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Habían tenido que pasar horas rellenando formularios en la oficina del FBI en Albuquerque para conseguir que les asignaran un coche de la agencia y una cuenta de gastos. En esos momentos estaban por fin en la carretera y conducían en dirección a Santa Fe. El gran arco de los montes Sandia se alzaba a su derecha, y el río Grande discurría a su izquierda.

Incluso allí se habían encontrado con un tráfico constante de coches sobrecargados que iban en dirección contraria.

—¿De qué huyen? —preguntó Fordyce.

—Todo el mundo de por aquí sabe que Los Álamos son un objetivo prioritario en caso de guerra nuclear.

—Sí, pero ¿quién ha hablado de guerra nuclear?

—Si estalla una bomba atómica en Washington solo Dios sabe lo que ocurrirá después. Cualquier cosa es posible. ¿Qué pasaría si se encontraran pruebas de que los terroristas consiguieron su artefacto en un lugar como Pakistán o Corea del Norte? ¿Cree que nosotros no contraatacaríamos? Se me ocurren muchos escenarios en los que podríamos ver un bonito hongo atómico alzándose en esa colina, que dicho sea de paso está solo a treinta kilómetros de Santa Fe y con el viento a favor.

Fordyce meneó la cabeza.

—Me parece que está yendo demasiado lejos, Crew.

—Pues yo diría que esa gente no opina lo mismo.

—¡Demonios! Debemos de haber perdido más de cuatro horas con la gente de Albuquerque, y solo quedan nueve días para el Día-N —se lamentó utilizando el término de los entendidos para designar el día de la explosión nuclear.

Condujeron un rato en silencio.

—Odio toda esa basura burocrática, así que me apetece aclararme las ideas —dijo finalmente Fordyce, que sacó un iPod de su maletín, lo conectó a la radio del coche y seleccionó una canción.

—Lawrence Welk, allá vamos —comentó Gideon por lo bajo.

Sin embargo lo que sonó por los altavoces fue «Epistrophy».

—Caramba, un agente del FBI al que le gusta Thelonious Monk —dijo Gideon, sorprendido—. Tiene que estar bromeando.

—¿Qué cree que suelo escuchar, sermones motivacionales? ¿Le gusta Monk?

—Es el mejor pianista de jazz de todos los tiempos.

—¿Y qué me dice de Art Tatum?

—Demasiadas notas y poca música, no sé si me entiende.

Fordyce era aficionado a pisar el acelerador y antes de que el velocímetro marcara ciento cincuenta sacó de la guantera una luz de destellos portátil, la colocó en el techo y la encendió junto con las de la parrilla delantera. El ruido del viento y de los neumáticos se fundieron en un obstinato con los arpegios y acordes de Monk.

Escucharon la música en silencio durante un rato, hasta que Fordyce dijo:

—Usted conocía a Chalker. Hábleme de él. ¿Qué hacía vibrar a ese tío?

Gideon se molestó por la suposición implícita de que él y Chalker habían sido amigos.

—No tengo ni idea de lo que hacía vibrar a ese tío.

—Está bien, pero ¿a qué se dedicaban ustedes dos en Los Álamos?

Gideon se reclinó en su asiento en un intento de relajarse. El coche se aproximó a una hilera de vehículos que circulaban más despacio, y Fordyce los adelantó por el carril de la izquierda en el último momento, provocando una oleada de turbulencias al pasar.

—Bueno —dijo Gideon—, como le expliqué, los dos trabajábamos en el programa Stockpile Stewardship.

—¿En qué consiste exactamente?

—Es material reservado. Las bombas atómicas envejecen, como todas las cosas. El problema es que actualmente y debido a la moratoria no se pueden hacer explosiones de prueba, así que nuestro trabajo es asegurarnos de que funcionan como es debido.

—Sí, bonito. ¿Y qué hacía Chalker en concreto?

—Utilizaba el supercomputador del laboratorio para duplicar explosiones nucleares y averiguar cómo la descomposición de los elementos fisibles afectaba el rendimiento.

—¿Trabajo reservado?

—Mucho.

Fordyce se acarició el mentón con aire pensativo.

—¿Dónde creció?

—En California, creo. No hablaba demasiado de su pasado.

—¿Y qué me dice de él como persona? ¿Matrimonio, familia?

—Llegó a Los Álamos hace unos seis años con un doctorado de Chicago. Estaba recién casado y vino con su esposa, pero ella nunca dejó de ser un problema. Era una especie de ex hippy, al estilo new age. Provenía del sur y aborrecía Los Álamos.

—¿En qué sentido?

—Ella no ocultaba su oposición a las armas nucleares y desde luego no aprobaba el trabajo de su marido. También bebía mucho. Recuerdo una fiesta con los compañeros de trabajo en la que se emborrachó y empezó a gritar barbaridades contra el complejo industrial y militar, a llamarlos asesinos y a tirar cosas. Durante el tiempo que estuvo en Los Álamos dejó el coche inservible a causa de un accidente y le quitaron el carnet tras detenerla en un par de ocasiones por conducir borracha. Me parece que Chalker hizo todo lo posible por mantener a flote el matrimonio, pero al final ella lo abandonó, se largó a Taos con otro tipo y acabó en una comuna new age.

—¿Qué clase de comuna?

