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Tras cruzar la región de Texas Panhandle se detuvieron cerca de la frontera con Oklahoma para que Fordyce pudiera comprar un adaptador de coche para cargar el portátil. Durante el largo viaje a través de Texas, Gideon le había explicado cómo había deducido que Blaine era quien estaba detrás del complot terrorista. Por su parte el agente Fordyce le contó cómo había llegado a la conclusión de que era inocente y de que Novak estaba implicado.

—Lo que no sé —añadió— es si Novak formaba parte de la trama desde el principio o si solo le pagaron para que tendiera la trampa.

—Por su descripción de la casa se diría que hace tiempo que tiene más dinero del que le correspondería —contestó Gideon—. Yo me inclino a pensar que estaba en el ajo desde el principio. —Hizo una pausa y añadió—: No me extraña que Blaine se mostrara dispuesto a ayudarme cuando yo era un simple fugitivo de la justicia. No creo que le hiciera ninguna gracia que Alida se involucrara, pero debió de pensar que mientras yo anduviera suelto por ahí sería una distracción añadida para las autoridades. —Se interrumpió de nuevo antes de proseguir—. Lo que no entiendo es lo de Blaine. ¿A santo de qué un escritor de éxito puede desear hacer estallar una bomba atómica en Washington? Ese hombre es un antiguo espía y un patriota.

—Le sorprendería saber lo mucho que es capaz de cambiar una persona o las motivaciones que puede llegar a tener.

—Alida me dijo que a su padre le denegaron el Nobel por su pasado. Es posible que eso lo trastornara.

—Puede; y también puede que encontremos la respuesta en su ordenador.

Fordyce lo conectó y lo encendió. Desde el asiento del conductor Gideon oyó el disco duro poniéndose en marcha y vio que en la pantalla aparecía la ventana de la contraseña.

—Tal como lo imaginaba —dijo—. Está protegido.

—Hombre de poca fe —repuso Fordyce.

—¿Puede descifrarla?

—Eso está por ver. Mire la pantalla, funciona con una de las variantes NewBSD de UNIX. Es una curiosa elección tratándose de un escritor.

—No olvide que estuvo en el MI6. ¡Quién sabe qué clase de software utilizan!

—Es verdad, pero no creo que este sea el ordenador de trabajo de Blaine. —Señaló la pantalla—. Mire la versión del software. NewBSD 2.1.1. Este sistema operativo tiene al menos seis años.

—¿Y eso es malo?

—Podría ser bueno. Las medidas de seguridad no serán tan fuertes. ¿Vio algún otro ordenador en su despacho?

—La verdad es que no me entretuve mirando por ahí. Cogí el primero que encontré.

Fordyce asintió, sacó su Blackberry y empezó a teclear.

—¿A quién llama?

—Estoy accediendo al ordenador central del FBI. Voy a necesitar algunas herramientas para hacer este trabajo como es debido.

Gideon esperó mientras el agente tecleaba una serie de laboriosas órdenes. Fordyce dejó escapar un gruñido de satisfacción y conectó una unidad de memoria al puerto USB de su Blackberry.

—Con este aparatito puedo entrar en media docena de sistemas operativos —dijo señalando el lápiz de memoria—. Por suerte el portátil tiene una entrada USB.

—¿Y qué viene a continuación?

—Voy a lanzar un ataque de diccionario contra la contraseña de Blaine.

—Vale.

—Y si no es demasiado larga o enrevesada, y si el tiempo total del controlador de la contraseña es razonable, quizá consigamos dar con una grieta.

Gideon lo miró con aire poco convencido.

—Blaine no es ningún idiota.

—Sí, pero eso no quiere decir que sea un lince como técnico. —Fordyce conectó el lápiz de memoria al puerto USB del ordenador y lo reinició—. Esta monada puede intentar doscientos cincuenta mil contraseñas por segundo. Veamos hasta qué punto es paranoico nuestro Simon Blaine.

Durante los siguientes noventa minutos Gideon condujo el jeep exactamente a ciento veintisiete kilómetros por hora y dejó atrás Elk City, Clinton y Weatherford. El sol no tardaría en ponerse y las estrellas, en cubrir la noche de los campos. Cuando se acercaron a Oklahoma City sin que hubieran hecho progresos Gideon empezó a inquietarse. Fordyce también se impacientaba mientras miraba la pantalla y murmuraba por lo bajo. Al cabo de un momento soltó una maldición, desconectó la unidad de memoria y apagó el ordenador.

—De acuerdo, el primer tanto es para Blaine.

—¿Quiere decir que estamos jodidos?

—Todavía no.

Cuando el ordenador se reinició y apareció la ventana de la contraseña, Fordyce tecleó rápidamente.

LOGIN: root

PASSWORD: ****

En el acto un alud de texto apareció en la pantalla.

—¡Bingo! —exclamó Fordyce.

Gideon lo miró.

—¿Ha logrado acceder a su cuenta?

—No.

—Entonces ¿de qué nos sirve?

—He entrado en la cuenta del sistema. Basta con introducir «root» como nombre y contraseña y ya se es superusuario. Le sorprendería saber cuánta gente no lo sabe o es demasiado perezosa para cambiar la contraseña que viene por defecto en estos viejos sistemas UNIX.

—¿Y puede acceder a la cuenta de Blaine desde ahí?

Fordyce negó con la cabeza.

—No, pero es posible que no nos haga falta.

—¿Por qué no?

