Gideon llegó a Tucumcari y se detuvo en un Stuckey’s para repostar. Era la una de la tarde, y había estado haciendo un estupendo promedio. Hasta cierto punto se sentía aliviado: se había marchado sin dejar rastro y conducía un vehículo que las autoridades no buscaban. Tenía por delante unas veinte horas de carretera. No sabía si el dinero de Alida le bastaría para llegar a su destino, pero si no le quedaba más remedio que asaltar algún cajero automático se ocuparía de ello cuando llegara el momento.
Después de repostar entró en la tienda con su disfraz de divorciado a la aventura en busca de sí mismo e hizo acopio de Cheetos, Twinkies y Ring Dings, junto con una caja de Coca-Cola y otra de NoDoz. También encontró un orinal y tras un momento de indecisión decidió añadirlo al cesto. Seguramente le ahorraría tiempo en el camino. Lo dejó todo en el mostrador, pagó en efectivo y después llevó la abultada bolsa al coche. Se puso al volante y estaba a punto de arrancar cuando notó el contacto de algo frío en la nuca.
—No haga el menor movimiento —dijo una voz ronca.
Gideon se quedó helado y miró la guantera, donde guardaba su Colt Pithon de calibre 357.
—No se moleste, lo tengo yo —señaló la voz.
Gideon se dio cuenta de que era la de Fordyce. ¡Increíble! ¿Qué podía haber pasado? Aquello era un desastre, el desastre definitivo.
—Escuche, Gideon, ahora sé que es inocente y que le han tendido una trampa. También sé que Novak, el director de seguridad de su departamento, está metido en esto.
Gideon no estaba seguro de haber oído bien y tuvo que luchar contra la incredulidad. ¿Se trataba de algún tipo de ardid? ¿Qué estaba tramando Fordyce?
—La investigación anda completamente desencaminada —siguió diciendo el agente—. Le necesito. Tenemos que trabajar de nuevo juntos, como antes, y terminar nuestra misión. Es un cabrón avispado, Gideon, y no estoy seguro de poder confiar en usted, pero le juro que somos los únicos capaces de impedir que hagan estallar esa maldita bomba atómica.
Aquello empezaba a sonar convincente.
—¿Cómo me ha encontrado? —preguntó Gideon.
—Introduje una búsqueda rutinaria de la matrícula del jeep y recibí un informe de que se dirigía al oeste por la carretera I-40, a toda velocidad. —Hizo una pausa y prosiguió—. Escuche, me consta que no es fácil que me crea, pero me engañaron como a todos los demás y pensé que era culpable. Ahora sé que no lo es y también que, siga la pista que siga, va a necesitar ayuda.
Gideon lo observó por el retrovisor.
—¿Cómo consiguió la matrícula del jeep?
—Pensé que habiendo huido con Alida Blaine quizá se habría apoderado de alguno de los vehículos de la familia.
Gideon no dijo nada. Después de todo aquel coche no era desconocido para las autoridades.
—Tome, aquí tiene su Python —le dijo Fordyce, alargándole el revólver, que seguía cargado—. Como gesto de buena voluntad.
Gideon volvió a mirarlo por el retrovisor y vio sinceridad en los ojos del agente del FBI. Fordyce estaba diciendo la verdad.
—Será mejor que nos pongamos en marcha —indicó—. Estamos metidos en una carrera contra reloj.
—Espere, podemos ir en mi coche. Tiene sirena y todo lo demás.
—¿Ha dejado la investigación?
—Me han dado vacaciones indefinidas.
—Este coche es más seguro. Es posible que le anden buscando y vayan por usted primero.
Fordyce lo pensó.
—Me parece razonable.
Gideon salió de la gasolinera y enfiló por la interestatal.
—Mientras conducimos le contaré lo que he averiguado y usted me dirá lo que sabe. Además, en la parte de atrás tengo un portátil en el que debemos entrar. Me dijo que una vez trabajó en la sección de cifrados del FBI. ¿Cree que podría lograrlo?
—Puedo intentarlo.
Gideon puso el control de velocidad en ciento veintisiete kilómetros por hora y empezó a contárselo todo a Fordyce mientras el coche rodaba.