La espesura terminaba donde empezaba Los Álamos como si alguien hubiera trazado una línea de separación entre ambos. Los árboles daban paso casi de golpe a la típica urbanización de extrarradio, con sus casas estilo rancho, sus céspedes de postal llenos de coches de juguete y piscinas infantiles y sus calles asfaltadas donde había aparcados monovolúmenes y vehículos familiares.
Oculto entre la vegetación, Gideon contempló una furgoneta que había estacionada al otro lado de un jardín, un viejo Astro del año 2000. Eran las once de la noche y la casa seguía a oscuras. No había nadie. Lo cierto era que si miraba en derredor todas lo estaban. La zona tenía aspecto de estar deshabitada, abandonada casi.
—Esto me está poniendo nerviosa —dijo Alida.
—No hay nadie. Es como si todo el mundo se hubiera marchado.
Gideon cruzó el césped a grandes pasos, con Alida siguiéndole a una prudente distancia. Llegaron a un lado de la vivienda, y Gideon se volvió hacia la joven.
—Espera un momento aquí.
No había indicios de que la casa tuviera alarma. Para Gideon fue cuestión de un par de minutos —y de años de experiencia— entrar y asegurarse de que no había nadie. Accedió al dormitorio principal y se procuró una camisa recién planchada que era más o menos de su talla. Se lavó y peinó en el cuarto de baño, cogió un poco de fruta y unos refrescos de la nevera y regresó junto a Alida, que lo esperaba.
—Confío en que no estés demasiado nerviosa para comer algo —le dijo entregándole una manzana y una Coca-Cola.
Acto seguido se incorporó, corrió medio agachado hasta el vehículo y subió a él. Las llaves no estaban puestas ni tampoco en la guantera.
Se apeó y abrió el capó.
—¿Qué haces?
—Un puente.
—¡Dios! ¿Es otra de tus pequeñas habilidades?
Gideon cerró el capó, se sentó al volante y empezó a desmontar la columna de dirección con un destornillador que encontró en la guantera. Al cabo de un par de minutos había terminado. El coche arrancó con un leve sonido del motor.
—Esto es una locura —dijo Alida—. Nos van a disparar nada más vernos.
—Échate en el suelo y tápate con esa manta.
Alida pasó al asiento trasero y se ocultó. Sin decir más, Gideon dio marcha atrás por el camino de acceso y salió a la calle. No tardó en llegar a Oppenheimer Drive y pasar por Trinity en dirección a la entrada principal del Área Técnica. La ciudad estaba desierta, pero en Los Álamos el trabajo no cesaba ni siquiera a una hora tan avanzada de la noche y con una amenaza nuclear sobre sus cabezas. A medida que se aproximaban Gideon distinguió bajo los reflectores de sodio a los dos centinelas armados en sus garitas blindadas, las barreras de hormigón y el siempre amistoso oficial de seguridad.
El coche que los precedía estaba siendo registrado a fondo, de modo que Gideon aminoró, se detuvo y esperó. Confiaba en que el guardia no se fijara demasiado en él. Llevaba una camisa limpia, pero tenía el pantalón manchado de barro y polvo. El corazón le latía en el pecho como un loco. Una vez más se repitió que el FBI no tenía motivos para difundir su nombre —ni para notificar nada a la seguridad de Los Álamos, teniendo en cuenta que ese sería el último sitio al que iría— y que en cambio tenía muchos para mantener en secreto su identidad mientras lo buscaban.
Pero… ¿y si Alida estaba en lo cierto? ¿Y si había una orden de busca y captura contra su persona? En ese caso lo atraparían nada más presentarse en la puerta. Aquello era una locura. Disponía de un vehículo. Lo único que tenía que hacer era dar media vuelta y salir pitando de allí. Empezaba a dejarse llevar por el pánico. Engranó la marcha atrás y puso el pie en el acelerador, listo para pisarlo a fondo.
El coche que tenía delante cruzó la entrada.
Demasiado tarde. Metió la marcha adelante y condujo hasta la verja. Se quitó la identificación de seguridad que llevaba al cuello y se la entregó al guardia.
Este lo saludó, lo reconoció nada más mirarlo; cogió la tarjeta y fue a su garita. Eso no era lo que ocurría en circunstancias normales. ¿Se había dado cuenta el centinela de que ese coche no era el suyo?
Una vez más Gideon puso marcha atrás y apoyó el pie sobre el acelerador. No había más vehículos. Si huía a toda velocidad quizá alcanzara el cruce de la carretera secundaria hacia Bandelier antes de que organizaran la persecución. Luego abandonaría el monovolumen en las ruinas de Tsankawi y cruzaría la reserva india de San Ildefonso a pie.
El centinela estaba tardando demasiado. Tenía que largarse antes de que empezaran a sonar las alarmas.
