Simon Blaine vivía en una gran casa situada a menos de un kilómetro de la plaza, junto al Camino Viejo de Santa Fe. Dado que Fordyce se había ido con el coche a Albuquerque, Gideon hizo el trayecto de la plaza a la casa a pie. El tiempo era excelente: un día de verano a gran altitud, no demasiado caluroso, con un cielo muy azul donde solo se apreciaban algunas nubes de tormenta sobre los montes Sandia. Se preguntó si encontraría a Blaine en casa. La maldita ciudad parecía estar medio desierta.
Faltaban ocho días para el Día-N, y el tiempo seguía pasando. A pesar de todo se sentía contento de hallarse en Santa Fe y no en Nueva York, donde reinaba el caos. La mayor parte del barrio financiero, Wall Street, el monumento al World Trade Center y la zona del centro próxima al Empire State Building habían sido abandonados, tras lo cual se habían producido los inevitables pillajes e incendios, seguidos del despliegue de la Guardia Nacional. A lo largo del día anterior se había desatado igualmente un verdadero furor político manifestado en virulentos ataques contra el presidente del país. Algunas figuras mediáticas divisionistas y personalidades de la radio se habían unido a ellos para explotar la situación en su propio beneficio, a fuerza de excitar los ánimos. Estados Unidos llevaba mal la crisis.
Apartó esos pensamientos de su mente cuando llegó a la casa de Blaine. La vivienda estaba oculta tras un muro de adobe de unos tres metros de alto que corría a lo largo de la carretera. Lo único que podía ver desde allí eran las copas de los árboles que crecían con profusión al otro lado y se agitaban con el viento. La portalada era de recio hierro forjado y madera, y Gideon no encontró en ella la menor rendija por la que atisbar. Contempló el intercomunicador empotrado en el arco de entrada, apretó el botón y esperó unos segundos.
Nada.
Volvió a intentarlo. ¿No había nadie en casa? Solo había una forma de averiguarlo.
Siguió caminando a lo largo del muro hasta que llegó a la esquina de la propiedad. Estaba acostumbrado a trepar paredes, de modo que no le supuso gran esfuerzo encaramarse a aquella y subirse al áspero borde del muro. Al cabo de un momento había saltado al otro lado, en medio de un grupo de álamos que ocultaban su presencia. Cerca de allí una fuente artificial hacía manar agua sobre las piedras de un pequeño estanque. Más allá, al otro lado de una extensión de césped inmaculado, se alzaba una casa de adobe con muchas ventanas, una gran veranda y al menos una docena de chimeneas.
Vio a través de las ventanas que una figura se movía en su interior. Efectivamente había alguien en casa, y lo irritó que no hubieran contestado a su llamada. Se llevó la mano a la tarjeta de identidad que Fordyce le había entregado no sin reservas y fue hasta la portalada sin apartarse del muro. Apretó el botón que abría la puerta, de modo que pareciera que había entrado por allí. Cuando la puerta de hierro y madera se abrió, echó a andar por el camino de acceso, llegó a la entrada principal y llamó al timbre.
Esperó un momento y volvió a llamar. Finalmente oyó pasos en el vestíbulo. La puerta se abrió y reveló a una esbelta joven de unos veintitantos años, con una abundante cascada de cabello, vestida con tejanos ceñidos, una camisa blanca y ajustada y botas vaqueras. Tenía una mirada feroz y una infrecuente combinación de ojos castaños y pelo rubio.
—¿Quién demonios es usted? —preguntó con los brazos en jarras tras apartarse un mechón de la cara—. ¿Se puede saber cómo ha entrado?
Gideon había pensado cuál sería la mejor manera de presentarse, pero la actitud desafiante de la joven zanjó la cuestión. Sonrió, sacó del bolsillo con insolente lentitud su identificación e hizo lo mismo que habría hecho Fordyce: irrumpir en su espacio personal y plantársela en las narices.
—Gideon Crew, asignado al FBI.
—Quíteme eso de la cara.
—Quizá debería echarle un vistazo —contestó sin dejar de sonreír—. Es su última oportunidad.
Ella sonrió y alzó la mano despacio, pero en lugar de coger la identificación la apartó de un manotazo.
