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Myron Dart se encontraba en el dórico interior del monumento a Lincoln y contemplaba con aire pensativo el mármol que lo rodeaba. A pesar de que era un caluroso día de comienzos de verano, la clase de tarde bochornosa característica de Washington, dentro del monumento conmemorativo se estaba fresco. Dart procuraba no mirar la estatua de Lincoln. Había algo en su impresionante majestuosidad, en la benevolente mirada del presidente que siempre lo emocionaba; sin embargo, eso era precisamente lo que no podía permitirse en esos momentos. Así pues, fijó su atención en el texto del segundo discurso inaugural esculpido en la piedra: «Con la firmeza de la rectitud, tal como Dios nos ha dado conocerla, luchemos para acabar la tarea que nos hemos impuesto».

Sin duda eran palabras acertadas. Dart se prometió no olvidarlas a lo largo de los días que se avecinaban. Estaba exhausto y necesitaba su inspiración. No se trataba únicamente de la presión que soportaba, sino del país, que parecía estar descomponiéndose entre las discordantes voces de los demagogos y de las personalidades de los medios de comunicación que parecían ahogar todas las demás. A su mente acudieron los versos de Yeats: «Los mejores carecen de convicción, mientras que los peores están llenos de ardiente pasión». La crisis había sacado a relucir lo peor de sus conciudadanos, desde los saqueadores hasta los especuladores financieros, pasando por los fanáticos religiosos, los extremistas políticos e incluso la gente corriente, que había decidido huir de sus hogares a tontas y a locas. ¿Qué demonios le estaba ocurriendo a su querido país?

Sin embargo, en esos momentos no podía pensar en eso. Debía concentrarse en la tarea que tenía entre manos. Dio media vuelta, salió del monumento conmemorativo y se detuvo brevemente en lo alto de la escalinata. Ante él, el National Mall se extendía hasta el lejano monumento a Washington, cuyo obelisco proyectaba su sombra sobre los verdes jardines. El parque estaba desierto. Los visitantes que solían acudir a tomar el sol y los turistas brillaban por su ausencia. Un convoy de semiorugas militares transitaba ruidosamente por Constitution Avenue, y junto a las barricas de hormigón que rodeaban el Ellipse había estacionados varios Humvee. No había ni rastro del tráfico civil. Reinaba una extraña quietud interrumpida únicamente por el sonido de las distantes sirenas, que aullaban monótonamente, como una canción de cuna postapocalíptica.

Bajó a paso vivo los peldaños de la escalinata en dirección a la carretera de acceso, donde lo esperaba un vehículo del GAEN sin distintivos flanqueado por miembros de la Guardia Nacional armados con fusiles M4. Fue hasta la parte trasera de la furgoneta y llamó con los nudillos. Las puertas se abrieron y entró.

El interior estaba frío e iluminado únicamente por el resplandor verde y ámbar de los instrumentos. Media docena de empleados del GAEN estaban sentados supervisando varios terminales o murmurando con alguien a través de los auriculares.

Miles Cunningham, su ayudante personal, salió de entre las sombras.

—Infórmeme —le dijo Dart.

—Las cámaras ocultas y los sensores de movimiento del monumento a Lincoln han sido instalados y conectados online —explicó Cunningham—. La red láser debería estar operativa en un par de horas. En ese momento tendremos vigilancia en tiempo real de todo lo que se halle en un radio de setecientos metros alrededor del monumento. Ni las ardillas podrán saltar de árbol en árbol sin que nos enteremos, señor.

—¿Y qué hay del Pentágono, la Casa Blanca y otros posibles objetivos?

—En estos momentos estamos instalando sistemas parecidos en todos ellos. Esperamos tenerlos todos en funcionamiento antes de medianoche. Todas las redes de seguridad descargarán los datos a través de una conexión especial en el centro de control. Contamos con el personal cualificado necesario para vigilar los monitores por turnos veinticuatro horas al día.

Dart asintió en gesto de conformidad.

—¿Cuántos son?

—Unos quinientos, y otros mil de personal de apoyo del GAEN, eso sin contar con el ejército, la Guardia Nacional, el FBI y demás agencias gubernamentales en activo y en plantilla.

