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Warren Chu contempló los mensajes de correo con creciente espanto e incredulidad. No podían ser falsos. Nadie salvo el administrador jefe de seguridad podía hacer algo así.

Se volvió lentamente, miró con detenimiento a Gideon, como si lo viera por primera vez, y un pensamiento cruzó por su mente: nunca puedes asegurar que conoces de verdad a una persona. Jamás lo habría dicho de él.

—No puedo creer que hayas escrito estas cosas —farfulló casi sin pensar.

—Maldita sea, Warren, ¡yo no he sido! —le dijo Gideon con la mayor convicción—. ¡Alguien ha puesto esos mensajes en mi cuenta!

Chu se sorprendió ante tanta vehemencia y se preguntó nuevamente cómo se podía hacer tal cosa. Le parecía muy poco plausible, lo mismo que esa historia de que alguien iba a por él. Todo el asunto empezaba a sonarle a falso.

Carraspeó e hizo un esfuerzo para que su tono pareciera lo más normal posible.

—Muy bien, de acuerdo, dame un momento para trabajar en esto. A ver si puedo averiguar quién lo ha hecho y cómo.

—Eres un verdadero amigo, Warren —contestó Gideon mientras daba buena cuenta del segundo donut.

—Gideon —dijo Chu al cabo de un instante—, si no te importa, no me gusta trabajar teniendo a alguien mirando por encima de mi hombro constantemente.

—Sí, claro. Perdona.

Gideon se retiró a un rincón y de paso, para irritación de Chu, cogió otro donut de la caja. Parecía que no hubiera comido desde hacía días.

Chu abrió un mensaje y después otro. Aquel material daba miedo. La red segura funcionaba como un entorno de máquina virtual (VM) del tipo 2. ¿Era posible que alguien hubiera forzado el monitor VM, logrado acceso base o cambiado el sistema operativo y después hubiera implantado un rastreador de teclado o comprometido las características de seguridad del registro de alguna manera? Todo ello era teóricamente posible, pero excedía con mucho sus habilidades.

Cuanto más pensaba en la inviolabilidad de la arquitectura VM, con sus espacios aislados de direcciones y la memoria virtual abstracta, más difícil se le antojaba la manipulación. Además Gideon siempre le había parecido un poco demasiado independiente, un poco turbio incluso. Si esos correos no habían sido colocados allí a propósito quería decir que Gideon era un terrorista, un traidor a su país y un asesino de masas en potencia. Abrumado por aquellos pensamientos, notó que se le hacía un nudo en el estómago.

¡Por Dios! ¿Qué debía hacer?

Entonces se dio cuenta de que la joven que había entrado con Gideon, la nueva empleada, se había colocado tras él. Dio un respingo cuando ella le puso la mano en el hombro y le dio un ligero apretón cargado de significado. Alzó la vista y miró a su alrededor. Gideon estaba asomado a la puerta y miraba a un lado y otro del pasillo, como si vigilara. Chu vio por primera vez que llevaba una pistola bajo la camisa.

La joven se inclinó hacia él y le susurró:

—Si tiene una alarma en alguna parte actívela, ¡ya!

—¿Qué? —Chu no acababa de entenderlo.

—Gideon está con ellos, con los terroristas.

Chu tragó saliva. Aquello lo confirmaba.

—Pulse la alarma y mantenga la calma.

Se sintió dominado por una sensación de irrealidad. El corazón le martilleó en el pecho y notó que el rostro se le cubría de sudor. Primero Chalker y después Gideon. Increíble. Sin embargo, tenía ante sí los correos electrónicos. La prueba no podía estar más clara.

Deslizó la mano bajo la mesa aparentando la mayor naturalidad, localizó el botón de alarma y lo presionó. Nunca lo había hecho y no sabía qué iba a ocurrir.

Una débil sirena empezó a sonar y en el pasillo centelleó una luz roja.

—Pero ¿qué demonios…? —exclamó Gideon, desde la puerta.

—Lo siento, amigo —dijo Alida mirándolo con los brazos en jarras—. Estás atrapado.