Día y medio después Gideon estacionó el Suburban —con el parabrisas cambiado— junto a su cabaña de troncos, apagó el motor y se apeó. Miró en derredor y respiró profundamente mientras contemplaba el paisaje del atardecer que se desplegaba ante él: la cuenca Piedra Lumbre y los montes Jemez que la rodeaban con sus pinares. El aire y las vistas eran lo más parecido a un bálsamo. Era la primera vez que regresaba a su cabaña tras la aventura de Hart Island, y le hacía bien. Allí arriba la sensación de opresión que lo acompañaba a todas horas parecía remitir. Allí arriba podía olvidarse de todo, de la frenética investigación, de su diagnóstico médico y también de otras cosas como su frustrada infancia y el colosal y solitario desastre en que había convertido su vida.
Después de un largo rato recogió las bolsas del asiento del pasajero, abrió la puerta de la cabaña y entró en la cocina. El olor de la chimenea, del cuero viejo de los sofás y de las alfombras indias le dio la bienvenida. Con el país convertido en un caos, las ciudades evacuadas y los gritos de los locos y de los que solo veían conspiraciones ocupando la radio y la televisión, aquel lugar era un remanso de paz donde nada había cambiado. Mientras tarareaba la melodía de «Straight, No Chaser» vació el contenido de las bolsas y lo dejó en el mostrador. A continuación recorrió la cabaña para abrir postigos, descorrer cortinas, comprobar el convertidor solar y poner en marcha la bomba del pozo. Luego regresó a la cocina sin dejar de tararear, contempló el montón de ingredientes y sacó sartenes y cuchillos de los cajones.
¡Qué agradable resultaba estar de vuelta!
Una hora más tarde, justo cuando abría el horno para comprobar cómo estaban las alcachofas a la provenzal, oyó que se acercaba un vehículo. Se asomó a la ventana y vio a Stone Fordyce al volante de un viejo Crown Vic del FBI. Echó un trozo de mantequilla en una sartén y la puso al fuego para calentarla.
Fordyce entró en la cabaña y miró a su alrededor.
—Esto es lo que yo llamo encanto rústico. —Se asomó a un cuarto trasero—. ¿Qué es esto, ordenadores?
—Sí.
—Pues tiene aquí mucho equipo para que funcione con energía solar.
—Y también tengo muchas baterías de reserva.
Fordyce fue al salón y dejó la chaqueta encima de una silla.
—No está mal el camino para llegar hasta aquí. Un poco más y me dejo el tubo de escape.
—Eso disuade a posibles visitantes. —Gideon señaló con un gesto de la cabeza—. Ahí tiene una botella de Brunello. Ábrala y sírvase.
Se preguntó si sería correcto malgastar un buen vino con el agente del FBI, pero decidió arriesgarse.
—Sabe Dios que me vendrá bien. —Fordyce se sirvió una generosa cantidad y después tomó un sorbo—. Hay algo que huele bien —comentó.
—¿Bien? Nunca habrá probado nada mejor.
—¿Lo dice en serio?
—Estoy cansado de la comida de los hoteles y los aeropuertos. Normalmente solo hago una comida al día y me la preparo yo mismo.
El agente tomó otro sorbo de vino y se acomodó en el sofá.
—Bueno, ¿ha averiguado algo?
Tras el accidente, en lugar de seguir hasta Santa Cruz, habían vuelto a Santa Fe porque les había parecido más importante averiguar quién había saboteado el aparato, suponiendo que alguien lo hubiera hecho. Para ganar tiempo se habían repartido las labores de pesquisa.
—Desde luego. —La mantequilla se había derretido en la sartén, de modo que echó con cuidado los riñones de ternera que el carnicero había limpiado de grasa y lavado cuidadosamente—. Investigué lo que dijo aquella mujer sobre Cobre Canyon y me fui a husmear por allí. No se creerá lo que encontré.
Fordyce se incorporó de golpe.
—¿Qué? —preguntó con impaciencia.
—Un montón de rocas, algunas conchas marinas, una alfombra para orar, un cuenco para abluciones rituales y un pequeño manantial.
—¿Y todo eso qué significa?
—Que es un santuario. Los miembros de la mezquita van allí a rezar. No encontré ninguna prueba de que allí se hubiera montado ninguna bomba.
Fordyce torció el gesto.
—También indagué por qué nuestro buen imán abandonó la Iglesia católica —prosiguió Gideon—. Resulta que hace años sufrió abusos sexuales a manos de un sacerdote. Acabaron echando tierra al asunto. Al parecer alguien pagó cierta cantidad de dinero. La cosa no trascendió porque la familia firmó un acuerdo de confidencialidad.
—Eso es precisamente lo que el imán quería que descubriéramos por nuestra cuenta. No podía decírnoslo.
