28

El aeródromo de Santa Fe oeste dormitaba bajo el limpio cielo cuando Fordyce detuvo el coche en el aparcamiento. Gideon vio un solitario hangar al que le habían adosado un anexo prefabricado en el último momento.

—¿Y la pista? —preguntó mientras miraba en derredor.

Fordyce señaló hacia la zona sin asfaltar situada más allá del hangar.

—¿Quiere decir que está al otro lado de la zona de tierra?

—No. Es la zona de tierra.

En el mejor de los casos no se podía decir que Gideon fuera aficionado a volar. Solo era capaz de olvidar momentáneamente que se hallaba atrapado en un tubo de aluminio que se desplazaba a gran velocidad a miles de metros de altura si estaba sentado cómodamente en un avión a reacción, con la luz apagada, unos auriculares enchufados en su iPod y una azafata dispuesta a llevarle un refresco. Así pues, contempló con aprensión los pequeños aviones repartidos en el campo de tierra. Subido en uno de ellos no tendría forma de olvidar nada.

Fordyce cogió un maletín del asiento trasero y salió del coche.

—Voy a ver al director del aeropuerto para alquilarle la avioneta que me dijo. Hemos tenido suerte de que hubiera disponible un Cessna 64-TE.

—Sí, mucha.

Fordyce se alejó, y Gideon se quedó en el coche. Hasta ese momento se las había ingeniado para no volar en avionetas, de modo que la situación no pintaba bien. Confiaba en no sufrir un ataque de pánico y hacer el ridículo ante su compañero. Era una lástima que Fordyce tuviera licencia de piloto.

«Tranquilízate, idiota —se dijo—, seguro que sabe apañárselas. No tienes de qué preocuparte».

Cinco minutos después Fordyce salió del anexo y le hizo gestos para que lo acompañara. Gideon tragó saliva, se apeó del coche procurando poner cara de póquer y siguió al agente del FBI. Dejó atrás el hangar, los aviones estacionados fuera y llegó a un aparato blanco y amarillo con un motor en cada ala. Parecía un insecto metálico.

—¿Es este? —preguntó.

Fordyce asintió.

—¿Y está seguro de que sabe manejarlo?

—Si no sé, usted será el primero en comprobarlo.

Gideon sonrió lo mejor que pudo.

—¿Sabe qué, Fordyce? La verdad es que no necesita que lo acompañe. ¿Por qué no me quedo en Santa Fe e investigo alguna de las pistas que hemos encontrado? Esa mujer, por ejemplo…

—Ni hablar. Somos compañeros y usted se sentará a mi lado.

Fordyce abrió la puerta del piloto, subió, manipuló unos cuantos controles, volvió a bajar y se puso a dar vueltas alrededor de la avioneta mirando esto y aquello.

—No me irá a decir que también es mecánico de aviones, ¿no? —preguntó Gideon.

—Es una inspección de rutina antes de despegar —contestó Fordyce mientras comprobaba los alerones y el timón de cola.

Luego abrió una tapa y sacó algo parecido a una varilla para el aceite.

—Ya que está en ello, podría limpiar también los cristales —comentó Gideon.

Fordyce hizo caso omiso y se agachó bajo un ala al tiempo que sacaba del bolsillo lo que parecía una jeringa de gran tamaño con una especie de tubo dentro. Abrió otra tapa, insertó el artefacto en el ala y vio cómo se llenaba de un líquido azulado. Acto seguido lo retiró y lo examinó a contraluz. Una pequeña bolita se mantenía en el fondo del tubo.

—¿Se puede saber qué está haciendo? —quiso saber Gideon.

—Pues ya que pregunta, estoy comprobando que no haya agua en el combustible —contestó Fordyce antes de verter de nuevo el líquido en el depósito.

—¿Ha terminado ya?

—Apenas he empezado. Cada ala tiene un depósito y hay cinco trampillas por ala.

Gideon se sentó en el suelo con impaciencia.

Cuando al fin Fordyce le indicó que subiera al puesto del copiloto y que se pusiera los auriculares se sintió aliviado, pero entonces llegó otra tanda de comprobaciones: lista de control del motor, lista de comprobación de pista y lista de verificación de despegue. Fordyce iba recitando con entusiasmo los pasos que debía dar. Transcurrió una hora hasta que los motores estuvieron en marcha y el aparato en posición en un extremo de la pista. Sentado en la estrecha cabina, Gideon notó que lo invadía una sensación de creciente claustrofobia.

—Por favor, en estos momentos ya podríamos haber llegado a Santa Cruz a pie —exclamó.

—Esto fue idea suya, no lo olvide.

Fordyce observó el anemoscopio desde la cabina para determinar la dirección del viento. Después arrancó el motor y giró lentamente la avioneta.

