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La mezquita de Al-Dahab se levantaba al final de una serpenteante carretera. Era un gran edificio de adobe con una cúpula de oro que destacaba contra el fondo rojo de las montañas. Los colores rojo, dorado y azul componían una llamativa imagen entre el mar de coches oficiales que la rodeaban. Los vehículos abarrotaban el espacioso aparcamiento, y había bastantes más estacionados de cualquier manera en los alrededores.

Cuando se acercaron Gideon y Fordyce oyeron gritos y vieron un pequeño pero ruidoso grupo de manifestantes que vociferaban su disgusto tras un cordón policial mientras agitaban pancartas en las que se leía: «Fuera musulmanes».

—¿Ha visto a esos idiotas? —dijo Gideon mientras meneaba la cabeza con disgusto.

—Se llama libertad de expresión —repuso el agente del FBI sin detenerse.

Una unidad de mando móvil, un gran remolque con numerosas antenas de comunicación en el techo, se encontraba estacionada en el aparcamiento.

—¿Por qué han montado esto aquí? —preguntó Gideon mientras Fordyce buscaba un sitio donde aparcar—. ¿Por qué no se llevan a todo el mundo a la ciudad para interrogarlo allí?

Fordyce soltó un bufido.

—Es una forma de invadir su espacio, para intimidar.

Cruzaron varios controles y pasaron bajo un detector de metales. Sus credenciales fueron examinadas escrupulosamente antes de que los acompañaran al interior de la mezquita. Era espectacular: un largo y amplio pasillo conducía al espacio abovedado, que había sido decorado con mosaicos azules que formaban intrincados diseños. Dejaron a un lado la parte central destinada a la oración y fueron llevados hasta una puerta cerrada en el fondo del recinto. Había multitud de agentes del GAEN vigilando la entrada y yendo de un lado a otro. No se veían muchos devotos. Todos parecían agentes del gobierno.

Comprobaron sus credenciales una vez más y los dejaron pasar. El pequeño cuarto auxiliar había sido convertido en una sala de interrogatorios no del todo desagradable. Había una mesa en el centro y varias sillas. Del techo colgaban algunos micrófonos, y distintas cámaras de vídeo lo grababan todo desde los cuatro rincones.

—El imán vendrá enseguida —dijo un hombre que llevaba una gorra del GAEN.

Esperaron de pie. La puerta se abrió unos minutos más tarde, y entró un individuo. Para sorpresa de Gideon se trataba de un occidental vestido con traje azul y camisa blanca. Nada de barba, turbante o chilaba. Lo único que llamaba la atención eran las medias que llevaba. Tendría unos sesenta años y era moreno y de complexión robusta.

Entró con aire fatigado y tomó asiento.

—Por favor, siéntense y pónganse cómodos.

Gideon se llevó una segunda sorpresa al oírlo hablar. Aquel hombre tenía un marcado acento de New Jersey. Miró a Fordyce, vio que permanecía de pie y decidió hacer lo mismo.

La puerta se cerró.

—Soy Stone Fordyce —se presentó el agente mostrando brevemente la placa.

—Y yo Gideon Crew, agregado al FBI.

El imán no mostró el menor interés. De hecho el agotamiento parecía haber borrado cualquier rastro de enfado de su rostro.

—¿Es usted el señor Yusuf Ali? —preguntó Gideon.

—En efecto —repuso el hombre al tiempo que se cruzaba de brazos y su mirada se perdía en el vacío.

Habían hablado de cómo llevar el interrogatorio. Gideon empezaría y se mostraría amistoso. Fordyce intervendría un poco más adelante, en plan duro. Por muy trillada que fuera, la táctica del poli bueno y el poli malo no había sido superada.

—Yo era amigo de Reed, en Los Álamos —prosiguió Gideon—. Cuando se convirtió al islam me regaló parte de sus libros, por eso no di crédito a mis oídos cuando me dijeron lo que había hecho en Nueva York.

El imán no reaccionó y siguió con la mirada perdida.

—¿A usted no le sorprendió al saberlo?

El hombre lo miró por fin.

—¿Sorprendido? Me quedé de piedra.

—Usted era su asesor espiritual. Estuvo presente cuando recitó la Shahada, su declaración de fe. ¿Va a decirme que no percibió en él ningún radicalismo creciente?

Se hizo un largo silencio.

—Debe ser la decimoquinta vez que me hacen la misma pregunta. ¿De verdad tengo que contestarla de nuevo?

