El pueblo de San Ildefonso se extendía a lo largo del río Grande, junto a un bosquecillo de álamos negros. Estaba situado al pie de los montes Jemez, donde la carretera que subía hacia Los Álamos empezaba su ascenso. Gideon había asistido a varios bailes indios en San Ildefonso, en especial la famosa Danza del Búfalo y el Ciervo. Se trataba de un pasatiempo habitual entre los que trabajaban en el laboratorio, pero ese día, mientras iban en coche y pasaban por la plaza sin asfaltar, frente a los viejos edificios de adobe, el pueblo parecía desierto.
Antes de entrar se habían cruzado con una sobrecargada ranchera que los había envuelto en una nube de polvo.
«Hasta los indios se van», pensó Gideon.
En la plaza vieron a un grupo de ellos envueltos en sus mantas mexicanas. Estaban sentados a la sombra de una pared, ante una hilera de tambores de madera, tomando su café matinal. Al menos ninguno de ellos parecía presa del pánico.
—Un momento —dijo Fordyce—. Me gustaría hablar con ellos.
Detuvo el coche bajo un álamo.
—¿Para qué?
—No sé, para preguntarles direcciones.
—Pero si yo sé dónde está esa escuela.
Fordyce apagó el motor y se apeó. Gideon lo siguió, un tanto contrariado.
—Hola —saludó el agente.
Los hombres los observaron acercarse con expresión inescrutable. Para Gideon resultaba evidente que estaban enfrascados en la práctica de los tambores, quizá ensayando para una danza, y que no les apetecía que los interrumpieran.
—¿Algún baile hoy? —preguntó Fordyce.
Se hizo un breve silencio hasta que uno de ellos respondió:
—Los bailes han sido cancelados.
—No se olvide de anotarlo en su libreta —le dijo Gideon en tono socarrón y por lo bajo.
Fordyce sacó su placa y la mostró.
—Me llamo Stone Fordyce y soy del FBI. Lamento interrumpirlos.
Sus palabras fueron recibidas con un silencio glacial. Gideon se preguntó qué pretendía.
El agente se guardó la placa y les ofreció una sonrisa encantadoramente amistosa.
—No sé si habrán leído ustedes lo que está ocurriendo en Nueva York…
—¿Y quién no? —fue la lacónica respuesta.
—Nosotros investigamos el caso.
Aquello produjo la primera reacción.
—¿En serio? ¿Y cómo va eso? ¿Tienen ya una pista de los terroristas?
—Lo siento, amigos —repuso Fordyce alzando las manos—, no puedo hablar del asunto, pero confiaba en que ustedes podrían ayudarme con algunas preguntas.
—Pues claro —dijo uno de ellos, el líder evidentemente.
Era bajo y fornido. Tenía un rostro cuadrado y serio y llevaba un pañuelo atado a la cabeza. Todos se habían puesto en pie.
—Ese hombre, el que murió por un exceso de radiación en Nueva York, Reed Chalker, donó su colección de libros a San Ildefonso. ¿Lo sabían?
La expresión de asombro de sus caras indicó sin lugar a dudas que no.
—Tengo entendido que le gustaban mucho las danzas.
—Por aquí viene mucha gente de Los Álamos para verlas —contestó el líder—. Allí arriba trabajan muchos de los nuestros.
—¿Ah, sí? ¿Su gente trabaja allí?
—Los Álamos es la principal fuente de empleo del pueblo.
—Interesante. ¿Conocía alguien a Chalker?
Todos ellos se encogieron de hombros en señal de desconocimiento.
—Es posible. Podríamos preguntar.
Fordyce sacó sus tarjetas y dio una a cada uno.
—Es una gran idea. Pregunten por ahí. Si saben de alguien que conociera a Chalker, aunque fuera superficialmente, me llaman, ¿vale? Tiene que haber una razón para que donara sus libros a la escuela, y me gustaría conocerla. Ustedes podrían ser de gran ayuda en la investigación. Lo digo en serio. Nosotros vamos ahora hacia la escuela. ¿Es por ahí?
—Siga recto, gire a la izquierda y la verá, pero es posible que no haya nadie. Las clases se han suspendido. Mucha de nuestra gente se está marchando.
—Lo entiendo.
Fordyce les estrechó calurosamente la mano y los dejó en animada conversación.
—Eso ha estado bien —reconoció Gideon, impresionado a pesar suyo.
Fordyce sonrió maliciosamente.
—Es como pescar.
—No me diga que también es pescador.
—Me encanta. Siempre que puedo…
—¿Con mosca?
—Con cebo.