Gideon se quedó momentáneamente paralizado por la sorpresa. El rostro de la joven mantenía una expresión desafiante, los ojos le centelleaban, y en su elegante cuello se apreciaban los latidos de su corazón. Era una verdadera tigresa. Gideon cogió el móvil y casi lamentó tener que hacer aquello con una mujer así. Marcó el número de la policía y habló con un agente con el que Fordyce y él se habían puesto en contacto —«enlazado», utilizando la jerga del FBI— anteriormente.
—Aquí Gideon Crew. Necesito refuerzos en el 990 del Camino Viejo de Santa Fe. Estoy en el lugar de los hechos y he sido agredido por el habitante de la casa.
—¡Yo no lo he agredido, capullo!
«Vaya lengua», pensó Gideon.
—Lo que acaba de hacer, darme un manotazo, encaja con la definición de «agresión». —Sonrió—. Acaba de meter la pata hasta el fondo y ni siquiera sé cómo se llama.
Ella lo fulminó largamente con sus ojos castaños, pero al final cedió. No era tan dura después de todo.
—¿De verdad es del FBI? —Recorrió la indumentaria de Gideon, vaqueros negros, camisa color lavanda, Keds, con la mirada—. La verdad es que no lo parece.
—He sido asignado al FBI. Investigamos el incidente terrorista de Nueva York. Estoy aquí porque deseo hacer unas cuantas preguntas al señor Simon Blaine.
—No está.
—Entonces esperaré.
Oyó las sirenas a lo lejos. Maldición, la policía era rápida en aquella ciudad. Vio que la joven desviaba la mirada hacia la zona de donde provenía el sonido.
—Tendría que haber llamado primero —dijo ella—. ¡No tenía derecho a entrar sin permiso!
—Mi derecho a entrar en locales llega hasta su puerta. Tiene usted cinco segundos para decidir si quiere convertir esto en algo realmente feo o si prefiere cooperar al cien por cien. Como le he dicho, esto pretendía ser una visita amistosa. No tiene por qué transformarse en una denuncia por resistencia a la autoridad.
—¿Resistencia a la autoridad?
Las sirenas sonaron con más fuerza cuando los coches patrulla se acercaron a la verja. Gideon comprendió por la mirada asustada de la joven que se estaba derrumbando rápidamente.
—Está bien, está bien —aceptó ella—, colaboraré, pero esto es puro y simple chantaje.
El primer coche patrulla entró en el camino de acceso seguido de otros dos. Gideon fue a su encuentro, se apoyó en la ventanilla de uno de ellos y mostró su identificación.
—Muchas gracias, agentes. La situación está ahora bajo control. Su rápida intervención lo ha hecho posible.
La policía se mostró reacia a marcharse: se sentía emocionada por poder participar —aunque fuera indirectamente— en la investigación, y pocas veces tenía la oportunidad de presentarse en casa de un escritor famoso. Sin embargo, Gideon logró convencerlos tranquilamente de que había sido un malentendido. Cuando los agentes se hubieron marchado, se volvió hacia la joven con una sonrisa y señaló la casa.
—¿Qué le parece si pasamos dentro?
Ella entró y se volvió.
—Aquí están prohibidos los zapatos. Quíteselos.
Gideon se quitó las Keds y observó que ella conservaba deliberadamente las botas vaqueras, en las que había restos de excrementos de caballo. La joven cruzó la alfombra persa del vestíbulo y entró en el salón. Era una estancia espectacular, con sofás blancos de piel, una gran chimenea y lo que Gideon reconoció como una colección de alfarería prehistórica dispuesta en una serie de vitrinas.
La joven se sentó sin decir nada.
Gideon sacó su libreta de notas y se instaló en el sofá de enfrente. No pudo evitar fijarse en lo atractiva que era. De hecho, le parecía absolutamente bella. A pesar de que lamentaba haber tenido que amenazarla intentó mantener una actitud seria y severa.
—Su nombre, por favor.
—Alida Blaine —respondió en tono inexpresivo—. ¿Tengo que llamar al abogado de la familia?
