Stone Fordyce se despertó al son de la banda sonora de El agente de CIPOL. Manoteó torpemente el móvil para apagarlo y se obligó a levantarse con un gruñido. Sabía que el martillo que golpeaba en su cabeza era el resultado del vino de la noche anterior y sospechaba que el caos que reinaba en su estómago era por los malditos riñones que había cenado.
Miró la hora: las cinco de la mañana. Tenía que presentar un informe de rutina a las siete y media, hora de Nueva York, y eso quería decir dos horas antes en Nuevo México. Eso le dejaba media hora para poner en orden sus pensamientos.
Su móvil volvió a sonar cuando faltaban diez minutos para la hora y se encontraba en pleno afeitado. Se limpió las manos con otra maldición y respondió.
—¿Hablo con el agente Fordyce? —preguntó la fría voz del doctor Myron Dart desde el otro lado de la línea.
—Lo siento, creía que nuestra conferencia era a las siete y media —contestó Fordyce, irritado, mientras se quitaba la espuma de afeitar del resto de la cara.
—Se ha cancelado. ¿Está usted completamente solo?
—Sí.
—Bien, tengo cierta información que nos acaba de llegar. Se trata de una información altamente confidencial…
El rancho de rodajes Circle Y estaba situado al norte de Santa Fe, en la cuenca Piedra Lumbre, y era una finca de cuatro mil hectáreas dividida por el torrente Jasper y rodeada de mesetas y colinas que se extendían hasta el horizonte. Era un cálido día de junio, y el aire del desierto estaba claro y limpio. El Circle Y era el más famoso de los llamados «ranchos de rodaje» establecidos en Santa Fe en gran número y que básicamente consistían en haciendas de ganado de estilo vaquero que albergaban platós utilizados por los estudios de Hollywood y la televisión.
A medida que Gideon se acercaba por el serpenteante camino, un pueblo del oeste apareció en la llanura, con su iglesia en un extremo y el clásico cementerio al pie de una colina en el otro. Lo atravesaba una polvorienta calle principal. Sin embargo visto por detrás no era más que una serie de fachadas sostenidas por vigas y andamios de madera. Justo más allá del falso pueblo corría el arroyo Jasper, un lecho seco la mayor parte del año que serpenteaba entre rocas salpicadas aquí y allá por viejos olmos.
El conjunto formaba una imagen idílica bajo el cielo azul y la dorada luz del sol matutino. A pesar de que el aire era fresco todavía, Gideon supo que iba a ser un día abrasador.
Aparcó en una zona sin asfaltar y delimitada con cuerdas, situada a poca distancia del falso pueblo. Se apeó y caminó hacia el plató. El lugar estaba lleno de gente, cámaras, grúas y focos montados en pedestales. Alguien daba órdenes a través de un megáfono mientras técnicos y artistas iban de un lado a otro.
La mayor parte del pueblo estaba clausurado por una cinta de plástico. Un hombre que llevaba un sujetapapeles en la mano fue a su encuentro cuando Gideon se acercó.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor? —preguntó al tiempo que le cerraba el paso.
—He venido a ver a Simon Blaine.
—¿Tiene una cita?
Gideon mostró su identificación.
—He sido asignado al FBI —dijo con su mejor sonrisa, y sin poder evitarlo le guiñó el ojo.
«Creo que podría acostumbrarme a esto», pensó.
El hombre cogió el documento y lo examinó a conciencia antes de devolvérselo.
—¿Para qué quiere verlo?
—No se lo puedo decir.
—El señor Blaine está ocupado en este momento. ¿Puede esperar?
—No querrá causarme problemas, ¿verdad?
—No, claro que no. Disculpe, iré a ver si está disponible.
El hombre se alejó, y Gideon aprovechó la ocasión para pasar por debajo de la cinta y dar un paseo por el pueblo. La calle principal discurría entre un bar, unas cuadras, un ultramarinos, lo que parecía ser un burdel, la forja de un herrero y la oficina del sheriff. Una planta rodadora pasó dando tumbos, y Gideon se fijó en que era de verdad, pero que la habían pintado de un color dorado y que la impulsaba un gran ventilador oculto tras una de las fachadas. También vio más plantas rodadoras almacenadas en un cesto junto a la máquina para ventilar, y a un técnico que las iba soltando de una en una mientras daba instrucciones al que manejaba el ventilador para que lo orientara hacia un lado u otro.