—Exacto. Por último pude enterarme de algo con respecto a esos dos tíos que grabó cuando salíamos de la mezquita. ¿Sabe qué? Resulta que uno de ellos tiene licencia de piloto comercial y solía trabajar para Pan Am.
—¡No me diga! —exclamó Fordyce dejando la copa—. Eso encaja con lo que hoy he averiguado de nuestro accidente.
—¿Y qué es?
—He visto el informe preliminar de los investigadores del GAEN. Se han dado mucha prisa. No hay duda de que sabotearon el Cessna. Alguien, quizá ese piloto, metió combustible de reactor en los depósitos de la avioneta.
—¿Y eso qué quiere decir?
—El Cessna funciona con gasolina de alto octanaje, al menos de cien. Al añadirle combustible de reactor, baja el octanaje. Como resultado, la mezcla acabó quemando los pistones, uno tras otro. —Fordyce tomó otro sorbo de vino—. En esas condiciones un motor puede arrancar sin problemas y funcionar normalmente hasta que se quema. La cuestión es que la gasolina de aviación es azul, mientras que el combustible de reactor es transparente o de color claro. Cuando comprobé los depósitos me pareció que la gasolina parecía un poco menos azul que de costumbre, pero no le di importancia. Está claro que fue un sabotaje deliberado hecho por alguien que sabía lo que hacía.
Se hizo un breve silencio mientras ambos asimilaban lo que aquello significaba.
—¿A qué hora acabó sus indagaciones? —le preguntó Fordyce.
—A las doce y media o la una.
—Entonces ¿dónde estuvo toda la tarde? Lo llamé al móvil al menos una docena de veces, pero lo tenía desconectado.
La sensación de opresión volvió a invadirlo. Había pensado no contarle nada a Fordyce, pero se oyó a sí mismo decir:
—Tenía que hacerme unas pruebas.
—¿Pruebas? ¿Qué clase de pruebas?
—Es un asunto personal.
Los riñones habían empezado a tomar un poco de color en la mantequilla, y Gideon los pasó a una bandeja que mantenía caliente junto al horno.
Fordyce contempló la preparación con expresión dubitativa.
—¿Se puede saber qué es eso?
—Riñones. Deme un segundo para preparar la reducción. —Gideon añadió en la sartén ajos, un poco de caldo, especias para sazonar, un chorro de vino tinto y salpimentó.
—No pienso comerme eso.
—Son riñones de ternera, no de cordero. Además Frank, mi carnicero, tenía un poco de tuétano. Por eso los tomamos a la bordalesa en lugar de flambeados.
Avivó el fuego para reducir la salsa, cortó en rodajas los riñones, que por dentro estaban debidamente sonrosados, los incorporó en la sartén con el tuétano, dejó que cocieran ligeramente y los sirvió en los platos, acompañados de las alcachofas que sacó del horno.
—Traiga el vino —le dijo mientras llevaba los platos a la mesa del salón.
Fordyce lo siguió a regañadientes.
—Le repito que no voy a comerme eso. No me gustan los despojos.
Gideon dejó los platos en la mesa, frente a los sofás de cuero.
Fordyce se sentó y contempló el suyo con mala cara.
—Pruébelo —insistió.
El agente cogió los cubiertos y dudó.
—Vamos, sea un hombre y pruébelos —lo animó Gideon—. Si no le gustan iré a buscar una bolsa de Doritos a la cocina.
El agente del FBI cortó un trozo minúsculo y se lo llevó a la boca con la mayor cautela.
Gideon probó el plato. Delicioso. No podía comprender que alguien se resistiera.
—No está mal —comentó Fordyce pinchando un trozo más grande.
Comieron en silencio durante un rato, hasta que el agente volvió a hablar.
—Me resulta de lo más raro estar aquí, cenando y tomando vino, muy bueno por cierto, cuando ayer nos libramos por los pelos de morir en accidente de aviación. Me siento como si hubiera vuelto a nacer.
Aquellas palabras hicieron que Gideon se acordara de su diagnóstico y a lo que había dedicado la tarde.
—Y usted ¿no se siente igual?
—No —contestó Gideon.
Fordyce lo miró con curiosidad.
—¿Se encuentra bien?
Gideon tomó un buen sorbo de vino y se dio cuenta de que estaba bebiendo demasiado deprisa. ¿De verdad quería que la conversación tomara esos derroteros?
—Oiga, si quiere hablar de ello no hay problema —insistió Fordyce—. La verdad es que nos dimos un susto de muerte.
Gideon meneó la cabeza y dejó la copa. Sentía unas ganas irresistibles de contarlo todo.
—Ese no es el problema —dijo al fin—. Ya lo superé.
—¿Y cuál es? —quiso saber Fordyce.
—Pues que cuando me levanto por las mañanas lo primero que pienso es que…
—¿Qué?
