57

Cuando amaneció Gideon se levantó del sofá y empezó a vestirse. La cabeza le dolía de mala manera. Alida estaba tendida en la piel de oso que había delante de la chimenea, desnuda. Seguía durmiendo y tenía el cabello revuelto. Su tersa piel parecía resplandecer contra el oscuro pellejo del oso. Por la ventana vio que el cielo estaba cargado de nubes negras y que un húmedo viento azotaba los pinos. Se estaba preparando una tormenta.

En su mente se agolparon confusos recuerdos de la noche anterior: demasiada bebida, más sexo espectacular y sabe Dios qué locas promesas hechas. Se sentía fatal. ¿Qué había hecho? Era un completo imbécil por haberse dejado arrastrar de ese modo sabiendo que su padre era un terrorista, y todo ello mientras planeaba cómo detenerlo y acabar con él. Era una monstruosidad.

¿Qué debía hacer? ¿Compartir el secreto con Alida? No, eso no funcionaría. Ella nunca, jamás, creería que su padre, Simon Blaine, ex espía y escritor de éxito era el cabecilla de… o que al menos estaba implicado en un atentado terrorista nuclear. ¿Quién sería capaz de creer tal cosa? No tenía más remedio que seguir mintiéndole y hacer aquello sin ayuda. Debía ir a Maryland, encontrar a Blaine y pararle los pies. Pero no podía subir a un avión; de hecho no podía hacer nada que requiriera un carnet de identidad. Su única forma de llegar al este era conduciendo con el jeep de Alida.

Parecía imposible. ¿Por qué alguien como Blaine iba a involucrarse en un atentado terrorista como aquel? Sin embargo, lo estaba. No le cabía la menor duda porque no podía haber ninguna otra explicación.

Cada vez que pensaba en su posición se despreciaba a sí mismo. Pero ¿qué otra alternativa tenía? No se trataba solamente de limpiar su buen nombre: había miles de vidas en juego. Pero nadie le creería. Era un hombre perseguido por la justicia, de modo que estaba obligado a actuar solo. No había otro camino.

Mientras se ponía la camisa sus ojos repararon nuevamente en las curvas de Alida, en su rostro y en sus brillantes cabellos. ¿Era posible que se hubiera enamorado de ella?

Desde luego que sí.

«Ya basta, ya basta», se dijo. Intentaba apartar la mirada de Alida cuando ella abrió los ojos e hizo una mueca.

—Ay —dijo—, menuda resaca.

Gideon se obligó a sonreír.

—Sí, yo también.

Alida se sentó.

—Tienes muy mal aspecto. Espero que anoche no te destrozara demasiado —añadió con una maliciosa sonrisa.

Gideon ocultó el rostro agachándose para atarse los cordones.

—¿Y se puede saber adónde vas con tanta prisa esta mañana?

Hizo un esfuerzo para alzar la cabeza y mirarla.

—Al rancho Paiute Creek, a buscar a Willis.

—Bien. Seguro que es él, lo sé. Deja que te acompañe.

—No, podría resultar peligroso. Además, tu presencia podría impedirme que le arrancara la verdad.

Alida vaciló.

—Tienes razón, pero estoy preocupada. Ten cuidado.

Gideon procuró adoptar una expresión de normalidad.

—Tengo que pedirte que me prestes el jeep.

—No hay problema, pero intenta no apartarte de las pistas forestales.

Asintió.

Antes de que Gideon se le pudiera escapar, Alida se puso en pie, le rodeó el cuello con los brazos y lo besó en la boca mientras apretaba su cuerpo desnudo contra él. Gideon notó cómo su calor le traspasaba la ropa y se rindió, hasta que finalmente dejaron de besarse.

—Ha sido para desearte buena suerte —dijo ella cuando finalmente lo soltó.

Gideon no pudo sino asentir tontamente. Alida abrió un cajón, cogió unas llaves y se las lanzó.

Él las cogió al vuelo y preguntó:

—Esto… ¿Tienes dinero? Ya sabes, por si acaso, para gasolina y esas cosas…

—Claro. —Cogió su pantalón del suelo y sacó la cartera—. ¿Cuánto quieres?

—No sé, lo que puedas darme.

Alida cogió un fajo de billetes de veinte y se los entregó sin contarlos y con su mejor sonrisa.

Gideon intentó ponerse en marcha, pero se sentía como petrificado. No podía hacerle aquello a alguien como Alida, y sin embargo lo iba a hacer: iba a robarle el coche, a llevarse su dinero y a perseguir a su padre. ¡Maldita sea! ¿Tenía otra opción? Se hallaba ante un dilema fatal. Si se quedaba con ella, no solo miles de personas morirían, sino que seguramente acabaría en la cárcel. Si se iba…

—Es posible que tarde en volver. Tengo unos cuantos asuntos que tratar, así que no me esperes esta noche.

Ella lo miró con verdadera preocupación.

—De acuerdo, pero mantente alejado de la gente, de toda la gente. Mi padre mencionó que había controles de carretera en todas las vías que llevan a las montañas en la zona de Los Álamos y Santa Fe. Ten cuidado.

—Lo tendré.

Se guardó el dinero en el bolsillo, evitó besarla de nuevo y salió apresuradamente hacia el jeep. Se sentó al volante de un salto, puso el motor en marcha y partió a toda velocidad levantando una nube de polvo. Intentó no mirar atrás, pero no pudo y la vio apoyada en la puerta, desnuda, con el cabello rubio cayéndole por los hombros mientras lo saludaba con la mano.

—¡Joder! ¡Joder! ¡Joder! —exclamó al tiempo que aporreaba el volante.

Dobló una curva y vio la cabaña donde Blaine escribía, rodeada de árboles y fuera de la vista del rancho. Siguiendo un impulso fue hasta ella y se apeó del coche. Rompió una ventana con la llave de neumáticos del jeep y entró, localizó el portátil de Blaine y su cargador, lo tiró todo al asiento trasero del jeep y siguió su camino.