manos temblorosas—. ¡Se lo ruego, no lo haga!
—Tres…
—No, no lo hará…
—Se lo repito: ¡míreme a los ojos, Blaine! Cuatro… —Echó el brazo hacia atrás. Estaba realmente decidido a hacerlo, y Blaine acabó por darse cuenta.
—Está bien. ¡Dejen las armas! —gritó—. ¡Déjenlas en el suelo!
—¡Cinco…! —bramó Gideon.
—¡Abajo las armas!
Los fusiles cayeron al suelo con estruendo. Los soldados estaban claramente aterrorizados. Dart y el teniente también soltaron sus pistolas.
—¡Y ahora manos arriba! —ordenó Gideon.
Todos levantaron las manos.
—¡Gideon, hijo de puta! ¡Ni se le ocurra! —aulló Dart.
Gideon rodeó la mesa y salió lentamente mientras mantenía una mano en alto y la otra a la espalda. Disponía de muy poco tiempo. Llegó a la puerta y la abrió de un empujón con la rodilla. Entonces se volvió, agarró el cilindro, lo arrojó al fondo de la antecámara con todas sus fuerzas y echó a correr por el pasillo.
Mientras se alejaba oyó cómo el cilindro se rompía y los fragmentos rebotaban contra las paredes. Y entonces, por encima del caos de gritos y pies que corrían, por encima de todo oyó que Blaine lanzaba un terrible alarido, igual que un león herido de muerte.