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Al cabo de un momento logró recuperar el control, se enjugó las lágrimas con la húmeda manga de la camisa y alzó la mirada mientras se ruborizaba de vergüenza.

—Vaya, un hombre que sabe llorar —dijo Alida sonriéndole en la oscuridad.

Era una sonrisa cariñosa y sin rastro de ironía.

—Esto es muy embarazoso —murmuró Gideon.

No recordaba cuándo había sido la última vez que había llorado. Ni siquiera lo había hecho junto al lecho de muerte de su madre. Quizá había sido aquel terrible día de 1988, ante el brillante césped de Arlington Hall Station, cuando se había dado cuenta de que su padre yacía sin vida, abatido por un francotirador.

—No sé qué me ha pasado —añadió, mortificado por haberse derrumbado y especialmente ante Alida.

Sin embargo, al mismo tiempo una parte de él se sentía aliviada. Alida comprendió la vergüenza que lo embargaba y no dijo nada más. Permanecieron en silencio, el uno junto al otro. Al cabo de un rato Gideon se incorporó sobre un codo.

—He estado pensando. Cuando Fordyce y yo llegamos a Nuevo México solo nos entrevistamos con tres personas. Debimos dar en la diana sin enterarnos, porque una de esas tres personas se asustó tanto que inmediatamente intentó matarnos. Primero saboteó nuestro avión y cuando eso no dio resultado me tendió una trampa.

—¿Quiénes eran?

—El imán de la mezquita local, un tipo llamado Willis Lockhart que dirige una especie de comuna y, por último, tu padre.

—¡Mi padre no es ningún terrorista! —bufó Alida.

—Es verdad, no parece probable, pero en estos momentos no puedo descartar a nadie. Lo siento. —Hizo una pausa y añadió—: Oye, ¿se puede saber por qué te llama «Hija Milagro»?

—Mi madre murió al darme a luz. Desde entonces solamente nos hemos tenido el uno al otro, y mi padre siempre ha creído que yo era una especie de milagro. —Calló un momento, como si se perdiera en sus recuerdos, y después preguntó—: ¿Y qué me dices de los otros dos?

—Lockhart dirige una de esas comunas milenaristas. El sitio es un rancho llamado Paiute Creek y está en la parte sur de los montes Jemez. La mujer de Chalker tuvo un lío con él y se unió a la comuna. Podría ser que Chalker acabara sintiéndose también arrastrado. Son de esos que esperan el apocalipsis, pero al mismo tiempo están a la última, tecnológicamente hablando. Tienen unos equipos de comunicación muy sofisticados que hacen funcionar con energía solar.

—¿Y?

—Pues que cabe la posibilidad de que pretendan adelantar la llegada del apocalipsis, ya sabes, darle un empujoncito haciendo detonar un artefacto nuclear.

—¿Son musulmanes?

—No, para nada, pero se me ha ocurrido que podrían hacer estallar una bomba atómica y echarle la culpa a los musulmanes. Sería una manera estupenda de empezar la Tercera Guerra Mundial. La estrategia Manson.

—¿La estrategia Manson?

—Charles Manson y sus seguidores intentaron provocar una guerra asesinando a varias personas y haciendo ver que había sido cosa de radicales negros.

Alida asintió lentamente.

Hubo un largo silencio hasta que Gideon prosiguió.

—¿Sabes?, cuanto más lo pienso más me convenzo de que Lockhart y su grupo están detrás de todo esto. El imán y los miembros de su mezquita me parecieron gente normal, racional, pero ese Lockhart me dio muy mala espina.

—¿Y qué plan tienes?

—Voy a enfrentarme con él. —Gideon respiró hondo—. Aunque eso signifique cruzar de nuevo los montes Jemez para llegar al rancho Paiute Creek. Seguiremos a lo largo del río hasta que…

—Yo tengo un plan mejor —lo interrumpió Alida.

Gideon permaneció en silencio.

—Primero —dijo la joven levantando un dedo—, nos quitamos esta ropa mojada, encendemos un fuego y nos secamos, porque empieza a hacer frío y hará más.