Un grupo de jinetes ataviados de vaqueros entró al trote en la calle principal a lomos de caballos pintos. El yóquei que iba en cabeza era Alida, y sus rubios cabellos oscilaban en el falso viento igual que llamas. Iba vestida como una auténtica vaquera: camisa blanca, chaleco de ante, dos revólveres al cinto, chaparreras de lana, botas y sombrero. Miró hacia donde estaba Gideon, lo reconoció y detuvo el caballo. Desmontó y se le acercó llevando al animal de las riendas.
—¿Qué hace aquí? —preguntó visiblemente molesta.
—He venido a echar un vistazo y a hablar con su padre.
—¡Por favor, no me dirá que sigue tras esa estúpida pista!
—Me temo que sí —respondió con la mayor cordialidad—. Bonito caballo. ¿Cómo se llama?
Alida se cruzó de brazos.
—Se llama Sierra, y mi padre está muy ocupado.
—Oiga, ¿qué le parece si hacemos esto como amigos?
Ella volvió a cruzarse de brazos y suspiró con irritación.
—¿Va a estar mucho rato con mi padre?
—Diez minutos.
El individuo del sujetapapeles apareció con expresión compungida.
—Lo siento, ha entrado sin permiso y…
Alida se volvió hacia él con su mejor sonrisa.
—No se preocupe, yo me ocuparé de él. —Acto seguido se volvió hacia Gideon y borró bruscamente la sonrisa de su cara—. Se disponen a rodar la última secuencia de Moonrise y hay un gran montaje pirotécnico. ¿No puede esperar a que haya terminado?
—¿Una escena pirotécnica?
—Sí, van a volar e incendiar todo el pueblo, o al menos buena parte de él. Está todo listo. Es posible que le guste verlo —añadió tras una vacilación.
Gideon se dijo que así tendría ocasión de husmear un poco más y hacer algunas averiguaciones, suponiendo que se le ocurriera algo que preguntar.
—¿Cuánto durará?
Ella miró el reloj.
—Una hora, más o menos. Una vez que empiezan las explosiones y el fuego, todo va muy deprisa. Podrá hablar con mi padre cuando todo haya acabado.
Gideon asintió.
—Me parece bien. —Miró a Alida con admiración—. Tiene todo el aspecto de una estrella de cine.
—Pues solo soy una doble.
—¿De quién?
—De la protagonista femenina, Dolores Charmay, que interpreta a Cattle Kate.
—¿Quién es Cattle Kate?
—La única mujer del legendario oeste que fue ahorcada por cuatrera —le explicó Alida con una breve sonrisa.
—Ah, seguro que ese papel le va como anillo al dedo. ¿A cuántos tipos malos tiene que matar?
—No sé, puede que a media docena. También tengo que galopar, gritar, disparar mi revólver, atravesar a caballo una cortina de fuego, provocar una estampida, hacer que me hieran y caerme del caballo. Lo de costumbre.
Un individuo que iba desenrollando un cable se acercó seguido de otros dos que hacían rodar un depósito de propano. Gideon vio que detrás de la iglesia unos técnicos colocaban en posición un gran globo de gas.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Forma parte del montaje pirotécnico. El globo de gas provocará una gran bola de fuego. Es muy espectacular, pero no hay explosión. Como puede ver, en la película los malos han llenado la ciudad de explosivos y munición, de manera que van a saltar por los aires muchas cosas.
—Suena peligroso.
—No lo es si se hacen las cosas como es debido. El equipo de efectos especiales lo ha planeado y montado todo hasta el último detalle. Es tan seguro como un paseo por el parque. Lo único es que no hay que estar cerca cuando el pueblo empiece a estallar. Eso es todo.
Alida parecía haberse animado con la conversación y olvidado el desagrado que Gideon le producía.
