Y falló.
Gideon se echó al suelo. El corazón le latía con tanta fuerza que parecía un martillo en su caja torácica. Cerró los ojos con fuerza mientras esperaba la siguiente explosión, un dolor lacerante y la oscuridad eterna.
Pero no hubo un segundo disparo. Oyó una confusión de ruidos, de voces que gritaban una por encima de la otra y el áspero sonido del megáfono. Abrió los ojos lenta, muy lentamente, y miró hacia la casa. Allí estaba Chalker, apenas visible en el umbral, sujetando al niño delante de él. Por la forma como sostenía el arma, por su mano temblorosa y su postura comprendió que seguramente era la primera vez en su vida que había disparado un arma de fuego. Y lo había hecho a cuarenta metros de distancia.
—¡Es un truco! —chilló Chalker—. ¡Tú no eres Gideon! ¡Tú eres un impostor!
Gideon se levantó despacio, cuidando de mostrar siempre las manos. Su corazón se negaba a aminorar los latidos.
—Hagamos un cambio, Reed. Cambia al niño por mí y déjalo ir.
—¡Diles que paren los rayos!
«No ponga en duda sus alucinaciones», recordó. Era un buen consejo, pero ¿qué demonios debía contestar?
—Reed, escucha, todo irá bien si sueltas a los niños.
—¡Que paren los rayos! —Chalker se agazapó detrás del niño para utilizarlo como escudo humano—. ¡Me están matando! ¡Que apaguen los rayos o le vuelo la cabeza!
—Podemos arreglarlo —repuso Gideon—. Todo va a salir bien, pero tienes que soltar al chico.
Dio un paso y otro más. Tenía que acercarse lo suficiente para poder abalanzarse sobre él en caso de que fuera necesario. Si no lo hacía y no lograba inmovilizarlo, el niño moriría, y los francotiradores acabarían con Chalker. Gideon no tenía ánimos para presenciar semejante escena.
Chalker gritó como si fuera presa de un intenso dolor.
—¡Paren las radiaciones!
Todo su cuerpo se estremecía mientras apuntaba en todas direcciones con la pistola.
¿Qué responder a un chiflado? Gideon intentó recordar desesperadamente los consejos que Fordyce le había dado: «Hacer que el secuestrador participe y… potenciar su lado humano».
—Reed, mira la cara del chico y verás que es inocente…
—¡La piel me arde! —aulló Chalker—. Estaba contando. ¿Dónde me he quedado? —Hizo una mueca y su rostro se retorció de dolor—. ¡Vuelven a las andadas! ¡Me quema! ¡Me quema!
Hundió de nuevo el cañón de la pistola en el cuello del niño. El crío empezó a soltar unos chillidos agudos, como de otro mundo.
—¡Espera! ¡No lo hagas! —gritó Gideon, que echó a andar hacia Chalker con las manos en alto y paso decidido.
Treinta metros, veinte…, una distancia que era capaz de recorrer en cuestión de segundos.
—¡Nueve…! ¡Y diez! ¡Aaah!
Gideon vio cómo el dedo de Chalker apretaba el gatillo y se abalanzó a toda velocidad sobre él. Al mismo tiempo, el padre del chico apareció en el umbral y saltó sobre Chalker por la espalda. Este se revolvió, y la pistola se disparó sin provocar daños.
—¡Aléjate de aquí! —le dijo Gideon al niño mientras él corría hacia la casa.
Sin embargo, el niño no se movió. Chalker forcejeó con el casero, que seguía aferrado a su espalda. Dio varias vueltas para librarse del hombre hasta que le golpeó contra la pared del pasillo de la entrada y consiguió liberarse. El casero cayó y tras gritar arremetió contra Chalker, pero este era un hombre fuerte de unos cincuenta años y esquivó el golpe hábilmente. El secuestrador le dio un puñetazo y lo dejó tirado en el suelo sin sentido.
—¡Corre! —gritó Gideon al niño mientras saltaba el bordillo.
Cuando Chalker se volvió y encañonó al padre, el niño se lanzó sobre él y empezó a golpearle la espalda con sus pequeños puños.
—¡Aléjate, papá!
Gideon cruzó la acera como un huracán hacia los peldaños de la puerta principal.
—¡No dispares a mi papá! —gritaba el niño azotando a Chalker con los puños.
—¡Que apaguen esos rayos! —aulló el científico revolviéndose y apuntando con la pistola a un lado y a otro, como si buscase algo a lo que disparar.
Gideon se lanzó de un salto contra Chalker y escuchó una detonación antes de que pudiera alcanzarlo. Lo empujó al suelo, le agarró el brazo y se lo rompió contra la barandilla de la escalera como si fuera un palillo. Chalker soltó un grito de agonía y dejó caer la pistola. Tras él los gritos del niño se convirtieron en un terrible alarido cuando se arrodilló junto a su padre, que yacía boca abajo con media cabeza reventada.
A pesar de hallarse inmovilizado, Chalker se revolvió bajo Gideon igual que una serpiente, gritando como un loco y lanzando escupitajos.
En ese momento los SWAT irrumpieron en la casa y apartaron violentamente a Gideon. Este notó en el rostro un baño de sangre y fragmentos de sesos cuando las balas acabaron con los delirios de Chalker.
El repentino y horrible silencio que siguió solo duró un instante, hasta que una niña se echó a llorar en el interior de la casa.
—¡Mamá está sangrando! ¡Mamá está sangrando!
Gideon se puso de rodillas y vomitó.