Tras un largo y arduo ascenso montaña arriba, por la tarde alcanzaron lo alto de la última cresta y se encontraron contemplando un paisaje de valles y montañas en el que no había el menor rastro de vida humana. Se detuvieron para descansar. Gideon había seguido oyendo de cuando en cuando el ruido de los helicópteros que los sobrevolaban, a veces a muy escasa altura, pero el bosque era tan denso que no habían tenido problemas en ocultarse bajo la espesura antes de que los localizaran.
Era una zona muy extensa conocida como Bearhead, la región más apartada de los montes Jemez. Gideon había pescado en sus inmediaciones, pero nunca se había adentrado en ella. El sol se estaba ocultando y teñía las montañas de un profundo color púrpura.
—Cualquiera podría perderse en estos bosques y no se volvería a saber de él —comentó Alida mientras contemplaba el paisaje con los ojos entrecerrados.
—Cierto —contestó Gideon, que dejó caer las alforjas, carraspeó y añadió—: Perdona, pero tengo que hacer pipí.
Alida arqueó las cejas en un gesto de humor y desdén.
—Pues por mí no te prives. Adelante.
—Si te dieras la vuelta…
—¿Por qué? No he sido yo quien nos ha esposado. Orina lo que quieras y veamos qué tienes ahí.
—Esto es ridículo. —Gideon se apartó de ella como pudo, se bajó la cremallera y orinó.
—¡Te has puesto colorado! —dijo Alida riendo.
Descendieron por una serie de fuertes pendientes, siempre a cubierto de una hondonada, y se internaron en una zona donde crecía una densa maleza bajo las altas copas de los abetos y las píceas. Se abrieron paso como pudieron por abruptas pendientes, sin ver exactamente por dónde iban. Fue una marcha difícil, pero estaban bien ocultos.
—Bueno, ¿cuál es el plan, Abdul? —preguntó Alida por fin.
—Eso no tiene gracia.
—Tal como yo lo veo estás huyendo de todas las fuerzas y cuerpos de seguridad de Estados Unidos, el sol se está poniendo, no tienes camisa, estamos perdidos en las montañas sin agua ni provisiones y no tienes ningún plan. ¡Felicidades!
—Se supone que esta zona está llena de antiguas minas. Nos esconderemos en una de ellas.
—Muy bien. Pasaremos la noche en una mina. ¿Y después?
—Lo estoy pensando, lo estoy pensando.
«¿Qué haría mi amigo el sargento Dajkovic en una situación así?», se preguntó. Seguramente tirarse al suelo y hacer un centenar de flexiones.
Continuaron avanzando por Bearhead, siguiendo viejos senderos que aparecían y desaparecían hasta que llegaron al borde de un pequeño prado junto al lecho de un arroyo seco. Más allá, en la ladera que se alzaba ante ellos, vieron las bocas de varias minas en desuso y viejos cobertizos en ruinas.
—Ahí es donde pasaremos la noche —dijo Gideon.
—Estoy sedienta —comentó Alida.
Gideon se encogió de hombros.
A medida que caminaban él arrancó varios puñados de hierba seca del prado y formó un manojo antes de trepar hasta el túnel más próximo. Cuando llegaron, Gideon le pidió prestado el mechero, prendió fuego a la hierba seca y los dos se internaron cautelosamente en la mina. La improvisada antorcha iluminó unas paredes y un techo entablados. Era un viejo túnel excavado en la roca que se hundía en línea recta en la ladera. Confió en encontrar algún rastro de agua, pero estaba tan seco como el arroyo de abajo.
El suelo del fondo del túnel era de arena blanda. Alida se sentó, sacó un cigarrillo del bolsillo, lo encendió con la yesca ardiendo, inhaló profundamente y dijo:
—Menudo día, y todo gracias a ti.
—¿Me das uno?
—¡Esto es increíble! Me secuestras, haces que me disparen, me pones unas esposas y ¡encima me gorroneas los cigarrillos!
—Nunca dije que fuera perfecto.
Alida le alargó un cigarrillo.
—Dame las alforjas.
Gideon obedeció, y ella las abrió, rebuscó dentro y sacó dos barritas de cereales. Abrió una y le dio otra a Gideon. Este le dio un bocado con ganas, pero las migajas formaron una pasta grumosa en su boca.
—Lo primero que haremos mañana será buscar agua —comentó Gideon mientras se guardaba el resto de la barrita en el bolsillo.
Estuvieron sentados y fumando en silencio durante un rato.