—Tengo entendido que era una de esas sectas radicales y antigubernamentales, autosuficiente, de las que cultivan sus propios tomates y su propia marihuana. De izquierdas pero no en el sentido clásico, de las que llevan armas y leen a Ayn Rand.

—¿Eso existe?

—Aquí, en el oeste, las hay. En Los Álamos corrió el rumor de que ella se había llevado todas las tarjetas de Chalker, le había vaciado la cuenta del banco y utilizaba el dinero para financiar la comuna. Hace dos o tres años Chalker perdió su casa y se declaró insolvente. Aquello representó un verdadero problema en su trabajo dado el alto nivel de su acreditación de seguridad. Se supone que uno debe tener sus cuentas en orden. Empezaron a caerle avisos y acabaron rebajándole la acreditación y trasladándolo a otro puesto de menor responsabilidad.

—¿Cómo lo asumió?

—Mal. Se convirtió en una especie de alma en pena. Chalker no era un tipo seguro de sí mismo y tenía una personalidad más bien dependiente. Iba por la vida sin un objetivo concreto. Después empezó a pegarse a mí como una lapa. Quería ser mi amigo. Yo intenté mantener una cierta distancia, pero no fue fácil. A veces comíamos juntos y en alguna ocasión fuimos a tomar copas con los colegas.

Fordyce conducía a más de ciento sesenta. El coche se bamboleaba, y el ruido del viento y del motor ahogaba prácticamente la música.

—¿Aficiones? ¿Intereses?

—Hablaba mucho de que quería ser escritor. La verdad es que no recuerdo más cosas.

—¿Llegó a escribir algo?

—No que yo sepa.

—¿Cuál era su punto de vista religioso? Me refiero antes de su conversión al islam.

—Desconozco que tuviera alguno.

—¿Cómo fue que se convirtió?

—Eso me lo contó en una ocasión. Me dijo que un día alquiló una barca de motor y que fue al lago Abiquiu, al norte de Los Álamos, a pasear. En esa época estaba muy deprimido y pensaba en el suicidio. El caso es que cayó al agua, la barca se alejó y él empezó a hundirse por culpa de la ropa que llevaba. Entonces, cuando estaba a punto de irse al fondo, notó que unos fuertes brazos tiraban de él y oyó una voz en su cabeza que decía: «En el nombre de Dios el Clemente, el Misericordioso». Creo que esas fueron las palabras exactas.

—Si no me equivoco, el Corán empieza así.

—Es posible. El caso es que logró subir a la barca, que se había acercado como empujada por un viento misterioso. Chalker lo interpretó como un milagro. Cuando volvía a casa pasó ante la mezquita de Al-Dahab, que se halla a pocos kilómetros del lago. Era viernes y se estaba celebrando la oración. Chalker se detuvo obedeciendo un impulso, entró en la mezquita, donde fue muy bien recibido por los musulmanes, y allí mismo experimentó su conversión.

—Menuda historia.

—Desde luego —Gideon asintió—. A partir de ese momento Chalker donó todo lo que tenía y empezó a vivir con gran modestia. Rezaba cinco veces al día, pero siempre con gran discreción. Nunca hizo ostentación de ello.

—¿Dice que donó sus cosas? ¿Qué cosas?

—Su ropa de marca, sus libros, los licores, el equipo de música, todos sus CD y DVD.

—¿Evidenció más cambios?

—La conversión pareció hacerle un gran bien. Se convirtió en una persona mucho más centrada. Su trabajo mejoró y dejó de estar deprimido. Para mí fue un alivio porque dejó de molestarme. La verdad es que parecía haber encontrado sentido a la vida.

—¿Alguna vez intentó convencerlo para que se convirtiera? ¿Iba por ahí haciendo proselitismo?

—No, nunca.

—¿Tuvo algún problema con su acreditación de seguridad después de la conversión?

—No. Las cuestiones de fe no tienen nada que ver con eso. Chalker siguió como de costumbre. En cualquier caso, en aquella época ya le habían retirado la acreditación de máximo nivel.

—¿Dio alguna muestra de radicalismo?

—Por lo que sé, el tío era apolítico. No hablaba de opresión ni largaba sermones en contra de la guerra de Irak o Afganistán. Solía evitar toda controversia.

—Eso es típico: no llamar la atención sobre los puntos de vista propios.

Gideon se encogió de hombros.

—Si usted lo dice…

—¿Y qué me dice de su desaparición?

—Fue repentina. Sencillamente desapareció. Nadie sabe adónde fue.

—¿Recuerda algún cambio de actitud antes de eso?

—No que yo viera.

—La verdad es que encaja perfectamente en el perfil —murmuró Fordyce—. Es casi de manual.

Llegaron a lo alto de La Bajada. Más adelante, recogida al pie de las montañas Sangre de Cristo, se desplegaba Santa Fe.

—¿Es eso? —preguntó Fordyce—. Pensaba que sería más grande.

—Ya es demasiado grande. ¿Cuál es el siguiente paso?

—Un espresso triple y muy caliente.

Gideon se estremeció. Era un adicto al café, pero Fordyce lo era aún más.

—Si sigue bebiendo eso va a necesitar un catéter y una bolsa de orina.

—No, simplemente me mearé sobre su pierna.