—Me ha dicho que colaboraría —replicó secamente Gideon. Hubo un largo silencio y él se ablandó—. Escuche, Alida, solo pretendo hacerle algunas preguntas sencillas.
—¿Las Keds forman parte del nuevo uniforme del FBI? —inquirió ella con evidente sarcasmo.
—Se trata de una misión temporal.
—¿Temporal? ¿A qué se dedica normalmente? ¿Toca en una banda de rock?
Quizá Fordyce estuviera en lo cierto con respecto a su atuendo.
—Soy físico.
La joven arqueó las cejas. A Gideon no le gustaba su forma de desviar la conversación hacia él, así que le preguntó rápidamente:
—¿Qué relación tiene con Simon Blaine?
—Soy su hija.
—¿Edad?
—Veintisiete.
—¿Dónde está su padre en estos momentos?
—En un rodaje.
—¿De una película?
—Están llevando al cine una de sus novelas. El plató está en el rancho Circle Y, al sur de la ciudad.
—¿Cuándo volverá a casa?
Alida miró el reloj.
—No debería tardar. ¿Quiere explicarme de qué va todo esto?
Gideon hizo un esfuerzo por relajarse y sonreír. Empezaba a sentirse culpable. No tenía madera de policía.
—Estamos intentando averiguar más cosas sobre Reed Chalker, el individuo involucrado en la trama terrorista.
—O sea que se trata de eso. ¡Vaya! Pero ¿se puede saber qué tiene que ver con nosotros? —preguntó ella mientras abría un cajón, sacaba un paquete de cigarrillos y encendía uno.
Gideon percibió que el enfado de la joven se tornaba curiosidad. Pensó en pedirle un pitillo, pero decidió que era mejor no hacerlo. Era realmente guapa, y a él le costaba cada vez más mantener aquella actitud de frialdad. Tuvo que hacer un esfuerzo para centrarse en lo que tenía entre manos.
—Tenemos motivos para pensar que su padre conocía a Reed Chalker.
—Lo dudo. Yo me ocupo de la agenda de mi padre y nunca había oído hablar de ese hombre hasta que vi su nombre en los periódicos.
—Chalker tenía una colección completa de los libros de su padre, todos autografiados.
—¿Y?
—Es por el tipo de dedicatoria que tenían. «Para Reed, con especial cariño. Simon». Esas palabras hacen pensar que se conocían.
Al oír aquello Alida echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.
—Me temo que andan totalmente desencaminados. Mi padre siempre dedica así sus libros. Y los firma a miles.
—¿Con su nombre de pila?
—Así ahorra tiempo y por eso mismo llama a los dedicados por su nombre. Cuando uno tiene delante a quinientas personas haciendo cola, cada una con más de un libro, no puede firmar con su nombre y apellidos. Ese tal Chalker trabajaba en Los Álamos, ¿verdad? Al menos eso dice la prensa.
—Así es.
—En ese caso no creo que le costara demasiado conseguir que mi padre le dedicara sus libros.
Gideon sentía una creciente sensación de fracaso. Fordyce tenía razón: aquella pista era un callejón sin salida. Además se estaba poniendo en ridículo.
—¿Tiene alguna prueba de eso? —preguntó tan animosamente como pudo.
—Vaya y pregunte en la librería. Mi padre firma allí sus libros todos los años. Ellos se lo confirmarán. Unas veces firma como «Simon» y otras como «Simon B.», y siempre añade «con mis mejores deseos» o «con especial cariño». Es lo que hace con todos sus lectores, sean Tom, Dick o Harry. No tiene nada que ver con ninguna presunta amistad.
—Entiendo.
—Oiga, no irá a decirme que esta investigación va en serio, ¿verdad? —La hostilidad de su tono había sido sustituida por la burla y el sarcasmo—. Si son ustedes los encargados de enfrentarse a unos terroristas que tienen una bomba atómica, entonces me parece que hay motivos de sobra para preocuparse.
—Tenemos que seguir todas las pistas —contestó Gideon a la defensiva. Sacó una foto de Chalker—. ¿Quiere echarle un vistazo y decirme si lo reconoce?
La cogió, la miró brevemente y después volvió a mirarla con más atención.
