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Fordyce se asomó por la puerta abierta del helicóptero y manipuló la palanca de control del poderoso reflector. Cuando la luz barrió la turbia superficie del río experimentó una inesperada catarsis, una extraña combinación de tristeza y alivio ante la certeza de que nadie podía sobrevivir en aquellos terroríficos rápidos. Todo había terminado.

—¿Qué hay más allá de estas aguas bravas? —preguntó al piloto a través del intercomunicador.

—Más de lo mismo.

—¿Y después?

—Al final el río desemboca en el lago Cochiti —contestó el hombre—. Está a unos siete kilómetros río abajo.

—Así que hay unos siete kilómetros más de rápidos.

—Más o menos. Hay una zona que aún es peor, un poco más lejos.

—Está bien, siga el río hasta el lago, pero despacio.

El piloto descendió un poco más mientras Fordyce barría la superficie con el reflector. Al poco sobrevolaron lo que a todas luces era el tramo más peligroso: el cañón formaba un cuello de botella de paredes verticales en medio del cual se levantaba un peñasco del tamaño de una casa. El río confluía en él y se dividía en dos corrientes espumosas que creaban innumerables y peligrosos remolinos y corrientes. Más allá perdía fuerza y serpenteaba entre bancos de arena y taludes. Sin ningún punto de referencia en la superficie resultaba difícil calcular la velocidad de la corriente. Se preguntó si los cuerpos se hundirían, flotarían o quedarían atrapados en las rocas del fondo.

—¿Qué temperatura tiene el agua? —preguntó al piloto.

—Lo consultaré por radio —contestó este—. Unos doce grados —respondió al cabo de un momento.

«Eso bastaría para matarlos aunque los rápidos no lo hicieran», pensó Fordyce.

A pesar de todo siguió buscando por una cuestión de prurito profesional. El río se ensanchó, y sus aguas perdieron velocidad y se tranquilizaron. A lo lejos vio un racimo de luces.

—¿Qué es eso?

El piloto inclinó el aparato y siguió la curva del río.

—El pueblo de Cochiti Lake.

El lago apareció ante ellos. Era largo y estrecho, el resultado de una presa natural del río.

—No creo que podamos hacer nada más —dijo Fordyce—. Que los demás sigan buscando. Lléveme de vuelta a Los Álamos.

—Sí, señor.

El helicóptero se ladeó, ganó altura y se dirigió hacia el norte. El instinto le decía a Fordyce que tanto Gideon como la joven habían muerto. Nadie podía sobrevivir a semejantes rápidos.

Se preguntó si valía la pena seguir interrogando a Chu y a los demás responsables de seguridad. La idea de que alguien hubiera podido introducir aquellos mensajes para tender una trampa a Crew resultaba descabellada. Para empezar tendría que haberlo hecho alguien de dentro, alguien del más alto nivel, y ¿para qué? ¿Qué sentido tenía tender una trampa a Crew?

Aun así no estaba tranquilo. Dejar mensajes inculpatorios en un ordenador no era propio de un terrorista inteligente. En realidad era una estupidez, y Crew no tenía un pelo de tonto.