Se hallaba en una alfombra mágica, flotando suavemente sobre hilos de seda a través de nubes de algodón. Una cálida brisa, demasiado leve para hacer ruido alguno, le acariciaba el rostro y le revolvía el cabello. La alfombra era tan ligera, y sus movimientos tan tranquilizadores, que parecía no moverse. Sin embargo, en la distancia, podía ver cómo desfilaba el paisaje bajo él. Era una exótica vista formada por relucientes cúpulas doradas y campanarios, junglas exuberantes y campos de color púrpura que exhalaban vapores hacia el cielo. En lo alto, el lejano sol iluminaba la escena con sus cálidos rayos.
Entonces la alfombra dio una repentina sacudida.
Gideon abrió los soñolientos ojos y durante un instante, todavía sumergido en el sueño, alargó las manos para sujetarse al borde de la alfombra, pero sus dedos solo encontraron metal, botones y la superficie de cristal de un indicador.
—¡No toque eso! —gritó Fordyce.
Gideon se incorporó de repente y se encontró atado por el cinturón de seguridad. En ese momento recordó que volaba a bordo de un pequeño avión en dirección a Santa Cruz y sonrió.
—¿Más turbulencias? —preguntó.
No recibió respuesta alguna. Al parecer cruzaban una zona de mal tiempo. O eso o… Entonces se dio cuenta de que lo que había tomado por nubes era en realidad el espeso penacho de humo que salía del motor izquierdo y oscurecía el paisaje.
—¿Qué pasa? —gritó.
Fordyce estaba tan ocupado pilotando que tardó un momento en contestar.
—Hemos perdido el motor izquierdo —repuso al fin.
—¿Está ardiendo? —preguntó Gideon, que vio como el sueño se desvanecía y era sustituido por el miedo.
—No hay llamas —repuso Fordyce mientras empujaba una palanca y giraba unos botones—. Estoy cortando el combustible del motor y dejando el sistema eléctrico. No parece que sea un problema eléctrico. Además, no podemos permitirnos perder la aviónica y el giróscopo.
Gideon intentó decir algo, pero se había quedado mudo.
—No se preocupe —prosiguió Fordyce—, todavía conservamos el otro motor. Es solo cuestión de estabilizar el aparato para compensar la fuerza lateral. —Movió la palanca del timón y echó un rápido vistazo a los controles—. «Memos comen bombillas encendidas» —murmuró lentamente y siguió repitiéndolo como si fuera una especie de mantra.
Gideon no entendió y se quedó con la mirada perdida, apenas capaz de respirar.
Fordyce no le prestó atención.
—Iniciador conectado. Transpondedor en llamada de emergencia —dijo al tiempo que apretaba un botón de su intercomunicador y exclamaba—: ¡Mayday, mayday, aquí Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve llamando por el canal de emergencia! ¡Un motor averiado! ¡A veinticinco millas al oeste de Inyokern!
Un momento después Gideon oía el chisporroteo de la radio en sus auriculares.
—Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve, aquí el centro Los Ángeles. Por favor, repita emergencia y posición.
—Aquí uno-cuatro-nueve-seis-nueve —contestó Fordyce—, ¡un motor dañado! ¡A veinticinco millas al oeste de Inyokern!
Hubo una breve pausa.
—Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve, aquí centro Los Ángeles. El aeropuerto más cercano es Bakersfield, pistas dieciséis y treinta y cuatro. Aeropuerto a treinta y cinco millas a las diez.
—Aquí uno-cuatro-nueve-seis-nueve —contestó Fordyce—. Nos dirigimos hacia allí.
—Pase la llamada de emergencia a identificativo siete-siete-cero-cero —dijo la voz del centro Los Ángeles.
Fordyce apretó un botón del panel.
—Aquí centro Los Ángeles, contacte a treinta y cuatro millas de Bakersfield.
El espeso humo parecía haber disminuido ligeramente. Gideon vio que el cielo estaba encapotado, y la tierra, cubierta de jirones de niebla. Entre ellos divisó ocasionales manchas verdes.
Miró el altímetro y vio que la aguja descendía poco a poco.
—¿Estamos cayendo? —preguntó con voz ahogada.
—Se llama ley de gravedad. Cuando alcancemos la altitud de crucero para un solo motor nos estabilizaremos. Estamos a unas treinta millas de Bakersfield. Deje que intente el encendido una vez más. —Apretó un interruptor—. ¡Mierda, no funciona!
