El rancho Paiute Creek se encontraba al norte de Santa Fe, en una zona aislada de los montes Jemez. Gideon y Fordyce ascendieron entre baches y sacudidas por una vieja pista forestal que discurría entre lomas y valles cubiertos de abetos. El camino terminaba ante una cerca de tela metálica y dos puertas cerradas con candado.
Cuando se apearon del Suburban, Gideon observó a su compañero.
—Quiero verlo caminar, de modo que será mejor que vaya usted delante. Recuerde lo que le he dicho.
—De acuerdo, pero deje de mirarme el culo.
Fordyce se encaminó hacia la cerca, y Gideon se desesperó al ver que no había manera de que abandonara su rigidez de representante de la ley. Tenía que reconocer que el disfraz estaba conseguido, pero el problema era su forma de moverse. Si mantenía la boca cerrada cabía la posibilidad de que nadie se diera cuenta.
—Recuerde que yo me encargaré de los discursos —le dijo.
—Se refiere a soltar las trolas en las que es experto, ¿no?
Gideon se asomó a la cerca. A un centenar de metros de la puerta había una pequeña cabaña de troncos. Un poco más lejos vio otras a través de los árboles, además de un granero y el tejado de lo que parecía un gran rancho. En la distancia distinguió unos campos verdes que se extendían a lo largo de Paiute Creek.
Zarandeó la tela metálica.
—¡Hola!
Nada. ¿Acaso la gente se había marchado también de allí?
—¿Hay alguien? —gritó.
Un individuo salió de la cabaña y se acercó. Llevaba el pelo largo y lucía una poblada barba al estilo de los hombres de las montañas. Mientras se aproximaba desenvainó el machete que pendía de su cinturón.
Gideon notó que Fordyce se ponía en guardia junto a él.
—Relájese —le dijo—. Un machete es mejor que un arma de calibre 45.
El hombre se detuvo a unos pasos de la cerca, sosteniendo de forma ostensible el machete contra su pecho.
—Esto es propiedad privada —anunció.
—Sí, lo sabemos —repuso Gideon—, pero somos amigos. Déjenos pasar.
—¿Qué desean?
—Queremos ver a Willis Lockhart —contestó Gideon dando el nombre del líder de la comuna.
—¿Los espera?
—No, pero le aseguro que tenemos un negocio para proponerle que le interesará. Me parece que se cabreará si resulta que no llega a enterarse de lo que venimos a contarle porque uno de sus hombres nos ha echado.
El hombre lo meditó un momento.
—¿Qué clase de negocio?
—Lo siento, tío, eso es solamente para Lockhart; pero es un asunto de dinero, de mucho dinero.
—El comandante Will es un hombre muy ocupado.
«Comandante Will», pensó Gideon.
—Bueno, ¿va a dejarnos pasar sí o no? Nosotros también somos gente ocupada.
El hombre vaciló.
—¿Va armado?
Gideon alzó los brazos.
—No. Puede cachearme si quiere.
Habían dejado su armamento en el coche. Fordyce llevaba encima su identificación, y se había atado a la pierna con un elástico, debajo de los pantalones, el mandamiento y la citación.
—¿Y él?
—Tampoco.
El hombre envainó el machete.
—De acuerdo, pero al comandante no le va a gustar si resulta que no son lo que dicen ser.
Abrió la cerca, los dejó pasar y los cacheó someramente. Gideon observó que cerraba la puerta con llave y no le gustó. Aun así, entrar en el recinto les había costado menos parloteo de lo previsto.
Pasaron ante un cercado donde varios miembros de la comuna, tipos con aspecto de vulgares vaqueros, trabajaban marcando y despiezando ganado. El gran edificio del rancho quedó a la vista tras una curva. Tenía tres pisos, un tejado a dos aguas nuevo y un gran porche que lo rodeaba por completo. Más allá, en un campo, vieron un imponente montaje de paneles solares, antenas parabólicas y una pequeña torre microondas rodeada por una cerca rematada con alambre de espino.
—¿Para qué pueden necesitar toda esa mierda? —preguntó Fordyce en voz baja.
—Qué sé yo, quizá para cuando les falla el canal por cable de Playboy —contestó Gideon en tono de broma mientras observaba la instalación.
Al aproximarse al edificio principal entraron en lo que era un antiguo pueblo minero perfectamente restaurado, con sus cabañas de troncos, corrales y una barra de madera donde atar los caballos sobre la que descansaban un par de sillas de montar. Sin embargo, la autenticidad de la escena se echaba a perder por culpa del aparcamiento que había detrás del rancho, donde se veían varios Jeep idénticos, maquinaria para el movimiento de tierras y distintos camiones pesados.
