10

Era medianoche cuando entró en el cuartel general del EES. Sus silenciosos confines parecieron tragárselo con sus fríos espacios blancos. Incluso a aquella hora tan tardía había técnicos que iban de un lado para otro entre extraños modelos, proyectos y mesas llenas de equipos cubiertos y misteriosos. Siguió a Garza hasta el ascensor, que los llevó hasta el último piso a una velocidad de tortuga. Momentos después se encontraba de pie en la misma sala de reuniones de estilo zen, con Glinn sentado en su silla de ruedas en el extremo más alejado de la gran mesa de bubinga. La ventana a la que se había asomado aquella mañana tenía la persiana bajada.

Se sentía exhausto y agotado, así que lo sorprendió e irritó ligeramente que Glinn pareciera de mejor humor que de costumbre.

—¿Café? —preguntó este, cuyo ojo bueno brillaba notablemente.

—Sí —repuso Gideon mientras se dejaba caer en una silla.

Garza salió poniendo mala cara y regresó con una taza. Gideon le echó una buena ración de azúcar y leche y se lo bebió como si fuera un vaso de agua.

—Tengo noticias buenas y malas —anunció Glinn.

Gideon esperó.

—La buena noticia es que su exposición a la radiación ha sido prácticamente insignificante. Según las tablas, aumentará sus posibilidades de morir de cáncer a lo largo de los próximos veinte años en menos de un uno por ciento.

Gideon no pudo evitar soltar una carcajada ante semejante ironía. Su risa resonó solitaria en la vacía sala. Nadie más lo imitó.

—La mala noticia —prosiguió Glinn— es que nos enfrentamos a una emergencia nacional de máximo nivel. Reed Chalker recibió una elevada dosis de radiación durante lo que creemos que fue un suceso crítico en el que intervino una masa de material fisible. Se vio afectado por una combinación de partículas alfa y rayos gamma de una fuente que al parecer era uranio-235 enriquecido y de tipo militar. La dosis que recibió fue de unos ocho mil rads. Una dosis masiva, realmente masiva.

Gideon se incorporó en su silla. Aquello era realmente increíble.

—En efecto —añadió Glinn—, la cantidad de material fisible capaz de provocar un suceso así debería ser al menos de diez kilos, lo cual supone uranio más que suficiente para fabricar un arma nuclear de considerable tamaño.

Gideon digirió aquellas palabras. La situación era peor de lo que había imaginado. Glinn hizo una breve pausa y siguió hablando.

—Parece claro que Chalker estaba involucrado en la preparación de un ataque terrorista con armas nucleares. Durante dichos preparativos algo salió mal, el uranio entró en estado crítico y Chalker sufrió una fuerte exposición. Según nuestros expertos, lo más probable es que los terroristas ocultaran la bomba y abandonaran a Chalker para que muriera; sin embargo, no murió enseguida porque los envenenamientos con radiación no actúan de ese modo. Se volvió loco, se apoderó de unos rehenes y aquí estamos.

—¿Ha averiguado dónde preparaban la bomba?

—En estos momentos esa es la mayor prioridad. No puede estar muy lejos de esa casa de Sunnyside porque, según sabemos, Chalker llegó allí a pie. En estos instantes tenemos rastreadores de radiación sobrevolando la ciudad de Nueva York y en cualquier momento recibiremos una lectura. Un suceso crítico como ese tiene que dejar un rastro radioactivo con una firma característica.

A Glinn le faltó poco para frotarse las manos.

—Hemos entrado en la casa de Chalker. Usted estuvo allí, usted lo conocía.

—No —repuso Gideon.

Era hora de marcharse. Se levantó.

—Escúcheme, doctor Crew, usted es el hombre indicado para esta misión, de eso no hay duda. Esta vez no será una operación clandestina. Podrá actuar siendo usted mismo.

—He dicho que no.

—Hará equipo con Fordyce. Es el único requisito inevitable de la misión y nos ha sido impuesto por la Administración Nacional de Seguridad Nuclear. De todas maneras tendrá manga ancha para investigar.

—Ya le he dicho que no.

—Basta con que finja que hace equipo con Fordyce. En realidad irá por libre, no tendrá que dar cuentas a nadie y trabajará fuera de los límites de las normas que rigen en los cuerpos y las agencias de seguridad.

—Mire, Glinn —contestó Gideon—, he hecho lo que me ha pedido, pero la he pifiado y mi intervención se ha saldado con dos muertos y un herido. Ahora me voy a casa.

—Usted no ha pifiado nada y no puede irse a casa, doctor Crew. Solo disponemos de unos días, puede que de unas horas. Hay millones de vidas en juego. Tenga —dijo alargándole un trozo de papel—, esta es la dirección adonde tiene que ir para empezar. Ahora póngase manos a la obra. Fordyce lo está esperando. Debe darse prisa. El tiempo apremia.

