Se había producido un notable cambio entre los agentes de policía y el resto del personal reunido tras las barricadas. Las escenas de controlada actividad y el constante ir y venir de individuos uniformados se habían acabado. El primer indicio era la ola de silencio que parecía propagarse. Incluso Fordyce estaba callado, y Gideon comprendió que alguien le estaba hablando por radio.
El agente se apretó el auricular contra la oreja y se puso aún más pálido de lo que ya estaba.
—¡No! —dijo vehementemente—. De ninguna manera, ni siquiera me he acercado a ese individuo. No puede hacer eso.
La multitud también se había quedado quieta. Incluso los que habían salido corriendo de la casa estaban inmóviles y parecían observar y escuchar, como si fueran víctimas de un aturdimiento colectivo. Entonces, bruscamente, la gente se movió de nuevo y se alejó un poco más de la casa. La retirada no fue exactamente una fuga desordenada, sino más bien un retroceso organizado.
De pronto el aire se llenó de más sirenas, y varios helicópteros aparecieron en el cielo. Un grupo de camiones sin distintivo alguno llegó acompañado de varios coches patrulla y se detuvo al otro lado de las barricadas. Sus puertas se abrieron y de ellos saltaron unas cuantas figuras enfundadas en trajes anticontaminación con el símbolo de peligro radioactivo. Algunas iban equipadas con material antidisturbios: porras, gases lacrimógenos y escopetas de pelotas de goma. Para consternación de Gideon, colocaron barreras para impedir el paso y empezaron a gritar que nadie se moviera de donde estaba. El efecto fue fulminante: cuando la gente vio que no podía huir, el pánico empezó a cundir de verdad.
—¿Qué demonios está ocurriendo? —preguntó Gideon.
—Hay que examinar a todo el mundo —explicó Fordyce.
Gideon vio cómo un policía discutía e intentaba abrirse paso a la fuerza y cómo varios hombres de blanco lo obligaban a retroceder. Entretanto, los recién llegados dirigían a todo el mundo hacia un recinto improvisado con vallas portátiles, donde más figuras de blanco examinaban a la gente con contadores Geiger portátiles. A la mayoría los dejaban marcharse, pero a unos pocos los metían en los camiones.
Un altavoz tronó: «Que todo el personal permanezca donde está hasta que le indiquen lo contrario. Obedezcan las instrucciones. Permanezcan detrás de las barreras».
—¿Quiénes son esos tipos? —quiso saber Gideon.
Fordyce parecía asqueado y asustado al mismo tiempo.
—Son del GAEN.
—¿Y eso qué es?
—El Grupo de Apoyo de Emergencias Nucleares. Pertenecen al Departamento de Energía y entran en acción en caso de un ataque terrorista con armas nucleares o radiológicas.
—¿Cree que esto está relacionado con el terrorismo?
—Ese tipo, Chalker, diseñaba armas nucleares.
—Aun así, no creo que tenga nada que ver.
—¿De verdad? —preguntó Fordyce volviendo sus ojos azules hacia Gideon—. Antes mencionó que Chalker se había convertido a una religión. —Hizo una pausa—. ¿Puedo preguntarle a cuál?
—Mmm… Al islam.