—Muy bien.

—Segundo, dormimos.

—Vale.

—Tercero, necesitamos ayuda, y yo conozco a la persona que puede prestárnosla: mi padre.

—Olvidas que figura en mi lista de sospechosos.

—Déjalo estar, ¿quieres? Mi padre puede ocultarnos en el rancho que tiene fuera de la ciudad. Lo utilizaremos como base mientras averiguamos quién te tendió esa trampa.

—¿Y tu padre va a ayudar a un presunto terrorista nuclear?

—Mi padre me va a ayudar a mí, y créeme, si le digo que eres inocente aceptará mi palabra. Es un buen hombre con un acusado sentido de la justicia y de lo que está bien o mal. Si te considera inocente, y lo hará, moverá cielo y tierra para ayudarte.

Gideon estaba demasiado cansado para discutir, así que no insistió más.

Entre los dos encendieron un pequeño fuego en el fondo del refugio para que no se viera desde el exterior. El humo se escapó por una grieta del techo. Alida sopló hasta que las llamas ardieron con alegría y después, con unos cuantos palos, montó un bastidor para tender la ropa a secar.

—Dame tu pantalón y tu camisa —le dijo a Gideon alargando la mano.

Este vaciló un momento, pero acabó desvistiéndose a regañadientes. A continuación Alida se quitó la camisa, el sujetador, el pantalón, las bragas y lo colgó todo delante del fuego. Gideon estaba demasiado cansado para molestarse en apartar la mirada. Lo cierto era que le resultaba agradable ver cómo las llamas dibujaban sombras en la piel de la muchacha mientras se movía. El largo cabello rubio le caía desordenadamente por la espalda y ondulaba al ritmo de sus gestos.

Alida se volvió finalmente hacia él, y Gideon apartó la vista.

—No te preocupes —declaró ella entre risas—, solía bañarme desnuda con los chicos en la alberca de nuestro rancho.

—De acuerdo.

Gideon la miró y vio que los ojos de la joven también se entretenían en él.

Alida acabó de colocar la ropa mojada, añadió un poco de leña al fuego y se sentó.

—Bueno, ahora cuéntamelo todo —dijo—. Sobre ti, me refiero.

Gideon empezó a hablar lenta y entrecortadamente. Por lo general no comentaba su pasado con nadie, pero ya fuera por el cansancio, la tensión o simplemente porque gozaba de la compañía de otro ser humano que le mostraba comprensión, le contó poco a poco su vida: cómo se había convertido en ladrón de arte, lo fácil que le había resultado entrar en las sociedades históricas y en los museos y lo sencillo que había sido hacerlo sin que sus víctimas se dieran cuenta de que les estaban robando.

—Muchos de aquellos lugares no tenían el menor cuidado con los objetos artísticos de sus colecciones. No los exhibían como es debido, y la gente no iba a verlos. Es posible que los tuvieran inventariados, pero no se molestaban en comprobarlo, de modo que seguramente pasarán años antes de que se den cuenta de que les falta algo. Se trata del robo perfecto siempre que uno no aspire a cosas demasiado importantes, y por otra parte hay miles de sitios que están pidiendo a gritos que los roben.

Alida se apartó un mechón de pelo de la cara.

—¿Y te sigues dedicando a eso?

—Lo dejé hace años.

—¿Nunca te sentiste culpable?

Gideon no podía apartar de su mente que estaba charlando con una mujer desnuda, pero intentó contemplarlo con perspectiva; al fin y al cabo, los protagonistas de Le déjeuner sur l’herbe tampoco parecían darle demasiada importancia. La ropa tendida empezaba a humear y pronto estaría seca.

—En ocasiones. Una vez me puse en plan arrogante y acudí a una fiesta para recaudar fondos que celebraba la sociedad histórica que acababa de robar. Me pareció que podía ser divertido. Me presenté a la conservadora del museo y vi que estaba profundamente afectada. No solo había desaparecido aquella pequeña acuarela, sino que resultaba que era su pieza favorita de la colección. No podía hablar de otra cosa de tan alterada como estaba. Realmente se lo tomó como algo personal.

