Salieron a la calle, y los brillantes focos de sodio les deslumbraron por contraste con la penumbra del apartamento de Chalker. Gideon parpadeó para adaptar su visión.
—Diez días —dijo Fordyce meneando la cabeza—. ¿Cree que seguirán con sus planes después de lo ocurrido?
—Creo que es posible que incluso los aceleren —repuso Gideon.
—Dios mío…
Un helicóptero del que colgaban una serie de detectores de radioactividad voló sobre ellos a baja altura. Gideon oyó y vio las luces de los demás aparatos que surcaban el cielo en otros puntos de la ciudad.
—Están buscando el laboratorio de los terroristas —explicó Fordyce—. ¿Hasta dónde cree que pudo haber llegado Chalker, irradiado como estaba?
—No muy lejos. Menos de un kilómetro.
Casi habían llegado a la barrera. Gideon se quitó el respirador y dijo:
—Será mejor que conservemos los trajes.
Fordyce lo miró con curiosidad.
—Estoy empezando a pensar que le gusta la marcha.
—Disponemos de diez días, de modo que sí: vamos a dar marcha. De la buena.
—¿Y para qué necesitamos los trajes?
—Para meter las narices en el laboratorio de los terroristas, que es lo que vamos a empezar a buscar. Los almacenes de Long Island City están justo al otro lado de Queens Boulevard y son el lugar lógico por donde deberíamos empezar. Se lo aseguro, después de recibir semejante dosis de radiación Chalker no pudo alejarse mucho del lugar del accidente. Apenas era capaz de moverse.
Fordyce no se opuso. Llegaron al coche, se quitaron los trajes y los dejaron en el asiento trasero. Gideon se quedó con el intercomunicador para poder seguir las conversaciones. Fordyce puso en marcha el vehículo. Ya eran las tres de la madrugada y seguían allí. Cuando dejaron atrás las barreras y se abrieron paso entre los grupos de curiosos notaron que se producía un cambio en la multitud. Hubo un movimiento, una oleada de miedo, y la gente empezó a alejarse, lentamente al principio, y después más deprisa. Se oyeron voces, algunos gritos, y todo el mundo echó a correr.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Fordyce.
Gideon bajó la ventanilla.
—¡Eh, oiga! ¿Qué ocurre?
Un desaliñado adolescente pasó por su lado a toda prisa montado en un patín. Un hombre jadeante se acercó con el rostro arrebolado, agarró la manilla de la puerta trasera del coche y abrió la puerta.
—¿Qué pasa? —gritó Gideon.
—¡Déjeme entrar! —voceó el desconocido—. ¡Tienen una bomba!
Gideon alargó el brazo y lo apartó.
—Búsquese otro coche.
—¡Van a destruir la ciudad con una bomba atómica! —gritó el hombre mientras se abalanzaba de nuevo hacia el coche—. ¡Déjeme entrar!
—¿Quiénes?
—¡Los terroristas! ¡Ha salido en las noticias!
Volvió a lanzarse contra el coche justo cuando Gideon cerraba la puerta. Fordyce echó los cerrojos, y el hombre golpeó la ventanilla con puños sudorosos.
—¡Hay que salir de la ciudad! ¡Tengo dinero! ¡Ayúdenme, por favor!
—¡No le pasará nada! —le gritó Gideon a través del cristal—. ¡Váyase a casa y vea Dexter en la tele!
Fordyce apretó el acelerador, y el coche cobró velocidad. Cruzaron rápidamente el bulevar y se internaron en una tranquila calle industrial, lejos de la aterrada multitud. Era increíble cómo las luces iban encendiéndose en los bloques de pisos que los rodeaban.
—Parece que finalmente ha corrido la noticia —dijo—. Ahora sí que se va a armar una buena.
—Solo era cuestión de tiempo —repuso Gideon.
Su auricular empezaba a recoger conversaciones, voces que llenaban las frecuencias públicas. Los equipos de respuesta se veían sobrepasados por la gente aterrorizada y las llamadas de emergencia.
Enfilaron por Jackson Avenue y aminoraron la velocidad cuando se vieron rodeados de almacenes y solares industriales que se extendían en todas direcciones.