—¿Cuántos hombres integran el personal desplegado?

—Tratándose de una situación tan cambiante, resulta imposible de precisar. En estos momentos serán unos cien mil.

«Demasiados», pensó Dart. La investigación se había convertido desde el primer momento en un monstruo, pero él no había dicho nada. En esos instantes, prácticamente toda la plantilla del GAEN se encontraba en Washington después de que la hubieran hecho venir de los cuatro rincones del país. Y lo mismo cabía decir del ejército, la Marina o la Guardia Nacional: la élite de las Fuerzas Armadas de la nación había tomado posesión de la capital al mismo tiempo que sus habitantes y los funcionarios del gobierno la abandonaban.

—¿Qué es lo último que sabemos del grupo de trabajo del artefacto?

Cunningham sacó una carpeta.

—Está todo aquí.

—Hágame un resumen.

—Siguen discrepando acerca del tamaño y potencia de la bomba. Sus dimensiones dependen mucho del grado de sofisticación constructiva.

—¿Cuál es la última estimación?

—Dicen que podría ser cualquier cosa que estuviera entre un artefacto de cincuenta kilos capaz de caber en una maleta y algo mucho mayor que habría que transportar en una furgoneta. En cuanto a la potencia, estiman que estará entre veinte y cincuenta kilotones. Menos si la bomba no acabara de estallar, pero aun así la extensión de la radiación sería enorme.

—Gracias. ¿Qué noticias tenemos de la rama de la investigación que está en Nuevo México?

—Nada nuevo, señor. Los interrogatorios del imán no han arrojado resultados concluyentes. Tienen cientos, miles de pistas, pero hasta el momento estas no han conducido a ninguna parte.

Dart meneó la cabeza.

—El fuego está aquí, no allí. Aunque supiéramos el nombre de todos los terroristas involucrados en la trama no nos sería de ayuda porque se han ocultado. Ahora mismo nuestro principal problema es interceptar y contener. Dé un toque a Sonnenberg en Nuevo México. Dígale que si no empieza a obtener resultados en menos de veinticuatro horas voy a desplegar parte de sus fuerzas en Washington, que es donde las necesitamos ahora mismo.

—Sí, señor… —Cunningham estuvo a punto de añadir algo, pero se contuvo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Dart de inmediato.

—He recibido un informe de nuestro enlace con el FBI de allí. Fordyce solicitó y consiguió una citación para llamar a la ex mujer de Chalker, que al parecer vive en una especie de comuna en las afueras de Santa Fe. También planea interrogar a otras personas de interés.

—¿Mencionó quiénes eran los otros sospechosos?

—No dijo que fueran sospechosos, señor, solo individuos con los que piensa contactar. No dio nombres.

—¿Ha enviado algún informe de lo averiguado con la ex de Chalker?

—No, pero el GAEN tampoco sacó nada concluyente cuando la interrogó.

—¿Una comuna? Parece una pista interesante. Quizá habría que seguirla incluso si es un poco exagerado. —Miró en derredor—. Tan pronto como estén en marcha las redes de seguridad quiero que empiecen las pruebas beta. Reúna los equipos y póngalos a trabajar. Que comprueben los posibles agujeros y puntos débiles. Y dígales que sean creativos, creativos de verdad, ¿me entiende?

—Sí, señor.

Dart asintió y se dispuso a salir.

—Disculpe, señor… —dijo Cunningham con la mayor cortesía.

—¿Qué?

Cunningham carraspeó.

—Perdone que se lo diga, señor, pero debería descansar. Si no me equivoco, lleva cincuenta horas seguidas de pie.

—Yo y todos.

—No, señor. Nosotros hemos hecho turnos para descansar. En cambio usted no ha parado. Me permito sugerirle que vuelva al centro de mando y descanse unas horas. Le mantendré informado si se produce cualquier novedad o surge algo urgente.

Dart vaciló. Se abstuvo de dar una de sus cortantes respuestas e hizo un esfuerzo por emplear un tono amable.

—Le agradezco que se preocupe, Cunningham, pero ya tendré tiempo para dormir cuando todo esto haya terminado.

Dicho lo cual abrió la puerta de la furgoneta y salió al sol.