—¿Y la devolviste?

—Ya la había vendido, pero consideré seriamente robársela al comprador y devolvérsela a la mujer.

Alida se echó a reír.

—¡Eres imposible!

Le cogió la mano y se la acarició.

—¿Cómo perdiste la falange del dedo?

—Eso es algo que nunca cuento.

—Vamos, dímelo.

—No, de verdad. Es un secreto que me llevaré a la tumba.

Al decir eso Gideon cayó en la cuenta de que quizá para él la tumba estuviera mucho más cerca que para la mayoría de los mortales. Era un hecho que no olvidaba nunca y que recordaba a todas horas; sin embargo, sentado allí, su memoria fue como un puñetazo en el vientre.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alida, que se había percatado al instante.

Gideon se dio cuenta de que deseaba contárselo.

—Hay bastantes posibilidades de que yo mismo no dure demasiado en este mundo. —Trató de decirlo riendo, pero su intento de quitarle importancia fracasó.

Alida lo miró, ceñuda.

—¿Qué quieres decir?

Gideon se encogió de hombros.

—Se supone que tengo una cosa que se llama «malformación aneurismática de la vena de Galen».

—¿Y qué es eso?

—Es una acumulación de venas en el cerebro —dijo mirando fijamente al fuego—, como un gran nudo de vasos sanguíneos en el que las arterias se conectan directamente a las venas sin atravesar una red de capilares. El resultado es que la presión arterial dilata la vena de Galen y la hace estallar como un globo. Cuando revienta te mueres.

—¡Qué horror!

—Se nace con ello, pero a partir de los veinte empieza a crecer.

—¿Y qué remedio hay?

—Ninguno. No se puede operar. No hay síntomas ni tratamiento. Se supone que me matará antes de un año. Así, ¡paf! De golpe y sin avisar.

Guardó silencio con la mirada perdida en el fuego.

—Esto es una de tus bromas, ¿no? Dime que estás bromeando.

Gideon no contestó.

—¡Dios! —exclamó Alida—. ¿De verdad no se puede hacer nada?

—La cuestión —respondió Gideon al cabo de un momento— es que todo esto me lo dijo una persona en Nueva York, el que me contrató para hacer este trabajo. Se trata de un auténtico manipulador, de modo que cabe la posibilidad de que se lo inventara. Hace un par de días me hice una resonancia en Santa Fe para salir de dudas, pero no he tenido tiempo de ir a buscar los resultados.

—O sea, que pende sobre tu cabeza una espada de Damocles.

—Más o menos.

—¡Es espantoso!

En lugar de responder Gideon arrojó una madera al fuego.

—¿Y llevas cargando tú solo con esto, sin decírselo a nadie? —quiso saber Alida.

—Se lo he contado a una o dos personas, pero sin entrar en detalles.

Alida seguía sosteniéndole la mano.

—No puedo imaginar lo que debe de ser vivir así, preguntándote cuántos días te quedan o si todo es una broma cruel. —Con la otra mano le acarició los dedos y la muñeca—. Ha de ser horrible.

—Sí. —La miró—. Pero ¿sabes qué? En este instante concreto me siento bien, mejor que bien incluso.

Alida lo miró a los ojos y sin decir nada le cogió la mano y la apoyó sobre su pecho desnudo. Gideon palpó el contorno del seno, notando su cálida piel y el pezón erecto. Entonces Alida lo empujó delicadamente hacia atrás y le acarició el pecho y el vientre. A continuación se puso a horcajadas sobre él y se inclinó para besarlo mientras sus senos le rozaban el torso. En ese momento lo indujo a entrar en ella, suavemente al principio y después con el empuje de una creciente pasión.

—¡Dios mío! ¿Qué estamos haciendo? —jadeó Gideon.

—Igual tenemos menos tiempo del que creía —respondió Alida.