Gideon rió por lo bajo.
—Eso no es pescar. ¡Y pensar que por un instante he creído que teníamos algo en común!
Atisbó entre los árboles el río Grande, cuyas aguas relucían al pasar sobre un lecho de piedras, y por un momento revivió la imagen de un arroyo donde solía ir a pescar truchas con su padre en los buenos tiempos. Este solía decirle que en la pesca el éxito dependía principalmente de cuánto tiempo uno lograba mantener la mosca en el agua. «La suerte —decía— llega cuando la preparación coincide con la oportunidad. La mosca es la oportunidad, la preparación es cuando lanzas el hilo. ¿Y el pez? El pez es la suerte».
Apartó rápidamente aquellos recuerdos, como hacía siempre que en ellos aparecía su padre. Le resultaba inquietante comprobar que incluso allí, en aquel pequeño y remoto pueblo indio, la gente se marchaba. Pero, claro, estaba muy cerca de Los Álamos.
La escuela se levantaba junto al bosquecillo a lo largo del río, y estaba rodeada por una polvorienta cancha de béisbol y otra de tenis. Era una mañana laborable, pero el lugar estaba prácticamente desierto, tal como les habían indicado. Un silencio sobrecogedor rodeaba las instalaciones.
Se presentaron en el mostrador y tras rellenar la ficha de visitas los acompañaron hasta la biblioteca del colegio, una sala con vistas al campo de fútbol.
La bibliotecaria estaba allí todavía, ordenando libros. Era una mujer fornida, con largas trenzas negras y gafas de gruesos cristales, que demostró cierto interés cuando Fordyce sacó su placa y mencionó la colección de libros de Chalker. A Gideon le sorprendió su predisposición a ayudar.
—Oh, sí, lo conocía. No puedo creer que se haya convertido en un terrorista —comentó con un estremecimiento—. Me cuesta creerlo. ¿De verdad tienen una bomba? —preguntó abriendo mucho los ojos.
—Lo siento, pero no estoy autorizado para entrar en detalles —dijo Fordyce en tono de disculpa.
—Y pensar que nos regaló su colección de libros… Se lo digo en serio, aquí todo el mundo está muy preocupado. ¿Saben que han cerrado la escuela para todo el verano? Por eso no hay nadie. Yo misma me marcharé mañana.
—¿Recuerda bien a Chalker? —la interrumpió Fordyce.
—Oh, sí. Vino por aquí hará un par de años. —Parecía emocionada por el recuerdo—. Llamó y preguntó si necesitábamos sus libros. Yo le dije que estaría encantada de quedármelos. Los trajo esa misma tarde. Si no recuerdo mal eran unos doscientos o trescientos. La verdad es que Chalker era una persona muy agradable, no puedo creer que…
—¿Le dijo por qué se deshacía de ellos?
—Lo siento, no me acuerdo.
—Pero ¿por qué los donó al pueblo, por qué no a la biblioteca de Los Álamos o a cualquier otra? ¿Tenía amigos aquí?
—La verdad es que desconozco tantos detalles.
—¿Dónde están sus libros ahora?
La bibliotecaria señaló las estanterías.
—Están todos mezclados. Los ordenamos con los demás, por supuesto.
Gideon miró en derredor. La biblioteca tenía varios miles de ejemplares. Iba a ser una búsqueda más complicada de lo previsto.
—¿Recuerda algún título en particular? —preguntó Fordyce, que cotejaba sus notas.
La bibliotecaria se encogió de hombros.
—Eran todos libros en tapa dura, novelas de intriga y misterio en su mayoría. Algunos eran primeras ediciones firmadas. Al parecer Chalker tenía alma de coleccionista. De todas maneras, a nosotros eso nos daba igual. Para nosotros eran solo libros, así que los colocamos donde correspondía.
Mientras Fordyce seguía con las preguntas, Gideon fue hasta la sección de novelas y empezó a examinar los libros. De vez en cuando sacaba alguno y lo hojeaba. Se resistía a reconocerlo ante Fordyce, pero empezaba a temer que su idea fuera una pérdida de tiempo. Y lo sería a menos que por pura suerte encontraran un papel importante o alguna anotación perdida entre las páginas de algún ejemplar. Sin embargo, no parecía probable porque los coleccionistas no solían hacer anotaciones en sus libros, especialmente cuando eran primeras ediciones dedicadas.