—Y si… —empezó a decir Gideon.

—Cállese un minuto —repuso Fordyce, cuya voz sonaba chillona y metálica a través del intercomunicador—. Vamos a hacer un despegue en corto y tengo mucho de qué ocuparme si vamos a salvar eso —añadió mientras señalaba con el dedo la hilera de árboles situados al final de la pista.

Gideon cerró el pico.

—Tráfico de Santa Fe oeste, aquí Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve —dijo Fordyce por el micrófono—. Me dirijo a pista tres-cuatro para despegue.

Se ajustó el auricular y comprobó por última vez el cinturón de seguridad. Luego quitó el freno de mano y aceleró lentamente. El avión cobró velocidad.

—Tráfico de Santa Fe oeste, aquí Cessna uno-cuatro-nueve-seis-nueve entrando en pista tres-cuatro para despegue.

La avioneta empezó a avanzar por la pista sin asfaltar. Gideon se aferró a su asiento.

—Tenemos una velocidad de rotación de uno-veinticinco kias —le informó Fordyce—. Todo va bien.

Gideon apretó los dientes. «El cabrón está disfrutando con esto», pensó Gideon.

El traqueteo cesó de repente. Habían despegado. Los prados desfilaron bajo ellos, y un cielo azul llenó las ventanillas. En ese momento la avioneta parecía menos estrecha y mucho más ágil y ligera, más como una vagoneta de unas montañas rusas que un pesado reactor de pasajeros. A pesar suyo, Gideon experimentó la emoción de volar.

—Subiendo a Vx a setenta y cinco nudos —dijo Fordyce.

—¿Qué es Vx? —preguntó Gideon.

—No hablo con usted, sino con la grabadora de vuelo. Haga el favor de callarse.

Ascendieron sin problemas entre el rugido de los motores. Cuando alcanzaron cuatro mil pies Fordyce recogió los flaps y redujo el gas hasta alcanzar la velocidad de crucero. El pequeño avión se estabilizó.

—Muy bien —dijo—, el capitán acaba de apagar la luz de «prohibido hablar».

Tras el despegue sin novedad y con los motores funcionando con normalidad, Gideon se concedió un respiro y creyó que incluso podría disfrutar de la experiencia.

—¿Vamos a sobrevolar algo interesante?

La avioneta dio una repentina sacudida, y Gideon se aferró a su asiento, aterrorizado. Se iban a estrellar. Otra sacudida y otro brinco. Vio que el suelo oscilaba bajo sus pies.

—No es más que un poco de turbulencia que hay a esta altitud —aclaró Fordyce tranquilamente—. Creo que subiré mil pies más. —Miró a Gideon—. ¿Se encuentra bien?

—Sí, estoy bien —repuso este forzando una sonrisa mientras procuraba aflojar sus dedos aferrados al asiento.

—Para responder a su pregunta, volaremos por encima del parque nacional del Bosque Petrificado, el Gran Cañón y el valle de la Muerte. Para ir sobre seguro repostaremos en Bakersfield.

—Tendría que haber traído mi Instamatic.

La avioneta se niveló, parecía libre de turbulencias y suave como la seda. Gideon experimentó un renovado alivio.

Fordyce sacó unos cuantos mapas de aviación de su maletín y se los colocó sobre el regazo.

—¿Tiene alguna idea de qué deberíamos buscar en este viaje? —preguntó mirando a Gideon.

—Chalker deseaba convertirse en escritor. El hecho de que se apuntara a ese curso después de haberse convertido al islam demuestra que ese deseo fue uno de los pocos que mantuvo. Es posible que quisiera escribir acerca de su propia conversión. Recuerde que el curso trataba de cómo escribir una autobiografía. Supongamos que entregara una copia de su manuscrito a alguien del taller de escritura para que se lo criticara o que leyera algo en voz alta en el seminario y alguien se acordara. Sería interesante.

—¿Interesante? ¡Sería dinamita! Pero en ese caso seguramente tendría una copia del documento en su ordenador, lo cual significa que en estos momentos hay miles de personas en Washington que ya lo estarán leyendo.

—Es posible, pero no todos los escritores escriben con ordenador, y si había algo incriminatorio en el texto bien pudo haberlo borrado. No sé, aun suponiendo que esté en su ordenador, ¿cree que llegaremos a verlo?

Fordyce asintió con un gruñido.

—Buena pregunta.

Gideon se recostó en su asiento y contempló el paisaje marrón y verde que corría bajo ellos. Tras un inicio titubeante su investigación parecía que por fin cobraba impulso. La ex de Chalker, la mezquita, Blaine y la pista que iban a investigar. Intuía que en alguna parte, de la manera que fuera, una de aquellas pruebas acabaría siendo un filón de oro.