15

La noche los encontró en la librería-cafetería Collected Works de Galisteo Street, la tercera que recorrían debido a las incesantes quejas de Fordyce acerca de lo malo que era el café de la ciudad. Había sido una tarde muy larga, y Gideon había perdido la cuenta de cuántos espresso había hecho circular el agente del FBI por su sistema renal.

Fordyce apuró su taza de un solo trago.

—De acuerdo, esto sí es un café, pero debo decirle que estoy harto de esta historia —declaró después de chasquear los labios y dejar la taza con gesto de irritación—. Nuevo México no es mejor que Nueva York. Lo único que hacemos es rascarnos la nariz junto a otros cincuenta investigadores. Llevamos veinticuatro horas metidos en esta investigación y no hemos hecho una mierda. ¿Le ha echado un buen vistazo a esa mezquita?

—No habría estado más invadida si Bin Laden se hubiera aparecido allí con sus setenta y dos vírgenes.

Su primer paso había sido dar un paseo alrededor de la mezquita de Chalker, porque todavía esperaban recibir autorización oficial para acceder a ella. La gran cúpula dorada estaba rodeada por un cinturón de vehículos oficiales y coches patrulla con sus luces centelleantes. Su petición de que los dejaran pasar se había perdido en un mar de papeleo burocrático, como todas las demás.

Tras el caos de Nueva York a Gideon le inquietó comprobar que Santa Fe también estaba sumida en el tumulto. Aunque no se respiraba el mismo pánico, la sensación que flotaba sobre la ciudad era que se avecinaba un desastre inminente.

Gideon debía reconocer que lo de Nueva York tenía otras proporciones. Aquella mañana habían logrado salir por los pelos de La Guardia. El aeropuerto estaba abarrotado de gente presa del pánico, la mayor parte de la cual se había presentado sin tener billete siquiera para coger el primer vuelo en cualquier dirección. Había sido una escena desagradablemente caótica, y Fordyce había logrado que los metieran en un avión solo después de restregar su placa del FBI ante las narices de todo el mundo. Por si fuera poco había tenido que hacer de policía durante todo el vuelo hasta Albuquerque.

Tomó un sorbo de café mientras el agente del FBI seguía protestando. El enlace en la ciudad tampoco había resultado de gran ayuda: no solo no habían podido entrar en la mezquita, sino que tampoco habían tenido acceso a la casa de Chalker, ni a su despacho en Los Álamos, ni a sus colegas, ni a nadie de interés. Parecía que la investigación se había atascado en todas partes mientras el GAEN y su gente continuaban teniendo preferencia, y el resto de las agencias gubernamentales se espabilaban para ocupar el mejor lugar posible en la cola. Incluso el FBI estaba haciendo escasos progresos contra la marea burocrática. Solo se libraban sus agentes destacados en el GAEN. Y por si no bastara con eso, su pequeña incursión en Queens —entrar en la vivienda de Chalker— había llegado a oídos de Dart, y Fordyce había recibido un mensaje glacial de su despacho.

El agente del FBI se levantó para ir al aseo, y una camarera pelirroja se acercó a Gideon para ofrecerle más café.

—¿Él también quiere un poco? —preguntó señalando a Fordyce.

—Mejor no, ya lleva bastante cafeína encima, pero puede servirme a mí —repuso Gideon, que le acercó la taza con su mejor sonrisa.

Ella le correspondió gustosamente y se la rellenó.

—¿Más leche?

—Solo si me la recomienda.

—Bueno, a mí me gusta con mucha leche.

—Y a mí también. Y con mucho azúcar.

Su sonrisa se ensanchó.

—¿Cuánto?

—No pare hasta que se lo diga.

Fordyce regresó y se quedó mirando un momento a Gideon y a la camarera. Luego se sentó y se volvió hacia su compañero.

—¿Qué tal le van los antibióticos que está tomando contra la sífilis?

La camarera se esfumó con cara de susto, y Gideon se encaró con Fordyce.

—¿Se puede saber qué demonios le pasa?

—Tenemos trabajo. Puede dedicarse a ligar camareras en su tiempo libre.

Gideon suspiró.

—Me está estropeando el estilo, ¿sabe?

