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Espadas. Gracias a una chica muy mona y muy aficionada a las aventuras de capa y espada, Gideon se había interesado brevemente por el esgrima en la universidad. Lo dejó al mismo tiempo que ella, convencido de que nunca le sería de utilidad. Visto en retrospectiva le pareció que quizá se había equivocado.

Los hombres lo rodearon cautelosamente mientras lo hacían retroceder hacia un lateral del granero. Vio a Fordyce, que seguía en el suelo y hacía esfuerzos por levantarse. Uno de los vaqueros se dio cuenta y le pegó una patada en el costado que lo hizo rodar por el suelo.

Aquello indignó a Gideon, que arremetió contra el hombre más próximo. Apretó el interruptor de la picana justo cuando lo alcanzó, y el vaquero se desplomó con un grito de dolor. Gideon se abalanzó sobre el siguiente, desvió un golpe y le quitó el arma de las manos antes de esquivar el ataque de un tercer oponente. Entonces oyó gritos a su espalda. Era Fordyce, que se había puesto en pie y, tambaleante, aullaba y lanzaba arremetidas en todas direcciones, igual que un borracho.

El tercer vaquero lanzó una nueva estocada con su picana eléctrica, y Gideon desvió el golpe con la suya entre un montón de chispas. Dio un paso atrás y embistió de nuevo, pero había perdido el equilibrio. Su atacante avanzó lanzando estocadas con su arma. Gideon retrocedió mientras paraba los golpes y contraatacaba como podía. Otro hombre se lanzó contra él desde un costado justo cuando Gideon acertaba a su adversario y este caía al suelo y se retorcía en el polvo. Gideon se volvió rápidamente y desvió el golpe de un segundo agresor mientras veía con el rabillo del ojo cómo Fordyce lanzaba un derechazo a uno de los vaqueros y le partía la mandíbula con un golpe seco. El agente se revolvió igual que una fiera contra otro de sus atacantes que intentaba empalarlo con su horca.

Gideon se vio rodeado por más hombres que lo acorralaron contra el granero. Se defendió como pudo, arremetiendo y lanzando estocadas con su picana eléctrica, pero eran demasiados. Uno de ellos se abalanzó contra él y le lanzó un machetazo sin alcanzarlo, pero otro logró asestarle una descarga en el costado. Sintió un dolor abrasador y gritó. Las piernas le fallaron y se derrumbó contra la pared mientras los demás se aproximaban.

De repente Fordyce apareció tras ellos, manejando la pala como si fuera un bate de béisbol. Acertó de lleno a uno de los vaqueros en la cabeza y obligó a los demás a darse la vuelta para defenderse. Esquivaba los golpes con la pala, y cada contacto provocaba una lluvia de chispas.

Sin embargo, los atacantes eran numerosos, y Gideon y Fordyce no tardaron en verse sobrepasados y empujados de nuevo contra las puertas del granero. Gideon logró ponerse de rodillas. Fordyce lo agarró del brazo y tiró de él para ayudarlo a levantarse.

—¡Al granero, rápido! —le dijo.

Un golpe con la pala acompañado por un grito de furia les despejó el camino hacia las puertas del pajar, y entraron corriendo. Tras la brillante luz del sol la repentina oscuridad los cegó momentáneamente.

—¡Necesitamos armas! —exclamó Fordyce con voz ronca mientras se retiraban hacia el fondo, tropezando y avanzando a tientas entre pilas de alfalfa y filas de maquinaria. Media docena de vaqueros entraron tras ellos y se dispersaron en abanico. Sus gritos y voces resonaban en ese espacio cerrado.

—¡Bien, aquí tenemos una! —exclamó Gideon.

Cogió la sierra mecánica que estaba apoyada contra un poste y tiró de la cuerda de arranque.

La máquina se puso en marcha con un desagradable petardeo. Gideon la sujetó por el asa y la blandió en alto. El ruido llenó el granero.

Los vaqueros se detuvieron.

—¡Sígame! —dijo Gideon.

Corrió hacia los vaqueros, que se habían agrupado de nuevo, y apretó el acelerador de la sierra. La movió en grandes arcos. El motor de la máquina hacía un ruido ensordecedor.

Los vaqueros retrocedieron y corrieron fuera del pajar mientras Gideon los perseguía.

—¡Salgamos de aquí! —le gritó a Fordyce.

Entonces oyó el ruido de otra sierra y vio que de detrás del granero aparecía el individuo que los había acompañado desde la entrada, solo que en lugar del machete había cogido una sierra.