El guardia reapareció con la tarjeta y una sonrisa.
—Gracias, doctor Crew. Aquí tiene su pase. Veo que trabaja hasta tarde.
Gideon logró esbozar una sonrisa.
—El trabajo es el trabajo.
—Muy cierto —contestó el guardia antes de dejarlo pasar.
Gideon estacionó en el aparcamiento de la parte de atrás del Área Técnica 33, que era donde trabajaba. Se trataba de un enorme edificio blanco de propanel que albergaba las oficinas y los laboratorios de parte del equipo de Stockpile Stewardship, junto con los accesos a las cámaras de pruebas subterráneas y al pequeño acelerador que utilizaban para comprobar el combustible nuclear de las bombas antiguas y otros materiales fisibles.
Aprovechó la oscuridad del coche para examinar el revólver de Alida. Era una reproducción de un antiguo Colt 1877 de doble acción, niquelado y cargado con balas de fogueo. Lo fueran o no, confiaba en no tener que utilizarlo. Se lo metió en el cinturón, bajo la camisa.
—Hemos llegado —dijo.
Alida salió de debajo de la manta y se sentó.
—¿Ya está? ¿No hay más controles de seguridad?
—Los hay, pero no para entrar en unas oficinas.
Se miró en el espejo. No iba demasiado limpio ni demasiado afeitado; sin embargo, era conocido en su departamento por su desaliñada forma de vestir, de modo que confió en que nadie se fijaría demasiado en su aspecto. La mayoría de los físicos tenían a gala descuidar su apariencia. Era una especie de medalla de honor.
Se apeó del coche seguido de Alida. Cruzaron el aparcamiento y rodearon el edificio hacia la parte delantera.
—Ese Bill Novak de quien me hablaste, el responsable de la red de seguridad, ¿crees que va a estar? Son casi las doce de la noche.
—Seguramente no, pero siempre hay alguien en la oficina de seguridad. Hoy probablemente le habrá tocado a Warren Chu. Al menos eso espero. No creo que nos cause demasiados problemas.
Entraron en el edificio. Un pasillo en forma de «L» encabezaba la entrada. Los laboratorios se hallaban en la zona de atrás y bajo tierra. Gideon caminaba lentamente, controlando la respiración y procurando parecer tranquilo. Dobló la esquina y llegó ante una puerta. Llamó con los nudillos.
—¿Sí? —dijo una apagada voz desde el interior.
La puerta se abrió y allí estaba Chu, un tipo de piel tersa, rechoncho y con gafas. Su expresión era alegre.
—¡Hombre, Gideon! ¿Dónde te habías metido?
—Me tomé unas vacaciones. —Se volvió—. Te presento a Alida. Es nueva y le estoy enseñando el lugar.
El redondo rostro contempló a la hermosa joven y su sonrisa se ensanchó.
—Bienvenida al planeta Marte, terrícola.
Gideon se puso serio.
—¿Puedo pasar?
—Claro. ¿Hay algún problema?
—Sí, y muy gordo.
La expresión risueña de Chu se esfumó. Gideon y Alida entraron en el pequeño despacho desprovisto de ventanas. Chu acercó una silla mientras miraba el sucio pantalón de su colega, pero no hizo comentarios. Alida se sentó y Gideon permaneció de pie. Este olió a café, vio una caja de donuts Krispy Kreme y se sintió repentinamente hambriento.
—¿Me permites? —preguntó al tiempo que abría la caja.
—Faltaría más.
Gideon eligió uno glaseado y otro de tarta de queso. Entonces vio la mirada de Alida y cogió otros dos para ella. Devoró el glaseado en un par de bocados.
—Bueno, ¿se puede saber qué pasa? —preguntó Chu, molesto por ver cómo desaparecían sus donuts.
Gideon tragó y se limpió la boca.
—Al parecer alguien se ha metido en mi ordenador mientras yo estaba de vacaciones y lo ha pirateado. No sé cómo han logrado identificar la contraseña, pero lo han hecho y quiero saber quién ha sido.
Chu palideció y disminuyó el tono de voz.
—¡Dios mío, Gideon! Ya sabes que tienes que informar de esto por el conducto oficial. No puedes venir aquí, yo no soy más que el técnico.
Gideon bajó la voz.
—Warren, he venido a verte porque quien lo haya hecho parece que la tiene tomada contigo.
—¿Conmigo? —Las cejas de Chu se arquearon por la sorpresa.
—Sí, contigo. Mira, sé que no fuiste tú, pero el que lo hizo dejó tu imagen en mi pantalla mostrándome el dedo y una simpática frase que ponía: «¡Warren Chu dice que te follen!».
—¿En serio? ¡No me lo puedo creer! ¿Por qué iba a querer alguien hacerme eso? ¡Te juro que lo mato, te lo juro! —Se volvió hacia su monitor—. ¿Cuándo ha ocurrido?
