Entrar en Fort Detrick fue pan comido. Gideon se hizo pasar por el chófer de Fordyce, y este hizo su papel a la perfección con su placa mientras explicaba que se hallaban en misión de rutina investigando lo que sin duda era una pista falsa relacionada con la bomba nuclear. Se cuidó mucho de mencionar la viruela. El centinela de la garita los orientó por el complejo del USAMRIID y les trazó el camino en un mapa de la base que Gideon examinó brevemente y se guardó en el bolsillo. La carretera principal de la base serpenteaba entre un campo de golf antes de dirigirse hacia la sección principal del complejo.
Eran las tres y media de la tarde y todo estaba desierto. En la base, que se extendía por cuatrocientas hectáreas de terreno, reinaba un ambiente casi postapocalíptico. No había vehículos en los aparcamientos, y los edificios parecían vacíos. El único sonido era el de los pájaros que piaban en los numerosos robles.
Cruzaron despacio la arbolada base y les pareció inesperadamente bonita. Además del campo de golf contaba con varios más de béisbol, una cuidada urbanización de chalets, un pequeño aeródromo con sus hangares y aviones, una estación de bomberos y un centro recreativo. El USAMRIID se hallaba en el extremo más alejado de la base, junto al parque móvil, que rebosaba vehículos pero parecía carente de vida, salvo por la presencia de un mecánico. El USAMRIID en sí mismo era un vasto edificio estilo años setenta en cuyo camino de acceso había un gran cartel de bienvenida donde se leía: «United States Army Medical Research Institute for Infectious Diseases». El aparcamiento que lo rodeaba estaba igual que los demás, casi vacío. Por todas partes reinaba un aire de desuso, casi de abandono.
—Blaine acertó —comentó Fordyce mientras miraba en derredor—. Todo el mundo está en Washington. Esperemos habernos anticipado.
—No estaría bien que al llegar viera su propio jeep aparcado en la entrada —dijo Gideon, que rodeó el edificio y estacionó detrás de un camión en un estacionamiento vecino.
Rápidamente se cambió de disfraz y cruzó el césped con Fordyce, camino del vestíbulo.
Mientras hablaban del plan el agente del FBI había utilizado la tarjeta de banda ancha del ordenador para conectarse a la web del USAMRIID. Gracias a ello habían aprendido muchas cosas de las instalaciones: que se pronunciaba «you sam rid», que en su día había sido el centro de todos los programas de guerra bacteriológica y que en esos momentos era la principal base de investigación de biodefensa de Estados Unidos y su principal misión consistía en proteger el país de potenciales agresiones con armas bacteriológicas.
También era uno de los dos únicos depósitos del virus de la viruela que había en el mundo. Los cultivos, que la web amablemente mencionaba, se hallaban guardados en una cámara de alta seguridad del nivel cuatro del complejo de laboratorios, situada en el subsuelo.
Entraron en el vestíbulo y vieron que había un guardia sentado tras un cristal de seguridad, en la garita ubicada junto a la puerta del fondo. Fordyce iba como agente del FBI, pero Gideon había rebuscado entre su colección de ropa, pelucas y accesorios para crear un nuevo personaje. No tenía una bata de laboratorio, así que optó por asumir la apariencia del clásico profesor desaliñado y despistado.
—Un tópico, desde luego —le había dicho a Fordyce—. Pero los tópicos a menudo funcionan cuando se trata de disfraces. A la gente le gusta que le confirmen sus prejuicios.
Fordyce se acercó al vigilante con la placa en una mano y su identificación en la otra.
—Stone Fordyce, FBI —se presentó agresivamente, como si el hombre fuera un sospechoso en potencia—. Me acompaña el doctor John Martino, del Centro de Control de Enfermedades. No tiene identificación, pero yo respondo por él.
Las palabras flotaron un momento en el aire. Fordyce no ofreció explicación alguna para la falta de acreditación de su acompañante, y el guardia no mostró interés por solicitarla.
—¿Tienen una cita? —preguntó.
—No —repuso Fordyce casi antes de que el otro hubiera acabado de preguntar.
—¿Cuál es el propósito de su visita?
—Misión de rutina —dijo Fordyce en tono impaciente.
El hombre asintió, cogió unos impresos y los deslizó por la rendija del cristal.
—Hagan el favor de rellenar esto y firmar. Los dos.
Fordyce completó los datos en el espacio correspondiente, y Gideon hizo lo propio, procurando que su letra resultara lo más ilegible posible. Luego devolvieron los formularios.
—Pónganse delante de la cámara —les pidió el guardia.
Obedecieron y un minuto después este les entregó dos acreditaciones a través de la rendija. Acto seguido les abrió la puerta y los dejó pasar. Fordyce le hizo un gesto para que se acercara.
—Quisiera hacerle algunas preguntas —dijo en tono nuevamente suspicaz.
—Diga, señor —repuso el vigilante casi en posición de firmes por lo intimidado que estaba.
—¿Ha llegado ya el señor Simon Blaine?
El hombre vaciló, pero decidió seguir la corriente y consultó el registro.
—No, señor —respondió.
—¿Y el señor Novak?
—Tampoco.
—¿Alguno de los dos tiene una cita hoy aquí?
Otra consulta.
—No figura ninguna, señor.
—De acuerdo. El doctor Martino necesita acceder al nivel cuatro. ¿Cómo puede hacerlo?
—Hay un teclado de seguridad. Necesita un permiso y una escolta.
—¿Quién es el responsable?
—Debería ponerse en contacto con el doctor Glick, el director.
—¿Dónde está?
—En el tercer piso, despacho 346. ¿Quiere que lo avise?
—¡Desde luego que no! —repuso Fordyce, tajante. Luego examinó la identificación del guardia y añadió—. Mire, señor Bridge, voy a explicarle lo que va a pasar y voy a necesitar su ayuda, de modo que escuche atentamente. —Hizo una pausa para dejar que sus palabras surtieran efecto—. Voy a entrar en la sala de espera de ahí para que nadie me vea y aguardaré hasta que llegue el señor Blaine, pero usted no delatará mi presencia ni dará la menor pista de que hay un agente del FBI en el edificio.
Al oír aquello el guardia torció el gesto.
—¿Pasa algo malo? Quizá debería hablar con mi superior, el jefe de seguridad…
—No llame a nadie —lo interrumpió Fordyce—. Si realmente está preocupado y cree que debe comprobar mi identidad puede hablar con mi supervisor, el agente especial Mike Bocca, de la oficina de Washington. —Sacó su móvil con expresión irritada, dispuesto a marcar.
—No, señor —repuso el guardia—. No será necesario.
—Muy bien, en ese caso le ruego que siga trabajando como si no ocurriera nada fuera de lo normal.
—Sí, señor.
—Muchas gracias —le dijo Fordyce en tono conciliador—. Es usted un buen hombre.
El guardia se retiró al fondo de su garita. Gideon observó a Fordyce cruzar el vestíbulo y sentarse en un rincón de la sala de espera, desde donde resultaba invisible. «Está aprendiendo deprisa», pensó. Luego se dirigió hacia las entrañas del edificio, siguiendo las indicaciones que lo llevaban al nivel cuatro.