52

Fordyce consultó el GPS de su coche oficial. La casa se hallaba al final de un camino sin salida. Los bosques y las montañas se alzaban tras ella. Eran más de las doce de la noche, pero había luces encendidas en su interior, y a través de los visillos se veía el resplandor azulado de un televisor. Los Novak estaban despiertos.

Saltaba a la vista que aquella era la mejor parcela de la urbanización y la más grande. El Mercedes aparcado en el camino de acceso no hacía sino confirmarlo.

Detuvo el coche delante del Mercedes, se apeó y llamó al timbre. Al cabo de un momento una voz de mujer preguntó quién era.

—FBI —respondió Fordyce, que sacó su placa y la colocó ante la mirilla de la puerta.

La mujer abrió en el acto, un tanto sofocada.

—¿Qué ocurre? ¿Va todo bien?

—No se preocupe, no pasa nada —respondió Fordyce mientras entraba—. Disculpe por presentarme a horas tan intempestivas.

Era una mujer atractiva, con una bonita figura y una piel lozana. Llevaba un pantalón blanco y un jersey de cachemira adornado con perlas. Un curioso atuendo para ver la televisión de madrugada.

—¿Se puede saber quién es? —dijo una irritada voz desde lo que parecía el salón.

—El FBI —respondió la mujer.

El televisor se apagó enseguida, y Bill Novak, jefe de seguridad del departamento de Crew, apareció en el vestíbulo.

—¿Qué ocurre? —preguntó secamente.

Fordyce sonrió.

—Me estaba disculpando con su mujer por presentarme a estas horas, pero tengo unas cuantas preguntas que hacerle. Cuestión de rutina. No le entretendré.

—No hay problema —dijo Novak—. Pase y siéntese.

Entraron en el comedor, y la señora Novak encendió las luces.

—¿Le apetece tomar algo? ¿Café, té?

—Nada, gracias.

Se sentaron a la mesa, y Fordyce miró a su alrededor. Todo era muy elegante y costoso. Plata a la vista, unos cuantos óleos que parecían auténticos, alfombras persas hechas a mano. Nada ostentoso, pero sí caro.

Sacó su libreta de notas y pasó unas cuantas páginas.

—¿Es realmente necesario que mi esposa esté presente? —preguntó Novak.

—Sí, si no le importa —repuso Fordyce.

—En absoluto.

El matrimonio parecía ansioso por complacer y nada nervioso. Quizá no tuviera motivos para estarlo.

—¿Cuál es su sueldo anual, señor Novak? —inquirió Fordyce levantando la vista de su cuadernillo.

Se hizo un repentino silencio.

—Oiga, ¿de verdad es necesario todo esto? —intervino el jefe de seguridad.

—Bueno, no está obligado a contestar —dijo Fordyce—. Puede llamar en cualquier momento a su abogado si desea asesoramiento legal o que esté presente durante el interrogatorio. —Sonrió—. Sea como sea, nos gustaría que contestase estas preguntas.

—Está bien —respondió Novak tras pensarlo unos instantes—. Mi sueldo es de ciento diez mil dólares al año.

—¿Tiene otros ingresos o inversiones? ¿Ha recibido alguna herencia?

—No, ni lo uno ni lo otro.

—¿Cuentas en el extranjero?

—No.

Fordyce se volvió hacia la mujer.

—¿Y usted, señora Novak?

—Yo no trabajo. Nuestros fondos son los mismos.

—Está bien —prosiguió Fordyce después de tomar nota—. Empecemos con la casa. ¿Cuándo la compraron?

—Hace dos años —contestó Novak.

—¿Cuánto les costó, qué cantidad pagaron en efectivo y cuánto financiaron?

—Nos costó seiscientos veinticinco mil dólares —declaró Novak tras otro incómodo silencio—. Pusimos sobre la mesa cien mil y financiamos el resto.

—¿Cuál es el importe mensual de la hipoteca?

—Unos tres mil quinientos, más o menos.

—Eso hace cuánto al año, unos cuarenta y dos mil, ¿no? —Fordyce tomó nota—. ¿Tienen hijos?

—No.

—Hablemos de los coches. ¿Cuántos tienen?

