A todos los que activaban el contador Geiger los metían en un camión como si fueran ganado. Los curiosos y los parranderos se habían marchado dejando tras de sí una estela de latas de cerveza y gorros de fiesta. Grupos de individuos vestidos con trajes anticontaminación iban de puerta en puerta y sacaban a la gente de sus casas, a veces a la fuerza. Los ancianos que caminaban arrastrando los pies, las madres histéricas y sus hijos llorosos formaban un cuadro caótico y patético, mientras los altavoces insistían en que debían mantener la calma y cooperar, y repetían que todo era por su propia seguridad. Ni una palabra de radiación.
Gideon y los demás se apretujaron en los bancos del vehículo. Las puertas se cerraron y el camión se puso en marcha a toda velocidad. Sentado frente a él, Fordyce permanecía en hosco silencio. El resto de los que viajaban en el vehículo parecían realmente asustados. Entre ellos había un individuo que Fordyce identificó como Hammersmith, el psicólogo, que tenía la camisa manchada de sangre, y un miembro de los SWAT que había disparado a Chalker a bocajarro y que también estaba cubierto por su sangre. Sangre radioactiva.
—Estamos jodidos —se lamentó el SWAT, que era un tipo corpulento con unos brazos como mazas y una voz extrañamente chillona—. Vamos a morir. No hay nada que hacer contra la radiación.
Gideon no dijo nada. La ignorancia de la mayoría de la gente con respecto a cuestiones relacionadas con la radioactividad resultaba pasmosa.
El hombre gimió.
—¡Dios mío, la cabeza me está matando! ¡Ya ha empezado!
—Oiga, cállese —le espetó Fordyce.
—¡Que te jodan, tío! —saltó el otro—. ¡Yo no me presenté voluntario para esta mierda!
Fordyce no contestó y se limitó a apretar los dientes. Gideon miró al SWAT y le dijo en tono tranquilo y mesurado:
—La sangre que tiene encima es radioactiva. Sería mejor que se quitara la ropa. Y usted también —añadió, mirando a Hammersmith—. Cualquiera que tenga la ropa manchada con sangre del secuestrador haría bien en quitársela.
Aquellas palabras desencadenaron en el interior del camión una febril actividad dominada por el pánico, una escena ridícula en la que de repente todos empezaron a desnudarse y a limpiarse la sangre de la piel y el cabello. Todos salvo el SWAT.
—¿Qué más da? —dijo—. Estamos acabados. Nos vamos a descomponer y tendremos cáncer o algo parecido. Puede llamarlo como quiera. Somos hombres muertos.
—Nadie va a morir —repuso Gideon—. Todo depende de lo contaminado que Chalker estuviera y de la clase de radiación a la que nos enfrentemos.
El SWAT lo miró con ojos inyectados en sangre.
—¿Qué pasa, acaso se cree que es una especie de científico nuclear o qué?
—Eso es exactamente lo que soy.
—Pues mejor para usted, porque así sabrá que estamos todos condenados y que es un embustero.
Gideon decidió no prestarle atención.
—¡Fantoche embustero!
¿«Fantoche»? Gideon lo miró nuevamente. ¿Acaso la radiación lo había enloquecido? No, simplemente era otra muestra de pánico irracional.
—¡Estoy hablando con usted, fantoche! ¡No mienta!
Gideon se apartó el cabello de la cara con los dedos y bajó la mirada. Estaba cansado, cansado de aquel idiota, cansado de todo, cansado de la vida misma. No tenía fuerzas para discutir con un ser irracional.
El SWAT se levantó bruscamente de su asiento, cogió a Gideon por la camisa y lo alzó del banco.
—¡Le he hecho una pregunta! ¡No mire para otro lado!
Gideon lo contempló: el rostro abotagado, la vena que le latía en el cuello, el sudor de la frente y los labios temblorosos. Aquel sujeto tenía un aspecto tan estúpido que no pudo contenerse y se echó a reír.
—¿Le parece gracioso? —bramó el SWAT, que apretó el puño listo para golpear.
