El ascensor carecía de botones. Solo funcionaba con una llave que un marine se encargaba de activar. Dart entró en la cabina, y el soldado, que lo conocía bien, examinó concienzudamente su acreditación. Sabía que el propio Dart lo habría amonestado severamente de no hacerlo. Acto seguido cogió la llave y la hizo girar.
El ascensor descendió durante lo que pareció una eternidad, y Dart aprovechó el momento para poner en orden sus pensamientos y repasar la situación.
A medida que el Día-N se acercaba, barrios enteros de Washington habían sido evacuados y ocupados por numerosos efectivos del ejército. Habían registrado y vuelto a registrar cada centímetro cuadrado con perros, detectores de radiación y manualmente. Entretanto, todo el país contenía el aliento y no se cansaba de hacer conjeturas sobre cuál sería la Zona Cero.
Había mucha gente que temía que la enérgica respuesta de las autoridades obligara a los terroristas a buscar otro objetivo para su atentado. El resultado fue que otras grandes ciudades —desde Los Ángeles, pasando por Chicago hasta Atlanta— habían sido presas del pánico y veían cómo sus habitantes huían despavoridos y sus centros urbanos se vaciaban. En Chicago se habían producido disturbios, y muchos habitantes de los alrededores de Millenium Park y Sears Tower huyeron. Nueva York estaba sumida en el caos, y barrios enteros habían sido abandonados. La bolsa había caído un cincuenta por ciento, y Wall Street había trasladado sus operaciones a New Jersey. Una larga lista de lugares importantes, como el puente del Golden Gate o la estatua de la Libertad, habían quedado desiertos tras la huida de sus vecinos. Incluso el Gateway Arch de Saint Louis daba miedo. Todo el país parecía haberse convertido en un gran teatro del absurdo.
Con la especulación y el pánico habían llegado los inevitables reproches por lo ineficaz de las investigaciones. El GAEN se había convertido en el blanco de todas las críticas, las conjeturas y el furor público que le recriminaba su incompetencia, su desorganización y su exceso de burocracia.
Dart tenía que reconocer que buena parte de las críticas estaban justificadas. La investigación se había convertido en una especie de monstruo dotado de vida propia, un Frankenstein, un lusus naturae que escapaba al control central. No le sorprendía. «De hecho no podría ser de otra manera», se dijo.
El marine lo miró.
—¿Cómo dice, señor?
De repente Dart se dio cuenta de que había pensando en voz alta. ¡Qué cansado estaba! Meneó la cabeza.
—Nada, soldado. Nada.
Las puertas del ascensor se abrieron a un pasillo alfombrado de azul marino y dorado. El reloj de la pared marcaba las once de la noche, pero a aquella profundidad el concepto de día o noche perdía todo significado. Cuando Dart salió, aparecieron dos marines que lo escoltaron a lo largo del corredor. Pasaron ante una sala abarrotada de individuos sentados ante una gigantesca batería de ordenadores; todos hablaban a la vez por sus respectivos intercomunicadores. En otro espacio había un estrado y un atril con el emblema presidencial, cámaras de televisión y una pantalla azul. Dart vio salas de reuniones, una cafetería y un gran dormitorio provisional para la tropa. Al fin llegaron a una puerta junto a la cual había un escritorio. El hombre sentado tras él sonrió al verlos acercarse.
—¿El doctor Dart? —preguntó.
Este asintió.
—Pase, lo está esperando. —El hombre apretó un botón situado bajo la mesa. Se oyó un zumbido, y la puerta se entreabrió.
Dart entró. El presidente de Estados Unidos se hallaba sentado tras una gran mesa desprovista de adornos, salvo por dos pequeñas banderas en los extremos. Entre ellas había una serie de teléfonos de colores vivos, como en un cuarto de juguetes. En una pared lateral se veían varios monitores sintonizados con distintas emisoras, pero con la señal de salida sin sonido. El jefe de gabinete se hallaba de pie y en silencio junto al presidente, con las manos entrelazadas. Dart intercambió un gesto de cabeza con él —era famoso por lo taciturno de su actitud— y volvió su atención al hombre de la mesa.
Bajo el conocido penacho de cabello negro y las pobladas cejas, los ojos del presidente se veían hundidos, casi amoratados.
—Doctor Dart…
—Buenas noches, señor presidente.
Este señaló uno de los dos butacones frente al escritorio.
—Por favor, tome asiento. Escucharé su informe ahora.
La puerta del despacho se cerró silenciosamente desde fuera. Dart se sentó y se aclaró la garganta. No llevaba ningún papel ni nota alguna. Lo tenía todo grabado a fuego en su mente.
—Solo nos quedan tres días antes de la fecha del supuesto ataque —empezó a decir—. En estos momentos Washington es todo lo segura que puede serlo. Hemos movilizado todas las agencias gubernamentales y nuestros recursos para tal fin. El ejército ha montado controles de paso en todas las vías de entrada y salida de la ciudad. Como bien sabe, hemos suspendido temporalmente el habeas corpus, lo cual nos permite arrestar a cualquiera por cualquier motivo durante tiempo indefinido. Hemos organizado unas instalaciones en Potomac, cerca del Pentágono, para mantener a buen recaudo a los detenidos.
—¿Y la evacuación de la población civil?
—Terminada. Los que se han negado a marcharse han sido arrestados. Hemos tenido que mantener abiertos los hospitales regionales con un personal mínimo para atender a los pacientes que no podían ser trasladados, pero son pocos.
—¿Y qué hay de la investigación?
Dart vaciló un momento antes de contestar. No iba a resultar agradable.
—No se han producido novedades importantes desde mi último informe. Hemos progresado muy poco a la hora de identificar al grupo terrorista y el paradero del artefacto nuclear. Tampoco hemos logrado concretar el objetivo más allá de los que ya teníamos.