Cruzaron el porche; el hombre llamó a la puerta principal y entró. Gideon y Fordyce lo siguieron. Gideon se sorprendió al ver que el salón de la planta baja había sido reconvertido en una moderna sala de reuniones, con una gran mesa de caoba, sillas de ejecutivo, pizarras y una pantalla de plasma. Algunas pizarras estaban llenas de ecuaciones diferenciales que Gideon no alcanzó a descifrar, aunque sabía lo bastante para comprender que se trataba de cálculos sumamente complejos. Más allá del salón divisó lo que parecía un aula en plena clase, donde un grupo de niños escuchaba atentamente a una maestra ataviada con un rústico vestido a cuadros. Todo el lugar tenía un aire extrañamente anacrónico.
—Arriba —les indicó su guía.
Mientras subían por la escalera Gideon alcanzó a oír parte de las explicaciones de la maestra, algo acerca de que los biólogos del gobierno habían desarrollado el virus del sida con propósitos genocidas.
Cruzó una mirada con Fordyce.
Una vez en el rellano Machete los llevó por un largo corredor. Había varias puertas abiertas y a través de una de ellas vieron a una mujer medio desnuda, tendida en una cama de sábanas de seda púrpura, que los miró pasar con total indiferencia.
—¿Y esa quién es, la vicecomandante? —preguntó Gideon cuando se detuvieron ante una puerta cerrada—. El poder tiene sus pequeñas compensaciones, ¿no?
—Ahórrese los comentarios —masculló Fordyce mientras el tipo del machete llamaba a la puerta.
Una voz les dijo que entraran.
La habitación estaba decorada como si fuera un prostíbulo victoriano, con las paredes tapizadas de terciopelo rojo, unos opulentos sillones y sofás, alfombras persas y lámparas de latón con pantallas de cristal de colores. Tras un gran escritorio se sentaba un individuo muy musculoso que llevaba el pelo largo y la misma barba poblada que parecía ser de costumbre general. Sus ojos brillaban como los de Rasputín. Iba vestido con una chaqueta azul de anchas solapas, un chaleco bordado, una corbata tipo ascot y una cadena de oro. Era la viva imagen de un dandi de casino.
Un verdadero farsante.
Gideon se tranquilizó. Ecuaciones o no, aquellos individuos eran unos aficionados. No se trataba de una familia Manson ni de un grupo al estilo de Waco. Su complicada tapadera empezaba a parecerle superflua.
—¿Qué quieren? —preguntó secamente el individuo mirando a Machete.
—Dicen que tienen una proposición que hacerte, comandante.
Lockhart los miró fijamente, primero a Gideon y después a Fordyce, a este más de lo necesario. Gideon sintió un nudo en el estómago.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó con tono suspicaz.
—Él es un federal —contestó Gideon en un arranque de inspiración.
Fordyce se volvió bruscamente, y Lockhart se levantó de un salto.
—No se preocupe —prosiguió Gideon con una risita—. Sería más exacto decir que lo era.
Lockhart permaneció de pie.
—Del ATF, jubilado —prosiguió Gideon—. ¿Sabía usted que esos payasos pueden jubilarse a los cuarenta y cinco? La cuestión es que mi amigo se dedica ahora a otro tipo de negocios, negocios que no dejan de tener cierta relación con su trabajo anterior.
Se hizo un largo silencio hasta que Lockhart preguntó:
—¿Y qué negocios son esos?
—Marihuana con fines médicos.
El comandante arqueó sus pobladas cejas y volvió a sentarse lentamente.
—Yo me llamo Crew —prosiguió Gideon—. Mi socio y yo estamos buscando un lugar seguro para instalar un criadero de marihuana, algo que esté en las montañas, bien protegido y en un terreno irrigado, lejos de los ojos curiosos de los ladrones de maría y que disponga de mano de obra. —Se permitió una pequeña sonrisa—. Resulta más provechoso que la alfalfa que cultiva, es legal y conlleva ciertos beneficios adicionales.
Se produjo otro silencio mientras Lockhart estudiaba a Gideon.
—Bueno —dijo al fin—, nosotros ya cultivamos nuestra propia marihuana. No veo por qué los necesitamos a ustedes.
—Porque lo que hacen es ilegal y no pueden venderla. En cambio, yo cuento con los permisos y tengo un dispensario en Santa Fe, el primero de la ciudad, listo para empezar. Las cantidades serán muy importantes y, repito, legales.
Fordyce decidió intervenir y miró a Lockhart con aire fanfarrón.
—Mis días en el ATF me han proporcionado excelentes contactos en el negocio.
