Gideon miró primero la pistola y después a Fordyce. Luego contempló a los hombres de negro y vio que efectivamente estaban todos en posición, pistola en mano, y que le cortaban todas las vías de escape.
—¿A mí? —preguntó con incredulidad—. ¿Qué he hecho?
—Dese la vuelta y ponga las manos sobre la cabeza.
Gideon hizo lo que le decía sin quitarse la colilla del cigarrillo de los labios. Fordyce empezó a cachearlo y le quitó la cartera, el cortaplumas y el móvil.
—Es usted todo un artista, ¿verdad? —dijo Fordyce—. Todo un maestro de la manipulación. Usted y Chalker, ¿no?
—¿De qué demonios está hablando?
—Lo hizo muy bien fingiendo que ese tipo le caía fatal, pero la verdad es que eran amigos desde el principio.
—Ya se lo dije, no podía aguantar a ese desgraciado.
—Sí, claro. ¿Y qué me cuenta de todo lo que hemos encontrado en su ordenador? ¡Un poco más y serían las cartas de amor de un maldito yihadista!
El cerebro de Gideon funcionaba a toda velocidad. Aquella caótica investigación se había convertido en una formidable exhibición de incompetencia. Resultaba increíble.
—Esta vez ha conseguido cabrearme de verdad —dijo Fordyce, cuyo tono de voz era el de alguien que se sentía traicionado—. Toda esa movida de invitarme a su cabaña, cenar en plan amigos y su patética historia de una enfermedad incurable… ¡Menuda comedia ha inventado! Y después lo de este viaje al oeste, que no ha sido más que perseguir humo. ¡Tendría que haberme dado cuenta desde el primer día!
Gideon sintió que lo invadía una furia incontenible. Él no había solicitado aquella misión, sino que se la habían impuesto. De hecho había malgastado en ella una semana entera de su vida. ¡Y encima aquello! Seguramente tendría que dedicar el poco tiempo que le quedaba a aclarar aquel malentendido. Y cabía la posibilidad de que tuviera que hacerlo desde una celda.
«¡Que se jodan! —pensó—. ¿Qué puedo perder?»
Fordyce acabó de cachearlo, le cogió uno de los brazos por la muñeca y se lo dobló contra la espalda al tiempo que le colocaba una de las esposas. Se disponía a sujetarle la otra muñeca cuando Gideon dijo:
—Un momento, el cigarrillo… —Se quitó la colilla de los labios y la arrojó dentro del mortero más próximo a Fordyce.
El artefacto estalló como un cañón y soltó una densa humareda. Su onda expansiva los arrojó a ambos al suelo.
Gideon se puso en pie, tambaleante y con un pitido en los oídos, y vio que le ardía el faldón de la camisa. El humo los envolvía con densos remolinos. De repente se oyó un coro de gritos y voces.
Echó a correr, salió de la humareda y vio que Alida lo miraba fijamente, subida a su caballo pinto. Los hombres de negro corrían hacia él con las armas a punto.
Se produjo otra gran explosión, seguida de una ráfaga de estallidos.
Solo tenía una oportunidad, una pequeña oportunidad. Se lanzó hacia delante y saltó de un brinco a la grupa del caballo de Alida.
—¡Vamos! —gritó al tiempo que clavaba los talones en los flancos del animal.
—Pero ¡qué demonios…! —bramó ella mientras procuraba contener su montura.
Sin embargo, Gideon estaba decidido, y el caballo, asustado ya por las explosiones, tampoco iba a esperar. El animal soltó un resoplido de terror y echó a galopar por la calle principal del pueblo, en dirección a la iglesia.
Durante un segundo Gideon vio cómo Simon Blaine, petrificado ante la puerta de la oficina del sheriff, los miraba con una expresión indescifrable. Entonces Gideon empezó a arrancarse la ardiente camisa, desgarrando los ojales y arañándose la piel de paso. Mientras tanto Alida le gritaba que se bajase del caballo e intentaba controlar al asustado animal. Tras ellos tronó otra horrísona explosión y se oyeron más gritos. Algunos hombres de negro corrían hacia ellos y otros hacia sus coches para perseguirlos. El pueblo entero estaba estallando, y la gente huía como loca en todas direcciones.
Alida intentó golpearlo con el puño para que se bajara del caballo.
—¡Alida, espere…! —empezó a decir.
—¡Fuera de mi caballo!
Un par de Crown Vic se dirigían a toda velocidad hacia ellos por la calle principal del pueblo en llamas, espantando a su paso a vaqueros, cámaras y otros caballos. Gideon comprendió que no podían ser más rápidos que sus perseguidores.
En su alocado galope, el caballo pasó junto a la iglesia y estuvo a punto de chocar con el globo de gas oculto tras ella. Gideon vio la oportunidad y la aprovechó: hizo una bola con su camisa en llamas y la lanzó contra el globo.
—¡Sujétese! —gritó mientras se aferraba a la silla.
Inmediatamente hubo una tremenda llamarada y una ola de calor los envolvió mientras la iglesia desaparecía bajo una gigantesca bola de fuego. Las llamas lo rozaron ligeramente mientras se alejaba a todo galope y le chamuscaron el cabello con un chisporroteo. El caballo aceleró, presa del pánico. La explosión del globo de gas activó las demás, y la Tercera Guerra Mundial se desató detrás de ellos: gritos terribles, golpes, estallidos, destellos y cohetes desorbitados. Gideon miró por encima del hombro y vio cómo todo el pueblo saltaba por los aires, cómo los edificios volaban hechos añicos entre bolas de fuego que ascendían hacia el cielo mientras las ondas expansivas derribaban personas y caballos y hacían que el suelo se estremeciera.
Alida sacó uno de sus dos revólveres y golpeó con él a Gideon en la cabeza, haciéndole ver las estrellas. Hizo ademán de intentarlo de nuevo, pero él le cogió la muñeca y se la torció. El arma salió volando. Entonces, antes de que ella tuviera tiempo de reaccionar, cerró alrededor de su muñeca la esposa suelta que le colgaba de la mano y se ató a Alida.
—¡Eres un hijo de puta! —gritó la joven rompiendo el trato formal mientras daba frenéticos tirones.
—¡Si yo caigo, tú también caerás y nos mataremos los dos! —replicó Gideon dejando atrás las formalidades y arrebatándole la otra pistola.
—¡Cabrón! —le espetó ella, pero el mensaje había calado, y dejó de intentar tirarlo del caballo.
—Vayamos por el torrente —dijo Gideon.
—¡Ni hablar! ¡Voy a dar la vuelta y entregarte a la policía!
—¡Por favor! —suplicó Gideon—, no he hecho nada. ¡Tengo que escapar!
—¿Crees que eso me importa? ¡Voy a llevarte de vuelta! ¡Ojalá te encierren y tiren la llave!
Justo entonces el FBI actuó a favor de Gideon. Oyeron una serie de disparos, y una bala los pasó rozando mientras otras rebotaban en el suelo. ¡Los malditos idiotas les estaban disparando! ¡Preferían matarlos antes que permitirles escapar!
—Pero ¿qué demonios…? —gritó Alida.
—¡No te detengas! —exclamó Gideon—. ¿No ves que nos están disparando?
Más disparos.
—¡Dios mío, es verdad!
Alida se dio cuenta de que había recuperado el control de su montura como por arte de magia. El animal ya no galopaba alocadamente. Lo orientó hacia el borde de piedra que corría a lo largo del arroyo mientras las balas pasaban silbando junto a ellos. El caballo aceleró para saltar al arroyo a todo galope. Alida echó la vista atrás.
—¡Sujétate, hijo de puta!