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Su primera parada fue en la tienda de artículos de segunda mano que Goodwill Industries tenía en Cerrillos Road. Aparcó el costoso jeep último modelo lejos de la entrada y antes pasó por un Walgreen, donde compró un móvil de usar y tirar. Tras examinar los colgadores escogió rápidamente una serie de chaquetas deportivas, camisas, pantalones, trajes y varios pares de zapatos de su talla. También se llevó unas gafas de sol, un peluquín, una colección de bisutería masculina especialmente hortera y una gran maleta.

Pagó en metálico con el dinero de Alida y condujo hasta la tienda de disfraces donde compró pegamento para postizos, sellador, pintura facial, lápices y colores, costras, fijador, una nariz y una cicatriz de cera, una calva, una falsa barriga, unas cuantas pelucas, una barba postiza y unos cuantos trozos de mejilla e implantes. No sabía cuándo ni cómo iba a necesitar todo aquel material, de modo que se lo llevó todo.

Regresó al jeep y siguió en dirección sur, por Cerrillos Road, hasta el extremo de la ciudad, donde encontró un discreto motel que le pareció que podría servirle para sus propósitos. Un rápido trabajo de maquillaje le bastó para convertirse en un vulgar proxeneta, personaje que encajaba como anillo al dedo con el jeep Unlimited negro que conducía. El recepcionista ni siquiera pestañeó cuando Gideon pagó en metálico una habitación por horas tras asegurarle que había perdido su carnet de identidad y le dejó una generosa propina, diciéndole que tuviera los ojos bien abiertos cuando llegara una «joven muy guapa», que naturalmente nunca aparecería.

Llevó a su habitación la maleta con la ropa, los efectos de maquillaje y el ordenador de Blaine. Luego extendió las prendas en la cama y empezó a combinarlas para componer distintos disfraces, como había hecho tantas veces en el pasado.

En sus días de ladrón de arte solía robar en museos pequeños y en sociedades históricas a plena luz del día, cuando estaban abiertos pero sin público. Tras los primeros robos empezó a disfrazarse, y con el tiempo fue perfeccionando su talento para hacerse pasar por otra persona. Un buen disfraz era más que un simple atuendo, consistía en asumir una nueva personalidad, en caminar de modo distinto, en hablar de otra manera e incluso pensar diferentemente. En realidad era la sublimación de la técnica del Método.

Sin embargo, crear un nuevo personaje no era cosa fácil. Tenía que ser sutil, creíble y nada exagerado, pero al mismo tiempo debía tener los detalles suficientes para que una persona normal los recordara y despistaran a los investigadores. Un personaje anodino era una pérdida de tiempo, pero otro demasiado estrafalario podía resultar peligroso. El proceso de creación requería tiempo, criterio e imaginación.

A medida que combinaba unas prendas con otras, emparejando camisas con pantalones y zapatos, un personaje empezó a cobrar forma en su mente: un hombre de unos cuarenta y tantos años, recién divorciado, en baja forma, con hijos mayores, al que acababan de despedir del trabajo y que buscaba redescubrirse a sí mismo mediante un viaje en coche por todo el país en una especie de odisea al estilo Blue Highways. Sería un escritor, o mejor, un aspirante a escritor que iría tomando notas a lo largo del viaje y estaría dispuesto a compartir su visión de Estados Unidos con cualquiera que se cruzara en su camino. Además, le habían robado la cartera nada más empezar y no tenía documento de identidad, lo cual en cierto sentido era genial porque le confería cierta libertad, una feliz liberación de las ataduras de la sociedad.

Cuando lo tuvo perfilado empezó a combinar el atuendo: mocasines, vaqueros negros, camisa Oxford de rayas, una cazadora Bill Blass, calvo pero con una franja de pelo a un lado, con la piel ligeramente ajada propia de un bebedor, gafas Ray-Ban y un sombrero Pendleton Indy de ala ancha. Una pequeña pero memorable cicatriz en forma de diamante en la mejilla y un ligera tripa completaban el retrato.

El familiar proceso de creación le hizo sentirse mejor, y al menos durante un rato logró olvidarse de Alida.

Cuando hubo acabado, enchufó el ordenador y lo encendió. Tal como había supuesto estaba protegido por contraseña, y sus tímidos intentos de acertarla al azar fracasaron. De todas maneras estaba convencido de que aunque consiguiera descifrar la contraseña se encontraría con más niveles de seguridad. Los planes de Blaine podían hallarse en ese ordenador, pero si no daba con el modo de entrar sería como si estuvieran en la cara oculta de la luna.

De cualquier modo, en ese momento no tenía tiempo para eso. Lo guardó en la maleta con el resto de sus cosas, abandonó su habitación, guardó el equipaje en el jeep y se marchó. El vehículo disponía de GPS, y cuando introdujo la dirección le indicó que la distancia hasta Fort Detrick, en Maryland, era de dos mil ochocientos kilómetros y que conduciendo a la velocidad legal tardaría treinta horas en llegar. Calculó que si iba unos diez kilómetros por encima del límite legal y solo paraba a poner gasolina podía reducir el viaje a unas veinticinco o veintiséis horas. No se atrevía a ir más deprisa. Sin carnet de conducir no podía arriesgarse a que la policía lo parara.

Miró la hora. Eran las diez de la mañana. Alida le había dicho que el avión de su padre salía temprano, así que seguramente ya estaría volando. Había comprobado los vuelos, y esa mañana no había ninguno directo a Washington, de modo que tendría que hacer escala. Contando con la diferencia horaria Blaine no llegaría a Fort Detrick hasta la noche, como muy pronto. En cuanto al atentado, según el tristemente famoso calendario de Chalker debía ser al día siguiente.

Él llegaría a Fort Detrick al mediodía del día siguiente, y en esos momentos no tenía forma de saber si tendría tiempo de interceptar a Blaine. Naturalmente cabía la posibilidad de que Blaine no se dirigiera a Fort Detrick, que todo fuera un ardid y que volara directo a Washington. Fuera como fuese Gideon tendría que ocuparse de eso cuando llegara a la costa este.

No tenía la menor idea de lo que haría una vez allí. Lo cierto era que carecía de un plan y de cualquier estrategia de ataque, pero al menos, reflexionó mientras avanzaba por la carretera, disponía de veintiséis horas para pensar en una.