—Va a ser como buscar una aguja en un pajar —comentó Fordyce—. Nunca lo encontraremos sin ayuda.
—Puede, pero si los otros lo localizan primero no nos dejarán entrar, especialmente después del numerito que hemos montado hace un momento —dijo Gideon, pensativo—. Tenemos que pensar en una pista que no se le haya ocurrido a nadie.
—¿Una pista en la que nadie haya pensado? Pues le deseo buena suerte.
Fordyce giró el volante y dirigió el coche de vuelta a Queens Boulevard.
—¡Un momento! ¡Ya lo tengo! —exclamó de repente Gideon—. Ya sé lo que vamos a hacer.
—¿Qué?
—Vamos a ir a Nuevo México y vamos a investigar en el pasado de Chalker. La respuesta a lo ocurrido se encuentra en el oeste. Admítalo, aquí no tenemos nada que hacer.
Fordyce lo miró fijamente.
—La acción está aquí, no allí.
—Por eso mismo no podemos quedarnos aquí y enfrentarnos con todos esos burócratas. Allí al menos tendremos la oportunidad de hacer algo positivo. —Gideon hizo una pausa—. ¿Se le ocurre otra idea mejor?
Fordyce sonrió inesperadamente.
—El aeropuerto de La Guardia está a solo diez minutos de aquí.
—¿Qué, le gusta mi idea?
—Desde luego, y será mejor que nos vayamos pronto porque le puedo garantizar que dentro de unas horas no quedará un billete de avión disponible para salir de esta ciudad.
Un helicóptero que volaba bajo con sus detectores pasó por encima de ellos. Al poco una voz sonó en el auricular de Gideon: «¡Recibo una señal! ¡Tengo un rastro!». Sonaba acompañada de ruido y otras voces. «Pearson Street, cerca de los almacenes de alquiler».
—¡Lo han localizado! —le dijo Gideon a Fordyce—. Tienen un rastro radioactivo en Pearson Street.
—¿Pearson Street? ¡Pero si acabamos de pasar por allí!
—Seremos los primeros en llegar. Ya era hora de que nos dieran un respiro.
Fordyce hizo derrapar el sedán sobre sus cuatro ruedas e instantes después enfilaba hacia Pearson entre el chirrido de los neumáticos. Varios helicópteros habían empezado ya a sobrevolar la zona, en busca de la fuente exacta de radioactividad. Se oían sirenas en la distancia.
Pearson Street era una calle sin salida que terminaba en unos viejos talleres del ferrocarril. Los últimos edificios eran unas enormes y vacías naves de almacenaje, situadas frente a varios solares desiertos y llenos de basura. Al final se levantaba un decrépito cobertizo del ferrocarril.
—Allí —dijo Gideon mientras señalaba el cobertizo—, en los talleres del ferrocarril.
Fordyce lo miró, dubitativo.
—¿Cómo sabe que…?
—¿No ve el candado roto? Vamos.
El agente del FBI detuvo el coche en la acera con un frenazo y cogió dos linternas de la guantera. Se colocaron los trajes y corrieron hacia el cobertizo. Estaba rodeado por una valla de tela metálica, pero esta tenía varios agujeros y desgarrones, de modo que entraron fácilmente. Encontraron las puertas correderas cerradas con una cadena, pero el candado colgaba de un eslabón, con el pasador roto.
Gideon abrió una de las puertas. Fordyce encendió las linternas y le entregó una. Los haces revelaron un espacio en desuso, lleno de hierros oxidados, tramos de vías de tren, traviesas y varios montones de sal y gravilla.
Gideon miró en derredor, pero no vio nada interesante. Aquello no era más que un enorme almacén carente de interés.
—¡Maldita sea! —exclamó Fordyce—. Tiene que ser una de las naves que hemos pasado.
Gideon alzó la mano y examinó el suelo. Había numerosas huellas de pasos recientes y marcas de arañazos en el polvo. Conducían hacia la pared del fondo, y vio que allí había otra gran puerta doble de un montacargas industrial. Echó a correr hacia él.
—Hay otro nivel en el subsuelo —dijo tras mirar el panel del montacargas.