—Esto es deprimente —dijo Alida—. Necesitamos un fuego.
Se levantaron, salieron y a pesar de ir esposados recogieron tanta madera seca como pudieron. El sol se había puesto y empezaba a refrescar. Se apreciaban las primeras estrellas en el cielo. De vez en cuando oían en la distancia ruidos de helicópteros, pero al hacerse de noche estos se desvanecieron, y todo quedó en silencio. Gideon encendió un pequeño fuego. La madera seca ardió sin casi humo.
Alida tiró de la esposada muñeca de Gideon.
—Túmbate. Voy a dormir.
Gideon se acostó junto a ella, espalda contra espalda. Durante diez minutos nadie dijo nada.
—¡Mierda! —exclamó Alida—. Estoy demasiado nerviosa para dormir. No se puede pegar ojo estando esposada a un terrorista al que persigue toda la policía de este país.
—Confío en que no pensarás en serio que soy un terrorista.
Se hizo un momentáneo silencio.
—Bueno, reconozco que no lo pareces.
—Y no solo no lo parezco, sino que no lo soy. Todo esto no es más que un terrible error.
—¿Cómo sabes que se trata de un error?
Gideon hizo una pausa y se acordó de las palabras de Fordyce: «Lo hizo muy bien fingiendo que ese tipo le caía fatal, pero la verdad es que eran amigos desde el principio». Y después la acusación más demencial de todas: «¡Un poco más y serían las cartas de amor de un maldito yihadista!».
—Cartas de amor a un yihadista —reflexionó en voz alta.
—¿Qué?
—Eso fue lo que me dijo el agente del FBI que intentó arrestarme, que mi ordenador estaba lleno de cartas de amor a un yihadista.
Otro momentáneo silencio.
—¿Sabes? —siguió diciendo Gideon—, has hecho la pregunta adecuada. Está claro que no ha sido ningún error. ¡Lo que ha ocurrido es que me han tendido una trampa!
—No me digas —fue la descreída respuesta de Alida.
—Primero intentaron matarnos, a mí y a Fordyce, saboteando la avioneta que alquilamos hace un par de días. Como eso no les funcionó, me han tendido una trampa.
—¿Y por qué harían tal cosa?
—Porque durante nuestra investigación sin duda nos habremos acercado a la persona o al grupo que hay detrás de todo esto. —Lo meditó un momento—. Pensándolo bien, más que acercarnos seguramente habremos dado de lleno en la diana. Seguramente hemos asustado mucho a esa gente. Sabotear un avión o tenderme una trampa como esta son medidas arriesgadas y desesperadas.
Gideon hizo una pausa para reflexionar.
—La pregunta es cuál de mis ordenadores han pirateado. Me consta que no puede ser el de mi cabaña porque está protegido por una llave RSA de dos mil cuarenta y ocho bits. Es inviolable. Eso solo les deja mi ordenador de Los Álamos.
—Pero ¿ese no es un sistema de alta seguridad?
—Precisamente. Está todo él metido en una red de alta seguridad, pero el diseño de la estructura hace que el contenido de todos los ordenadores sea accesible para los responsables de seguridad y para determinados funcionarios de alto rango. El sistema registra automáticamente a todos y a todo, reconoce cualquier cosa, hasta cuando presionas una tecla. Así pues, si alguien ha manipulado mi ordenador tiene que haberse tratado de una persona de dentro y su trabajo habrá quedado registrado.
En la penumbra creada por el fuego vio que Alida lo observaba.
—¿Y qué piensas hacer?
—Hablar con Bill Novak, el responsable de seguridad. Es él quien tiene acceso a todos los archivos.
—Así que vais a tener una agradable charla y él le va a contar a un terrorista buscado por la justicia todo lo que quiere saber, ¿no?
—Lo hará si tiene el cañón de uno de tus revólveres clavado en la sien.
Alida se echó a reír con amargura.
—Mira que eres tonto. Es una pistola de atrezo. Está cargada con balas de fogueo. De no haber sido así te habría dejado seco de un tiro cuando te subiste a mi caballo.
Gideon cogió la pistola del cinturón y la examinó. Efectivamente estaba cargada con balas de fogueo.
—Bueno, ya se me ocurrirá algo. En cualquier caso iremos a Los Álamos.
—Pero ¡si está al otro lado de Bearhead, a treinta kilómetros como mínimo!
—¿No querías un plan? Pues ya lo tienes. Además, Los Álamos es el último sitio donde se les ocurrirá buscarme.