—Dos —repuso Novak.

—El Mercedes y…

—Un Range Rover.

—¿Cuánto valen?

—El Mercedes, cincuenta mil; el Range Rover, unos sesenta y cinco mil.

—¿Los financiaron?

Otro largo silencio.

—No.

—Cuando compró la casa, ¿cuánto gastó en muebles y decoración?

—No sabría decirle.

—Estas alfombras, por ejemplo, ¿las trajo de su anterior domicilio o las compró nuevas?

Novak lo miró fijamente.

—Perdone, agente, pero ¿adónde quiere llegar?

Fordyce le obsequió con una amable sonrisa.

—No son más que preguntas de rutina, señor Novak. Así es como el FBI empieza la mayoría de sus interrogatorios. Se sorprendería usted de lo rápidamente que uno puede descubrir que alguien vive por encima de sus posibilidades con unas simples preguntas. En nuestra profesión esa es la primera alarma que suena.

Sonrió nuevamente. Empezaba a ver indicios de tensión en el rostro de Novak, así que prosiguió.

—Volviendo a las alfombras…

—Las compramos nuevas.

—¿Y cuánto les costaron?

—No lo recuerdo.

—¿Y los otros muebles o la plata, por ejemplo?

—Casi todo lo compramos nuevo con la casa.

—¿Financiaron esas compras?

—No.

Otra anotación.

—Da la impresión de que disponía de grandes cantidades de efectivo. ¿Tuvo usted suerte con la lotería o las apuestas? ¿Hizo alguna inversión especialmente afortunada?

—Nada especial.

Fordyce tenía que poner aquellos números en claro, pero a simple vista se apreciaba que algo no encajaba. Una persona que ganaba cien mil al año difícilmente podía comprarse aquellos coches si al mismo tiempo tenía que hacer frente a una hipoteca y encima pagar en efectivo, a menos que hubiera ganado una fortuna con la venta de su anterior vivienda.

—Su casa anterior, ¿estaba cerca de aquí?

—En White Rock.

—¿Por cuánto la vendió?

—Por unos trescientos.

—¿Y qué valor residual tenía?

—Unos cincuenta o sesenta.

Solo cincuenta o sesenta. Eso respondía a la pregunta. Sin duda allí había un dinero de origen inexplicable.

Fordyce obsequió a Novak con una tranquilizadora sonrisa y pasó unas páginas de su libreta.

—Hablemos ahora si le parece de esos correos electrónicos que se encontraron en la cuenta de Gideon Crew.

Novak pareció aliviado por poder cambiar de conversación.

—¿Qué desea saber?

—Supongo que habrá tenido que responder a un montón de preguntas sobre eso.

—Siempre estoy dispuesto a ayudar.

—Bien. ¿Es posible que alguien colocara esos mensajes a propósito?

La pregunta flotó en el aire unos instantes.

—No —respondió Novak al fin—. Nuestra seguridad es a prueba de bomba. El ordenador de Crew forma parte de una red aislada físicamente. No tiene contacto con el exterior ni está conectada a internet. Es imposible.

—De acuerdo, no tiene contacto con el exterior, pero ¿no podría haberlo hecho alguien desde dentro, un colega de trabajo, por ejemplo?

—Imposible también. Manejamos material altamente reservado. Nadie tiene acceso a los archivos de los demás. Hay muchos niveles de seguridad, y cada uno tiene su propia contraseña y su código. Créame, nadie podría haber introducido esos mensajes de forma fraudulenta.

Fordyce tomó nota.

—¿Y esto mismo es lo que les ha dicho a los investigadores?

—Desde luego.

Fordyce lo miró fijamente.

—Pero usted sí que tiene acceso, ¿verdad?

—Bueno, sí. Como responsable de seguridad tengo acceso a todos los archivos. Al fin y al cabo debemos controlar lo que nuestra gente hace. Es el procedimiento habitual.

—Así pues, lo que acaba de decirme es mentira. Sí hay una manera de que alguien introdujera esos mensajes. Usted podría haberlo hecho.

Al decir aquello Fordyce cambió el tono de voz y empleó uno manifiestamente acusador para enfatizar la palabra «usted» con un matiz de descreimiento.

