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Fordyce acompañó a Gideon hasta la línea de coches blindados, barreras de hormigón y escudos de plexiglás. Notaba el chaleco antibalas rígido e incómodo bajo la camisa. En ese momento oía claramente el megáfono.

—Reed, ha venido un viejo amigo suyo —decía la voz en tono tranquilo y amistoso—. Quiere hablar con usted. Se llama Gideon Crew. ¿Le gustaría charlar con él?

—¡Y una mierda! —chilló nerviosamente Chalker—. ¡No quiero hablar con nadie!

La incorpórea voz provenía de la puerta principal, que se hallaba entreabierta. Las cortinas de las ventanas estaban corridas, y no se veía a nadie, ni a Chalker ni a los rehenes.

Una voz grave sonó en su auricular.

—¿Me oye, doctor Crew?

—Lo oigo.

—Soy Jed Hammersmith. Estoy en una de las furgonetas, así que lamento no poder saludarlo en persona. Yo lo guiaré. Escúcheme atentamente. La primera regla es que no debe responderme cuando yo le hable por el auricular. Comprenderá que estando ahí fuera nadie debe verlo comunicándose con otra persona. Usted habla únicamente con Chalker. ¿Me ha comprendido?

—Sí.

—¡Mienten! —aulló Chalker—. ¡Todos mienten! ¡Se acabó esta comedia!

Gideon sintió un escalofrío. Era imposible que la persona que gritaba fuera el mismo Reed Chalker que él conocía. No obstante, se trataba de su voz, aunque distorsionada por el miedo y la demencia.

—Queremos ayudarlo —respondió la voz del megáfono—. Díganos qué quiere y…

—¡Ya saben lo que quiero! ¡Dejen de secuestrar y dejen de experimentar!

—Yo le iré dando las preguntas —dijo tranquilamente Hammersmith al oído de Gideon—. Tenemos que darnos prisa. La situación se está poniendo fea.

—Ya lo veo.

—¡Juro por Dios que le volaré los sesos a menos que dejen de hacerme cosas raras! —bramó Chalker.

Se oyó un grito que salía de la casa, la voz suplicante de una mujer. Enseguida Gideon escuchó el agudo gemido de un niño y sintió que se le helaban los huesos. Los recuerdos de la infancia —su padre de pie en el umbral de la casa, él mismo corriendo hacia él a través del césped de la entrada— lo asaltaron con más fuerza que nunca. Intentó desesperadamente apartarlos de su mente, pero los berridos del megáfono solo servían para que los reviviera una y otra vez.

—¡Tú también estás metida en esto, zorra! —gritó Chalker a alguien que estaba junto a él—. ¡Ni siquiera eres su mujer! ¡No eres más que otra agente! ¡Todo esto es una mierda, pero no pienso seguiros el juego! ¡Se acabó!

La voz del megáfono contestó con una calma sobrenatural, como si hablara con un niño.

—Su amigo Gideon Crew está aquí y le gustaría hablar con usted. Va a salir.

Fordyce le puso un micro en la mano.

—Es inalámbrico y está conectado a los altavoces de la furgoneta. Adelante.

Señaló el refugio antibalas de plexiglás, un cubículo estrecho y abierto por un costado. Tras una breve vacilación, Gideon salió de detrás del vehículo blindado y se acurrucó tras la protección de plástico. Le recordó una jaula antitiburones.

—¡Reed…! —llamó a través del micro.

Se hizo un silencio repentino.

—¡Reed, soy yo, Gideon!

Más silencio hasta que Chalker contestó:

—¡Oh, Dios mío, Gideon! ¿También te han cazado a ti?

Gideon oyó la voz de Hammersmith en el auricular y repitió sus palabras:

—Nadie me ha cazado. Estaba en la ciudad y me he enterado de la noticia. He venido a ayudarte. No estoy con nadie.

—¡Mientes! —gritó Chalker con voz chillona y temblorosa—. ¡También te han cazado! ¿No han empezado todavía los dolores? ¿En la cabeza? ¿En las tripas? ¿No te duelen? ¡Ya te dolerán, seguro que lo harán! —Los gritos fueron interrumpidos por una serie de violentas arcadas.

—Aproveche la pausa —dijo Hammersmith—. Es necesario que recobre el control de la conversación. Pregúntele cómo puede ayudarlo.

—Reed —dijo Gideon—, ¿cómo puedo ayudar?

Más arcadas y después silencio.

—Déjame ayudarte, por favor. ¿Cómo puedo hacerlo?

—¡No puedes hacer nada! Sálvate tú, aléjate de ellos. Estos cabrones son capaces de cualquier cosa. Mira lo que me han hecho. ¡Estoy ardiendo! ¡Oh, Dios, mi estómago!

—Pídale que salga a donde pueda verlo —prosiguió Hammersmith al oído de Gideon.

Este recordó a los francotiradores y se detuvo un momento con un escalofrío. Sabía que si alguno de ellos tenía a su objetivo a tiro no dudaría en disparar. «Como hicieron con mi padre», pensó. Sin embargo, no podía olvidar que Chalker retenía a una familia a punta de pistola. Vio unos hombres en el tejado de la casa. Se disponían a bajar algo por la chimenea, un artefacto que parecía una cámara de vídeo. Confió en que supieran lo que estaban haciendo.

—¡Diles que apaguen los rayos!

—Dígale que su deseo es ayudarlo —le indicó de inmediato Hammersmith—, pero que es él quien tiene que decirle cómo.

