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Doce horas más tarde cruzaban Tennessee. Fordyce se había instalado en el asiento del pasajero y seguía con la nariz metida en el ordenador. Llevaba doce horas examinándolo, revisando sus cientos de archivos sin ningún éxito. Hasta el momento no había encontrado nada salvo correspondencia, borradores de novelas, adaptaciones para guiones cinematográficos, notas y demás. El contenido del ordenador parecía dedicado por entero a labores literarias.

Gideon se volvió hacia su compañero.

—¿Alguna novedad? —preguntó por enésima vez.

Fordyce negó con la cabeza.

—¿Qué me dice de los correos electrónicos?

—Nada que pueda interesarnos, ningún intercambio de mensajes con Chalker, Novak ni nadie de Los Álamos.

El agente del FBI estaba cada vez más convencido de que Blaine tenía otro ordenador que Gideon no había logrado encontrar, pero prefería no decir nada.

Gideon escuchaba de fondo la radio, que como de costumbre era una mezcla de noticias y conjeturas acerca del inminente ataque nuclear contra Washington. La investigación había logrado mantener en secreto la fecha del presunto Día-N, pero los masivos movimientos de tropas, la evacuación de la capital y el resto de los preparativos que se desplegaban en las principales ciudades del país eran objeto de la frenética atención de los medios de comunicación. Todo el país se hallaba sumido en un estado de febril ansiedad, y la gente parecía intuir que los acontecimientos se precipitaban hacia su final.

La indignación y el miedo dominaban las ondas. Todo un abanico de autodenominados expertos, sabelotodos, bustos parlantes y políticos ofrecían sus contrapuestas opiniones, criticaban la lentitud de la investigación y ofrecían sus propias soluciones. Todo el mundo tenía su teoría: que si los terroristas habían renunciado a sus planes, que si habían cambiado su objetivo por otra ciudad importante, que si habían decidido ocultarse y ganar tiempo, que si habían muerto por efectos de la radiación. Los liberales tenían la culpa. Los conservadores eran los responsables. Los terroristas eran comunistas, extremistas de izquierda, extremistas de derecha, fundamentalistas, anarquistas, banqueros o lo que uno quisiera.

El debate se prolongaba interminablemente, y Fordyce no podía evitar seguirlo con una mezcla de fascinación y repugnancia. Deseaba pedir a Gideon que apagara la radio, pero era incapaz de hacerlo.

Contempló la carretera que se desplegaba ante ellos. Se acercaban a las afueras de Knoxville. Se estiró y volvió a concentrarse en el ordenador. Resultaba increíble la cantidad de archivos que un simple escritor era capaz de generar. Llevaba examinadas tres cuartas partes y no le quedaba más remedio que seguir adelante.

El repentino aullido de una sirena y el destello de unas luces en el retrovisor lo sobresaltaron justo cuando abría una carpeta titulada «Operación Cadáver». Miró el velocímetro y vio que seguían circulando a más de ciento veinte en una zona limitada a cien.

—¡Mierda! —masculló.

—No tengo permiso de conducir —dijo Gideon—. Soy hombre muerto.

Fordyce dejó el ordenador a un lado. El policía hizo sonar nuevamente la sirena, y Gideon puso el intermitente y se detuvo en el arcén.

—Improvise —le indicó Fordyce—. Diga que le han robado la cartera y que se llama Simon Blaine.

El policía se apeó del coche y se ajustó la cartuchera. Era un patrullero de carretera, alto y fornido, con la cabeza rasurada, gafas de espejo y una mueca de desaprobación en sus gruesos labios. Se acercó y dio un golpecito en la ventanilla. Gideon bajó el cristal.

—Permiso de conducir y papeles del coche —exigió.

—Buenos días, agente —respondió Gideon en tono educado antes de abrir la guantera y sacar la documentación del vehículo. Se la entregó al policía y añadió—: Lo siento, agente, pero me robaron la cartera cuando nos detuvimos a descansar en Arkansas. Tan pronto como vuelva a Nuevo México pediré un duplicado del carnet de conducir.

Se hizo un momentáneo silencio mientras el policía examinaba los papeles del coche.

—¿Es usted Simon Blaine? —preguntó.

—Sí, señor.

Fordyce rogó para que aquel policía no fuera aficionado a las novelas de intriga.

—¿Y dice que no tiene carnet?

—Lo tengo, agente, pero me han robado la cartera. —No tenía más remedio que improvisar, y deprisa. Bajó la voz y adoptó un tono confidencial—. Verá, agente, mi padre era patrullero de carretera, igual que usted. Murió en acto de servicio y…

—Haga el favor de salir del coche —lo interrumpió el policía sin inmutarse.

Gideon hizo como si obedeciera y siguió hablando mientras manipulaba el tirador de la puerta.

—Fue en una detención de rutina. Dos tíos. Resultó que acababan de atracar un banco y… ¡Maldita puerta!

—¡Salga ahora mismo! —ordenó el patrullero llevándose la mano a la pistola.

Fordyce comprendió que la cosa podía acabar mal, así que sacó su placa, se inclinó por encima de Gideon y se la mostró al policía.

—Soy el agente especial Fordyce, del FBI.