El nivel de tensión en el ambiente había aumentado de golpe, pero Novak no se inmutó.

—Sí, yo podría haberlos introducido, pero no lo hice. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Las preguntas las hago yo, si no le importa —repuso secamente Fordyce—. Acaba de admitir que declaró una falsedad a los demás investigadores y a mí. —Miró sus notas—. Cito textualmente: «Créame, nadie podría haber introducido esos mensajes de forma fraudulenta». Pero eso es mentira.

Novak lo miró sin alterarse.

—Lo siento, no me expresé correctamente. No me consideraba implicado en mi respuesta porque yo no lo hice. No intente tenderme una trampa, agente.

—¿Podría haber introducido esos mensajes alguien de su departamento?

Novak vaciló.

—Hay otros tres responsables de seguridad en el departamento que habrían podido hacerlo, pero en ese caso tendrían que haberse puesto de acuerdo entre ellos porque ninguno tiene el nivel requerido.

—¿Y alguien por encima de usted que podría haberlo hecho?

—Hay gente que tiene autorización, pero tendrían que haber pasado por mí. O al menos creo que lo habrían hecho. Hay niveles de seguridad de los que no sé nada. Los de arriba incluso podrían haber instalado una puerta trasera. ¿Qué sé yo?

Fordyce se sentía bastante frustrado. Hasta el momento Novak no había dicho nada incriminatorio y en su declaración no había habido fisuras. Sus deslices no eran nada fuera de lo normal. Había visto a gente inocente hacerlo mucho peor durante un interrogatorio.

Aun así la casa, los coches…

—¿Puedo preguntarle, agente Fordyce, qué le hace pensar que alguien pudiera introducir fraudulentamente esos mensajes?

Fordyce decidió aflojar un poco.

—Usted conoce al doctor Crew —dijo mirando fijamente a Novak—. ¿Diría que es estúpido?

—No.

—¿Y usted diría que dejar unos mensajes claramente acusatorios en la cuenta de uno, sin molestarse en borrarlos, es algo inteligente?

Se hizo un breve silencio hasta que Novak carraspeó y dijo:

—Pero sí que los borró.

Aquello pilló desprevenido a Fordyce.

—Entonces eso quiere decir que ustedes los recuperaron. ¿De qué modo?

—Mediante uno de nuestros múltiples sistemas de backup.

—¿Puede borrarse algo definitivamente de sus ordenadores?

—No.

—¿Y eso es algo que todo el mundo sabe?

Otra vacilación.

—Eso creo.

—Así pues, volvemos a mi pregunta original. ¿El doctor Crew es tonto?

Por primera vez vio que la tranquila fachada de Novak se resquebrajaba. Por fin había logrado despertar su ira.

—Mire, sus preguntas empiezan a parecerme ofensivas. Todo ese interrogatorio sobre mi situación económica, las insinuaciones de que he podido poner esos mensajes, su presencia aquí a altas horas de la noche… Estoy dispuesto a ayudar todo lo posible en la investigación, pero no voy a permitir que me convierta en culpable de nada.

Con su larga experiencia en interrogatorios, Fordyce sabía reconocer cuándo había llegado al final de una provechosa entrevista. No tenía sentido seguir provocando a Novak. Cerró de golpe su libreta de notas y se levantó al tiempo que retomaba su tono amistoso de antes.

—Por suerte ya he acabado. Le agradezco sinceramente que me haya dedicado su tiempo. Ha sido un interrogatorio de rutina y no tiene nada de que preocuparse.

—Pues no opino lo mismo —replicó Novak—. No me ha parecido bien y pienso presentar una queja a sus superiores.

—Desde luego, puede hacerlo cuando le plazca. Buenas noches.

Mientras regresaba a su coche Fordyce rogó para que Novak no cumpliera su amenaza o que tardara lo máximo posible en hacerlo. Una queja no iba a serle de ninguna ayuda porque en esos momentos estaba bastante convencido de que Novak no era trigo limpio. Eso no exoneraba a Gideon. Novak, por otra parte, no tenía aspecto de terrorista.

Aun así seguía preguntándose si era posible que alguien hubiera tendido una trampa a Gideon.