—Reed, escúchame, dime cómo puedo ayudarte.

—¡Que paren los experimentos! —De repente Gideon vio movimiento tras la puerta—. ¡Me están matando! ¡Si no apagan los rayos le vuelo la cabeza!

—Dígale que haremos lo que pide —dijo la voz incorpórea de Hammersmith—, pero que tiene que salir donde usted y él puedan hablar frente a frente.

Gideon no dijo nada. Por mucho que se esforzara no lograba quitarse de la cabeza la imagen de su padre, con las manos en alto, mientras un disparo lo alcanzaba en la cara. No, decidió, no iba a pedir eso a Chalker, al menos de momento.

—Gideon —insistió Hammersmith al cabo de un instante—, sé que puede oírme…

—Yo no estoy con esa gente, Reed —gritó Gideon interrumpiendo a Hammersmith—. No estoy con nadie. He venido para ayudarte.

—¡No te creo!

—De acuerdo, no me creas si no quieres, pero al menos escúchame.

No hubo respuesta.

—Has dicho que tu casero y su mujer están metidos en esto, ¿no?

—No se salga del guión —le advirtió Hammersmith.

—¡No son mi casero y su mujer! —señaló la voz histérica de Chalker—. ¡No los había visto en mi vida! ¡Todo esto no es más que un montaje! ¡Nunca había estado aquí! ¡Son agentes del gobierno! ¡Fui secuestrado y me retuvieron para experimentar conmigo!

Gideon alzó la mano.

—Reed, tranquilo. Estás diciendo que están metidos en esto y que todo es un montaje, pero ¿qué me dices de los niños, también forman parte del plan?

—¡Todo es un montaje…! ¡Aaah, el calor, el calor!

—¿Unos niños de ocho y diez años?

Se hizo un largo silencio.

—Contéstame, Reed. ¿Los niños también están actuando, también son unos conspiradores?

—¡No me confundas!

Más silencio hasta que oyó la voz de Hammersmith.

—Por ahí va bien. Siga.

—Está claro, Reed. No son más que niños, niños inocentes.

Más silencio.

—Déjalos ir, que vengan donde estoy yo. Aun así conservarás dos rehenes.

El largo silencio se prolongó un poco más hasta que de repente hubo un movimiento brusco, se oyó un chillido agudo y uno de los niños apareció en la puerta. Era el chico. Tenía un abundante cabello castaño y llevaba una camiseta con la inscripción «I Love My Grandma». Salió a la luz encogido de miedo.

Por un instante Gideon creyó que Chalker estaba liberando a los pequeños, pero cuando vio el cañón niquelado del Colt del calibre 45 comprendió que se equivocaba.

—¿Ves esto? ¡No bromeo! ¡Parad los rayos o mato al chico! ¡Voy a contar hasta diez! ¡Uno…! ¡Dos…!

—¡No, por favor! ¡No! —gritó la madre al fondo, histérica.

—¡Cállate, zorra, no son tus hijos!

Chalker se volvió y disparó su pistola una vez hacia la oscuridad del interior. Los gritos de la mujer cesaron de golpe.

Gideon salió bruscamente de su cubículo de plexiglás y echó a andar hacia la casa. Oyó voces y gritos de los policías —«¡Vuelva!» «¡Póngase a cubierto!» «¡Ese hombre está armado!»—, pero siguió caminando hasta que estuvo a unos cuarenta metros de la puerta.

—¿Qué demonios hace? —vociferó Hammersmith por el auricular—. ¡Ese tío lo matará! ¡Vuelva tras la protección!

Gideon se quitó el auricular y lo alzó.

—¿Ves esto, Reed? Tenías razón, me están transmitiendo lo que debo decirte. —Lo arrojó lejos—. Pero se acabó. A partir de ahora podemos hablar cara a cara.

—¡Tres…! ¡Cuatro…! ¡Cinco…!

—¡Espera, por amor de Dios! —exclamó Gideon—. ¡Espera, por favor! No es más que un niño. ¡Escucha sus gritos! ¿Crees de verdad que está fingiendo?

—¡Cierra el pico! —gritó Chalker al niño y este se calló y permaneció inmóvil, pálido y con los labios temblorosos—. ¡Mi cabeza…! —añadió Chalker—. ¡Mi…!

—¿Te acuerdas de cuando aquellos grupos de los colegios venían a ver el laboratorio? —dijo Gideon, que se esforzaba para que su voz sonara calmada—. A ti te encantaban aquellos chicos, disfrutabas enseñándoles las instalaciones. Y ellos te correspondían. No lo hacían con los demás ni conmigo. Lo hacían contigo. ¿Te acuerdas de lo que te digo, Reed?

—¡Estoy ardiendo! —vociferó Chalker—. ¡Han empezado otra vez con los rayos! ¡Lo mataré, y será culpa tuya, no mía! ¿Me oyes? ¡Siete…! ¡Ocho…!

—Suelta a ese pobre niño —dijo Gideon dando un paso más. Le preocupaba especialmente que Chalker no fuera capaz de contar debidamente—. Suéltalo, puedes quedarte conmigo a cambio.

Chalker se volvió con un movimiento brusco y apuntó a Gideon con su pistola.

—¡Atrás! ¡Eres uno de ellos!

Gideon tendió las manos hacia él en ademán suplicante.

—¿De verdad crees que formo parte de esta conspiración? Está bien, dispárame si quieres, pero, por favor, suelta al niño. Te lo ruego.

—¡Tú lo has querido!

Chalker disparó.