Por un momento Gideon no contestó. No sabía qué le había hecho decir aquello. Pero no, eso no era verdad. Lo había dicho por la misma razón por la que había invitado al agente del FBI a cenar a su cabaña. Ya fuera porque compartían la investigación, por su mutua admiración hacia Thelonious Monk o simplemente porque habían logrado sobrevivir al accidente, el caso es que había empezado a considerarlo un amigo, su único amigo si no tenía en cuenta al viejo Tom O’Brien de Nueva York.
—Me han dicho que sufro una enfermedad incurable —confesó—. Todas las mañanas tengo uno o dos minutos de paz y después me acuerdo. Por eso no me siento «como si hubiera vuelto a nacer».
Fordyce dejó de comer y lo miró con los ojos muy abiertos.
—Me está tomando el pelo, supongo.
Gideon negó con la cabeza.
—¿Qué es? ¿Cáncer?
—Una cosa que se llama «malformación aneurismática de la vena de Galen». Es una acumulación de venas del cerebro. Estadísticamente me queda un año de vida.
—¿Y no se puede curar?
—Ni curar ni operar. Un día reventará y… se acabó.
—¡Dios mío!
—Esta tarde me estaba ocupando de eso, buscando una segunda opinión médica. Tengo razones para desconfiar del primer diagnóstico, así que me hice una resonancia.
—¿Cuándo tendrá los resultados?
—Dentro de tres días. —Hizo una pausa—. Usted es la primera persona a quien se lo cuento. No era mi intención cargarle con algo así, pero es que… Bueno, tenía que contárselo a alguien. Supongo que será culpa del vino.
Fordyce lo miró un momento, y Gideon reconoció la mirada. El agente se preguntaba si le estaban tomando el pelo o no. Al final llegó a la conclusión de que no.
—Lo siento de verdad —dijo al fin—. Es una situación terrible, y no sé qué decir.
—No hace falta que diga nada. De hecho preferiría que no lo mencionara de nuevo. Al fin y al cabo es posible que sea mentira. Eso es lo que aclarará la resonancia de esta tarde.
—¿Me lo dirá cuando lo sepa, sea lo que sea?
—Está bien, se lo diré —contestó Gideon con una risa forzada—. Qué manera tan original tengo de estropear una suculenta cena.
Cogió la botella de vino y rellenó las copas.
—Creo que he cambiado de opinión —dijo Fordyce en tono falsamente animoso cuando hubo acabado con su plato—. Confieso que me gustan los riñones, al menos los preparados a la Gideon.
Siguieron cenando mientras la conversación transcurría por terrenos más superficiales.
Al cabo de un momento Gideon se levantó y puso un disco de Ben Webster.
—¿Cuál será nuestro siguiente paso en la investigación?
—Echar el guante a ese piloto.
Gideon asintió.
—Me gustaría acercarme a ese rancho donde ruedan películas y hablar otra vez con Simon Blaine.
—¿El escritor? Sí, seguro que es un verdadero delincuente. Cuando haya acabado podríamos volver a Paiute Creek y patear unos cuantos culos. Aquellas antenas de satélite y los equipos que tenían me dan mala espina, por no mencionar el discurso apocalíptico de la mujer de Chalker.
—La verdad es que no me apetece que me aticen otra vez con una picana eléctrica.
—Iremos con un equipo de los SWAT y cogeremos por las pelotas al tal Willis y a los capullos que nos agredieron.
—¿Es que no aprendieron nada con lo de Waco?
—Aprendimos que no conviene perder el tiempo con escritores.
—Es que tiene una hija que está cañón.
—¡Ah, ahora lo entiendo! —rió Fordyce mientras se servía lo que quedaba de vino—. Eso se llama investigar con las pelotas.
—Voy a buscar más vino.
Tras un CD de Miles Davis y de una segunda botella de tinto, Gideon y Fordyce estaban tumbados en el sofá. El sol se había puesto, y la noche había refrescado, así que Gideon había encendido un fuego que chisporroteaba en la chimenea.
—Por la mejor cena que he tomado en mucho tiempo —dijo Fordyce alzando su copa.
Gideon apuró la suya y cuando la dejó en la mesa se dio cuenta de que estaba muy bebido.
—Hay una cosa que quería preguntarle…
—Adelante.
—Cuando estábamos en el avión no dejaba de repetir una frase acerca de los monos y las bombillas.
Fordyce se echó a reír.
—Es un viejo truco mnemotécnico que se emplea en aviación. «Memos comen bombillas encendidas». Se trata de la lista de comprobación que hay que realizar cuando falla un motor: mezcla cerrada, combustible abierto, bombear, encendido conectado en motores derecho e izquierdo.
Gideon meneó la cabeza.
—¡Y yo que creía que era la voz de la experiencia!