El puñetazo de Fordyce lo alcanzó en la boca del estómago con la rapidez de una serpiente de cascabel. El SWAT soltó un «¡Uf!» ahogado y cayó de rodillas. Fordyce lo inmovilizó con una llave de lucha libre y le dijo al oído algo que Gideon no alcanzó a oír. Luego lo soltó. El SWAT se desplomó en el suelo con un gruñido y, tras respirar hondo, logró incorporarse.
—Ahora siéntese y estese callado —le ordenó Fordyce.
El hombre se sentó en silencio y poco después se echó a llorar.
Gideon se ajustó la camisa.
—Gracias por ahorrarme la molestia.
Fordyce no contestó.
—Bueno, por lo menos ahora lo sabemos —dijo Gideon al cabo de un momento.
—¿Qué sabemos?
—Que Chalker no estaba loco y que sufría un envenenamiento por radiación. Rayos gamma, seguramente. Una dosis masiva de rayos gamma trastorna el cerebro.
Hammersmith alzó la vista.
—¿Cómo lo sabe?
—Cualquiera que trabaje en Los Álamos con elementos radioactivos está al tanto de los fatales accidentes que ocurrieron allí en la primera época. ¿No ha oído hablar de Cecil Kelley, Harry Daghlian, Louis Slotin y el Núcleo Infernal?
—¿El Núcleo Infernal? —preguntó Fordyce.
—Sí, el núcleo de una bomba de plutonio que por descuido se manipuló mal un par de veces. Mató a los científicos que lo manejaban e irradió a varios más. Al final lo hicieron estallar en las pruebas del atolón de Bikini en 1946. Una de las cosas que aprendieron del Núcleo Infernal fue que una dosis masiva de rayos gamma te vuelve loco. Los síntomas son los mismos que vimos en Chalker: confusión mental, delirios, dolores de cabeza, vómitos y un insoportable dolor de estómago.
—Eso da un giro completamente nuevo a la situación —dijo Hammersmith.
—La pregunta importante es qué forma de locura adoptó —prosiguió Gideon—. ¿Por qué decía Chalker que le estaban lanzando rayos a la cabeza y que experimentaban con él?
—Me temo que era un síntoma claro de esquizofrenia —repuso Hammersmith.
—Sí, pero no sufría esquizofrenia. ¿Y por qué insistía en que el casero y su mujer eran agentes del gobierno?
Fordyce levantó la cabeza y miró a Gideon.
—No irá a creer que ese pobre hombre era un agente del gobierno, ¿verdad?
—No, pero me pregunto por qué Chalker no dejaba de hablar de experimentos y por qué insistía en que no vivía en esa casa. No tiene sentido.
Fordyce meneó la cabeza.
—Pues me temo que para mí sí lo tiene, y mucho.
—¿Cómo es eso? —quiso saber Gideon.
—Saque sus propias conclusiones. Ese tío trabajaba en Los Álamos y tenía unas credenciales de seguridad de máximo nivel. Diseñaba bombas atómicas. Luego se convirtió al islam y desapareció durante meses. Lo siguiente que sabemos de él es que aparece en Nueva York más radioactivo que una pila.
—¿Y?
—Pues que el hijo de puta seguro que se unió a la yihad. Con su ayuda esos locos debieron de tener acceso a un núcleo de plutonio, pero lo manipularon mal, como ese Núcleo Infernal del que me hablaba, y Chalker recibió una dosis masiva de radiación.
—Chalker no era un radical —objetó Gideon—. Era un tipo tranquilo. Para él la religión era una cuestión de conciencia interior.
Fordyce rió amargamente.
—Los tipos tranquilos siempre son los más peligrosos.
En el camión reinaba un silencio absoluto. Todos escuchaban atentamente. Gideon sintió un miedo creciente. Las palabras de Fordyce sonaban a ciertas. Cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que el agente tenía razón. La personalidad de Chalker encajaba. Era exactamente la clase de individuo inseguro y confundido que podía encontrar sentido a su vida en la yihad. Además, no había otra forma de explicar la intensa dosis de rayos gamma que había recibido para estar tan contaminado.
—Será mejor que lo aceptemos —le dijo Fordyce mientras el camión aminoraba—. Se ha hecho realidad la peor de nuestras pesadillas: los terroristas islámicos han conseguido su artefacto nuclear.