—Ya veo. ¿Y qué les ha hecho pensar en nosotros?
—Mi antigua amiga, Connie Rust —contestó Gideon.
—¿De qué conoce a Connie?
—Bueno, yo era su proveedor de cannabis antes de que se uniera a esta comuna.
—¿Y de dónde sacaba usted el producto?
—¿De dónde si no? —repuso mirando a Fordyce.
Lockhart se volvió hacia el agente.
—¿Eso fue estando usted en el ATF?
—Nunca dije que fuera don perfecto.
Lockhart pareció que sopesaba la situación y que le resultaba plausible. Cogió un radiotransmisor que tenía encima de la mesa.
—Traedme ahora mismo a Connie Rust —ordenó.
Dejó el aparato, se recostó en su asiento y esperó en silencio. El corazón de Gideon empezó a latir con fuerza. Hasta ese momento todo había ido bien.
Pasaron unos minutos hasta que alguien llamó a la puerta y entró una mujer.
—Aquí tienes a un viejo amigo, Connie —dijo Lockhart.
Ella se volvió. Era un desecho de mujer, arrugada por la hierba y el alcohol, con los labios flojos y húmedos y el pelo teñido de rubio pero con largas raíces oscuras. Un vestido de algodón a cuadros cubría su descarnado esqueleto.
—¿Quién…? —balbuceó mirando a su alrededor con ojos vidriosos.
Lockhart señaló a Gideon.
—Él.
—Pero si nunca había visto…
Fordyce no quiso esperar más: alargó la mano y sacó de debajo de la pernera del pantalón su identificación y los papeles al tiempo que Gideon daba un paso hacia Connie Rust y la sujetaba del brazo.
—¡Soy el agente Fordyce del FBI! —exclamó mientras se quitaba la peluca—. Tenemos una citación para que Connie Rust preste declaración. Por lo tanto se viene con nosotros. Cualquier intento de impedirnos la salida será considerado delito de resistencia a la autoridad.
Él y Gideon dieron media vuelta y salieron precipitadamente por la puerta llevándose a una sorprendida Connie Rust ante la mirada estupefacta de Lockhart.
—Pero ¿se puede saber qué demonios…? —tronó este—. ¡Que no escapen!
Mientras bajaba corriendo las escaleras Gideon lo oyó gritar por el radiotransmisor. Instantes después salieron por la puerta principal y echaron a andar a paso vivo por el camino de tierra hacia la salida. Fue entonces cuando Connie empezó a gritar, un alarido agudo que parecía el de un animal por el miedo y la confusión que denotaba. Aun así, no opuso resistencia. Seguía pasiva hasta el punto de parecer exánime.
—Siga, siga —dijo Fordyce—. Casi hemos llegado.
Pero cuando doblaron la curva y pasaron ante el granero se dieron cuenta de que no habían llegado ni mucho menos. Los miembros de la comuna que trabajaban en el cercado bloqueaban el camino. Muchos de ellos blandían las mismas picanas eléctricas con las que azuzaban a las reses. Gideon contó siete.
—¡Somos agentes federales cumpliendo un mandamiento judicial! —bramó Fordyce—. ¡No interfieran y abran paso!
Nadie abrió paso. Al contrario, el grupo avanzó hacia ellos amenazadoramente, con las porras eléctricas en alto.
—¡Oh, no! —dijo Gideon aminorando el paso.
—Siga caminando. Puede que sea un farol.
Gideon siguió arrastrando a Rust mientras Fordyce iba por delante.
—¡Somos agentes del FBI en misión oficial! —gritó este sin dejar de caminar y mostrar su placa.
Su determinación pareció amilanar a los vaqueros y los hizo vacilar, pero los gritos de Connie acabaron por envalentonarlos.
—¡Apártense o serán acusados de obstrucción a la justicia y arrestados! —gritó Fordyce.
Sin embargo, en lugar de apartarse, los vaqueros reanudaron su avance. El que iba en cabeza pinchó a Fordyce con su picana. Este la esquivó, pero no pudo evitar que otra le acertara en el costado. Hubo un chisporroteo de electricidad y cayó al suelo soltando un alarido.
Gideon soltó a Connie Rust, que se derrumbó hecha un guiñapo lloriqueante, cogió una pala apoyada contra el granero y arremetió contra el segundo hombre. De un solo golpe le arrancó la picana de las manos y aprovechó para hundirle la pala en los riñones. El vaquero se desplomó con las manos aferradas al costado. Gideon soltó la pala, recogió el arma y se volvió para enfrentarse con los demás, que inmediatamente avanzaron hacia él con un grito colectivo y blandiendo sus porras.