Apretó los botones, pero no funcionaban. Barrió la zona con la linterna y enseguida encontró la escalera de emergencia. Se acercó y se asomó a la oscuridad del pozo. Las sirenas sonaban cada vez más cerca, y pudo oír el apagado ruido de las radios, el cierre de las puertas de los coches y voces ruidosas.
Bajaron rápidamente con la ayuda de sus linternas. El enorme sótano estaba prácticamente desierto, salvo por rejillas, estanterías móviles y grúas montadas en el techo. Sin embargo, reinaba un penetrante olor a plástico y papel quemados. Gideon se adentró en el sótano y vio que en su extremo más alejado había un estrecho y oscuro laberinto formado por maquinaria abandonada. Fordyce también lo vio, y los dos se acercaron.
—¿Qué clase de instalación es esta? —preguntó mirando en derredor.
Gideon lo había reconocido con un escalofrío.
—He visto instalaciones parecidas en fotos antiguas del museo de Los Álamos —dijo—, viejas imágenes del Proyecto Manhattan. Es un conjunto primitivo de guías, raíles, poleas y cuerdas que se utilizan para mover material radioactivo de un lado a otro sin tener que acercarse demasiado. No es precisamente alta tecnología, pero resulta efectivo, especialmente si la persona que lo maneja se considera un mártir de la yihad y no le importa exponerse a la radiación.
Mientras recorría el lugar y se asomaba a todos los rincones vio más aparatos de control remoto, toscas rampas y estructuras, fragmentos de escudos y bloques de plomo junto con cables eléctricos y detonadores desechados. Y con un nuevo escalofrío también reconoció los restos de un transistor de contacto de alta velocidad.
—¡Dios mío! —exclamó con el corazón encogido—. Lo que estoy viendo en este lugar es todo lo que necesitarían unos terroristas para construir una bomba, incluido el correspondiente transistor de alta velocidad, que es lo más difícil de conseguir aparte del material fisionable.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Fordyce, que señalaba otro rincón.
Gideon miró en la dirección indicada y vio una jaula de barrotes en cuyo interior quedaban restos de comida.
—¿Una jaula para perros? —aventuró—. A juzgar por el tamaño debía de ser un animal muy grande, quizá un dóberman o un rottweiler para mantener alejados a los curiosos.
Fordyce se movía lenta y metódicamente, examinándolo todo.
—Aquí hay bastante radiación residual —dijo Gideon mientras miraba el indicador del traje. Señaló con la cabeza—: Ahí, con ese aparato, es donde Chalker debió de pifiarla y el núcleo alcanzó el estado crítico.
—Crew, eche un vistazo a esto.
Fordyce estaba arrodillado ante un montón de cenizas, contemplando algo. Cuando Gideon se acercó oyó una cacofonía de voces en el intercomunicador y gritos y pasos en el piso de arriba. Los equipos del GAEN habían entrado en el edificio.
Se arrodilló junto a Fordyce intentando no crear turbulencias que pudieran agitar el aire y alterar las delicadas cenizas. Alguien había apilado una gran cantidad de documentos, CD y DVD, papeles y equipo, y lo había quemado todo junto. Lo que quedaba era un montón de cenizas donde se mezclaban restos pegajosos que apestaban a gasolina. El dedo enguantado de Fordyce señalaba los restos carbonizados de lo que había sido un gran trozo de papel. Gideon se inclinó y lo iluminó con la linterna para verlo mejor. Cuando el haz de luz recorrió la arrugada superficie comprendió lo que había sido: un mapa de Washington lleno de algo que parecían anotaciones en árabe. Varios lugares importantes como la Casa Blanca o el Pentágono habían sido marcados.
—Creo que acabamos de encontrar los objetivos —dijo Fordyce en tono lúgubre.
Oyeron pasos en la escalera, y un grupo de figuras embutidas en trajes antirradiación apareció en el sótano.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó una voz en el intercomunicador.
—GAEN —respondió Fordyce secamente mientras se ponía en pie—. Somos el equipo de avanzada. Ustedes se harán cargo ahora.
Gideon captó la mirada de su compañero a la luz de la linterna.
—Sí, es hora de que nos marchemos.