—¿Estilo? —se burló Fordyce— ¿Qué estilo? Y otra cosa: será mejor que se deshaga de los vaqueros negros y las zapatillas. Parece usted un maldito roquero medio punk. Es poco profesional y parte de nuestros problemas.

—Se olvida de que no hemos traído equipaje.

—Bueno, pues al menos espero que mañana vista usted correctamente. Si no le importa que se lo diga, claro.

—Me importa. No quiero ir por ahí pareciendo mister Quantico.

—¿Qué tiene de malo mister Quantico?

—Usted cree que ir por ahí con pinta de duro agente del FBI le va a abrir muchas puertas, que la gente se sentirá cómoda con usted y que le contará todo lo que quiera saber, pero yo creo que se equivoca.

Fordyce se puso a dar golpecitos en su taza con el lápiz. Al cabo de un momento dijo:

—Tiene que haber una línea de investigación en la que nadie haya pensado todavía. —Su Blackberry sonó. Llevaba todo el día haciéndolo. La cogió, abrió el mensaje, lo leyó y salió del buzón de correo con una maldición—. Esos cabrones siguen revisando los papeles.

El gesto del agente dio una idea a Gideon.

—¿Y si investigamos el registro de llamadas de Chalker?

Fordyce negó con la cabeza.

—Dudo que podamos acercarnos siquiera a él. Sin duda lo tienen bajo siete llaves.

—Sí, pero se me ha ocurrido una cosa. Chalker era muy despistado. Cuando no extraviaba el móvil se olvidaba de cargarlo, así que siempre estaba pidiendo que le prestaran uno.

Fordyce lo miró con súbito interés.

—¿Y a quién se lo pedía?

—A mucha gente, pero principalmente a una compañera de trabajo que se sentaba en el cubículo de al lado.

—¿Cómo se llama?

—Melanie Kim.

—¿Kim? —repitió Fordyce con el ceño fruncido—. Ese nombre me suena. —Abrió su maletín, sacó un expediente y lo ojeó—. Figura en la lista de testigos, lo cual significa que tenemos autorización oficial para hablar con ella.

—No necesitamos hablar con ella, solo acceder al registro de sus llamadas.

Fordyce meneó la cabeza.

—No veo cómo podríamos distinguir las llamadas realizadas por ella de las hechas por Chalker.

Gideon asintió con expresión pensativa. La cuestión estaba bien planteada. Fordyce siguió golpeando la taza con el lápiz.

—Recuerdo que hace unos seis meses a Chalker se le cayó el iPhone y se le rompió. Pasó toda una semana pidiéndole el teléfono prestado a Melanie Kim.

—¿Cuándo fue eso? —preguntó el agente del FBI, más animado.

—En invierno.

—Pues menuda ayuda.

Gideon maldijo su mala memoria.

—Un momento. Me acuerdo de que Melanie se enfadó bastante porque estaba organizando una fiesta de Nochevieja y él no dejaba de quitarle el teléfono durante horas. Eso quiere decir que fue antes de Nochevieja.

—Y también antes de Navidad. Nadie trabaja entre esas dos fechas.

—Sí —asintió Gideon—, y las vacaciones de Navidad empezaron el 22 de diciembre.

—O sea que estamos hablando de la semana anterior.

—Exacto.

—Pues será mejor que empecemos con el papeleo —dijo Fordyce con expresión fatigada.

Gideon lo miró fijamente.

—Al cuerno con el papeleo. —Sacó su móvil y marcó.

—Está perdiendo el tiempo —le advirtió Fordyce—. Los proveedores de servicios de telefonía tienen prohibido por ley dar información telefónica sobre los registros de llamadas, incluso al propio usuario de la línea. Solo este puede solicitarlo y debe hacerlo por escrito. Nosotros necesitamos un mandamiento judicial.

Gideon acabó de marcar, tecleó siguiendo las opciones del menú y consiguió hablar con una operadora.

—Hola, querida —saludó Gideon imitando una voz temblorosa de anciana—, me llamo Melanie Kim. Me han robado el teléfono.

—Oh, no —dijo Fordyce entornando los ojos y tapándose los oídos—, prefiero no escucharlo.

La operadora pidió a Gideon los cuatro últimos dígitos de su número de la Seguridad Social y el nombre de soltera de su madre.

—A ver… —farfulló—. Creo que no los tengo a mano. La volveré a llamar cuando los haya encontrado, querida. —Y colgó.