Gideon notó que le dolían los dedos y se dio cuenta de que se aferraba al asiento con todas sus fuerzas. Aflojó su presa lentamente y se obligó a tranquilizarse.
«No pasa nada —se dijo—, Fordyce lo tiene todo controlado». Fordyce tenía experiencia como piloto. El agente sabía lo que tenía entre manos. ¿Por qué tanto pánico?
—Estabilizando a mil novecientos pies sobre el nivel del suelo —dijo Fordyce—. Dentro de diez minutos veremos las pistas de aterrizaje de Bakersfield. Después de esto tendrá una divertida anécdota que contar en casa.
De repente se produjo una violenta explosión a su derecha, y una tremenda sacudida estremeció todo el fuselaje. Gideon dio un respingo y se cubrió instintivamente el rostro con el brazo.
—¿Qué demonios ha sido eso?
Fordyce se había puesto blanco como el papel.
—El motor derecho ha detonado.
«¿Detonado?» Una nube de humo negro y grasiento salía del motor derecho, que hizo un ruido raro, a medio camino entre un tosido y un chirrido, y dejó de funcionar. La hélice se detuvo.
Gideon se quedó sin habla. Aquello parecía el fin.
—Todavía podemos planear —dijo Fordyce—. Haré un aterrizaje de emergencia.
Gideon se humedeció los labios.
—¿Un aterrizaje de emergencia? No me suena nada bien.
—Ni a mí. Ayúdeme a buscar un sitio donde aterrizar.
—¿Ayudarlo?
—¡Sí, hombre! ¡Mire por la ventanilla y búsqueme un sitio llano donde podamos posarnos!
Una extraña sensación de incredulidad se apoderó de Gideon. Aquello no podía estar sucediendo de verdad. Tenía que ser una película, porque de ser real no habría sido capaz de moverse. Sin embargo, se sorprendió examinando el paisaje en busca de un lugar donde aterrizar. La niebla se había levantado parcialmente y divisó la cresta de una montaña que se alzaba ante ellos. Más allá, el terreno descendía hacia un valle todavía cubierto por la niebla y rodeado de escarpadas colinas densamente arboladas.
—No logro ver el suelo. Hay mucha niebla. ¿Cuánto tiempo tenemos?
—Espere un momento…
Fordyce se afanaba de nuevo con los controles. Empujó levemente la palanca de mando y acopló los alerones.
—Ajustados en ochenta —dijo. A pesar de lo peligroso de la situación, su voz sonaba tranquila—. Eso nos permitirá volar unas cuantas millas. ¿Qué me dice del maldito sitio donde aterrizar?
—No veo nada. —Gideon se pasó la mano por la frente sudorosa—. ¿Se puede saber cómo es posible que fallen los dos motores a la vez?
En lugar de contestar Fordyce frunció los labios aún más.
Gideon siguió mirando por la ventanilla hasta que le dolieron los ojos. Descendían hacia un risco. Más allá, la capa de niebla se deshacía. Entonces la vio: a través de la bruma divisó la fina pero inconfundible cinta de asfalto de una carretera.
—¡Allí hay una carretera! —gritó.
Fordyce echó un rápido vistazo al mapa.
—La 178. —Volvió a conectar la radio—. ¡Mayday, mayday! ¡Aquí Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve llamando por el canal 121.5! ¡Hemos perdido el segundo motor! ¡Repito, hemos perdido el segundo motor! ¡Efectuamos aterrizaje de emergencia en carretera 178, a oeste-sudoeste de Miracle Hot Springs!
No llegó ninguna respuesta por los auriculares.
—¿Por qué no contesta nadie? —preguntó Gideon.
—Volamos demasiado bajo.
Habían bajado a mil cuatrocientos pies, y la cresta de la montaña se acercaba deprisa. Parecía que no iban a poder superarla.
—Sujétese —le avisó Fordyce—. Vamos a pasar rozando.
Se deslizaron por encima del risco rodeados de un aterrador silencio y dejaron tras ellos jirones de niebla. El viento siseaba en las hélices inmóviles.
Gideon se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración y dejó escapar el aire de sus pulmones.
—No me lo creo… —masculló.
—Dos millas, calculo —dijo Fordyce—. Mil cien pies. Planeamos por la pendiente.
—¿Y el tren de aterrizaje?
—Todavía no. Nos frenaría demasiado. ¡Oh, por todos los demonios!