Gideon repasó los acontecimientos. Si le habían tendido una trampa tenía que haber sido en algún momento entre el accidente de la avioneta y el intento de arresto.
—Entre hace cuatro días y ayer por la mañana temprano.
—¡Caramba! —exclamó Warren con los ojos fijos en la pantalla—. ¡Tu cuenta ha sido congelada y nadie me lo ha comunicado!
—Eso es porque sospechan de ti.
Chu estuvo a punto de tirarse de los largos cabellos.
—No puedo creerlo. ¿Quién querría hacer tal cosa?
—¿Hay alguna forma de entrar en mi cuenta y echar un vistazo? Quizá de ese modo podríamos averiguar quién lo ha hecho, ya sabes a lo que me refiero, antes de que los de seguridad se nos echen encima como fieras.
—Sí, claro, tengo autoridad para anular esto, eso suponiendo que no me la hayan retirado.
Gideon notó que el corazón se le aceleraba.
—¿De verdad?
—Claro. —Los dedos de Chu tecleaban furiosamente—. ¿Cómo consiguió ese hacker tu contraseña?
—Esperaba que tú me lo dijeras.
—¿La anotaste en alguna parte?
—Nunca.
—¿No la tecleaste delante de nadie?
—Ni hablar.
—En ese caso tuvo que ser alguien con una acreditación de seguridad de máximo nivel.
Gideon observó con atención mientras una serie de números desfilaban por la pantalla, cada vez más deprisa. Chu era la viva imagen de un friki ofendido.
—Voy a encontrar a este hijo de la… —dijo sin dejar de teclear—. Lo voy a encontrar como me llamo… ¡Ya está, he desbloqueado tu cuenta! —exclamó triunfalmente con un último martilleo de los dedos en el teclado.
Gideon contempló la pantalla, que mostraba la página de inicio del servidor de correo, y se preguntó dónde estarían las «cartas de amor yihadistas» que lo acusaban.
—Mira en mi cuenta —dijo.
Chu siguió tecleando hasta que la cuenta de correo de Gideon apareció y después tuvo que anular nuevamente el bloqueo.
Gideon tuvo una idea mientras repasaba la multitud de mensajes.
—¿Hay alguno enviado a o remitido por Reed Chalker?
—¿Reed Chalker? —preguntó Chu, visiblemente incómodo. Sin embargo, introdujo la petición y enseguida apareció una lista cuyas fechas iniciales correspondían con el momento de la desaparición de Chalker. Gideon se asombró al ver la cantidad de mensajes. No recordaba haber mantenido semejante correspondencia con él.
—Parece que teníais mucho de que hablar —comentó Chu—. Lo que no sé es cómo va a ayudarnos esto a localizar al hacker.
—Alguien puso estos correos a propósito, y fue el hacker —declaró Gideon.
—¿Ah, sí? —preguntó Chu, poco convencido—. En ese caso se tomó muchas molestias.
—Nunca he mantenido correspondencia con Chalker; bueno, casi nunca.
Gideon se inclinó sobre el teclado, cogió el ratón y abrió un correo titulado inofensivamente «Vacaciones».
Salaam, Reed:
Respondiendo a tu pregunta: recuerda lo que dije acerca de que el mundo estaba dividido entre Dar al-Islam y Dar al-Harb, la Casa del Islam y la Casa de la Guerra. No hay término medio. Tú has entrado en la Casa del Islam y ahora empieza la lucha con la Casa de la Guerra que has dejado atrás.
Gideon contempló el texto con incredulidad. Jamás había escrito tal cosa. No solo le hacía parecer un conspirador junto a Chalker, sino que daba la impresión de que lo había reclutado. Abrió el siguiente mensaje.
Amigo Reed, Salaam:
La yihad no es solo una lucha interior, sino también exterior. Como buen musulmán no habrá paz para ti, no cesará la lucha hasta que el mundo se convierta en Dar al-Islam.
Gideon empezó a abrir correos al azar. Aquello era un fraude cuidadosamente organizado. No era de extrañar que Fordyce se lo hubiera tragado. Clicó en un correo reciente y leyó:
Ahora es el momento. No vaciles. Si alguien recibe el mensaje del islam y muere rechazándolo irá para siempre al infierno. Todos los que crean sinceramente en el mensaje verán perdonados sus pecados anteriores y pasarán la eternidad en el paraíso. Si tienes fe actúa en consecuencia. No te preocupes por lo que piensen los demás. Tu vida eterna está en juego.
El texto continuaba en la misma línea de animar a Chalker a convertirse. Gideon lo leyó con creciente ira. No solo le habían tendido una trampa, sino que lo habían hecho de la manera más sofisticada posible. «Y el responsable es alguien de dentro», pensó.