—Váyase a la mierda —replicó Gideon—. Se lo digo en serio: a la mierda.

Glinn hizo una pausa y añadió:

—¿No cree que debería hacer algo más valioso con los meses de vida que le quedan que irse de pesca?

—He pensado en eso, Glinn, en lo de mi enfermedad terminal y en que me quedan solo unos meses de vida. Usted es el mayor manipulador que he conocido, y por lo que sé todo eso podría ser otro de sus montajes. ¿Qué certeza tengo de que esas radiografías fueran mías si les habían borrado el nombre?

Glinn meneó la cabeza.

—En el fondo de su corazón sabe que le estoy diciendo toda la verdad.

Gideon se puso colorado de rabia.

—¿Quiere decirme en qué puedo ayudar? Ahí fuera tienen a la policía de Nueva York, al FBI, al GAEN, a la CIA y a la ATF, por no hablar de un montón de organizaciones secretas. Se lo repito, Glinn, me marcho.

—¡Ese es precisamente el problema! —replicó Glinn, irritado a su vez, y dio un golpe en la mesa con su mano tullida—. ¡Hay demasiada gente en esto! Son tantos que nuestros cálculos de psicoingeniería nos indican que no conseguirán detener el ataque terrorista, que la investigación se encallará.

—¿«Cálculos de psicoingeniería»? —repitió Gideon en tono sarcástico—. ¡Menuda trola!

Se encaminó hacia la puerta, pero Garza le cerró el paso con una mueca de desprecio.

—Apártese de mi camino —le instó Gideon.

Hubo un momento de silenciosa tensión hasta que Glinn dijo:

—Déjalo ir, Manuel.

Garza se hizo a un lado con insolente lentitud.

—Cuando salga a la calle hágame un favor, doctor Crew —dijo Glinn—, mire las caras de la gente a su alrededor y piense en cómo sus vidas van a cambiar. Para siempre.

Gideon no quiso escuchar el resto. Salió a toda prisa de la sala, presionó con fuerza el botón del ascensor y bajó a la planta baja maldiciendo su lentitud. Cuando las puertas se abrieron cruzó a toda prisa el enorme taller y salió al vestíbulo, donde la puerta principal se abrió electrónicamente.

Una vez en la calle caminó hasta un pequeño hotel de moda donde esperaban varios taxis. Al cuerno con su equipaje. Iría al aeropuerto, volvería a Nuevo México y se encerraría en su cabaña hasta que todo aquello hubiera pasado. Ya había hecho suficiente daño. Abrió la puerta de uno de los taxis y vaciló al ver la gente guapa que entraba y salía del hotel. Recordó las palabras de Glinn, y los rostros que vio le parecieron repulsivos. Le daba igual si sus vidas cambiaban o no. Que se murieran. Si él tenía los días contados, ¿por qué ellos no?

Esa era su respuesta a Glinn.

De repente notó que lo apartaban con brusquedad. Un hombre vestido de esmoquin lo empujó y le arrebató el taxi. El individuo cerró la puerta de golpe, bajó la ventanilla con expresión de triunfo y le dijo desprendiendo un fuerte olor a alcohol:

—El que no lo pilla se queda sin silla. ¡Vuelve a tu pueblo, paleto!

El taxi se alejó dejando atrás las groseras carcajadas de su pasajero. Gideon se quedó en la acera, perplejo.

«Piense en cómo sus vidas van a cambiar». Las palabras de Glinn resonaron nuevamente en su cabeza. ¿Acaso valía la pena salvar ese mundo, esa gente, a tipos como aquel? Sin embargo, la grosería de ese hombre le afectó como no habría podido hacerlo el gesto amable de un desconocido. Aquel indeseable se despertaría al día siguiente y sin duda divertiría a sus compañeros de trabajo hablándoles del pueblerino imbécil que no sabía cómo conseguir un taxi en Nueva York. Bien, al cuerno con él. Una prueba más de que no valía la pena salvar a nadie. Se largaría a su cabaña de los montes Jemez y que esos cretinos se las apañaran solos.

Sin embargo, cuando ese pensamiento surgió en su mente vaciló. ¿Quién era él para juzgar? El mundo estaba compuesto de gente de lo más diversa. ¿En qué posición quedaría si se marchaba a su cabaña y los terroristas arrasaban Nueva York con un artefacto nuclear? ¿Sería su responsabilidad? No, pero si huía caería aún más bajo que aquel memo de esmoquin.

Aunque le quedaran once meses de vida o cincuenta años, iba a ser un tiempo eterno y solitario porque no podría perdonarse a sí mismo.

Vaciló furiosamente durante un momento. Luego, bullendo de rabia y frustración, volvió sobre sus pasos hasta la esquina de Little West con la calle Doce. La puerta del EES se abrió nada más acercarse, como si Glinn lo estuviera esperando.