—¿Y todas esas cosas de allí? —preguntó este para que no decayera. Señaló unos cilindros medio enterrados en el suelo.
—Los llaman «morteros». Están llenos de una mezcla explosiva que estalla hacia arriba, como una bomba. Esos conductos que ve están conectados a unos depósitos que liberan chorros y cortinas de propano ardiendo que simulan incendios en los edificios. Le encantará verlo cuando todo estalle, suponiendo que le gusten las explosiones, claro.
—Sí, me encantan las detonaciones de todo tipo —contestó—. De hecho una de las cosas que hago en Los Álamos es diseñar lentes altamente explosivas para artefactos de implosión nuclear.
Alida lo miró fijamente. Su escasa buena disposición hacia Gideon se había esfumado por completo.
—¿Diseña bombas atómicas? ¡Eso es horrible!
Gideon se apresuró a cambiar de conversación.
—Solo lo he mencionado porque lo que tienen aquí no es tan distinto. Supongo que todos esos artefactos pirotécnicos estarán conectados a un ordenador central que los controla y que los hará estallar en el orden correspondiente, ¿no?
—Así es. Una vez empieza la secuencia es mejor que estén rodando porque no hay marcha atrás y no se pueden repetir las tomas. Si la toma sale mal se malgastan varios millones de dólares en pólvora y demás, por no hablar del decorado. —Sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de su camisa y encendió uno.
—Perdone, pero ¿puede fumar aquí? —preguntó Gideon.
—Desde luego que no —respondió ella echándole el humo a la cara.
—¿Me da uno?
Alida sonrió traviesamente, sacó otro cigarrillo, lo encendió, le dio la vuelta y lo colocó en los labios de Gideon.
Un individuo bajo, con la cabeza rapada y de aspecto malhumorado apareció en la calle principal. Caminaba con andares patizambos mientras gritaba órdenes a través de un megáfono. Alida escondió el cigarrillo tras la espalda, y Gideon la imitó.
—¿Ese no es…?
—Sí, Claudio Lipari, el director. Un verdadero nazi.
Gideon detectó movimiento con el rabillo del ojo y se volvió. Se acercaban varios sedanes que levantaban una nube de polvo, pero en vez de detenerse en el aparcamiento pasaron por encima de las cintas de plástico y se desplegaron alrededor del pueblo.
Lipari se detuvo cuando los vio.
—¿Qué está pasando? —preguntó Alida.
—Son coches Crown Vic —repuso Gideon—, de las fuerzas de seguridad.
Los vehículos se detuvieron en los extremos del pueblo y acabaron de rodearlo. Sus puertas se abrieron y de cada uno de ellos se apearon cuatro hombres vestidos de negro y con chalecos antibalas.
El director se dirigió hacia el más próximo, gesticulando furiosamente para que se alejara, pero sin resultado. Los individuos de negro siguieron adelante y se dispersaron al tiempo que mostraban sus placas en un movimiento bien coordinado.
—Han venido a detener a alguien —dijo Gideon—, a alguien importante.
«¿Van a por Blaine?», se preguntó.
—¡No, por Dios! —exclamó Alida—. Ahora no.
Para su sorpresa vio que Fordyce se había apeado del primer coche y que miraba en derredor. Gideon lo saludó con la mano. Fordyce lo vio y echó a andar hacia él con expresión severa.
—Algo va mal —dijo Gideon.
—No puede ser —replicó Alida—. No pueden venir a por mi padre.
Fordyce llegó hasta ellos, ceñudo.
—¿Se puede saber qué pasa? —le preguntó Gideon.
—Tengo que hablar con usted en privado. Venga. Usted —le dijo a Alida—, haga el favor de alejarse.
Gideon siguió a Fordyce hasta que quedaron fuera de la vista de la joven y llegaron a una zona lejos del bullicio de la calle principal, tras una de las falsas fachadas. Gideon vio a su alrededor cables y varios morteros enterrados en el suelo.
—¿Va a detener a alguien? —preguntó.
—Sí.
—¿A quién?
—A usted —respondió Fordyce apuntándolo con su pistola.