Siguió caminando por el pasillo de la sección de novela, yendo en sentido alfabético inverso, empezando por la «Z», y cogiendo un libro aquí y otro allá: Vincent Zandri, Stuart Woods, James Rollins… Los examinaba al azar en busca de notas, papeles o —sonrió para sí— bocetos de una bomba atómica, pero no encontró nada. Al fondo seguía oyendo cómo Fordyce interrogaba a la bibliotecaria con amable tenacidad. Estaba impresionado por lo competente que era su compañero. El agente Fordyce ofrecía un curioso contraste por su metódica tenacidad a la hora de obtener información y su impaciencia con las normas y el papeleo.
Anne Rice, Tom Piccirilli… Manoseó los libros con creciente irritación.
Entonces se detuvo. Había un ejemplar autografiado de la novela de David Morell The Shimmer, con un «Con mis mejores deseos» y la firma del autor.
Aquello no resultaba relevante, pero lo hojeó y tampoco encontró nada entre sus páginas. Lo devolvió a su lugar. Un poco más allá encontró otro libro —The Bone Garden, de Tess Gerritsen— con una sencilla dedicatoria: «Para Reed, cordialmente», y otro más, Killing Floor, de Lee Child, firmado con un «Para Reed, con mis mejores deseos». Al menos Chalker tenía buen gusto.
De fondo seguía oyendo a Fordyce, que intentaba exprimir hasta la última gota de información de la bibliotecaria.
Siguió avanzando y llegó a la letra «B». The Abbey in the Oakwood, de Simon Blaine, también estaba dedicado con un «Para Reed, con especial cariño». Firmaba «Simon».
Iba a devolverlo a su sitio cuando se detuvo. ¿Simon Blaine firmaba todos sus libros como «Simon» a secas? Había otra novela de Blaine junto a la anterior, The Sea of Ice. La dedicatoria decía: «Para Reed, con mis mejores deseos. Simon B.».
Fordyce apareció junto a él.
—Aquí no vamos a ninguna parte —dijo.
—Quizá sí o quizá no —repuso Gideon mientras le mostraba los dos libros de Blaine.
Fordyce los cogió y los hojeó.
—No entiendo.
—Aquí pone «Para Reed, con especial cariño» y lo firma el autor solo con su nombre. Es como si Blaine conociera a Chalker.
—Lo dudo.
Gideon reflexionó un momento y fue a hablar con la bibliotecaria.
—Quisiera hacerle una pregunta.
—¿Sí? —repuso ella, deseosa de seguir conversando.
—Parece que aquí tiene muchos libros de Simon Blaine.
—Los tenemos todos, y ahora que lo pienso la mayoría eran del señor Chalker.
—Ah, eso no me lo había dicho —terció Fordyce.
—Es que me acabo de acordar —respondió la mujer con aire azorado.
—¿Sabe si Chalker conocía a Blaine?
—No lo sé —contestó—. Es posible, al fin y al cabo Blaine vive en Santa Fe.
«¡Bingo!», pensó Gideon y lanzó una mirada triunfal a Fordyce.
—Ahí lo tiene. Seguro que los dos se conocían.
Fordyce frunció el entrecejo.
—No sé, una persona como Blaine, un autor de éxito, premiado con el National Book Award… Dudo que tuviera amistad con un pirado de Los Álamos.
—Yo también encajo en ese perfil —comentó Gideon alzando las cejas en una imitación perfecta de Groucho Marx.
Fordyce alzó los ojos al cielo y suspiró.
—¿Ha visto la fecha de ese libro? Se publicó dos años antes de que Chalker se convirtiera al islam. Además, el hecho de que regalara todos sus libros, incluyendo los de Blaine, no denota precisamente una gran amistad. La verdad, no veo adónde nos conduce esta pista. Es más —añadió tras una pausa—, empiezo a preguntarme si este viaje al oeste no ha sido una pérdida de tiempo.
Gideon fingió no haber oído el comentario.
—Creo que valdría la pena hacer una visita a Blaine. Por si acaso.
Fordyce negó con la cabeza.
—Es perder el tiempo.
—Nunca se sabe.
—Eso es cierto —repuso el agente poniéndole la mano en el hombro—. En este negocio a veces la liebre salta por donde menos se espera. No descarto que tenga razón, pero va a tener que ir usted solo. No se olvide de que esta tarde me espera una cita en Albuquerque.
—¿Es necesario que lo acompañe?
—Mejor no. Tengo intención de pegar algunos gritos. Quiero tener acceso a la casa de Chalker, a la mezquita, al laboratorio y a sus colegas. Quiero asegurarme de que formamos parte de la investigación. Solo así podremos hacer algo que valga la pena.
Gideon le ofreció su mejor sonrisa.
—Todo suyo.