No había otra opción. Gideon se volvió y se enfrentó a la arremetida del hombre entre el rugido de las hojas de acero. Las sierras chocaron con estrépito y levantaron una lluvia de chispas. El golpe fue tan violento que Gideon se tambaleó hacia un lado y estuvo a punto de rodar por el suelo. Con la ventaja del momento, su adversario se lanzó contra él y descargó un golpe en arco con su sierra. Gideon paró la embestida con la suya, y ambas máquinas entraron en contacto con un estrépito tremendo. Gideon se vio empujado hacia atrás de nuevo. Su atacante avanzó hacia él. Estaba claro que era un experto en el manejo de la sierra mecánica.

Gideon no lo era. Si deseaba tener alguna posibilidad de sobrevivir, la más mínima, iba a tener que recurrir a sus conocimientos de esgrima.

«Intentaré un coupé lancé», se dijo con desesperación. Rozó con la punta de la sierra el pecho de su adversario, y este desvió el golpe fácilmente con un movimiento lateral. Las sierras entrechocaron por tercera vez con un ruido terrible y una cascada de chispas.

Gideon se vio lanzado contra un lado del granero, y el hombre aprovechó para acercarse a él con una malévola sonrisa. Gideon se agachó para esquivar la embestida, perdió el equilibrio y cayó. La sierra no llegó a alcanzarlo y rasgó la madera del almacén. Fordyce intentó intervenir, pero el hombre lo mantuvo a raya con su cortadora y se abalanzó sobre Gideon. La barba le vibraba al ritmo de la sierra mecánica cuando la alzó para clavársela en picado. Gideon vio que lo tenía encima y levantó la suya para protegerse. Bloqueó la cadena giratoria y la desvió con un giro brusco. La violencia del movimiento obligó a su agresor a retroceder. Gideon aprovechó la oportunidad y se puso en pie de un salto. Justo cuando el barbudo arremetía de nuevo con un rugido, se lanzó contra él con la sierra por delante. Apartó la punta de la cortadora de su adversario y le atacó con una estocada lateral. Los dientes de la cadena rasgaron la camisa del barbudo y le abrieron un profundo corte en el brazo.

—¡Le he dado! ¡Le he dado de verdad! —gritó Gideon.

La herida solo sirvió para enfurecer aún más al barbudo, que arremetió de nuevo contra él. Levantó su máquina por encima de la cabeza como si fuera un mazo y la descargó con todas sus fuerzas contra la de Gideon. Hubo un gran estruendo, saltaron chispas, y Gideon sintió que le arrancaban la sierra de las manos. Entonces oyó el ruido seco de la cadena dentada de su adversario que se rompía. Era una máquina vieja que carecía de protector. La cadena saltó hacia atrás igual que un látigo y desgarró la cara del barbudo desde la oreja hasta la barbilla. La sangre brotó de la herida y salpicó a Gideon mientras el hombre caía de espaldas y se llevaba las manos al rostro con un alarido.

—¡Cuidado, detrás! —gritó Fordyce.

Gideon se levantó con dificultad, recogió su sierra mecánica del suelo y la puso en funcionamiento justo cuando un grupo de vaqueros arremetían contra él con sus picanas eléctricas. Consiguió dibujar un arco, cortó un par de ellas a la altura de la empuñadura, y los hombres retrocedieron aterrorizados.

Fue entonces cuando Gideon oyó disparos.

—¡Tenemos que largarnos! —vociferó Fordyce a medida que levantaba a Connie Rust del suelo y se la echaba al hombro.

Corrieron hacia la cerca. Gideon hundió su sierra en la tela metálica y abrió un boquete por el que salieron mientras las balas rebotaban en el suelo, a su alrededor.

Finalmente llegaron al Suburban. Gideon arrojó a un lado la sierra y saltó al asiento del conductor. Fordyce subió con Connie al asiento de atrás y la cubrió con su cuerpo.

Dos proyectiles convirtieron el parabrisas del vehículo en una masa de fisuras.

Gideon abrió un agujero en el cristal de un puñetazo, apartó los fragmentos de vidrio que colgaban, puso el Suburban en marcha y aceleró a toda potencia. El coche salió disparado entre una gran nube de polvo.

Cuando el sonido de los disparos se perdió en la lejanía Gideon oyó a Fordyce gruñir en el asiento de atrás.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó.

—Sí, solo estaba pensando en el papeleo que nos espera después de esto.