Habían sobrepasado el risco y descendían hacia el valle del otro lado. Vieron el paisaje a través de la niebla que se disipaba: entre ellos y la carretera se alzaba otra escarpadura, más baja, cubierta de altas y majestuosas secuoyas.
—¡Por todos los demonios! —repitió Fordyce.
Gideon nunca lo había visto perder los nervios y eso lo asustó más que cualquier otra cosa. Se miró las manos y flexionó los dedos, como si deseara experimentar el movimiento una vez más. Entonces se dio cuenta, no sin cierta sorpresa, de que no le daba miedo morir. Quizá aquello fuera mejor que la alternativa que lo esperaba antes de… once meses. Quizá.
Fordyce estaba muy pálido y el sudor le perlaba la frente.
—Es el parque nacional Sequoia —dijo agriamente—. Voy a intentar pasar por ese claro. Sujétese.
El avión se dirigía hacia las oscurecidas e irregulares copas de los árboles. Fordyce movió la palanca, orientó el Cessna hacia una abertura en el bosque y en el último momento dobló bruscamente hacia la derecha.
Gideon notó que el mundo se ladeaba y que el morro del avión caía acusadamente.
—¡Dios mío! —murmuró sin estar seguro de si era un epíteto, una plegaria o ambas cosas a la vez.
Experimentó un momento de verdadero terror cuando la avioneta pasó rozando los enormes y rojizos troncos y las turbulencias la zarandearon. El cielo se despejó en el acto, y a lo lejos vieron la cinta de la carretera 178 que describía una suave curva. Unos pocos coches circulaban por ella.
—Quinientos pies sobre el nivel del suelo —anunció Fordyce.
—¿Lo conseguiremos? —preguntó Gideon.
El corazón le latía desbocadamente. Al ver que habían pasado los árboles y que todavía podían sobrevivir sintió unas repentinas ganas de vivir.
—No lo sé. Hemos perdido excesiva altura con esa maniobra, y todavía me queda por realizar un último giro. Si queremos salir de esta hemos de aterrizar en el sentido del tráfico, no en contra.
Iniciaron una suave curva para enfilar la carretera. Gideon vio cómo Fordyce bajaba el tren de aterrizaje.
—¡Más árboles delante! —le advirtió.
—Ya los veo.
Fordyce tiró de la palanca, y Gideon oyó el ruido seco de las ramas que rozaban el fuselaje y las alas. Enseguida se alinearon con la carretera, que se hallaba a unos diez metros por debajo.
Un camión circulaba por delante de ellos y remontaba lentamente una pendiente en la misma dirección. Descendían hacia él en una trayectoria de colisión. Gideon cerró los ojos. Oyó un golpe sordo cuando las ruedas del Cessna rozaron la cabina del vehículo. El camión hizo sonar su bocina y frenó mientras el impacto empujaba la avioneta hacia arriba y de lado. Fordyce la enderezó, intentando mantener el morro en alto, y la hizo aterrizar a trompicones en la carretera. Por detrás, el camionero clavó los frenos para no arrollarlos.
El Cessna golpeó duramente el asfalto, rebotó y volvió a caer con una tremenda sacudida. Luego avanzó unos metros y finalmente se detuvo en mitad de la carretera. Gideon se volvió a tiempo de ver cómo el camión lograba detenerse, derrapando entre una nube de humo y olor a goma quemada de los neumáticos. El vehículo resbaló hasta frenar del todo a escasos seis metros de ellos. Un coche que circulaba en sentido contrario también dio un frenazo.
Luego todo quedó en silencio.
Fordyce permaneció un momento sentado igual que una estatua, mientras el metal crujía y siseaba a su alrededor. Luego retiró lentamente las manos de la palanca de mando, apagó el botón de encendido, se quitó los auriculares y se desabrochó el cinturón de seguridad.
—Usted primero —dijo.
Gideon saltó del avión. Las piernas le temblaban y apenas las sentía.
Los dos se sentaron como autómatas en la cuneta. A Gideon el corazón le latía con tanta fuerza que le costaba respirar.
El camionero y el conductor del coche se acercaron corriendo.
—¿Qué ha ocurrido? —gritó el primero—. ¿Se encuentran bien?
Lo estaban. Se detuvieron más coches y salió más gente. Gideon apenas se fijó. Se volvió hacia Fordyce.
—¿Sucede muy a menudo que un motor se pare de esa manera?
—No.
—¿Y que se averíen los dos a la vez?
—Nunca. Eso no ocurre nunca.