—Pues sí, creo que lo reconozco. Solía venir a todas las sesiones de firma de libros que mi padre convocaba en la ciudad. Era una especie de fan, se enganchaba a mi padre e intentaba entablar conversación mientras quinientas personas hacían cola tras él. Mi padre se lo tomaba a broma porque forma parte de su trabajo y nunca es antipático con sus lectores. —Le devolvió la foto—. Pero puedo asegurarle que no tenía ninguna relación de amistad con Chalker.
—¿Hay algo más que pueda decirme de él?
Alida negó con la cabeza.
—No.
—¿De qué solían hablar?
—No lo recuerdo. De los temas habituales en estos casos. ¿Por qué no se lo pregunta a mi padre?
Precisamente en ese momento se oyó ruido en la puerta principal, y un hombre entró en el salón. Para tratarse de un escritor famoso Simon Blaine era extrañamente bajo, con una gran cabeza llena de rizos blancos y un sonriente rostro de duendecillo, sin arrugas y de mejillas sonrosadas. Una gran sonrisa apareció en su rostro cuando vio a su hija. Se acercó y le dio un abrazo que ella le devolvió sin esfuerzo tras levantarse porque era bastante más alta. Gideon se puso en pie y le tendió la mano.
—Soy Simon Blaine —se presentó el recién llegado, como si Gideon no supiera quién era.
Llevaba un traje demasiado grande para su menudo esqueleto, y las mangas ondearon cuando estrechó la mano de Gideon con entusiasmo.
—¿Quién es tu nuevo amigo, HM? —Su voz era extrañamente grave y cautivadora, pero al mismo tiempo tenía un leve acento de Liverpool que hacía que pareciera una versión barítono de Ringo Starr.
—Me llamo Gideon Crew, encantado de conocerlo. —Miró a Alida y después a su padre—. Perdone, ¿cómo la ha llamado?
—Ah, es por su apodo de Hija Milagro —repuso Blaine mirando a su hija con adoración.
—El señor Crew no es mi amigo. —Se apresuró a aclarar Alida al tiempo que apagaba el cigarrillo—. Es investigador del FBI y se ocupa del incidente terrorista de Nueva York.
Blaine abrió los ojos desmesuradamente por la sorpresa. Eran de un color castaño oscuro con reflejos dorados, una combinación muy poco frecuente.
—¿De verdad? ¡Qué interesante! —Examinó la identificación de Gideon y se la devolvió—. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Deseaba hacerle unas preguntas, si no le importa.
—En absoluto. Siéntese, por favor.
Todos tomaron asiento, y Alida fue la primera en intervenir.
—Resulta que el terrorista nuclear que murió en Nueva York, el tal Chalker, coleccionaba todos tus libros, papá. Solía acudir siempre que los dedicabas. ¿No lo recuerdas? —Cogió otro cigarrillo del paquete, lo golpeó en la mesa y lo encendió.
Blaine frunció el entrecejo.
—No puedo decir que lo recuerde, francamente.
Gideon le entregó la foto de Chalker, y Blaine la examinó. Con su labio inferior sobresaliendo por la concentración y sus blancos rizos era la viva imagen de un duende irlandés.
—¿No te acuerdas? Era el tipo que solía ir a todas tus sesiones de firma de libros, cargado con un montón de tus novelas, y se ponía siempre el primero en la cola.
El labio inferior se retrajo, y las pobladas cejas se arquearon.
—¡Sí, claro que me acuerdo! ¡Dios mío, Reed Chalker, el terrorista de Los Álamos! —Devolvió la foto—. Y pensar que era uno de mis lectores más asiduos. —No parecía que eso le desagradara.
—¿De qué solía hablar con Chalker? —preguntó Gideon.
—Es difícil de decir. Yo firmo libros todos los años en Collected Works, en Santa Fe, y a menudo acuden entre cuatrocientos y quinientos lectores. La verdad es que desfilan como un torbellino. La mayoría hablan de lo mucho que les gustan mis libros o me explican cuáles son sus personajes favoritos. A veces incluso me traen sus manuscritos para que los lea o les dé mi opinión sobre cómo iniciarse en la profesión de escritor.