—Porque como superusuario puedo acceder al archivo estándar UNIX de contraseñas. —Volvió a conectar el lápiz de memoria, tecleó una larga serie de instrucciones y se reclinó en su asiento con expresión radiante—. Compruébelo —le dijo a Gideon mientras señalaba la pantalla.

Gideon le echó un rápido vistazo.

BlaineS:Heqw3EZU5k4Nd:413:adgfirkgm~:/home/

subdir/BlaineS:/bin/bash

—Lo que ve aquí es el nombre de la cuenta y su contraseña con las letras pasadas por DES.

—¿Data Encryption Standard? Pensaba que no se podía forzar.

Fordyce sonrió.

—Está bien —dijo Gideon con expresión pensativa—, deje que lo adivine: el gobierno construyó una puerta trasera en el estándar de codificación.

—Yo no se lo he dicho.

Gideon condujo en silencio durante diez minutos, mientras Fordyce seguía tecleando y mirando ocasionalmente la pantalla sin dejar de murmurar para sí. Al final soltó una maldición y golpeó el respaldo del asiento delantero.

—¿No ha habido suerte? —preguntó Gideon.

El agente meneó la cabeza.

—No consigo descifrar el algoritmo DES. Blaine es un tipo mucho más sofisticado de lo que había imaginado. Él o quien fuera utilizó una versión especial del DES. Estoy totalmente bloqueado y no se me ocurre nada más.

Se hizo un pesado silencio.

—No podemos rendirnos ahora —dijo Gideon.

—¿Tiene alguna idea?

—Podríamos tratar de adivinar la contraseña.

Fordyce alzó los ojos al cielo.

—Mi ataque de diccionario ha intentado mil millones de opciones en doce idiomas diferentes, incluyendo palabras, combinaciones de palabras, nombres y lugares, por no hablar de una compilación de más de un millón de las contraseñas más utilizadas. Es el mejor programa de ataque en plan fuerza bruta que existe. ¿De verdad cree que lo puede hacer mejor adivinando? —Fordyce negó con la cabeza.

—Al menos sabemos lo que no debemos adivinar. Su programa de ataque de diccionario es solo un programa. Nosotros sabemos mucho más que él acerca de Simon Blaine. Vale la pena intentarlo. De momento ya tenemos el nombre de su cuenta, ¿no? —Gideon se quedó pensando por un momento—. Quizá usó el nombre de alguno de los protagonistas de su libro. Ahora coja su Blackberry, conéctese a su página web y busque unos cuantos personajes de sus novelas.

Fordyce masculló su asentimiento y se puso manos a la obra. Minutos después había reunido una docena de nombres.

—Dirkson Auger —dijo leyendo el primero de la lista—. ¿De verdad cobra por inventarse nombres como este?

—Pruebe con él.

Fordyce abrió el portátil.

—Primero intentaré con «Dirkson» a secas.

Error.

«Auger».

Error.

—Intente con los dos —sugirió Gideon.

Error.

—Inténtelo de nuevo, pero esta vez invirtiendo el orden de los nombres.

—Hijo de puta… —masculló Fordyce.

—Haga lo mismo con los demás.

Veinte kilómetros más tarde Fordyce alzó los brazos y se rindió.

—No hay manera —dijo—. He probado con todos. Aun suponiendo que fuera uno de esos nombres, seguro que Blaine le habría añadido letras o números para hacerla más difícil. Nos enfrentamos a demasiadas variables.

—Lo que pasa con las contraseñas —comentó Gideon al cabo de un momento— es que, a menos que utilice un administrador de contraseñas, tiene que acordarse de todas.

—¿Y?

—Pues que quizá no sea el personaje de uno de sus libros, quizá sea el nombre de una persona real. De eso seguro que no se olvidaría. Y en el caso de Blaine la persona más obvia tiene que ser Alida.

Fordyce tecleó el nombre y distintas variantes, pero sin resultado.

—Obvia, desde luego, pero demasiado.

—De acuerdo, haga lo que sugirió hace un momento y cambie algunas letras por números y símbolos.

—Vale, cambiaré la «l» por un «1». —Tecleó—. Nada.

—Pruebe otra cosa: cambie la «i» por el símbolo del dólar.

Más tecleo.

—Tampoco —dijo Fordyce.

Gideon frunció los labios.

—Recuerdo haber leído que las mejores contraseñas se componen de dos partes, una principal y otra complementaria, ¿no? Pruebe a añadir algo después del nombre.

—¿Como qué?

—No lo sé, «XYZ» o «00»

Más tecleo.

—Nada. Creo que se nos está pasando el arroz.

—Espere un momento. Se me acaba de ocurrir algo. Blaine tiene un apodo para su hija, la llama «Hija Milagro» y a veces «HM». Intente poner eso después del nombre.

Fordyce tecleó.

—Nada. Ni por delante ni por detrás.

Gideon suspiró. Quizá Fordyce estaba en lo cierto.

—Bueno, siga intentando con las distintas variables —dijo y se concentró en la conducción mientras Fordyce tecleaba en silencio en el asiento de atrás, probando con una variante tras otra.

De repente el agente del FBI lanzó un grito de triunfo. Gideon se volvió y vio que un montón de texto corría por la pantalla.

—¿Lo ha conseguido? —preguntó, incrédulo.

—¡Y que lo diga!

—¿Cuál era la contraseña?

—«A1$daHm». Bastante sentimental, ¿no le parece?

Fordyce se puso cómodo y empezó a examinar los archivos del ordenador mientras el perfil de Oklahoma aparecía en el horizonte.