Gideon sacudió la cabeza para recobrar el sentido. Luego se puso trabajosamente de rodillas en la oscuridad y se arrastró de regreso hacia el punto donde estaban los equipos de perforación. El suelo seguía estremeciéndose con desprendimientos secundarios, y a su alrededor continuaban cayendo piedras y guijarros. Al fin logró ponerse en pie y, con la ayuda del mechero, llegar donde lo esperaba Alida. Estaba agachada, cubierta de polvo y furiosa.
—¿Se puede saber qué demonios has hecho?
—Estaban demasiado cerca. He tenido que disparar contra los barrenos y volar todo el túnel.
—¡Santo Dios! ¿Y ese estruendo después? ¿Ha sido un desprendimiento?
—Exacto. El techo se ha desplomado y ha bloqueado el túnel. Por el momento estamos a salvo.
—¿A salvo? ¡Tú estás loco! ¡Estamos atrapados!
Volvieron sobre sus pasos y se acercaron al desprendimiento mientras buscaban alguna bifurcación o alguna salida que hubieran pasado por alto. No encontraron ninguna. Gideon estaba agotado. Los oídos le pitaban, le dolía la cabeza y tenía la boca llena de algo pastoso. Tanto él como Alida estaban cubiertos de polvo y apenas conseguían respirar en el viciado aire. Llegaron al montón de rocas, y Gideon lo examinó con el mechero. Era enorme y bloqueaba todo el túnel. Alzó la llama todo lo que pudo y contempló el irregular boquete que la explosión había abierto en el techo.
Apagó el encendedor y se vieron sumidos nuevamente en la oscuridad. Del otro lado del desprendimiento les llegaron ruidos apagados.
—¿Y ahora qué? —preguntó Alida.
Permanecieron sentados en silencio hasta que Gideon sacó el mechero, lo encendió y lo alzó.
—¿Qué estás haciendo?
—Buscando corrientes de aire. Ya sabes, como hacen en las novelas.
Sin embargo, la llama permanecía perfectamente inmóvil. Flotaba tanto polvo en el aire que apenas conseguía verla, de modo que apagó el mechero.
—Es posible que el derrumbe haya abierto un agujero ahí arriba. Voy a subir a comprobarlo.
—Ten cuidado, es inestable.
Gideon trepó por las rocas. Cada paso que daba hacía rodar piedras pendiente abajo, incluyendo algunas muy grandes que se habían desprendido de la bóveda. En lo alto las rocas rozaban la concavidad que se había abierto en el techo. Siguió trepando como pudo, retrocediendo a veces, rodeado de polvo y de fragmentos de roca que caían de vez en cuando y por todas partes. Cuando llegó arriba de todo notó que el aire estaba más limpio y fresco. Alzó la mirada y vio una estrella.
Se arrastraron fuera de la oscuridad y se quedaron tendidos en la olorosa hierba del fondo de un barranco, tosiendo y escupiendo. Por la quebrada corría un pequeño arroyo. Al cabo de un momento Gideon se incorporó y se acercó hasta la orilla, donde se lavó la cara y se enjuagó la boca. Alida hizo lo mismo.
Al parecer se encontraban por debajo de la meseta de Los Álamos, en un laberinto de torrenteras densamente arboladas que desembocaban en el río Grande. Gideon se tumbó de espaldas y contempló el cielo estrellado. Era increíble que hubieran logrado escapar.
Casi inmediatamente oyeron el grave latido del rotor de un helicóptero.
«¡Maldita sea!», pensó Gideon.
—Vamos, tenemos que ponernos en marcha —dijo.
Alida se levantó trabajosamente de la hierba. Los rubios cabellos le caían por la cara, sucios de polvo, y la camisa se había vuelto de color pardo. Incluso las manchas de sangre habían desaparecido bajo la mugre.
—Dame un momento para recobrar el aliento —replicó.