—Y a menudo comentan la vergüenza que supone que a mi padre no le hayan dado el Nobel, y yo estoy de acuerdo con ellos —terció Alida.
—Tonterías —contestó Blaine con gesto despectivo—. Me han dado el National Book Award y el Man Booker. Tengo más premios de los que merezco.
—¿Le pidió Chalker alguna vez que leyera algo escrito por él?
—Yo tengo una pregunta que hacerle —lo interrumpió Alida mirándolo fijamente—. Usted dice que es físico y que trabaja para el FBI.
—Sí, pero esto es irrelevante.
—¿Trabaja también en Los Álamos?
Aunque no era ningún secreto, Gideon se asombró por la perspicacia de la joven.
—Una de las razones por las que me pidieron que me uniera a la investigación fue porque trabajé en el mismo departamento que él.
—Lo sabía —dijo, y se cruzó de brazos con aire triunfal.
Gideon se volvió hacia Blaine para desviar de nuevo la conversación de su persona.
—¿Recuerda si alguna vez le enseñó algo que había escrito?
Blaine lo pensó un momento y meneó la cabeza.
—No, no lo hizo. Además, soy muy estricto y nunca leo nada escrito por otros. Lo único que recuerdo es que era un joven ansioso, pero hace tiempo que no lo he visto. Me parece que no ha venido a mis últimas sesiones de firma de libros, ¿no, HM?
—Creo que no.
—¿Alguna vez le mencionó que se había convertido al islam? —quiso saber Gideon.
Blaine pareció sorprenderse.
—Nunca, y le aseguro que recordaría algo así. No, hablaba de lo habitual en estos casos. Lo único que recuerdo es que era persistente y que siempre paraba la cola un buen rato.
—Mi padre es demasiado amable —declaró Alida, cuyo enfado parecía haberse esfumado con la llegada de Blaine—. Siempre deja que la gente se entretenga hablando con él.
Este se echó a reír.
—Por esa razón siempre pido a mi hija que me acompañe. Es inflexible y hace que la cola no se pare, eso sin mencionar que me recuerda cómo se escriben los nombres de cada lector. Yo deletreo tan mal como Shakespeare. La verdad es que no sé qué haría sin ella.
—¿Alguna vez vio a Chalker fuera de una sesión de firma de libros?
—Nunca, y desde luego no era la clase de persona que habría invitado a mi casa.
Gideon percibió en aquella última frase una fuerte corriente de esnobismo que le reveló una nueva faceta de Simon Blaine. Sin embargo, no podía reprochárselo porque él también había evitado invitar a Chalker a su casa. Era uno de esos pelmazos que nadie desea tener en su vida.
—¿Nunca habló con usted de la posibilidad de escribir? Tenemos entendido que quizá escribiera sus memorias. Si pudiéramos echarles mano, sería muy importante para la investigación.
—¿Unas memorias? ¿Cómo lo sabe? —preguntó Blaine, sorprendido.
—Porque se apuntó a un taller de escritura en Santa Cruz llamado «Escriba su vida».
—¿«Escriba su vida»? —repitió Blaine—. No, nunca mencionó unas memorias.
Gideon se echó hacia atrás sin saber qué más preguntar. No se le ocurría nada. Sacó sus tarjetas, entregó una a Blaine y, tras una breve vacilación, otra a Alida.
—Bueno, si recuerdan alguna cosa más les ruego que me llamen. Mi compañero, el agente especial Fordyce, y yo volaremos a Santa Cruz pasado mañana, pero pueden localizarme en mi móvil.
Cuando llegaron a la puerta Gideon hizo su última pregunta.
—¿Qué era lo que a Chalker le gustaba tanto de sus libros, señor Blaine? ¿Quizá algún personaje concreto o quizá los argumentos?
Blaine frunció el entrecejo.
—Ojalá pudiera acordarme… Aunque creo que una vez me dijo que en su opinión el personaje más interesante que yo había creado era el del abad de Wanderer Above the Sea of Fog. Eso me sorprendió porque yo considero que la figura de ese abad es la más perversa que he creado nunca. —Hizo una pausa y añadió—: Es posible que para alguien como Chalker ambas cosas sean sinónimas.