—Eso ha sido patético —concluyó Fordyce en tono burlón mientras se quitaba los dedos de los oídos.

Gideon hizo caso omiso y llamó a Melanie Kim, cuyo número tenía memorizado en el móvil.

—Hola, Mel, soy Gideon.

—Dios mío, Gideon, no te lo vas a creer, pero el FBI ha estado aquí y me han interrogado todo el día sobre…

—A mí me lo vas a decir… —la interrumpió—. Me han tenido todo el día con el tercer grado, y ¿sabes qué? Todas las preguntas que me han hecho han sido sobre ti.

—¿Sobre mí? —En su voz apareció una nota de pánico.

—Parece que creen que Chalker y tú erais… Bueno, que estabais liados.

—¿Yo con ese idiota de Chalker? ¿Estás de broma?

—Escucha, Melanie, tengo la impresión de que van a ir a por ti. Quería advertírtelo. Buscan sangre.

—De ninguna manera. Yo no he tenido nada que ver con Chalker. Al contrario, me caía fatal.

—Pues a mí me han preguntado incluso por tu madre.

—¿Por mi madre? ¡Pero si murió hace cinco años!

—Me dieron a entender que fue comunista durante sus años de estudiante en Harvard.

—¿Harvard? Se equivocan, mi madre nació en Corea y llegó a este país cuando tenía treinta años.

—¿Tu madre era coreana?

—¡Claro que era coreana!

—Bueno, como no dejaban de presionarme les dije que creía que era irlandesa. Ya sabes, un matrimonio interracial y esas cosas. No sé de dónde saqué la idea. Lo siento.

—¿Irlandesa? ¿Eres gilipollas o qué, Gideon?

—¿Cómo se llamaba de soltera? Te lo pregunto para aclarárselo a esos tíos de una vez.

—Kwon, se llamaba Jae-hwa Kwon. Será mejor esclarecer este asunto de una vez.

—Lo haré, te lo prometo, pero hay otra cosa que…

—No, por favor.

—Me hicieron muchas preguntas sobre tu número de la Seguridad Social. Decían que no era válido y me dieron a entender que quizá habías cometido un fraude de identidad, ya sabes, para conseguir un permiso de residencia o algo así.

—¡Qué permiso de residencia ni qué niño muerto! ¡Soy ciudadana estadounidense!

Gideon había logrado ponerla realmente nerviosa y sintió una punzada de lástima por ella, pero la interrumpió de nuevo.

—Estaban especialmente interesados en los cuatro últimos dígitos de tu número de la Seguridad Social. Les parecían raros.

—¿Cómo que raros?

—Les extrañaba que fueran uno-dos-tres-cuatro; que fueran consecutivos. Como si los hubieras amañado.

—¡No son uno-dos-tres-cuatro! ¡Son siete-seis-cero-seis!

Gideon tapó el auricular con la mano y dijo con voz ronca:

—¡Oh, no! Me están llamando otra vez. Tengo que marcharme. Escucha, Melanie, haré todo lo que pueda para arreglar este lío, pero te pregunten lo que te pregunten no les digas que he sido yo quien te ha avisado.

—Espera…

Gideon cortó la llamada y se recostó en su asiento con un suspiro. Le costaba creer lo que había hecho, pero el siguiente paso iba a ser peor.

Fordyce lo miraba con expresión inescrutable.

Llamó de nuevo a la compañía telefónica e, imitando la voz de una anciana, informó de que le habían robado el móvil y dio los datos personales de Kim. Luego añadió que deseaba cancelar el teléfono y pidió que le transfirieran el número del móvil, los datos y la libreta de direcciones al iPhone de su hijo, porque este iba a comprarse una Blackberry y cambiar su cuenta. A continuación les dio su propio número de teléfono, el de la Seguridad Social y el nombre de soltera de su madre. Cuando la operadora le informó de que el cambio tardaría veinticuatro horas, Gideon se puso a lloriquear y farfullar una historia incoherente acerca de un niño, una mascota enferma, cáncer y un incendio doméstico.

Al cabo de unos minutos colgó.

—Lo van a enviar. Tendremos la información antes de media hora como máximo.

—Es usted un cabrón hijo de puta, ¿lo sabía? —dijo Fordyce sonriendo en señal de aprobación.