—¿Le supone algún problema responder? —intervino Fordyce con brusquedad.

Ali se volvió para mirarlo.

—La decimoquinta vez sí. Pero no se preocupe, le contestaré, y la respuesta es que no. No vi el menor indicio de radicalismo en Reed. Al contrario, parecía totalmente indiferente al islam político. Era un hombre centrado por completo en su propia relación con Dios.

—Eso cuesta de creer —contestó Fordyce—. Tenemos copias de los sermones que da usted en la mezquita y en ellos es fácil encontrar críticas contra el gobierno por la guerra de Irak y otro tipo de comentarios de tipo político. También contamos con testimonios que hablan de su actitud en contra de las guerras y sus opiniones antigubernamentales.

Ali miró a Gideon.

—¿Estaba usted a favor de la guerra de Irak? ¿Aprueba usted todas las decisiones de su gobierno?

—Bueno…

—Los que hacemos las preguntas somos nosotros —intervino Fordyce.

—Lo que intento decir, y no quiero que me malinterprete —repuso el imán—, es que mis opiniones con respecto a la guerra no son distintas de las de muchos norteamericanos leales. Yo soy un norteamericano leal.

—¿Y qué me dice de Chalker?

—Al parecer no lo era. Esto puede sorprenderlo, agente Fordyce, pero no todos los que estamos en contra de la guerra de Irak deseamos volar la ciudad de Nueva York.

Fordyce meneó la cabeza. El imán se inclinó hacia delante.

—Déjeme que le cuente algo nuevo, agente, algo que no he dicho a nadie. ¿Le gustaría oírlo?

—Desde luego.

—Me convertí al islam cuando tenía treinta y cinco años. Antes de eso me llamaba Joseph Carini y era fontanero. Mi abuelo llegó de Italia en 1930. No era más que un crío vestido con harapos y sin un céntimo en el bolsillo. Procedía de Sicilia. Tuvo que espabilarse nada más llegar, pero se buscó un empleo, trabajó sin descanso, aprendió el idioma, compró una casa en Queens, se casó y crió a sus hijos en un barrio de clase obrera, bueno y seguro, que para él era como el paraíso si se comparaba con la corrupción, la pobreza y la injusticia social que reinaban en Sicilia. Mi abuelo amaba este país, lo mismo que mi padre y mi madre. Tras años de esfuerzo mi familia logró trasladarse a un barrio mejor, a North Arlington, en New Jersey. Ellos siempre agradecieron las oportunidades que el país les brindó, y yo también. ¿Qué otro país del mundo habría acogido a un niño de quince años, sin un céntimo y que no sabía inglés, y le habría dado las oportunidades que mi abuelo tuvo? Yo mismo me he beneficiado de la libertad que reina aquí y que me ha permitido abandonar la Iglesia católica, cosa que hice por razones estrictamente personales, convertirme al islam, mudarme al oeste y por fin construir esta magnífica mezquita. Algo así solo puede ocurrir en Estados Unidos. Incluso después del 11 de septiembre los musulmanes somos tratados con respeto por nuestros vecinos. Ese ataque terrorista nos disgustó, como a todos. Llevamos años practicando nuestra religión en paz y sin que nos molesten.

Hizo una pausa, y en el silencio que siguió se oyeron claramente los gritos de los manifestantes en el exterior.

—Al menos hasta ahora —concluyó el imán.

—Bonito cuento patriótico el suyo —repuso Fordyce, pero Gideon vio que las palabras del imán habían desinflado un poco al agente.

El resto de la entrevista no llevó a ninguna parte. El imán insistió en que no había radicales entre sus fieles, que básicamente eran todos conversos y en su inmensa mayoría ciudadanos norteamericanos. Las cuentas de la mezquita y la madraza estaban a disposición de quien deseara examinarlas. Toda la información había sido puesta en manos del FBI. Las obras de caridad que financiaban eran todas legales y su contabilidad también obraba en poder del FBI. Sí, entre los fieles de la mezquita predominaba la oposición a las guerras de Irak y Afganistán, pero al mismo tiempo algunos miembros de la congregación prestaban servicio en el golfo Pérsico. Sí, daba clases de árabe, pero esa era la lengua del Corán y no quería decir que tuviera lealtades secretas hacia determinadas actitudes políticas o prejuicios.

Luego se les acabó el tiempo.