El patrullero, sorprendido, cogió la placa y la examinó. Luego se la devolvió a Fordyce con aire de no haberse dejado impresionar y se volvió nuevamente hacia Gideon.

—Le he ordenado que salga.

Fordyce, molesto, abrió la puerta y se apeó del jeep.

—Haga el favor de quedarse en el coche —le ordenó secamente el patrullero.

Fordyce hizo caso omiso, se acercó al policía y examinó su placa.

—Es usted el agente Mackie, ¿no? Bien, como le he dicho, soy agente de la oficina del FBI en Washington. —Se abstuvo de tenderle la mano—. Mi colega aquí presente está en misión de enlace. Viajamos de incógnito en una misión del GAEN por la amenaza terrorista. Le acabo de dar mi nombre, le he dejado ver mi número de placa y si quiere comprobar mis credenciales me parecerá bien, pero que quede claro que mi compañero no le mostrará su identificación. ¿Lo ha entendido?

Mackie no respondió.

—Le he preguntado si me ha entendido, agente Mackie —insistió Fordyce.

El patrullero no se dejó intimidar.

—Voy a comprobar su identidad, hágame el favor de dejarme su placa otra vez.

Aquello no podía ser. Lo último que deseaba era que Millard se enterara de que estaba cruzando el país al volante de un coche de Simon Blaine. De todas maneras, si el patrullero quería su placa era porque no había memorizado su nombre. Fordyce dio un paso al frente y dijo en voz baja:

—Ya basta de tonterías. Tenemos que llegar a Washington y tenemos prisa. Por eso íbamos a toda velocidad, pero como viajamos de incógnito no podemos poner una luz en el techo, hacer sonar la sirena o llevar escolta. Compruebe mi identidad si quiere. Me parece bien, pero por si no ha oído las noticias estamos en plena crisis y ni yo ni mi compañero tenemos un minuto que perder mientras usted se entretiene con sus comprobaciones. —Hizo una pausa mientras contemplaba la expresión del patrullero para ver si sus palabras habían surtido efecto.

El agente se mantenía impasible. Estaba claro que era uno de los duros. «Como quieras, tío», pensó Fordyce.

—Y añadiré, agente —dijo alzando la voz—, que si desvela nuestra identidad se va a encontrar de mierda hasta el cuello. ¡Viajamos en una misión de importancia vital y ya nos ha hecho perder bastante tiempo!

Fordyce vio que por fin el pétreo rostro del agente reflejaba una combinación de miedo e indignación.

—Usted no puede hablarme así, señor —protestó—. Solo estoy cumpliendo con mi deber.

El agente del FBI decidió aflojar, suspiró y apoyó una mano en el hombro del patrullero.

—Lo sé. Lo siento. Todos cumplimos con nuestro deber en una situación especialmente difícil. Lamento haberle levantado la voz, agente. Como imaginará estamos sometidos a mucha presión, y es de vital importancia que podamos seguir nuestro camino. Haga todas las comprobaciones que quiera, pero déjenos marchar.

El patrullero se puso en posición de firmes.

—Sí, señor. Lo entiendo perfectamente. He acabado. Voy a radiar el número de su matrícula y daré aviso a mis compañeros para que no los detengan porque van en misión oficial. Así podrán circular a la velocidad que quieran dentro del estado.

Fordyce le dio un apretón en el hombro.

—Se lo agradezco, agente.

Volvió a sentarse en el asiento del pasajero, y Gideon arrancó. Al cabo de un momento se volvió hacia él y le dijo:

—Así que su padre era un patrullero de carretera muerto en acto de servicio… ¡Qué cuento tan patético! Suerte que estaba yo para sacarle las castañas del fuego.

—Usted tiene una placa y yo no —protestó Gideon. Después añadió a regañadientes—: De todas maneras lo ha hecho muy bien.

—Y que lo diga. Además nos va a venir de perlas. Nos faltan todavía siete horas para llegar a Washington y seguimos sin tener ni idea de los planes de Blaine. Este ordenador está más limpio que una patena.

—Tiene que haber pistas. No se puede planear una conspiración tan compleja como esta sin que algo se filtre.

—¿Y si resulta que nos estamos equivocando? ¿Y si Blaine es inocente después de todo?

Gideon lo meditó un momento antes de responder, entonces negó con la cabeza.

—Mire, una parte de mí tiene razones personales muy poderosas para desear que lo sea, pero no lo es. Estoy seguro de que está detrás de todo esto. Tiene que estarlo porque de lo contrario nada tiene sentido.

Fordyce suspiró y entró en el archivo de la «Operación Cadáver». Sabía lo que iba a encontrar: lo mismo que había encontrado en los otros archivos, el trabajo de un escritor minucioso y prolífico.

«Operación Cadáver» era un esbozo de diez páginas para una novela, una que al parecer Blaine nunca había llegado a escribir, o al menos no con ese título. Fordyce se frotó los ojos, leyó la sinopsis y se detuvo con la vista fija en la pantalla. El corazón se le había encogido. Parpadeó y volvió a empezar desde el principio lentamente.

Cuando llegó al final miró a Gideon y le dijo:

—No se lo va a creer.