—¿Qué saben de las posibles amenazas a otras ciudades o de que los terroristas cambien su propósito?
—No disponemos de información sobre otros posibles objetivos, señor.
El presidente se puso bruscamente en pie y empezó a caminar por el despacho.
—¡Por Dios, esto es inaceptable! ¿Qué noticias hay de ese terrorista que anda suelto por ahí, el tal Crew?
—Por desgracia Crew sigue escapando de nuestros hombres. Huyó a las montañas. Mi gente lo tiene cercado en una zona de bosques donde al menos no puede hacer daño. Allí no hay carreteras ni cobertura de móviles, así que no tiene forma de establecer contacto con el exterior.
—Sí, pero lo necesitamos. Podría darnos nombres, podría señalar objetivos. ¡Maldita sea, tiene que capturarlo!
—Estamos destinando grandes recursos a su búsqueda. Lo encontraremos, señor presidente, no le quepa duda.
La delgada figura del presidente iba de un lado a otro del despacho y se volvía cada vez que hablaba.
—¿Y qué sabemos de la bomba atómica? ¿Alguna novedad?
—El grupo de trabajo del artefacto sigue discrepando a la hora de interpretar los modelos de radiación, los porcentajes de isótopos y los productos de fisión que se han detectado. Al parecer existen anomalías.
—Explíquese.
—Los terroristas tuvieron acceso a un alto nivel de ingeniería. Crew y Chalker eran dos de los mayores expertos de Los Álamos en el diseño de armas nucleares. La pregunta es hasta qué punto es bueno el nivel de fabricación de la supuesta bomba. El mecanizado de los elementos constituyentes, la electrónica y el ensamblaje son cuestiones complejas. Ni Chalker ni Crew cuentan con ese tipo de experiencia. Entre los miembros del grupo de trabajo hay quien opina que la bomba que pueden haber fabricado es tan grande que solo podría ser trasladada de un lugar a otro en una furgoneta o un camión.
—¿Y usted qué cree?
—Personalmente creo que es una maleta-bomba. Pienso que debemos dar por hecho que tienen un nivel técnico que va más allá del de Chalker y Crew.
El presidente meneó la cabeza.
—¿Qué más puede decirme?
—Las dos partes que componen la carga han sido debidamente separadas y blindadas desde el accidente, porque desde entonces no hemos vuelto a encontrar rastros de radiación en ninguna parte. Washington es una ciudad muy extensa que ocupa una gran superficie. Nos hallamos ante la típica aguja dentro de un pajar. Hemos echado mano de los mejores recursos tanto locales y estatales como federales, y hemos recurrido masivamente a las numerosas bases militares próximas a la capital. Washington está llena de tropas que forman una formidable red de peinado.
—Entiendo —dijo el presidente con ademán pensativo—. ¿Y qué hay de la idea de que todos estos esfuerzos pueden obligar a los terroristas a trasladar el arma nuclear a un objetivo menos vigilado? Todo el país se encuentra sumido en el pánico, y con razón.
—Nuestra gente ha tratado el asunto en profundidad —repuso Dart—. Es cierto que existen muchos otros objetivos que podrían resultar atractivos, pero lo cierto es que todos los indicios de que disponemos apuntan a que Washington sigue siendo el blanco de los terroristas. Nuestros expertos en psicología del yihadismo nos dicen que el valor simbólico del ataque es más importante que el número de víctimas, y eso significa atacar la capital de Estados Unidos. Yo mismo estoy convencido de que Washington sigue siendo el objetivo. De todas maneras no queremos dar nada por sentado y hemos desplegado a nuestra gente en las principales ciudades del país. En cualquier caso creo que sería un error muy grave, insisto, muy grave, detraer contingentes de Washington para contrarrestar un riesgo hipotético en otra ciudad.
El presidente asintió despacio.
—Entendido. Aun así quiero que prepare una lista de objetivos con alta carga simbólica de otras ciudades y trace un plan de protección para cada uno de ellos. Mire, Dart, los ciudadanos norteamericanos ya han votado con los pies su propia lista de objetivos, así que manos a la obra. Demostrémosles que somos capaces de proteger cualquier ciudad, no solo la capital.
—Sí, señor presidente.
—¿Cree que con todo esto cambiarán la fecha?
—Todo es posible. A nuestro favor juega el hecho de que los terroristas ignoran que hemos descubierto la fecha de su ataque. En este aspecto hemos tenido éxito a la hora de mantenerla en secreto, tanto para el público como para los medios de comunicación.
—Y será mejor que lo siga siendo —dijo el presidente—. ¿Hay algo más que deba saber en estos momentos?
—No se me ocurre nada más, señor.
Dart miró al jefe de gabinete, que se mantenía en un discreto segundo plano, imperturbable.
El presidente dejó de caminar y fulminó a Dart con su fatigada mirada.
—Soy consciente de la lluvia de críticas que tanto usted como la investigación están soportando. A mí también me están dando de lo lindo. En muchos aspectos la investigación es realmente una tarea gigantesca que se duplica inútilmente, pero tanto usted como yo sabemos que no puede ser de otra manera. Washington funciona así y no podemos cambiar de caballo en plena carrera. En ese sentido, no se rinda y siga adelante. Ah, y otra cosa, doctor Dart: antes de nuestra próxima reunión, que espero sea bien pronto, me gustaría enterarme de que ha capturado a Gideon Crew. Tengo la impresión de que este sujeto es la clave para solucionar toda esta investigación.
—Sí, señor presidente.
Como toda despedida, el presidente le ofreció una sonrisa, una sonrisa tensa y fatigada desprovista de humor y calidez.